Buscar este blog

Mostrando entradas con la etiqueta santos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta santos. Mostrar todas las entradas

miércoles, 26 de abril de 2017

26 de abril: San Esteban de Perm

(en ruso: Стефан Пермский)

Nació muy al norte de Rusia hacia el año 1340 de padres cristianos.

En su juventud abrazó la vida monástica en Rostov. Se propuso evangelizar al pueblo Zyryani; aprendió su lengua y, como no tenía alfabeto propio, él inventó uno al que tradujo la Biblia y los libros litúrgicos.

En 1383 fue consagrado primer obispo de Perm. Su principal tarea fue la evangelización y la confirmación de las verdades de la fe en su pueblo; además, erigió iglesias, pintó bellos iconos para ellas, fundó escuelas, destruyó ídolos, fomentó las vocaciones nativas.

Murió en el monasterio de la Transfiguración, de Moscú (Rusia), el año 1396.

(fuente: www.franciscanos.org)

otros santos 26 de abril:

- Beato Estanislao Kubista
- San Isidoro de Sevilla
- Santa Franca de Piacenza

sábado, 13 de agosto de 2016

13 de agosto: Santa Radegundis

Reina y Fundadora
(521-587)

Teodorico, rey de Austrasia, y Clotário, rey de Neustria. Los dos jefes de los francos, uniéronse en 529 para hacer la guerra a los turingios, un pueblo de la confederación sajona, y después de muchas victorias, saqueos y despojos volvieron a su tierra para repartirse el botin. Entre otros muchos prisioneros, a Clotario le tocaron en suerte dos hijos del rey turingio, que estaban todavía en la infancia. Eran hermano y hermana. La niña se llamaba Radegundis. Apenas tenía ocho años, pero su hermosura precoz produjo tal impresión en el príncipe franco, que resolvió educarla como convenía a su estirpe, para hacerla su esposa. Llevada a una de las residencias reales, al dominio de Aties, sobre el Somme, la niña recibió, no la formación rudimentaria de las jóvenes de raza germánica, que sólo aprendían a hilar y a seguir la caza al galope, sino la refinada educación de las patricias galas. Juntamente con las labores propias de una mujer elegante, adquirió el conocimiento de las letras griegas y latinas, deleitándose en la lectura de los poetas profanos y en las de los autores eclesiásticos. Los libros la introducían en un mundo ideal, donde olvidaba la tragedia lamentable de su familia y de su patria. Las vidas de los santos la hacían llorar de contento; entonces deseaba el martirio; pero como eso no podía ser, se esforzaba por imitarlos en otras cosas. Gozábase viéndose rodeada de niños; repartia entre ellos las sobras de su mesa, los lavaba la cara, los sentaba a su lado, los servía ella misma y los daba de deber. Esta tropa infantil la seguía cuando iba al oratorio, y un clérigo caminaba delante llevando una cruz de madera. Su mayor contento por aquellos días era limpiar el piso del santuario, adornar los altares, quitar el polvo de los lienzos sagrados y hacer cirios que ardiesen delante de los santos.

Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»

Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.

Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»

La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.

Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»

Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampo navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 13 de agosto:

- San Juan Berchmans
- Beato Marcos de Aviano

viernes, 3 de junio de 2016

03 de junio: Santa Clotilde

Esta santa reina tuvo el inmenso honor de conseguir la conversión al catolicismo del fundador de la nación francesa, el rey Clodoveo, ya que se unió en matrimonio con él. Tuvo tres hijos, pero uno de ellos murió a los pocos años de vida. La santa oraba y pedía perseverantemente por la conversión de su esposo, el rey Clodoveo, pues éste era pagano, y se negaba rotundamente a acceder a la conversión cristiana.

Cuando los alemanes atacaron a Clodoveo en la batalla de Tolbiac, el rey le pidió al "Dios de su esposa" que si le concedía la gracia de la victoria, él se convirtiría a la religión católica. Dios que no desoye ninguna súplica, le concedió el milagro al rey francés, y de manera inesperada, el ejército del Rey Clodoveo derrotó a los enemigos. De inmediato, el rey solicitó al obispo San Remigio que lo instruyera en la religión, y en la Navidad del año 496 fue bautizado solemnemente con todos los jefes de su gobierno. Gracias a su conversión, Francia profesa la religión católica.

En el año 511 murió Clodoveo. San Gregorio de Tours señala que la reina Clotilde era admirada a causa de su gran generosidad en repartir limosnas, y por la pureza de su vida y sus largas y fervorosas oraciones. La gente también afirmaba que la santa parecía más una religiosa que una reina. Después de la muerte de su esposo sí vivió como una verdadera religiosa; se retiró a Tours y allí consagró su vida a la oración y socorrer a pobres y enfermos. Cuando murió, sus dos hijos Clotario y Chidelberto llevaron su féretro hasta la tumba del rey Clodoveo.

(fuente: aciprensa.com)

otros santos 03 de junio:

- San Isaac de Córdova
- San Carlos Luanga y compañeros mártires santos
- Beato Juan XXIII

jueves, 2 de junio de 2016

02 de junio: Santos Marcelino y Pedro

Mártires
Año 304

El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.

A Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.

Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores".

(fuente: ewtn.com)

otros santos 02 de junio:

miércoles, 1 de junio de 2016

01 de junio: Beato Teobaldo Roggeri

Martirologio Romano: En la ciudad de Alba, en el Piamonte, beato Teobaldo, que por amor a la pobreza dio todo su dinero para socorrer a una viuda y, trabajando como mozo de cuerda, por humildad llevó las cargas de los demás. († 1150)

Fecha de beatificación: Culto Confirmado por el Papa Gregorio XVI en el año 1841.

A Teobaldo Roggeri se le honra en todo el Piamonte como patrón de los zapateros remendones y los cargadores, pero con particular devoción en Vico, el lugar donde nació, y en Alba, la población donde pasó la mayor parte de su vida. Sus padres eran personas acomodadas que le dieron una buena educación; pero el respeto que se dispensaba a la buena posición de su familia, le parecía a Teobaldo incompatible con las condiciones de humildad que debe observar todo buen cristiano. Por ese motivo abandonó el hogar y fue a vivir en la ciudad de Alba, donde fue admitido en el taller de un zapatero para aprender el oficio. Se desempeñó con tanta honradez y destreza, que su amo, en el lecho de muerte, le pidió que se casara con su hija única y siguiera al frente del negocio como dueño. Como Teobaldo no quería apenar a un anciano con sus horas contadas, le dio una respuesta rápida y evasiva que él pudiera tomar como afirmativa; pero no eran esos los planes del piadoso joven que había hecho votos de guardar la castidad y, tan pronto como su amo fue sepultado, se despidió de la viuda, entregándole todas sus ganancias para que las distribuyera entre los pobres, y partió.

Sin ningún bien en este mundo, atenido a las limosnas que recibía, emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela. De regreso en Alba, no trató de reanudar su oficio de zapatero, sino que buscó la labor más penosa y dura que pudiera realizar y se ofreció a cargar las bolsas de cereales y otras mercancías. Desde entonces vivió en las calles y las plazas, junto a los mendigos y los menesterosos de toda especie, para quienes era como un ángel de consuelo. Invariablemente, las dos terceras partes de todo lo que ganaba, eran para sus pobres. A pesar de la naturaleza agobiante de su trabajo, practicaba con frecuencia ayunos y otras austeridades; hasta el día de su muerte, durmió siempre sobre el duro suelo. A fin de expiar la culpa de haber proferido una maldición cuando otro hombre lo provocó, se propuso barrer todos los días las naves de la iglesia de San Lorenzo y mantener ardiendo sus lámparas. Se afirma que en su tumba se obraron muchos milagros, lo que dio enorme incremento a su culto.

