Presbítero profeso de la Sociedad de Sacerdotes de San José Cottolengo.
Nació en Pogliano Milanese, provincia de Milán, Italia, en 1863 y falleció en Turín, Italia, el 7 de mayo de 1939
Fue beatificado por el Papa Benedicto XVI el 17 de septiembre de 2011.
Se lo celebra el 7 de mayo.
“Señor, enséñame a ser inteligente" es su plegaria favorita, la reza y enseña a sus penitentes, como recuerda el futuro cardenal Ballestero, quien a menudo fue a confesarse con él. Y "ser inteligente", para él, es pensar que todo pasa, sólo el paraíso es eterno, y entonces todo se tiene que hacer en vista de lo que está por venir, sin cálculos y sin distraerse con las cosas de aquí.
Nacido en 1863 en Pogliano Milanese, en una casa donde es fácil reunir el almuerzo con la cena porque se come una sola vez cada día, pero en la que los padres comulgan todos los domingos -¡en esos tiempos!-, y nunca vuelven a casa sin haber invitado a algún pobre a almorzar.
Porque están convencidos, y así lo enseñan a sus hijos, que no se puede recibir a Jesús sin abrir la puerta a los pobres. Por ello no es de extrañar que de entre los cinco hijos sobrevivientes de los ocho que tuvieron, uno eligiera el camino de Cottolengo de trabajar entre "los más pobres entre los pobres".
Siendo aún muy joven, y por consejo de su párroco, se traslada a Turín, fue muy duro para él alejarse de los suyos, tuvo que luchar contra la nostalgia y la duda de haber tomado la decisión correcta, lucha que en una ocasión lo llevo a intentar franquear la tapia del seminario durante la noche pensando retornar a su casa, pero el sentido común prevalece y la gracia de Dios hace el resto, y así fue ordenado sacerdote a los 23 años gracias a una dispensa papal por su corta edad, realmente nadie tiene dudas sobre su vocación.
El joven sacerdote (quien además es de estatura muy pequeña), encuentra rápidamente su sitio dentro del Cottolengo: por 53 años será maestro, predicador, confesor y director espiritual, en una actividad vortiginosa y simple al mismo tiempo, haciéndose todo para todos y salpicando todo con su inconfundible sonrisa.
Porque, si de Cottolengo se dijo que era "el buen canónigo", de Don Franceschino simplemente dicen que es "el cura que sonríe". La suya es una sonrisa que conquista: a los niños, en primer lugar, que les encanta ir a confesarse con un sacerdote que es apenas un poco más alto que ellos, pero también, indistintamente, obispos y sacerdotes, nobles y campesinos, monjas y seminaristas, que cuando necesidad de consuelo, consejo o aliento van a buscar a ese sacerdote que les hace sonreír el corazón.
Los santos tienen buen olfato y suelen reconocerse a distancia, por ello fue fácil ser conquistado por el canónigo José Allamano, que primero le invitó a confesar regularmente a los jóvenes sacerdotes del Convictorio eclesiástico y luego a los futuros Misioneros de la Consolata, iniciando así una fraternal rivalidad en virtudes, con la familiaridad y la sincera amistad que solamente los verdaderos santos suelen tener.
Tampoco para la diócesis de Turín pasa desapercibido la perla de sacerdote que tenían, y le comienzan a llover tareas. El obispo de Turín lo quiere como confesor de los seminaristas, a quienes les dice que el curita "es otro de San Luis", luego le pide predicar cursos de ejercicios espirituales, lo nombra confesor de varias instituciones de monjas; lo selecciona como pro-vicario de la diócesis, consultor para el cambio de sacerdotes y profesor del seminario, aunque alguien, tal vez más por envidia que por convicción, tuerza la nariz diciendo que, en cuanto a inteligencia y habilidad, en Turín podría encontrarse algo mejor.
Cono podía Don Franceschino lograr atender tal cantidad de tareas es todavía un misterio, el no objeta, no se queja, casi se disculpa por no poder hacer más porque los compromisos diocesanos se suman a los que regularmente sigue desempeñando en la "Pequeña Casa".
"Es s mi padre", responde con desarmante sencillez a aquel que señala que incluso en lo físico tiene un cierto parecido con Cottolengo.
Desde que el padre ha heredado sobre todo la fe, pero una fe "de aquellas", que le hace cumplir pequeños prodigios, como el leer en los corazones, ver a la distancia y obrar curaciones con simples compresas de agua fresca, dejando en claro que el remedio no está en medicinas sino en la fe.
Él nunca dijo "no puedo más", pero su corazón es quien se rebela, está hecho jirones por su continua entrega. Es obligado a quedarse en total inactividad, pasando de la cama a la silla, hasta el 7 de mayo de 1939 cuando se apaga.