(fuente: catholic.net)

otros santos 01 de junio:

- San Justino
- San Aníbal María de Francia
- Beato Juan Bautista Scalabrini

lunes, 30 de mayo de 2016

30 de mayo: San Fernando

(1199-1252)
Rey de Castillla

La tarde agoniza. El regio cortejo avanza a través de las tierras salmantinas: picas y arcos, caballeros y peones, sabios, dueñas y doncellas en cuyas mejillas sonríe la juventud. Se oyen de pronto los cuernos guerreros, y la caravana se detiene. Es entre Salamanca y Zamora, en un bosque de hayas y quejigos. Los pajes se agitan, las hogueras levantan sus lenguas rojas, y bajo el alpende tupido de la fronda surge el real. Una tienda campa en el centro por su arte y su riqueza, y también por la concurrencia de damas y caballeros. Allí, una reina yace en su lecho, un rey vela nervioso, y una servidumbre vestida de sedas brillantes y mallas de guerra va y viene, llena de inquietud y expectación. Alguien dice súbitamente: « ¡Un principe! ¡Nos ha nacido un príncipe! » La voz se extiende por el campamento, el regocijo estalla en gritos y aplausos, los clérigos y los magnates se agolpan en torno a la tienda real, y el rey aparece levantando en sus grazos al recién nacido, al heredero de la corona. Aquel rey era Alfonso IX de León; aquella reina se llamaba Berenguela de Castilla, y aquel príncipe seria Fernando III el Santo, uno de los más grandes reyes de España. El niño creció entre los esplendores de la corte leonesa y entre las caricias y cuidados de su santa madre, «ca esta muy noble reina endereszó e crió a su fijo en buenas costumbres, y los sus buenos enseñamientos, dulces como miel, non cesaron de correr siempre a su tierno corazón, e con tetas de virtudes le dio su leche, enseñándole acuciosamente las cosas que placen a Dios e a los hommes, e mostrándole, non las cosas que pertenescían a mujeres, más lo que facie a grandeza de corazón e a grandes fechos». Pero un día, cuando apenas tenía quince años, advierte el niño algo extraño en torno suyo: su madre llora; su padre, siempre violento, estalla en terribles cóleras; los magnates y los obispos discuten. Al poco tiempo, Berenguela viene a despedirse de su hijo, le abraza, le besa largamente y desaparece de León. ¿Por qué? El pequeño príncipe no acierta a comprenderlo. Le dicen que es preciso obedecer a la ley de Dios, pero él llora también. Lo que había sucedido era esto: en Roma acababan de descubrir que Alfonso y Berenguela eran parientes cercanos, y no tardó en llegar la sentencia canónica: «O separación o entredicho.» Berenguela sintió que algo se desgarraba en lo más profundo de su alma, pero prefirió obedecer.

No obstante, el niño fue legitimado por Inocencio III, y preconizado por las Cortes heredero del reino leonés. Un valle de Galicia protegió su infancia. De cuando en cuando le llevaban a Burgos, reclamado por su madre. Gracias a la solicitud materna, atravesó incólume las dolencias de la niñez. A los diez años, la muerte acechaba en torno a su cuna; los médicos judíos habían perdido la cabeza y se desesperaba de su vida: non dormir nunca podía, non comía ne migalla.

En aquel trance la madre coge al pequeño en sus brazos, cabalga hasta el monasterio de Oña, reza, llora durante una noche entera ante la imagen de la Virgen, «y el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedía». Castilla recibió dos veces de aquella gran mujer al más grande de sus reyes. Desde este momento, la fortuna se hace inseparable compañera del amable príncipe: ella le pondrá en posesión de dos tronos, le abrirá los corazones de los hombres, y, sin traicionarle jamás, le pondrá en posesión de la victoria.

Una teja que hiere casualmente a su tío Enrique I mientras jugaba en el palacio episcopal de Palencia le hace rey de Castilla. La verdadera heredera es su madre, pero entonces aparece el genio político de la reina, el desinterés de la madre. Se apodera de su hijo, congrega Cortes en Valladolid, se hace proclamar reina de Castilla, y tomando luego la corona que fulgía en su frente, la coloca sobre la frente del mancebo; todo con una clarividencia, con una rapidez, con una decisión, que desconcierta a los magnates revoltosos, y quita al rey de León toda esperanza a la corona castellana. Algo más tarde, otra ceremonia memorable en Santa María de las Huelgas, junto a Burgos. Pontificaba el obispo don Mauricio: sobre el altar brillaban un escudo, una espada, una loriga y un yelmo. El obispo acaba de bendecirlos, haciendo sobre ellos la señal de la cruz; el rey se acerca, los toma él mismo del altar y se los viste; su madre le ciñe la espada, la espada que en las manos de Fernán González había creado a Castilla. Así fue armado caballero el joven rey don Fernando. Dieciocho años acababa de cumplir.

Desde este momento ha comprendido que su destino es ser caballero de Cristo. Aquella espada vencedora sólo podía desenvainarse contra los enemigos de la fe. No faltan magnates sediciosos; pero con ellos tiene un arma infalibre: la bondad; y las revueltas cesan desde el momento en que su sonrisa indulgente brilla sobre el suelo castellano. Sin embargo, él, que ha renunciado a derramar sangre cristiana, tiene que armarse contra su mismo padre. Alfonso IX pasa el Pisuerga con su ejército. Era un corazón valiente y un espíritu mezquino. Fernando se prepara a la defensa, pero antes escribe aquella carta admirable en que decía: «Señor padre, rey de León, don Alfonso, mi señor: ¿Adonde vos viene esa saña? ¿Por qué me facedes mal e guerra? Yo non vos lo he merecido. Bien semeja que vos pesa el mío bien, y mucho os habría de placer por haber un fijo rey de Castilla y que siempre será a vuestra honra; ca de Castilla non vos vendrá daño ni guerra en los míos días; aunque lo que vos facedes, uedarlo podría muy crudamente a todo rey del mundo, mas non puedo a vos, porque sodes mío padre e mío señor, y conviéneme de vos sufrir hasta que vos entendades lo que facedes.» Alfonso IX renunció a llamarse rey de Castilla; pero un escozor extraño le mordió el alma mientras vivió, una especie de tristeza por la gloria del astro que se alzaba, mezclada con un presentimiento de la preponderancia definitiva de Castilla. Al morir (1230) desheredó a su hijo; pero Fernando entró pacíficamente en posesión de su nuevo reino, sin derramar una sola gota de sangre. Su sola presencia conquistó al pueblo, a los obispos y a los magnates.

En León, lo mismo que en Castilla, las gentes le aman y bendicen. Todos gozan contemplando la figura del joven rey, rebosante de gracia y de bondad, «ca era—dice su hijo—muy fermoso ome de color en todo el cuerpo, et apuesto et muy bien faccionado». Elevada estatura, agilidad de movimientos, distinción y majestad en los ademanes, dulce y fuerte a la vez, amable con firmeza, reúne en una maravillosa armonía las cualidades del guerrero y las del hombre de Estado. Tiene la obsesión de la justicia, una piedad profunda informa todos sus actos, y si tiene el don de dominar a los hombres, es que antes ha logrado dominarse a sí mismo. Sin embargo, no es la suya una virtud triste ni arisca, ni su corte tiene el aspecto de un convento. Tiene el gusto de la magnificencia, ama las procesiones espléndidas, los desfiles guerreros, las largas teorías de clérigos que se agrupan en torno al altar cubiertos de dalmáticas deslumbrantes. Busca las ricas armaduras, arroja la lanza con destreza, cabalga con garbo, canta bellas trovas en loor de Santa María, viste con gentileza y es el primero de sus magnates, lo mismo en la iglesia que en el campo, lo mismo en la guerra que en los torneos. «Sabía bien bofordar; et alancear, et tomar armas, et armarse muy bien. Era muy sabidor de cazar toda caza, de jugar tablas, escaques y otros juegos buenos de buenas maneras; pagábase de omes cantadores e sabíalo él facer; et de omes de corte que sabían bien de trovar el cantar, et de joglares que sopiesen bien tocar estrumentos, et entendía quien lo facía bien e quien no.»

Pero la poesía, la guitarra y el ajedrez eran sólo una distracción en medio de las fatigas del campamento. Lo permanente en aquella vida heroica, la idea fija, la obsesión de todos los momentos, era la restauración de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Veinticinco años tenía cuando se acercó por vez primera a las orillas del Guadalquivir, seguido del cortejo brillante de sus caballeros, inaugurando aquella gesta gloriosa de treinta años, que sólo la muerte pudo interrumpir. La victoria vuela sobre su yelmo de oro. Ni un tropiezo en su camino, ni una tentativa inútil, ni un solo descalabro. Batallas campales, asaltos de plazas, largos asedios, castillos arrasados. Castilla se ensancha sin cesar; los pequeños reinos andaluces desaparecen; caen Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla, toda la Botica meridional hasta el Mediterráneo, hasta el océano. Granada queda en pie, como un gran señorío que debe pagar tributo y rendir vasallaje. Fernando de Castilla no es solamente un gran guerrero, como Jaime de Aragón; es, sobre todo, un jefe. Desdeña la aventura y evita la temeridad. Cuando alguno de sus magnates se expone a perder la vida en hazañas inútiles, le arresta. Tiene, sobre todo, tres grandes virtudes bélicas: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando los enemigos le creen a las orillas del Duero, aparece ante los muros de Córdoba. Sabe prolongar los asedios para economizar la sangre. Cerca de un año acampa delante de Jaén.

El sitio de Sevilla fue una de las más notables empresas militares de aquel tiempo. Durante veinte meses, los moros resistieron con bravura; el calor y la enfermedad parecían luchar en favor suyo, y ya eran muchos los que hablaban de retirarse. Nada puede quebrantar el ánimo del rey. Organiza su hueste, levanta el campo y provee a todas las necesidades como si hubiera de permanecer allí toda la vida. El real tenía aspecto de una gran ciudad. Lo mismo el rey que sus guerreros, habían venido con sus mujeres y con sus hijos. Allí estaban también los futuros pobladores, hombres de todas las regiones de España, conocedores de toda clase de oficios. «Calles et plazas avía departidas de todos mesteres, cada uno sobre sí; una calle avía de los traperos e de los camiadores; otra de los especieros et de los alquimes de los melecinamientos, que avían los feridos menester; otra de los armeros; otra de los freneros; otra de los carniceros et los pecadores, e así de cada mester, de quantos en el mundo son; todas bien apuestas et ordenadas.»