Ricos y pobres, sacerdotes y obispos desfilan frente a su ataúd, y por él, en 1947, se hizo una excepción a la norma de no encaminar causas de beatificación que tiene la Pequeña Casa, y así Don Franceschino es el primer sacerdote del Instituto Cottolengo, después del fundador, en ser elevado a la gloria de los altares.
(fuente: Héroes de ayer y hoy)
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domingo, 7 de mayo de 2017
miércoles, 26 de abril de 2017
26 de abril: San Esteban de Perm
(en ruso: Стефан Пермский)
Nació muy al norte de Rusia hacia el año 1340 de padres cristianos.
En su juventud abrazó la vida monástica en Rostov. Se propuso evangelizar al pueblo Zyryani; aprendió su lengua y, como no tenía alfabeto propio, él inventó uno al que tradujo la Biblia y los libros litúrgicos.
En 1383 fue consagrado primer obispo de Perm. Su principal tarea fue la evangelización y la confirmación de las verdades de la fe en su pueblo; además, erigió iglesias, pintó bellos iconos para ellas, fundó escuelas, destruyó ídolos, fomentó las vocaciones nativas.
Murió en el monasterio de la Transfiguración, de Moscú (Rusia), el año 1396.
otros santos 26 de abril:
- Beato Estanislao Kubista
- San Isidoro de Sevilla
- Santa Franca de Piacenza
Nació muy al norte de Rusia hacia el año 1340 de padres cristianos.
En su juventud abrazó la vida monástica en Rostov. Se propuso evangelizar al pueblo Zyryani; aprendió su lengua y, como no tenía alfabeto propio, él inventó uno al que tradujo la Biblia y los libros litúrgicos.
En 1383 fue consagrado primer obispo de Perm. Su principal tarea fue la evangelización y la confirmación de las verdades de la fe en su pueblo; además, erigió iglesias, pintó bellos iconos para ellas, fundó escuelas, destruyó ídolos, fomentó las vocaciones nativas.
Murió en el monasterio de la Transfiguración, de Moscú (Rusia), el año 1396.
(fuente: www.franciscanos.org)
otros santos 26 de abril:
- Beato Estanislao Kubista
- San Isidoro de Sevilla
- Santa Franca de Piacenza
viernes, 26 de agosto de 2016
26 de agosto: Beata Beltrame Quattrocchi
Esposos Beltrame Quattrocchi: un matrimonio santo
En medio de una multitud de familias, los esposos Luigi y María Corsini Beltrame Quattrocchi fueron beatificados en la Basílica de San Pedro, a pesar de las inclemencias del clima.
Su beatificación, sin duda alguna, ayudaría a relanzar nuevamente los valores propios de una vida cristiana, tan pisoteados por una sociedad hedonista y una cultura de muerte, así como también se estaría impulsando el sentido cristiano del matrimonio como camino de santidad.
Vida
María Corsini nació en Florencia el 24 de junio en 1881; mientras que Luigi Beltrame nació en Catania el 12 de enero de 1880. Ambos se conocieron en Roma cuando eran adolescentes y se casaron en la basílica Santa María la Mayor el 25 de noviembre de 1905.
Los dos fueron criados en el seno de una familia católica y desde pequeños practicaron fervientemente su fe, asistiendo todos los domingos a Misa y participando de los sacramentos. Debido a este legado, decidieron criar a sus hijos en los principios y valores de la fe católica.
En 1913, la joven familia atravesó un momento doloroso y bastante incierto cuando María el embarazo de María tuvo serias complicaciones y los médicos pronosticaban que no sobreviviría al parto, ni tampoco el no nacido. Aunque los doctores manifestaron que un aborto podría salvar la vida de María, ésta consultando con su esposo, decidió confiar en la protección divina de Dios. Y, si bien es cierto el embarazo fue duro, tanto madre e hijo milagrosamente sobrevivieron. Esta experiencia llevó a toda la familia a consolidar su vida de fe y trabajar duro por sus anhelos de santidad.
María dio a luz a tres niños más; sus dos hijos varones profesaron el sacerdocio: Filippo es ahora Mons. Tarcisio de la diócesis de Roma y Cesare es el P. Paolino, un monje trapense.
La mayor de las hijas, Enrichetta, la que sobrevivió a ese difícil embarazo, constituyó un hogar según el modelo de sus padres; mientras que su hermana Stefania ingresó a la congregación de los benedictinos, siendo conocida por todos como la Madre Cecilia, y quien falleció en 1993.
Los tres hermanos estuvieron presentes en la beatificación de sus padres.