No era el amor de la gloria lo que armaba aquel brazo victorioso, sino sólo el pensamiento de la patria y la preocupación del reinado de Cristo. Combatía por deber, y la voz de la conciencia satisfecha le daba la seguridad de la victoria. «Señor—dijo un día delante de su consejo—, Tú sabes que no busco una gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre.» Considerábase como el caballero de Dios, llamábase el siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de alférez de Santiago. Aún se conserva una pequeña estatua de marfil que llevaba siempre consigo en el arzón de su caballo, que colocaba a la cabecera de su cama mientras dormía y delante de la cual pasaba largas horas arrodillado en los momentos difíciles de aquella existencia llena de azares y peligros. La entrada en Sevilla no fue el triunfo del conquistador, sino el de Santa María. Cientos de miles de hombres formaban la comitiva; gritos de júbilo atronaban el aire; las naves de Ramón Bonifaz cubrían el río, engalanadas y empavesadas; brillaban las armaduras heridas por el sol; resonaban los himnos sagrados en el grupo de los clérigos; y cerrando la marcha, caminaba la Virgen victoriosa, sobre su carro triunfal, adornado de joyas, tapices y brillantes. El rey seguía a su compañera en los campamentos y las batallas, rodeado de la reina, de los infantes y de los príncipes moros, entre constelaciones de joyas, bosques de picas y espirales de incienso. «Grandes mercedes e honras e bienandanzas—decía luego el rey—nos fizo et mostró aquel que es comienzo e fuente de todos los bienes, y esto non por los nuestros merecimientos, mas por la su gran bondad, e por la su gran misericordia, e por los ruegos e merecimientos de Cristo, cuyo caballero nos somos, e por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos, e por los merecimientos de Santiago, cuyo alférez nos somos, e cuya enseña traemos, e que nos ayudó siempre a vencer.»

Entre tanto, su madre velaba más allá de los puertos, manteniendo la paz en los pueblos y enviando víveres a las tropas. Conocedora de los hombres, inteligente y compasiva, abnegada y generosa, Berenguela administraba el reino con energía, sujetaba a los levantiscos, negociaba con los demás Estados de la Península, y entregaba sus joyas para mantener la guerra. «Espejo era de Castilla, e de León e de toda España—dice su nieto Alfonso el Sabio—; et fue muy llorada, cuando murió, de todos los conceios et de todas las gentes de todas las leyes, et de los fidalgos pobres a quienes ella mucho bien facía.» San Fernando tenía en ella una confianza ciega; buscaba su consejo, lo mismo en las cosas de la paz como en las de la guerra; le abandonaba el cuidado de muchos negocios, y, según dice un contemporáneo, aparecía delante de ella «como un humilde mozo so la palmatoria del maestro». No obstante, de cuando en cuando solía cruzar el Guadarrama para visitar personalmente a sus vasallos, y entonces el hombre de la guerra se convertía en el padre de su pueblo. «Oía a todos—nos dice un escritor que le conoció—; la puerta de su tienda estaba abierta de día y de noche, amaba la justicia, recibía con singular agrado a los pobres y los sentaba a su mesa, los servía y los lavaba los pies.» «Más temo—solía decir— la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos de los moros.» Todo lo que podía contribuir a la grandeza y prosperidad de su tierra tenía cabida en su alma generosa.

Con la misma esplendidez que a los trovadores provenzales, recibía a los artistas y a los sabios. Creó la Universidad de Salamanca, buscó profesores dentro y fuera de España, concedió grandes privilegios a los estudiantes, amplió las libertades de los consejos, ordenó la traducción del Fuero Juzgo en lengua castellana y abrió una nueva era de esplendor artístico para su patria. Bajo su protección, al abrigo de la paz y con ayuda del botín de tantas conquistas, España se cubrió con el manto espléndido de sus catedrales góticas:

Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia... El mismo rey inauguraba las obras, alentaba a los artistas y volcaba liberalmente sus tesoros. Bajo su mirada paternal, el agricultor trabajaba en paz, el comerciante se enriquecía, el guerrero se cubría de gloria y el genio del artista se desenvolvía en producciones maravillosas. Fue el más afortunado de los hombres. Mientras su primo San Luis caminaba al Cielo por la adversidad, Dios quiso llevarle a él por el camino de las venturas. Tuvo cuanto puede apetecer un rey: riquezas en abundancia, una corte magnífica, una espada invencible, la dirección experimentada de una madre santa, el consejo de un hombre genial, el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada; la ayuda de un gran almirante, la colaboración de excelentes capitanes, la adoración de un ejército aguerrido y el amor inalterable de su pueblo. Dios le bendecía, y la misma Naturaleza parecía ser su esclava, «ca en el su tiempo anno malo nin fuerte en toda Espanna non vivo, et sennaladamente en la su tierra».

Esta protección visible del Ciclo sólo le sirvió para acrecentar su fe. En el entusiasmo de su fervor religioso, derramaba lágrimas de agradecimiento, y en la exaltación de su amor a Cristo hubiera deseado llevar triunfalmente por todo el mundo la enseña de la Cruz. No teniendo ya nada que conquistar en la Península, pensó llevar sus armas al suelo africano. Era joven todavía: cincuenta y dos años. Cien mil hombres aguardaban el momento de la partida en las riberas del Guadalquivir; una flota numerosa evolucionaba en el Estrecho; en las armerías toledanas y en los arsenales del Cantábrico se trabajaba con febril actividad, y ya los príncipes marroquíes enviaban embajadas suplicantes. Pero la muerte viene a detener los pasos del conquistador; aquella muerte admirable, que Alfonso el Sabio nos ha contado en uno de los capítulos más conmovedores de su Historia general de España. El que lo ha leído una vez no podrá olvidar la escena del fraile que entra con el sagrado Viático, y los caballeros que lloran, y el rey que salta de su lecho, se postra en tierra, coge una soga y se la echa al cuello. Después, la oración inflamada y los besos apasionados a la Santa Cruz, «feriendo en los sus pechos muy grandes feridas, llorando muy fuerte de los ojos et culpándose mucho de los sus pecados»; y las últimas recomendaciones al heredero, y la despedida de los obispos y los compañeros de armas, y las palabras postreras, que revelaban una vez más la grandeza de aquel corazón. «Fijo—decía el moribundo a su hijo Alfonso el Sabio—, rico en fincas de tierra e de muchos buenos vasallos, más que rey alguno de la cristiandad; trabaja por ser bueno y facer el bien, ca bien has con qué.» Y al fin, aquel postrer consejo, en que el amor de la patria se viste de un amable humorismo: «Sennor te dexo de toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar ovieron del rey Rodrigo. Si en este estado en que yo te la dexo la sopieres guardar, eres tan buen rey como yo: et si ganares por ti más, eres meior que yo: et si desto menguas, non eres tan bueno como yo.» Pero los últimos latidos debían ser para Dios. El moribundo ya no lloraba. Un resplandor celeste iluminaba su rostro. Sereno y alegre, pidió la candela «que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento, y alzando los oíos contra el su Criador dixo: Sennor, dísteme reyno que non avía et onrra et poder más que yo non merescí; dísteme vida, et non durable, cuanto fue tu placer, Sennor, gracias te do, et entrégote el reyno que me diste, con aquel aprovechamiento que yo en él pude facer, et ofréscote la mi alma para que la recibas entre companna de los tus siervos». Después bajó las manos, adoró el cirio como símbolo del Espíritu Santo, y mientras los clérigos cantaban el Te Deum, él «muy simplemiente et muy paso endino los oios et dió el espíritu a Dios».

Así murió el gran rey, «rey mucho mesurado et cumprido en toda cortesía, muy sabidor et de buen entendimiento, muy fuerte et muy leal muy bravo et muy verdadero; et ensalzador del cristianismo y abaxador del paganismo, mucho homildoso contra Dios, mucho obrador de sus obras, muy católico, muy eclesiástico y mucho amador de la Iglesia ca en Dios tuvo su tiempo, sus oios y su corazón». Día de llanto fue aquél para toda España. Los mismos moros lloraban la muerte del más piadoso de los conquistadores, «ca era dellos mucho amado, por la gran lealtad que siempre les guardaba. ¿Qui podrie decir—pregunta el rey Sabio—la maravilla de los grandes llantos que por este santo et noble et bienaventurado rey fueron fechos por todos los reinos de Castilla et de León? ¿Et quién vio tanta duenna de tanta guisa et tanta doncella andar descabennadas et roscadas, rompiendo las faces et tornándolas en sangre et en la carne viva? ¿Quién vio tanto ome andando baladrando, dando voces, mesando sus cabellos et rompiendo las frentes et faciendo en sí fuertes cruezas?» Era el homenaje debido a la grandeza de alma, al brillo de la gloria, a la más alta santidad. Los moros agradecían en él la lealtad caballeresca, la generosidad, el respeto a la fe jurada; la nobleza lloraba al hombre de la más alta cortesanía, del corazón abierto al desinterés, a la gratitud, a la munificencia; el pueblo echaba de menos al héroe que le defendía y le enriquecía, al príncipe que garantizaba su trabajo en la paz y la justicia; los Concejos y las ciudades se entristecían por la desaparición del legislador que había ampliado sus fueros y mantenido las libertades públicas y trabajado infatigablemente por el bienestar general. Todos sabían que un rey como aquél, «rey de todos los fechos granados», sólo alguna que otra vez aparece en la tierra.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 30 de mayo:
- San Humberto de Lieja

sábado, 28 de mayo de 2016

28 de mayo: Beata Margarita Pole

Madre ejemplar, fue decapitada en la prisión de la Torre de Londres por el mismo rey Enrique VIII, por haber desaprobado su divorcio.