La familia Beltrame Quattrochi fue conocida por todos por su activa participación en muchas organizaciones católicas. Luigi fue un respetado abogado, quien ocupó un cargo importante dentro de la política italiana. María trabajó como voluntaria asistiendo a los etíopes en dicho país durante la segunda guerra mundial.
El ahora beato Luigi fue llamado a la Casa del Padre en 1951, y María, su fiel esposa, lo hacía posteriormente en 1965.
Beatificación
La Congregación para la Causa de los Santos trató este caso como algo especial, y con la aprobación del Papa Juan Pablo II, se esclareció el camino para su beatificación luego de que se reconozca un milagro a su intercesión.
El Prefecto de esta Congregación, Cardenal José Saraiva Martins, señaló que era imposible beatificarlos por separado debido a que no se podía separar su experiencia de santidad, la cual fue vivida en pareja y tan íntimamente. "Su extraordinario testimonio no podía permanecer escondido", enfatizó el Purpurado.
Por lo menos 40 mil personas atendieron la ceremonia de beatificación de los esposos, que se realizó al interior de la basílica de San Pedro debido a la fuerte lluvia que se desató desde las primeras horas de la mañana. El plan original contemplaba la realización de la ceremonia en la Plaza San Pedro.
También asistieron los dos hijos varones del matrimonio: Filippo y Cesare quienes concelebraron la Misa de beatificación con el Papa. La tercera, Enrichetta, se sentaba entre los peregrinos que llenaron hasta los topes el templo más grande de la cristiandad.
"Lo ordinario de manera extraordinaria"
En su homilía, el Santo Padre aseguró que los esposos beatos, durante más de sus 50 años como matrimonio supieron vivir "una vida ordinaria de manera extraordinaria".
"Entre las alegrías y las preocupaciones de una familia normal -afirmó el Papa- supieron realizar una existencia extraordinariamente rica de espiritualidad. En el centro, la eucaristía diaria, a la que se añadía la devoción filial a la Virgen María, invocada con el Rosario recitado todas las noches, y la referencia a sabios consejos espirituales".
El Pontífice manifestó que los esposos "vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida".
"Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor", agregó.
En este sentido, el Papa enfatizó que la familia anuncia el Evangelio de la esperanza con su misma constitución, pues se funda sobre la recíproca confianza y sobre la fe en la Providencia. La familia anuncia la esperanza, pues es el lugar en el que brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad".
"Una auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una "buena noticia" para el mundo", puntualizó.
Familia cristiana
El P. Tarcisio Beltrame, uno de los hijos de los esposos Luigi y Maria Corsini Beltrame Quattrocchi, expresó en un testimonio personal el deseo de que la proclamación de sus padres como modelos de vida cristiana ayude a impulsar el sentido cristiano del matrimonio.
En su relato, el P. Tarcisio recuerda que "nuestra vida familiar no tuvo nada de extraordinaria, fue un hecho ordinario, con sus debilidades. Sin embargo, seguimos siempre enseñanzas importantes que las almas de buena voluntad pueden disponerse a imitar y a realizar también hoy".
Don Tarcisio considera por ello que "la beatificación de mis padres es una ocasión para relanzar los valores de la familia cristiana hoy".
En efecto, según la proclamación de sus virtudes heroicas realizada por el Cardenal José Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, los esposos Beltrame Quattrocchi "han hecho de su familia una verdadera iglesia doméstica abierta a la vida, a la oración, al testimonio del Evangelio, al apostolado social, a la solidaridad hacia los pobres, a la amistad". Además, a su intercesión ha sido atribuido un milagro que ha abierto la vía para su beatificación.
De los cuatro hijos de los esposos Beltrame Quattrocchi, tres de ellos tomaron el camino del sacerdocio o la vida religiosa: don Tarcisio (95 años), el padre Paulino (92 años), y Sor María Cecilia (ya fallecida). Enrichetta, de 87 años, constituyó un hogar según el modelo de sus padres.
"Fuimos una familia abierta a los amigos y a todos los que querían respirar el clima de nuestro hogar", relata el P. Tarcisio. La habitación de huéspedes siempre estaba lista".
"En los años de la guerra, a menudo arriesgando muchísimo, acogimos y prestamos ayuda a todo el que la pidió", concluyó.
No serían los únicos
Los Beltrame Quattrocchi serán la primera pareja en ser beatificada. pero no la única En efecto, según fuentes de la Congregación para la Causa de los Santos, existe otra pareja de esposos que podrían ser elevados a los altares: Louis y Zelie Martin, los padres de Santa Teresa de Lisieux.
En sus memorias, Santa Teresita del Niño Jesús relata la vida ejemplar de sus padres, que influyera tanto en su vocación y en la de sus hermanas. En el caso de ambos, la Congregación ya ha reconocido la "heroicidad de virtudes", y se aguarda a aprobación formal de un milagro obtenido por su intercesión para proclamar la beatificación.
otros santos 26 de agosto:
- Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars
- Beata María de los Ángeles Ginard Martí
En medio de una multitud de familias, los esposos Luigi y María Corsini Beltrame Quattrocchi fueron beatificados en la Basílica de San Pedro, a pesar de las inclemencias del clima.
Su beatificación, sin duda alguna, ayudaría a relanzar nuevamente los valores propios de una vida cristiana, tan pisoteados por una sociedad hedonista y una cultura de muerte, así como también se estaría impulsando el sentido cristiano del matrimonio como camino de santidad.
Vida
María Corsini nació en Florencia el 24 de junio en 1881; mientras que Luigi Beltrame nació en Catania el 12 de enero de 1880. Ambos se conocieron en Roma cuando eran adolescentes y se casaron en la basílica Santa María la Mayor el 25 de noviembre de 1905.
Los dos fueron criados en el seno de una familia católica y desde pequeños practicaron fervientemente su fe, asistiendo todos los domingos a Misa y participando de los sacramentos. Debido a este legado, decidieron criar a sus hijos en los principios y valores de la fe católica.
En 1913, la joven familia atravesó un momento doloroso y bastante incierto cuando María el embarazo de María tuvo serias complicaciones y los médicos pronosticaban que no sobreviviría al parto, ni tampoco el no nacido. Aunque los doctores manifestaron que un aborto podría salvar la vida de María, ésta consultando con su esposo, decidió confiar en la protección divina de Dios. Y, si bien es cierto el embarazo fue duro, tanto madre e hijo milagrosamente sobrevivieron. Esta experiencia llevó a toda la familia a consolidar su vida de fe y trabajar duro por sus anhelos de santidad.
María dio a luz a tres niños más; sus dos hijos varones profesaron el sacerdocio: Filippo es ahora Mons. Tarcisio de la diócesis de Roma y Cesare es el P. Paolino, un monje trapense.
La mayor de las hijas, Enrichetta, la que sobrevivió a ese difícil embarazo, constituyó un hogar según el modelo de sus padres; mientras que su hermana Stefania ingresó a la congregación de los benedictinos, siendo conocida por todos como la Madre Cecilia, y quien falleció en 1993.
Los tres hermanos estuvieron presentes en la beatificación de sus padres.
La familia Beltrame Quattrochi fue conocida por todos por su activa participación en muchas organizaciones católicas. Luigi fue un respetado abogado, quien ocupó un cargo importante dentro de la política italiana. María trabajó como voluntaria asistiendo a los etíopes en dicho país durante la segunda guerra mundial.
El ahora beato Luigi fue llamado a la Casa del Padre en 1951, y María, su fiel esposa, lo hacía posteriormente en 1965.
Beatificación
La Congregación para la Causa de los Santos trató este caso como algo especial, y con la aprobación del Papa Juan Pablo II, se esclareció el camino para su beatificación luego de que se reconozca un milagro a su intercesión.
El Prefecto de esta Congregación, Cardenal José Saraiva Martins, señaló que era imposible beatificarlos por separado debido a que no se podía separar su experiencia de santidad, la cual fue vivida en pareja y tan íntimamente. "Su extraordinario testimonio no podía permanecer escondido", enfatizó el Purpurado.
Por lo menos 40 mil personas atendieron la ceremonia de beatificación de los esposos, que se realizó al interior de la basílica de San Pedro debido a la fuerte lluvia que se desató desde las primeras horas de la mañana. El plan original contemplaba la realización de la ceremonia en la Plaza San Pedro.
También asistieron los dos hijos varones del matrimonio: Filippo y Cesare quienes concelebraron la Misa de beatificación con el Papa. La tercera, Enrichetta, se sentaba entre los peregrinos que llenaron hasta los topes el templo más grande de la cristiandad.
"Lo ordinario de manera extraordinaria"
En su homilía, el Santo Padre aseguró que los esposos beatos, durante más de sus 50 años como matrimonio supieron vivir "una vida ordinaria de manera extraordinaria".
"Entre las alegrías y las preocupaciones de una familia normal -afirmó el Papa- supieron realizar una existencia extraordinariamente rica de espiritualidad. En el centro, la eucaristía diaria, a la que se añadía la devoción filial a la Virgen María, invocada con el Rosario recitado todas las noches, y la referencia a sabios consejos espirituales".