Martirologio romano: En Londres, en Inglaterra, beata Margarita Pole, madre de familia y mártir, que, siendo la condesa de Salisbury y la madre del cardenal Reginaldo, fue decapitada en la prisión de la Torre durante el reinado de Enrique VIII, por haber desaprobado su divorcio, por lo que encontró descanso en la paz de Cristo.

Margarita significa: Bonita como una Perla, proviene del latín.

Margaret Pole, fue la condesa de Salisbury y también la madre del cardenal Reginaldo. Ella, junto a su hijo, desaprobaron por completo el divorcio del rey Enrique VIII de Inglaterra y por esta razón fue decapitada en la Torre de Londres. Fue beatificada por el Papa León XIII.


Biografía

Entre los años de 1483 y 1601, la Torre de Londres fue testigo de ejecuciones de siete presos muy famosos: Lord Hastings en 1483, la reina Ana Bolena en 1536, Margaret Pole, condesa de Salisbury en 1541, la reina Catalina Howard en 1542, Jane Parker, Lady Rochford en 1542, Lady Jane Grey en 1554 y Robert Devereux, conde de Essex en 1601.

Con el tiempo, una serie de historias surgieron acerca de la manera en que estos supuestos "traidores" perdieron la cabeza, pero quizás ninguno tan como la historia que rodea a la ejecución de Margarita Pole, condesa de Salisbury.

Margarita nació en 1473, hija de Jorge de Clarence, hermano menor del rey Eduardo IV, Isabel y Neville. En 1476, su madre murió en el parto y en 1478 Eduardo IV ordenó la ejecución de su propio hermano, el padre de Margaret, por traición.

Margarita y su hermano Eduardo, conde de Warwick fueron enviados a Sheen Palacio y educados con los niños del rey Eduardo IV. Este acuerdo llegó a su fin en 1483, cuando el rey Eduardo murió y Ricardo III tomó el poder.

El Único hijo varón y heredero del rey Ricardo murió en 1484. Ricardo no quiso nombrar como heredero al hermano de Margarita. En su lugar, mantiene una estrecha vigilancia sobre él, ya que sabía que podía reclamar el trono en cualquier momento.

La situación volvió a cambiar en 1485, cuando Enrique Tudor derrotó al rey Ricardo III en la batalla de Bosworth y reclamó el trono. El rey Enrique VII se casó con el primo de Margarita, Isabel de York y encerró a su hermano, de Warwick, en la torre y allí permaneció durante casi 15 años, hasta su ejecución.

Margarita se casó con Sir Ricardo Polo, primo del rey, en 1494. Sir Ricardo, fiel servidor de Enrique VII, fue recompensado con altos cargos en la corte y en Gales. Margarita y Ricardo tuvieron cinco hijos, cuatro chicos y una chica. Su esposo Ricardo murió en 1505.

Fue considerada por el rey Enrique VIII como un modelo de esposa, madre y viuda, además de ser muy devota y llena de piedad. La llamaban "la mujer más santa en Inglaterra." Es tanta la estima del rey que el rey le tiene que hizo que le regresaran todos los bienes confiscados.

Las cosas mejoraron para Margarita. La nombraron condesa de Salisbury. Margarita era ahora sería una mujer muy rica y poseedora de inmensos terrenos. Se convirtió en una buena amiga de Catalina de Aragón y en 1519 se desempeñó como institutriz de la hija de Catalina, la princesa María, de la que llegó a ser su madrina.

Las cosas se complicaron para Margarita cuando Enrique VIII hizo público sus sentimientos por Ana Bolena después de divorciarse por su esposa.

Margarita cayó en desgracia durante el reinado Ana Bolena. Ella desaprobó el nuevo Matrimonio y las relaciones con el rey su tornaron muy comprometidas. Llegó a ser aún más peligroso en 1536, cuando su hijo, el futuro cardenal Reginaldo Pole (desde la seguridad de su hogar en Italia) escribió un libro, «Pro ecclesiasticae unitatis defensione», denunciando las políticas del rey, e indicando exactamente lo que pensaba de su matrimonio con Ana Bolena.

La situación se puso muy molesta para el rey y pensó en deshacerse de la totalidad de la Familia: testigos falsos vienen a acusar de conspiración a Margarita; sometida a un interrogatorio agotador durante todo un día, que desafía a sus acusadores con su capacidad intelectual y, sobre todo, con su dignidad y su carácter moral.

A pesar de contar con una buena defensa, y no pudiendo acusarle de ningún cargo, le inventan grandes mentiras. Margarita es entonces encarcelada en la torre durante casi dos años, en la que es sometida a torturas de hambre y de frío.

Muere decapitada el 28 de mayo de 1541 por un verdugo torpe que falló en varias ocasiones lo que hacía era prolongar el sufrimiento de Margarita.

Margarita Pole, fue beatificada el 02 de febrero 1886, por el Papa León XIII. El 29 de diciembre de ese mismo año se confirma su culto.

(fuente: www.pildorasdefe.net)


otros santos 28 de mayo:
- San Germán de París

viernes, 27 de mayo de 2016

27 de mayo: San Atanasio Bazzekuketta

Mártir
n.: 1870 - †: 1886 - país: Uganda
canonización: B: Benedicto XV 6 jun 1920 - C: Pablo VI 8 oct 1964

En el lugar de Nakiwubo, en Uganda, san Atanasio Bazzekuketta, mártir, uno de los pajes de la casa real, que, recién bautizado, mientras era conducido al lugar del suplicio con algunos otros compañeros por su fe en Cristo, rogó a los verdugos que le matasen allí mismo, y culminó el martirio abatido a golpes.

Camino de Namugongo, el sitio en el que iban a ser quemados vivos por no renegar del cristianismo, estos dos jóvenes ugandeses, unidos en vida por la pertenencia a la corte real y por la fe cristiana, fueron sacrificados el 27 de mayo de 1886, no los dos en el mismo sitio sino uno después de otro. Fueron canonizados el 18 de octubre de 1984.

Atanasio Bazzekuketta había nacido en Kampala en 1870 y pertenecía al clan Nkima. Había sido paje del rey Mutesa y continuó siéndolo de su hijo y sucesor Mwanga. Atraído al cristianismo, se bautizó el 16 de noviembre de 1885. Tenía a su cargo el tesoro real y cuando se desencadena la persecución contra el cristianismo fue delatado como tal e invitado a apostatar, lo que no hizo. Condenado a muerte, salió con los demás pajes hacia el sitio de la ejecución, pero al llegar a Kampala, sintiéndose debilitado físicamente, preguntó por qué el martirio no era allí mismo, y entonces decidieron ofrecerlo como sacrificio a las divinidades de Kampala. Fue llevado al borde del camino y allí atravesado con lanzas hasta que murió. Su cuerpo fue seguidamente descuartizado.

Gonzaga Gonza era un joven de 24 años, de origen busoga, vendido de pequeño al rey Mutesa y convertido por éste en paje suyo. Era su misión la guarda de los prisioneros de la corte. Fue bautizado el 17 de noviembre de 1885. Arrestado por ser cristiano y negándose a apostatar, fue condenado a muerte y salió con los demás hacia Namugongo. Como en Kampala les pusieron a los presos unas cangas, su debilidad tras la caminata con cadenas era manifiesta. Entonces en el pueblo de Lubawo cayó al suelo exhausto, y allí fue rematado a golpes de lanzas y decapitado, dejando los verdugos sus restos en el camino, sin detenerse a enterrarlos.

«Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
(fuente: www.eltestigofiel.org)

otros santos 27 de mayo:

- San Agustín de Canterbury
- San Bruno de Würzburg
- San Juan El Ruso

jueves, 26 de mayo de 2016

26 de mayo: Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores

La azucena de Quito.

Beatificada por el Papa Pío IX el 20 de noviembre de 1853 y Canonizada por Pío XII, el 4 de junio de 1950.