El Pontífice manifestó que los esposos "vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida".
"Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor", agregó.
En este sentido, el Papa enfatizó que la familia anuncia el Evangelio de la esperanza con su misma constitución, pues se funda sobre la recíproca confianza y sobre la fe en la Providencia. La familia anuncia la esperanza, pues es el lugar en el que brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad".
"Una auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una "buena noticia" para el mundo", puntualizó.
Familia cristiana
El P. Tarcisio Beltrame, uno de los hijos de los esposos Luigi y Maria Corsini Beltrame Quattrocchi, expresó en un testimonio personal el deseo de que la proclamación de sus padres como modelos de vida cristiana ayude a impulsar el sentido cristiano del matrimonio.
En su relato, el P. Tarcisio recuerda que "nuestra vida familiar no tuvo nada de extraordinaria, fue un hecho ordinario, con sus debilidades. Sin embargo, seguimos siempre enseñanzas importantes que las almas de buena voluntad pueden disponerse a imitar y a realizar también hoy".
Don Tarcisio considera por ello que "la beatificación de mis padres es una ocasión para relanzar los valores de la familia cristiana hoy".
En efecto, según la proclamación de sus virtudes heroicas realizada por el Cardenal José Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, los esposos Beltrame Quattrocchi "han hecho de su familia una verdadera iglesia doméstica abierta a la vida, a la oración, al testimonio del Evangelio, al apostolado social, a la solidaridad hacia los pobres, a la amistad". Además, a su intercesión ha sido atribuido un milagro que ha abierto la vía para su beatificación.
De los cuatro hijos de los esposos Beltrame Quattrocchi, tres de ellos tomaron el camino del sacerdocio o la vida religiosa: don Tarcisio (95 años), el padre Paulino (92 años), y Sor María Cecilia (ya fallecida). Enrichetta, de 87 años, constituyó un hogar según el modelo de sus padres.
"Fuimos una familia abierta a los amigos y a todos los que querían respirar el clima de nuestro hogar", relata el P. Tarcisio. La habitación de huéspedes siempre estaba lista".
"En los años de la guerra, a menudo arriesgando muchísimo, acogimos y prestamos ayuda a todo el que la pidió", concluyó.
No serían los únicos
Los Beltrame Quattrocchi serán la primera pareja en ser beatificada. pero no la única En efecto, según fuentes de la Congregación para la Causa de los Santos, existe otra pareja de esposos que podrían ser elevados a los altares: Louis y Zelie Martin, los padres de Santa Teresa de Lisieux.
En sus memorias, Santa Teresita del Niño Jesús relata la vida ejemplar de sus padres, que influyera tanto en su vocación y en la de sus hermanas. En el caso de ambos, la Congregación ya ha reconocido la "heroicidad de virtudes", y se aguarda a aprobación formal de un milagro obtenido por su intercesión para proclamar la beatificación.
(fuente: aciprensa.com)
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sábado, 13 de agosto de 2016
13 de agosto: Santa Radegundis
Reina y Fundadora
(521-587)
Teodorico, rey de Austrasia, y Clotário, rey de Neustria. Los dos jefes de los francos, uniéronse en 529 para hacer la guerra a los turingios, un pueblo de la confederación sajona, y después de muchas victorias, saqueos y despojos volvieron a su tierra para repartirse el botin. Entre otros muchos prisioneros, a Clotario le tocaron en suerte dos hijos del rey turingio, que estaban todavía en la infancia. Eran hermano y hermana. La niña se llamaba Radegundis. Apenas tenía ocho años, pero su hermosura precoz produjo tal impresión en el príncipe franco, que resolvió educarla como convenía a su estirpe, para hacerla su esposa. Llevada a una de las residencias reales, al dominio de Aties, sobre el Somme, la niña recibió, no la formación rudimentaria de las jóvenes de raza germánica, que sólo aprendían a hilar y a seguir la caza al galope, sino la refinada educación de las patricias galas. Juntamente con las labores propias de una mujer elegante, adquirió el conocimiento de las letras griegas y latinas, deleitándose en la lectura de los poetas profanos y en las de los autores eclesiásticos. Los libros la introducían en un mundo ideal, donde olvidaba la tragedia lamentable de su familia y de su patria. Las vidas de los santos la hacían llorar de contento; entonces deseaba el martirio; pero como eso no podía ser, se esforzaba por imitarlos en otras cosas. Gozábase viéndose rodeada de niños; repartia entre ellos las sobras de su mesa, los lavaba la cara, los sentaba a su lado, los servía ella misma y los daba de deber. Esta tropa infantil la seguía cuando iba al oratorio, y un clérigo caminaba delante llevando una cruz de madera. Su mayor contento por aquellos días era limpiar el piso del santuario, adornar los altares, quitar el polvo de los lienzos sagrados y hacer cirios que ardiesen delante de los santos.
Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»
Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.
Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»
La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.
Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»
Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampo navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»
otros santos 13 de agosto:
- San Juan Berchmans
- Beato Marcos de Aviano
(521-587)
Teodorico, rey de Austrasia, y Clotário, rey de Neustria. Los dos jefes de los francos, uniéronse en 529 para hacer la guerra a los turingios, un pueblo de la confederación sajona, y después de muchas victorias, saqueos y despojos volvieron a su tierra para repartirse el botin. Entre otros muchos prisioneros, a Clotario le tocaron en suerte dos hijos del rey turingio, que estaban todavía en la infancia. Eran hermano y hermana. La niña se llamaba Radegundis. Apenas tenía ocho años, pero su hermosura precoz produjo tal impresión en el príncipe franco, que resolvió educarla como convenía a su estirpe, para hacerla su esposa. Llevada a una de las residencias reales, al dominio de Aties, sobre el Somme, la niña recibió, no la formación rudimentaria de las jóvenes de raza germánica, que sólo aprendían a hilar y a seguir la caza al galope, sino la refinada educación de las patricias galas. Juntamente con las labores propias de una mujer elegante, adquirió el conocimiento de las letras griegas y latinas, deleitándose en la lectura de los poetas profanos y en las de los autores eclesiásticos. Los libros la introducían en un mundo ideal, donde olvidaba la tragedia lamentable de su familia y de su patria. Las vidas de los santos la hacían llorar de contento; entonces deseaba el martirio; pero como eso no podía ser, se esforzaba por imitarlos en otras cosas. Gozábase viéndose rodeada de niños; repartia entre ellos las sobras de su mesa, los lavaba la cara, los sentaba a su lado, los servía ella misma y los daba de deber. Esta tropa infantil la seguía cuando iba al oratorio, y un clérigo caminaba delante llevando una cruz de madera. Su mayor contento por aquellos días era limpiar el piso del santuario, adornar los altares, quitar el polvo de los lienzos sagrados y hacer cirios que ardiesen delante de los santos.
Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»
Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.
Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»
La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.
Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»
Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampo navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»
(fuente: www.divvol.org)
otros santos 13 de agosto:
- San Juan Berchmans
- Beato Marcos de Aviano
jueves, 7 de julio de 2016
07 de julio: San Fermín de
SAN FERMÍN
Obispo de Pamplona
(† 553)
Pamplona era entonces Pompelon, una pequeña aglomeración urbana fundada por los romanos, presidiendo en el centro de la tierra navarra, sobre una pequeña meseta a las orillas del Arga, una llanura rodeada de montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían esa población romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según Estrabón: "Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en cuyo territorio se halla Pompelon".
Pompelon, producto humano lógico, tenía para los romanos un valor estratégico, pero asimismo realizaba otra importante misión: reunía las ásperas montañas pirenaicas, tras las cuales se extendían los ubérrimos campos de Aquitania, con la comarca de las riberas colindantes con el Ebro. Pompelon era un punto de confluencia en el trazado de las vías romanas que atravesaban Navarra.
Aún no había cristianos en el país. Los más antiguos cuentos del folklore vasco, unos cuentos de contextura esquemática que resuenan todavía desde un fondo de siglos, establecen la separación de dos mundos radicalmente distintos: el mundo cristiano y el mundo anterior a la evangelización del país. Hay en algunos de esos seculares cuentos, procedentes casi todos de una edad pastoril, alusiones claras a las primeras iglesuelas cristianas y al conjunto de prevenciones y de resistencias que su emplazamiento exaltaba entre los gentiles. El vasco introdujo en su milenario idioma el adjetivo "gentil" (jentillak, los gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus antepasados, desconocedores del cristianismo o refractarios a su introducción.
Todos los habitantes de la tierra vasca eran entonces gentiles, lo mismo, que fuesen pastores en el campo que los avecindados en las aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus habitantes pertenecían al mundo del paganismo. Entre esos habitantes se contaba Firmo, alto funcionario de la administración romana en la ciudad, y su esposa Eugenia, matrona de ilustre ascendencia. Todo hace imaginar, sin embargo, que Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran creyentes, que sus almas sentían aspiraciones mucho más allá de sus efigies tutelares predilectas. Firmo y Eugenia ofrendaban, sacrificaban en los altares de su culto con la sencilla fe del pueblo que creía en sus dioses con una pasión que durante casi medio milenio hizo frente al cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la fe pagana del pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires.
En la vida de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas, pero la mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de las mujeres paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad, sin excluir de la esperanza a los más humildes y despreciados, y que traía un positivo consuelo a los desesperados y a los vacilantes.
Las viejas hagiografías describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al templo de Júpiter para ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a la vista de un extranjero que con dulce y grave palabra explicaba al pueblo la figura y la doctrina de Cristo. Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso ardor de aquellos humildes y eficaces apóstoles, mucho más cercanos que nosotros en el tiempo a la figura de Jesús.
Firmo y Eugenia invitaron a su hogar al extranjero, hondamente impresionados por el discurso de éste. Honesto, que así se llamaba el apóstol, explicó a aquéllos los fundamentos de la religión cristiana, y cómo venía de Tolosa de Francia, de donde le había enviado el santo obispo Saturnino, discípulo de los apóstoles, con la concreta misión de difundir en Pompelon la fe de Jesucristo. Las convincentes palabras de Honesto en la intimidad del hogar de Firmo conmovieron todavía más a éste, que no solamente dio a aquél esperanzas de convertirse al cristianismo, sino que, además, manifestó deseos de conocer a Saturnino.
El santo obispo de Tolosa no tardó mucho en acceder a los deseos de Firmo. Una cosa es la gran devoción de Pamplona y Navarra a San Saturnino, pero tiene sobre todo importancia ese recio resumen de su obra apostólica que acostumbran añadir los navarros a la mención del mártir y que vale por la mejor biografía:
"San Saturnino, el que nos trajo la fe".
Cuentan que Saturnino evangelizó en Navarra más de cuarenta mil paganos, entre ellos a Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros magistrados de Pompelon, y que, a impulsos de aquella ardorosa predicación, se construyó rápidamente la primera iglesia cristiana, que pronto resultó insuficiente.
Todos estos preliminares, un poco largos, resultan necesarios para explicar la figura de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez años de edad, que Honorato se encargó de modelar en el espíritu al quedar a la cabeza de la grey de Pompelon, vuelto ya Saturnino a Tolosa. La historia de Fermín, a esa grande e imprecisa distancia histórica, resulta demasiado lineal, pero no por eso menos reveladora del ardor de aquellos heroicos confesores de Jesucristo, íntimamente comprometidos a confesarla dondequiera y en cualquier situación que fuese. Honesto, dedicando con afán sus esfuerzos al alma que él adivinó excepcional del niño Fermín, obtuvo que éste, ya para los dieciocho años, hablara en público con admiración de todos los oyentes. Firmo y Eugenia enviaron entonces a Fermín a Tolosa, poniéndole bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor de Saturnino. Este, no menos admirado del talento y de la prudencia de Fermín, venciendo su modestia, le ordenó presbítero, consagrándolo después obispo de Pamplona, su ciudad natal.
El celo evangelista de Fermín en su tierra navarra emparejaba con el de su antecesor Saturnino. Al conjuro de la palabra entusiasta de Fermín los templos paganos se arruinaban sin objeto y los ídolos hacíanse pedazos: en poco tiempo el territorio fue llenándose de fervorosos cristianos.
Las devociones fundamentales de San Fermín eran precisamente las devociones fundamentales, dicho sea sin ánimo de paradoja: la Santísima Trinidad y la Santísima Virgen María. Invocando a la Santísima Trinidad, la devoción de las devociones, operaba milagros tan prodigiosos que los gentiles en Navarra y en las Galias llegaron a mirarle como un dios. Vamos a dejar a un lado la leyenda. Digamos en lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el alma de Fermín en una caridad milagrosa.
Fermín, después de ordenar suficiente número de presbíteros en su tierra, pasó a las Galias, cuyas regiones reclamaban el entusiasmo del joven obispo, pues a la sazón ardía en ellas furiosa la persecución. La indiferencia ante la persecución constituía en Fermín otra manera de predicar y no precisamente la menos eficaz. Los paganos de Agen, de la Auvernia, de Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y también en Normandía, quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno testimonio de Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del martirio movía a Fermín.
Esta ansia dirigió a Fermín hacia Beauvais, donde el presidente Valerio sostenía una crudelísima persecución contra todo lo que tuviera nombre de cristiano. Fermín, encerrado muy a poco de llegar, hubiese muerto en la prisión, víctima de durísimas privaciones y sufrimientos, de no haber acaecido la muerte de Valerio, circunstancia que el pueblo creyente aprovechó para ponerlo en libertad. La fama de su entereza moral y su gesto de comenzar a predicar públicamente a Jesucristo tan pronto como salió de la cárcel movieron en aquella ocasión eficazmente el corazón de muchos paganos, que juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos ellos del entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio.