(1618-1645)

La cristiana república del Ecuador puede presentar ante el trono de Dios y en el cielo de la Iglesia una digna émula de Santa Rosa de Lima en la fragante flor de santidad que se llama Mariana de Jesús de Paredes y Flores. Nacida en Quito el sábado 31 de octubre de 1618, de piadosos y nobles padres, fue bautizada el 22 de noviembre en la catedral y mostró desde sus primeros años entera inclinación a la virtud, especialmente al pudor y a la modestia virginal. Oh Dios, Tú que quisiste que floreciese Santa Mariana aún entre los placeres mundanos como una azucena entre espinas con virginal pureza y constante mortificación. Concédenos, te rogamos, que por sus méritos y meditación nos apartemos del vicio y sigamos la perfección. Amén.

Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores. (Imagen adquirida de la Enciclopedia del Ecuador, Efré Avilés Pino) Huérfana de ambos padres desde los siete años, quedó al cuidado de su hermana mayor y del esposo de ésta, quienes la procuraron conveniente educación. Era Mariana de gran talento, de ingenio agudo, de inteligencia viva y precoz; se la preparó, por una parte, en las letras y, por otra, en la música; alcanzó mucha destreza en manejar el clave, la guitarra y la vihuela. También aprendió a coser, labrar, tejer y bordar, haciendo grandes progresos y ocupando así santamente el tiempo para huir de la ociosidad. Tenía una voz suave y dulcísima y una gran afición a la música, de tal manera que no dejó pasar un solo día sin ejercitarse en ella, aunque dedicándose a cantos religiosos, que la ayudaban a meditar y levantar su corazón incesantemente a Dios.

Ya desde su temprana edad su día estaba repartido entre la oración, el trabajo y algún recreo. Nos dicen sus compañeras que era muy inclinada al servicio de Dios; que celebraba todas las festividades de Nuestro Señor y de su Madre santísima, y de todos los santos, sus devotos, con mucha veneración, haciendo altares, ayunando sus vísperas, provocando y animando a todos para que hiciesen lo mismo, sin ocuparse en juegos y entretenimientos pueriles. Solía retirarse para orar a algún rincón de la casa, donde la hallaban con las manecitas juntas, repitiendo con fervor angelical el avemaría, que había aprendido apenas supo hablar. Tenía singular afecto a la Pasión del Señor, y desde entonces practicaba penitencias y austeridades, que más adelante serían mayores y más asiduas.

A los ocho años hizo su primera confesión y comunión en la iglesia de la Compañía de Jesús, que desde entonces fue el lugar escogido para su oración y vida espiritual. El padre Juan Camacho, al examinarla, quedó admirado de la inteligencia y comprensión de los divinos misterios que había en aquella niña, y casi culpaba a su familia de haberle dilatado algún tanto el recibir la Eucaristía. Despojóse desde entonces de toda gala mundana, y, movida del Espíritu Santo, se ofreció enteramente a Jesucristo, haciendo voto de perpetua castidad, al que juntó luego los de pobreza y obediencia. Cambió su nombre por el de Mariana de Jesús.

La Providencia desbarató uno tras otro dos proyectos suyos: uno, de ir a tierra de infieles para darles la fe cristiana (y para lo cual, como nueva Teresa de Jesús, intentó escapar de casa en unión de unas amigas), y otro, de entablar vida eremítica. Tampoco prosperó el deseo de los parientes, gozosamente aceptado por ella misma, de que entrara en la vida religiosa. Investigando en la oración y en la consulta a sus directores espirituales la voluntad de Dios, entendió ser ésta que viviese recogida en su propia casa, con la misma estrechez, pobreza y despojo de todas las cosas del mundo como pudiera hacerlo entre los muros de la comunidad más austera. En consecuencia, Mariana hizo arreglar pobremente, en la parte alta de su casa, un departamento con tres piezas: una salita, un pequeño aposento y una alcoba, completamente cerrados con cancel y cerrojos al resto de las personas, y de los que solamente salía para acudir por las mañanas a la iglesia. Su vida era de oración y penitencia continuas. Tenía en su pieza un ataúd, que le recordaba constantemente la vanidad del mundo y la hora de la muerte.

Su tenor de vida queda descrito así por ella misma, en una distribución del tiempo que sometió a su confesor: «A las cuatro -dice- me levantaré, haré disciplina; pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la meditación de la Pasión de Cristo. De cuatro a cinco y media: oración mental. De cinco y media a seis; examinarla; pondréme los cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete: me confesaré. De siete a ocho: el tiempo de una misa preparé el aposento de mi corazón para recibir a mi Dios. Después que le haya recibido daré gracias a mi Padre Eterno, por haberme dado a su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa le pediré muchas mercedes. De ocho a nueve, sacaré ánima del purgatorio y ganaré indulgencias por ella. De nueve a diez: rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. A las diez: el tiempo de una misa me encomendaré a mis santos devotos; y los domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré si tuviere necesidad.

A las dos: rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco: ejercicios de manos y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de su amor. De cinco a seis: lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve: oración mental, y tendré cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez: saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce: oración mental. De doce a una: lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro: dormiré; los viernes, en mi cruz; las demás noches, en mi escalera; antes de acostarme tendré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes, los advientos y cuaresmas, desde las diez a las doce, la oración la tendré en cruz. Los viernes, garbanzos en los pies y una corona de cardos me pondré, y seis cilicios de cardos. Ayunaré sin comer toda la semana; los domingos comeré una onza de pan. Y todos los días comenzaré con la gracia de Dios.»

Esta regla de vida, asombrosa por su austeridad y oración, Mariana la guardó desde los doce años, sin más alteración hasta su muerte que estrechándola más aún los últimos siete años. Sin embargo, prudentemente, admitía tres causas posibles para omitir alguno de los ejercicios señalados: la caridad para con el prójimo, la obediencia a quienes le podían mandar y la absoluta imposibilidad física, cuando estaba tan desprovista de fuerzas por alguna enfermedad corporal que le era materialmente imposible tenerse de pie.

Santa Mariana no excluyó de su vida un discreto apostolado, principalmente con su oración por el prójimo, sus consejos a las almas que acudían a ella y la misericordia corporal con los pobres. Era ya un gran ejemplo de virtud verla salir modestísimamente de su clausura camino de la iglesia.

Por consejo de sus confesores se hizo terciaria de San Francisco de Asís (ya que en la Compañía de Jesús no hay tercera orden, como ella tanto hubiera deseado). Siempre deseó vivamente ser enterrada en la iglesia de la Compañía, donde Dios tanto la había favorecido, y el Señor le cumplió colmadamente su anhelo, ya que el templo de los jesuitas de Quito (de extraordinaria riqueza, pues está espléndidamente dorado en todo su interior, desde el arranque de las paredes hasta los techos inclusive), no sólo guarda como precioso tesoro su sagrado cuerpo bajo el altar mayor, sino que le ha sido litúrgicamente consagrado poco después de su canonización.

Los testimonios de sus contemporáneos insisten especialmente en tres rasgos de su vida santa: su mortificación extraordinaria, su oración altísima y sus prodigios.

Decía ella misma a su criada catalina: «Si duermo en esta cama, sabe que para mí es un regalo: porque algo se ha de hacer para merecer y ganar a Dios, pues en camas blandas y delicadas no se le halla; y supuesto que padeció tanto por mí, no es nada lo que yo haga por él.» Sin embargo, para usar estas asperezas había de vencer la gran repugnancia que tenía su cuerpo a ellas: su cama era una escalera con los balaustres con filo hacia arriba, que de tanto usarlos llegaron a embotarse y gastarse; la almohada, un madero grueso y tosco. Ambas cosas las ocultaba durante el día debajo del lecho por medio de la sobrecama, que dejaba colgar hasta el suelo. Tres veces por semana usaba esta penitencia; los restantes días tomaba las tres horas de sueño sobre una áspera sábana de cerdas y piedrecitas.

Su abstinencia y ayuno eran prodigiosos. Para disimularlos hacía que le preparasen una comida ordinaria, que luego secretamente repartía entre los pobres, limitándose a tomar para sí algunos bocados de pan, que en ocasiones amargaba con hiel, acíbar, ceniza y hierbas.

De su amor a Dios da testimonio autorizado uno de sus confesores, asegurando que «en todos los días de su vida conservó la primera gracia que recibió en el bautismo..., no pecó en toda su vida mortal ni venialmente con advertencia». Otro decía: «Nuestro Señor la levantó a lo supremo de la contemplación, que consiste en conocer a Dios y sus perfecciones sin discurso y amarle sin interrupción».

Un testigo afirma de su caridad para con el prójimo: «Se ejercitó cuanto pudo y permitía su condición en obras de caridad espirituales y corporales, en beneficio de los prójimos; deseando viviesen todos en el temor y servicio de Dios; y para el efecto diera su vida.» «Toda su conversación -añade una de sus compañeras- era de la gloria, de la virginidad y pureza, de la penitencia y vidas de los santos y santas, envidiándoles sus virtudes con santa emulación.»

Aunque suplicó ardientemente a Nuestro Señor que no la concediera favores sobrenaturales exteriores en esta vida, por su humildad profunda, sin embargo, hizo por su medio varias profecías y revelaciones, además de lograr especiales conversiones y santificación de varias almas.

A principios del año 1645 se sintieron frecuentes terremotos y desastrosas epidemias en Quito. La ciudad estaba consternada. Mariana, conmovida por la desgracia de su patria, ofreció a Dios su vida en expiación de los pecados y en alivio de aquellos males. Nuestro Señor aceptó la ofrenda, porque desde aquel momento (26 de marzo) cesaron los temblores y la ciudad comenzó a tranquilizarse. Mas apenas la Santa se retiró del templo, donde había hecho ante Dios su sacrificio, comenzó a sentir los sufrimientos de la terrible enfermedad de que murió dos meses más tarde: apenas pudo llegar por sí misma a su habitación y hubo de ir a la cama por no poderse tener en pie. Recibidos los santos sacramentos y entre sublimes afectos de amor divino, entregó su purísima alma a Dios el 26 de mayo de 1645, a los veintiséis años de edad.

A partir de su nacimiento para el cielo fue todavía mayor la veneración en que la tuvieron los quiteños y toda la nación por sus frecuentes milagros. El 17 de diciembre de 1757 Benedicto XIV introdujo su causa; Pío VI, el 19 de marzo de 1776, declaró heroicas sus virtudes. En 1847 Pío IX reconoció dos milagros suyos: el mismo Pontífice la beatificó el 20 de noviembre de 1853.

Los restos de Mariana reposan bajo el altar mayor del bellísimo templo de la Compañía de Jesús, su segundo hogar.

La tradición nacional confía en que volverá a salvar a Ecuador no ya de terremotos y difterias sino de la corrupción política. Entonces será llamada "Mariana del Ecuador".

escrito por Gustavo Amigó Jansen, S. I.,
Santa Mariana de Jesús Paredes, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 494- 499


Oración

Oh Dios, Tú que quisiste que floreciese Santa Mariana aún entre los placeres mundanos como una azucena entre espinas con virginal pureza y constante mortificación. Concédenos, te rogamos, que por sus méritos y meditación nos apartemos del vicio y sigamos la perfección. Amén.

(fuente: www.marianadejesus.com) 

otros santos 26 de mayo:

- San Felipe Neri
- Beatos Esteban de Narbona y Raimundo de Carbona  
- San Desiderio de Vienne

miércoles, 25 de mayo de 2016

25 de mayo: San Genadio

Obispo
(† 936)

Poco a poco iba ensanchándose el pequeño reino asturiano. Ya había saltado más allá de los montes; ya había salido de las gargantas estrechas en que se ahogan los primeros sucesores de Pelayo. Ahora, Alfonso el Magno desafiaba a las huestes musulmanas, levantaba castillos en las riberas del Duero y acercaba su corte a la frontera. En torno suyo hierve una vida nueva, rica de savias y vibrante de optimismos. Sus caballeros galopaban cargados de botín por los campos góticos y las llanuras de Castilla; sus monjes rompen los páramos, abren las entrañas de la tierra, que había estado en holganza secular; restauran la cultura, recogiendo los residuos de la ciencia isidoriana, y crean un arte de la construcción y una escuela espléndida de miniatura. La gesta guerrera nos ha hecho olvidar el esfuerzo de esa epopeya pacífica, cuyos héroes anónimos echaron los cimientos de la patria. Pero no ha podido desaparecer el nombre de San Genadio, este animoso civilizador que presenta a nuestras miradas la extraña figura de un hombre que lleva una mitra en la cabeza, el códice bajo el brazo y en la mano el azadón: tres símbolos de progreso y de civilización. La autoridad, la ciencia y el trabajo.

Es en el año 890. Alfonso el Magno acaba de dar un decreto de repoblación. Las tierras yermas que sus jinetes acaban de conquistar piden brazos robustos, espíritus inteligentes que llagan brotar en ellas fuentes de riqueza. Este es el momento en que Genadio aparece en los valles profundos del Bierzo. Doce hombres le siguen, todos vestidos de amplias cogullas monacales. Llevan libros, aperos, ganados, bueyes, semillas y herramientas. Buscan las antiguas ruinas. Dos siglos antes fue aquella tierra un foco de actividad febril y un teatro de místicas hazañas. Por allí pasaron Fructuoso y Valerio creando comunidades, haciendo milagros, reuniendo bibliotecas, organizando la oración y el trabajo. Ahora todo es silencio de muerte; pero este grupo de monjes viene a traer la vida. Se detienen primero al pie de una roca gigantesca, junto a los barrancos donde nace el Oza. Hay montones de piedras en desorden, muros desmantelados, y, entre los escombros, lápidas con caracteres en que los exploradores audaces descifran con regocijo los nombres de los padres del monaquismo español. Aquellas ruinas eran las del antiguo monasterio de San Pedro de Montes.

Y empezó la restauración. Surge la iglesia con sus arcos de herradura, con sus capiteles de hoja de acanto y de palmetas, con su altar adornado de cruces y coronas. Y junto a la iglesia, los huertos, las vides, los trigales; un vivir nuevo lleno de azares y privaciones, generoso en derrame de energías, rico de renunciamientos y peligros; vivir de frontería, en que hay que crearlo todo y multiplicarse y atender a todas las necesidades: de la salmodia a la lectura, de la lectura al arado, del arado a la selva, donde aúlla el lobo y velan los miedos del desierto. Poco a poco el desierto florece, la soledad abre sus brazos amigable y festiva, el portalico se agranda, las gentes acuden a recogerse en él, y el claustro se convierte en villa, en solar de civilización, en foco intenso de vida. Colonos, monjes, vasallos y domésticos viven como una gran familia, empeñados todos en ganar el Cielo embelleciendo la tierra. Se canta, se reza, se construye, se cultiva el suelo, se escribe y se pinta. Y el abad pasa entre sus gentes sonriente, dando calor y aliento con los fuegos de su alma paternal, iluminando el valle con las lumbres de su ingenio peregrino. Poco a poco la vida cunde, el llamear alegre de aquel fuego se multiplica; nacen nuevas colonias, se alzan nuevos monasterios, florecen otros valles, y entre los robles y los pinos resuenan las esquilas de las ovejas, reemplazando los alaridos de las bestias salvajes. Todo ha quedado transformado en poco tiempo; hay paz, oración, arte, riqueza, prosperidad. «Planté viñas—dice Genadio con legítima satisfacción—, levanté edificios, hice huertos y pomares, rompí muchos montes, saqué las tierras del abandono y construí basílicas de exquisita arquitectura.»

Hasta que un día el infatigable colonizador se vio obligado a cambiar el aire puro del campo por los techos dorados del palacio episcopal de Astorga. Para el hombre de la soledad, enemigo de mundanos esplendores, aquello no pudo suceder sino por una conjuración de los demonios. Él mismo lo confiesa. «El enemigo de las virtudes—dice textualmente—, envidiando la vida silenciosa que llevaba con mis hermanos, movió las mentes de muchos para que, con pretexto de edificación espiritual, me arrancasen de allí y me hiciesen obispo de Astorga.» Empuñó el báculo, impelido por el mandato del príncipe, pero echando siempre de menos el hacha con que echaba por tierra las zarzas y los tamujales. Además, el recuerdo de su indignidad le aterraba. «¿Qué haré yo, miserable—decía, transido de mortal congoja—, yo que estoy desnudo de merecimientos y sólo soy rico en abundancia de pecados; que no tengo ciencia ni virtud y oigo sin cesar junto a mí la voz del Profeta que me dice amenazadora; «¿Por qué enseñas tú mis justicias y tomas mi testamento en tu boca, tú que cierras el oído a mis palabras y aborreces mi disciplina?» Y un día, Genadio dejó la mitra, salió de la ciudad y se internó en el desierto. De nuevo se le vio arando, construyendo iglesias, derribando encinas y copiando libros. Al morir, tenía cincuenta códices voluminosos, una rica librería para aquel tiempo. Ordenó que circulasen constantemente por todos los monasterios del Bierzo; y así, a él se debe la organización de la primera biblioteca ambulante que se conoce. Testigo de su paso, queda todavía, cerca del Sil, la iglesia de Santiago de Peñalba, joya original de nuestro arte antiguo, cuyos cimacios y capiteles de mármol nos revelan el gusto exquisito de este amable colonizador.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 25 de mayo:

- Santa Magdalena de Pazzi
- San Cristóbal Magallanes Jara
- Santa Magdalena Sofía Barat

martes, 24 de mayo de 2016

24 de mayo: San David de Escocia

(1084-1183)

Nació en Edimburgo y era hijo de santa Margarita de Escocia y del rey Malcom III Canmore. A la muerte de sus padres, en 1093, él y sus hermanos marcharon a Inglaterra, donde se encargó de ellos su tía Cristina, monja del monasterio de Ramsey. Pero cuando su hermana Matilde se casó con el rey Enrique I de Inglaterra, David pasó a la corte inglesa para completar su formación.