A Fermín, infatigable, se le señala en la Picardia y más tarde, de regreso de una correría por los Países Bajos, otra vez en la ciudad de Amiéns, capital de aquella región, en donde había de encontrar gloriosa muerte. La cercanía intuida del martirio acrecentó más todavía su santa indiferencia y el entusiasmo de Fermín, ya incontenible en su empeño de predicar a Jesucristo. Por otra parte, la fe de Fermín seguía operando prodigios asombrosos, comparables a los de los primeros apóstoles.
El pretor de Amiéns, alarmado de aquel ascendiente, llamó a su presencia a Fermín; pero, prendado de su persona y de la sinceridad de sus palabras, mandó ponerle en libertad. Pero, como Fermín insistiera en predicar al pueblo la fe en Cristo, el pretor, volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo en la prisión. La agitación del pueblo creyente, mal resignado con esta medida, determinó un miedoso y cruel impulso del pretor: mandó cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel. En medio de la consternación de los cristianos un tal Faustiniano, convertido por San Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el cuerpo decapitado para enterrarlo provisionalmente en una de sus heredades, y más tarde, con todo sigilo, trasladó los restos de aquel gran devoto de María a una iglesia que el mismo San Fermín había dedicado a la Santísima Virgen.
escrito por José de Arteche
(fuente: www.mercaba.org)
viernes, 3 de junio de 2016
03 de junio: Santa Clotilde
Esta santa reina tuvo el inmenso honor de conseguir la conversión al catolicismo del fundador de la nación francesa, el rey Clodoveo, ya que se unió en matrimonio con él. Tuvo tres hijos, pero uno de ellos murió a los pocos años de vida. La santa oraba y pedía perseverantemente por la conversión de su esposo, el rey Clodoveo, pues éste era pagano, y se negaba rotundamente a acceder a la conversión cristiana.
Cuando los alemanes atacaron a Clodoveo en la batalla de Tolbiac, el rey le pidió al "Dios de su esposa" que si le concedía la gracia de la victoria, él se convirtiría a la religión católica. Dios que no desoye ninguna súplica, le concedió el milagro al rey francés, y de manera inesperada, el ejército del Rey Clodoveo derrotó a los enemigos. De inmediato, el rey solicitó al obispo San Remigio que lo instruyera en la religión, y en la Navidad del año 496 fue bautizado solemnemente con todos los jefes de su gobierno. Gracias a su conversión, Francia profesa la religión católica.
En el año 511 murió Clodoveo. San Gregorio de Tours señala que la reina Clotilde era admirada a causa de su gran generosidad en repartir limosnas, y por la pureza de su vida y sus largas y fervorosas oraciones. La gente también afirmaba que la santa parecía más una religiosa que una reina. Después de la muerte de su esposo sí vivió como una verdadera religiosa; se retiró a Tours y allí consagró su vida a la oración y socorrer a pobres y enfermos. Cuando murió, sus dos hijos Clotario y Chidelberto llevaron su féretro hasta la tumba del rey Clodoveo.
otros santos 03 de junio:
- San Isaac de Córdova
- San Carlos Luanga y compañeros mártires santos
- Beato Juan XXIII
Cuando los alemanes atacaron a Clodoveo en la batalla de Tolbiac, el rey le pidió al "Dios de su esposa" que si le concedía la gracia de la victoria, él se convirtiría a la religión católica. Dios que no desoye ninguna súplica, le concedió el milagro al rey francés, y de manera inesperada, el ejército del Rey Clodoveo derrotó a los enemigos. De inmediato, el rey solicitó al obispo San Remigio que lo instruyera en la religión, y en la Navidad del año 496 fue bautizado solemnemente con todos los jefes de su gobierno. Gracias a su conversión, Francia profesa la religión católica.
En el año 511 murió Clodoveo. San Gregorio de Tours señala que la reina Clotilde era admirada a causa de su gran generosidad en repartir limosnas, y por la pureza de su vida y sus largas y fervorosas oraciones. La gente también afirmaba que la santa parecía más una religiosa que una reina. Después de la muerte de su esposo sí vivió como una verdadera religiosa; se retiró a Tours y allí consagró su vida a la oración y socorrer a pobres y enfermos. Cuando murió, sus dos hijos Clotario y Chidelberto llevaron su féretro hasta la tumba del rey Clodoveo.
(fuente: aciprensa.com)
otros santos 03 de junio:
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jueves, 2 de junio de 2016
02 de junio: Santos Marcelino y Pedro
Mártires
Año 304
El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.
A Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.
Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores".
Año 304
El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.
A Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.
Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores".
(fuente: ewtn.com)
otros santos 02 de junio:
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