Muerto su hermano Edgard, se le asignó el gobierno de la región de Cumbria, y a la muerte de su hermano Alejandro subió al trono de Escocia en 1124. Estaba casado con Matilde de Northumbria, lo que le había convertido en un barón inglés. Aunque no estavan bien delimitados los límites de los estados tuvo buenas relaciones con los daneses.

Durante el reinado de Esteban de Inglaterra se produjo una guerra civil y David entró en litigio. En 1135, conquistó varios castillos de la frontera y en los años sucesivos reinvindicó el condando de Northumbría e invadió Inglaterra septentrional. En el 1138, fue derrotado en Northallerton en la llamada "batalla del estandarte", pero consiguió un definitivo armisticio a cambio de Northumbría y de Cumbria. Pudo de esta forma regresar a su reino y dedicarse al bien de su pueblo.

Fue un rey justo, amante del buen orden que le dio una nueva estructura al sistema feudal del reino, introduciendo colonos anglo-normandos y nuevos sistemas jurídicos. Incentivó el desarrollo de las ciudades de Edimburgo, Berwick y Perth, haciendo florecer el comercio. Hombre religioso, creó el obispado de Glasgow y otras cuatro más. Además erigió numerosos monasterios en su afán de aumentar la extensión de la agricultura. Reorganizó la iglesia escocesa extrechando los lazos con Roma. Incrementó las donaciones a los benedictinos de Dunfermline, el convento que su madre había fundado y que luego fue el lugar de la sepultura y centro de su propio culto.

El célebre san Elredo de Rievaulx, que durante un tiempo fue preceptor de la familia, redactó un panegírico en el que señala las reticencias de David para aceptar el trono, la justicia que le distinguió como administrador y su apertura hacia el prójimo. Fue un hombre humilde y tenía una gran misericordia y generosidad con los pobres y enfermos.

La pureza del soberano fue siempre ejemplar, a menudo recitaba el oficio de las lecturas, recibía con frecuencia el sacramento de la penitencia y la Eucaristía: todo heredado de su madre santa Margarita. El único "pero" que se le puede hacer es que enroló tropas bárbaras durante la invasión inglesa de 1138, que dejaron un dramático recuerdo por sus atrocidades. Tuvo que lamentar la muerte de su único hijo.

Cuando enfermó, todavía en el lecho de muerte oraba con los salmos y exhortaba así a los presentes: "Permitidme pensar sólo a las cosas de Dios, para que mi alma venga reforzada. Cuando me presente ante el trono de Dios, ninguno de vosotros responderá por mí, ninguno de vosotros podrá protegerme, ni liberarme de su mano".

Su cuerpo fue sepultado en el monasterio de Dunfermline y pronto le fue concedido el traslado, suceso que en aquel tiempo equivalía a una canonización. La influencia que este rey tuvo en su país ya sea en el campo político como en el religioso fue profunda y perduró durante mucho tiempo, tanto que está considerado uno de los más grandes soberanos del Medioevo. No ha sido formalmente canonizado pero si tiene culto litúrgico, especialmente en la Iglesia reformada de Escocia.

(fuente: vidas-santas.blogspot.com.ar)

otros santos 24 de mayo:
- San Vicente de Lérins

sábado, 21 de mayo de 2016

21 de mayo: San Paterno de Vannes

Obispo

Martirologio Romano: En Dariorige (hoy Vannes), en la Bretaña Menor (actualmente en Francia), conmemoración de san Paterno, obispo, de quien se cuenta que en este día fue ordenado obispo en el concilio provincial reunido por san Perpetuo de Tours en esta misma sede († c.460-490).

Etimológicamente: Paterno = Padre, es de origen latino.

San Paterno de Vannes nació probablemente en Poitiers, Francia, y llegó a ser obispo de Vannes, en ese mismo país.

A diferencia de los demás obispos fundadores de diócesis en Bretaña, San Paterno no era de origen bretón. Por su nombre, su origen quizás haya sido galo romano. Sin embargo se desconocen muchos detalles acerca de su vida.

Al parecer, un concilio del año 465 celebrado por seis obispos resolvió la necesidad o la contingencia de nombrar un obispo para Vannes, y el cargo recayó en San Paterno.

Luego de fijar los límites del nuevo obispado, San Paterno enfrentó difíciles conflictos, tanto con los partidarios de un cristianismo local de tradición celta, como los de un cristianismo de corte más bien galo-romano.

Una inmigración de bretones que regresaba de la Gran Bretaña vino a complicarle la situación, pues tenía que conciliar a gente con ideas y experiencias distintas. Dentro de este contexto, San Paterno fue un artífice de la unidad, y durante un tiempo supo mantener el equilibrio con las distintas facciones en pugna.

Sin embargo, las intrigas y la incomprensión lo forzaron a dimitir y a exilarse, por lo que se retiró a la soledad de una ermita, donde murió en penitencia y en el olvido total.

En 1964, el papa Paulo VI declaró a San Paterno santo patrono de la diócesis de Vannes.

San Paterno de Vannes nos enseña la importancia de transmitir y mantener la unidad entre grupos con intereses distintos.

(fuente: catholic.net)
otros santos 21 de mayo:

jueves, 19 de mayo de 2016

19 de mayo: San Pedro Celestino V

Papa y ermitaño
(1215-1296)

Alguien ha llamado a San Pedro Celestino el Fénix de de la Iglesia. Y, efectivamente, es único, excepcional. Le pasan cosas que no le pasan a ningún otro santo. Casi sin darse cuenta, funda una nueva rama de la Orden benedictina. Sube al supremo honor del Pontificado desde una celda ignorada, y deja luego el Pontificado para encerrarse otra vez en esa celda.

No era letrado, pero nos dejó las Memorias de una parte de su vida. En ellas no encontraremos vanidad literaria, pero sí un delicioso encanto de sencillez. San Pedro Celestino miraba las cosas más estupendas como si fuesen las más naturales del mundo. Que las estatuas hablasen, le parecía tan sencillo como que las aguas de los ríos corriesen por su cauce. Para dar a conocer su figura, vamos a sacar los rasgos más salientes de su narración:

«Venid los que teméis al Señor; escuchad y os contaré las cosas grandes que Dios hizo en mi alma. Cuanto digo, sea para la gloria de Dios y edificación del prójimo.

»Mis padres se llamaban Angelarlo y María. Eran justos delante de Dios y honrados de los hombres. Como Jacob, tuvieron doce hijos. Su mayor deseo era que alguno de ellos se consagrase a Dios; y con ese fin determinaron que el segundo aprendiese las letras; pero resultó que era un joven muy hermoso y más apto para las promesas del mundo que para las cosas del Señor. En esto murió mi padre, y Dios puso en mi madre la idea de educar para la carrera eclesiástica al undécimo de sus hijos. Tendría éste cinco o seis años. El Señor manifestaba en él su gracia de una manera maravillosa. Cuanto de bueno oía, lo guardaba en el corazón y se lo refería luego a su madre, y le decía con frecuencia: «Quiero ser un buen siervo de Dios.» Conformábase su madre con este proyecto, recordando que, al nacer, había salido aquel niño vestido de una sutilísima veste monacal. No faltaron obstáculos. Un demonio se vistió de ángel y se presentó a la buena mujer, diciéndole: «Nunca podrás sacar nada de ese chico.» «Creo que era un demonio—dice Pedro—, aunque yo era entonces muy pequeño.» Otro demonio arredraba al niño con dificultades de los estudios. Los demás hermanos decían a la madre, refiriéndose al que ya había empezado a estudiar: «Nos basta un holgazán en casa.» Y un señor rico de su pueblo (el pueblo se llama Isernia, en los Abruzzos, Italia), le decía: «Si no te haces clérigo, te heredaré con todos mis bienes.»

A pesar de todo esto, la madre tomó la hijuela del niño y se la dio a su maestro para que le enseñase; y Dios le dio tanta gracia, que poco después leía el Salterio. Pero tan pequeño era entonces y tan simple, que no conocía a la Virgen Bienaventurada ni a San Juan viéndolos pintados junto a la cruz, y, sin embargo, los veía bajar de la cruz y coger el libro en que él leía y leer también en él, cantar con extremada dulzura. El niño se lo contaba a la madre con mucho gozo, y ella le decía: «Hijo mío, ten cuidado de no decírselo a nadie.» Pero iba luego a jugar con los demás muchachos y no le era posible resistir a la tentación; al llegar la noche, los ángeles le reprendían severamente. Estas visiones y otras parecidas le sucedían continuamente. Ya a los tres años la Virgen Bienaventurada le dio claras señales de su cariño; porque, habiendo quedado tuerto del ojo derecho, su madre le tomó en sus brazos y lo llevó a la capilla de María. Allí pasó con él toda la noche, y a la mañana siguiente estaba completamente sano.

Estudiando, estudiando, el niño se había hecho un joven. Su gran afán era seguir la vida eremítica; pero no se determinó a abrazarla, porque creía que un monje ermitaño había de vivir solo, y él temía mucho a los duendes. Dijéronle que podía muy bien llevar un compañero consigo; y entonces se resolvió a salir de su tierra. Tenía veinte años. Al poco tiempo le abandonó el que le acompañaba; pero él siguió adelante, porque Dios le había quitado milagrosamente aquel miedo natural.

Era el mes de enero, y nevaba mucho. Dijéronle que en una cueva del monte Sangro se hallaba un ermitaño, y se dispuso a ir en su busca, después de haber comprado dos panes y algunos peces. Dos mujeres muy hermosas le interceptaron el camino; pero él siguió adelante sin hacer caso de ellas. Entrando en la cueva no halló a nadie; y en ella vivió diez días solo... La primera noche los ángeles le agasajaron con un delicioso concierto.

Vivió después varios años bajo una peña de un monte cercano. Allí le manifestó el Señor muchas cosas buenas. Todas las noches oía el sonido de una gran campana que lo llamaba a maitines.

En cierta ocasión le dijo un caminante: «Cerca de aquí hay una ermita que tiene un gallo que canta de noche; ¿por qué no lo tienes tú? Una matrona que estaba presente repuso: «Yo tengo un hermosísimo gallo; si quieres, te lo traigo.» Y él, que era simple, respondió: «Tráemelo.» Así se hizo, pero desde aquel momento la campana cesó de sonar, y Pedro nunca pudo saber qué voz tenía aquel gallo.

Remitió el gallo a su dueña, mas nunca pudo recobrar la gracia perdida.

Al principio de su vida solitaria tuvo mucho que sufrir. Había dos demonios que tomaban forma de mujer y venían a molestarlo por las noches en su pobre lecho de hierbas. Además, era aquel lugar muy abundante en sapos, culebras, escorpiones y otros animales dañinos. Muchas veces entraban en su pecho y se agarraban a sus carnes, porque no tenía más vestido que la túnica y el capucho con que se cubría la cabeza.

Al cabo de tres años fue a Roma, donde le ordenaron de sacerdote. Entonces empieza su vida en el monte Morón, que le ha dado el nombre. Allí le asaltó una fuerte duda. Resistíase a celebrar la santa misa. San Benito y otros muchos santos, decía, rehusaron tocar tan alto ministerio; ¿Cómo seré yo, miserable pecador, digno de hacerlo? «¿Digno, hijo mío?—le dijo una blanca visión—. ¿Y quién será digno? Di la misa, hijo mío; dila con temor y con temblor.»

La soledad de Morón le pareció un poco alejada del mundo. Saliendo de ella, caminó algún tiempo hacia el Oriente, hasta encontrar una ancha cueva en el monte Majella. Allí se estableció con algunos compañeros. El Espíritu Santo habitaba entre ellos visiblemente en forma de paloma. Renováronse los conciertos angélicos y los sonidos melodiosos de campanas. Muchos hombres venían buscando la dirección de Pedro; y aunque los rechazaba al principio, porque decía que nada podía sacarse de un hombre simple como él, acababa recibiéndolos por caridad. Así nació la Orden de los Celestinos, bajo la Regla de San Benito, con nuevos estatutos llenos de rigor. Hubo necesidad de levantar un templo. Los mismos ángeles lo dedicaron, después de recorrerlo en todas las direcciones y de cantar el Oficio de la Dedicación. El Hermano Pedro cantaba con ellos; y entonces ya empezó a maravillarse. «¿Qué es esto?—se decía—. Ahora no duermo.» Y miraba al libro y ponía sus manos en las letras, porque ya era de día. Y al terminar el Oficio sintió que le quitaban un vestido finísimo.

Fray Pedro había vuelto al desierto de Morón cuando escribía estas cosas. Una extraña nueva vino a interrumpir su trabajo. Era una tarde de julio de 1294. El abad de Morón se acercó a su retiro para decirle que en la próxima ciudad de Sulmona había un cardenal y cuatro obispos que querían hablarle. El solitario no se inmutó, como se inmutaba al recibir las visitas de los dignatarios del Cielo. Suspendióse la audiencia hasta el día siguiente.

«En cuanto amaneció—dice uno de los que iban en la caravana—empezamos la subida. La celda del Hermano Pedro estaba suspendida en la altura; la cuesta era muy escarpada. Sudábamos a ríos. Sobre nuestras cabezas volaban bandadas de grullas. Al llegar cerca de la gruta, el trabajo se aumenta; teníamos que andar uno a uno. La cueva parecía una cárcel. En la boca se alzaba un muro, y en el muro se abría una puertecilla, por donde el anacoreta podía extender muy lejos la mirada.»

A través de ella vieron y hablaron los prelados a Fray Pedro. Fray Pedro era ya un anciano de barba hirsuta y prolongada; los ojos, hinchados de llorar, y en ellos unas pupilas muy negras y profundas; el sayal rígido y tosco; el color, pálido y macilento, de los ayunos, pues observaba seis cuaresmas anuales a pan y agua.

Los visitantes se postraron en tierra y le contaron cómo el Colegio Cardenalicio, después de más de dos años de intrigas y tanteos inútiles, lo había nombrado a él, Pedro Morón, sucesor de Pedro el Pescador y Vicario de Cristo. Leyéronle la Bula por la que se le elegía unánimemente: una Bula autorizada con los sellos colgantes de cera; y le mostraron una carta en que el Colegio Cardenalicio le conjuraba, por el bien de la paz, que apartase con su aceptación el escándalo de tan larga vacante. Poco después llegaban los reyes de Hungría y de Nápoles, redoblando los mismos ruegos. El santo pidió una tregua para consultarlo con Dios. Luego, tomando los pergaminos, se encerró largo rato en lo más profundo de su cueva. Al salir, dijo sencillamente que aceptaba el Pontificado.

Bajó de la montaña para coronarse en Aquila. Pasaba por los pueblos y ciudades montado en un borriquillo, y los pueblos le aclamaban como a Jesús cuando entraba en Jerusalén. Como no tenía dinero para hacer liberalidades, según costumbre de los Papas en su elección, iba derramando milagros. Bastaba que una mujer pusiese su niño sobre el asnillo del Papa para que el niño quedase sano. Muchas cosas por el estilo sucedieron en aquel viaje triunfal.

Tomó Pedro Celestino el gobierno como una imposición de Dios. No sentía ningún gusto por él; y aun le parecía que con el bullicio de la corte iba desapareciendo en su alma aquella profundidad hija del desierto. Dolíanle las intrigas y envidias de los cortesanos, en quienes había creído encontrar hombres desnudos de toda ambición, como los monjes. La gloria le pesaba enormemente. Su única gloria consistía en carecer de ella. No sabía de cortesanas delicadezas; no conocía el habla pulida y afectada a que estaban acostumbrados los que le rodeaban; y por eso hablaba muy poco, y en ocasiones solemnes encargaba a otros que hablasen en su lugar. Muchos se aprovecharon de su candor y desconocimiento de los hombres para amontonar beneficios, y los demás le criticaban acerbamente.

Comprendió que el tumulto de los hombres no estaba hecho para él. A los cinco meses de su elección, estaba resejo. Los ambiciosos le aconsejaron la abdicación; el rey de Nápoles combatía obstinadamente este parecer, y el pueblo lloraba.

A principios de diciembre dio una Bula en la que declaraba que un Papa que no se sentía con disposición para el supremo Pontificado tenía derecho a abdicar. Luego encomendó el gobierno a una comisión de cardenales, y él se retiró a un rincón de su palacio. Un poco después de Navidad salía de nuevo, reunía el Colegio Cardenalicio, y, de rodillas ante él, leía esta fórmula de renuncia: «Yo, Celestino V, Papa, movido por muchas legítimas razones: por el deseo de un estado más humilde y de una vida más perfecta; por el temor de comprometer mi conciencia; por la consideración de mi debilidad y de mi incapacidad; considerando también la malicia de los hombres y mi flaqueza, y deseando el consuelo y reposo espiritual de que gozaba antes de mi elevación, renuncio espontáneamente y libremente al Sumo Pontificado, juntamente con todos los honores y dignidades a él anejos, y doy desde ahora plena y libre facultad al Colegio Cardenalicio para que elija y provea de Pastor a la Iglesia universal de una manera canónica.»

Después de esta escena, única en la Historia, grandiosa y humilde a la vez, los cardenales se quedaron llorando, y San Pedro se marchó haciendo prodigios. Iba a pie, apoyando su vejez sobre un tosco cayado, cuando fue sorprendido por los emisarios del nuevo Papa, Bonifacio VIII, quien lo encerró en una fortaleza por temor a un cisma. Allí murió a los dos años; y tres lustros más tarde lo canonizaba Clemente V.

El Petrarca pudo decir de él en un magnífico elogio:

«No ha mucho presenció el mundo un ejemplo sublime, al ver a Pedro Celestino descender del trono del Apóstol Pedro para esconderse en su antigua soledad. No ha faltado quien ha visto en este suceso señales de un espíritu pobre y cobarde... Para mí, eso es la mayor prueba de un ánimo altísimo, libérrimo; celestial y desconocedor del yugo, y juzgo que nadie puede hacer cosa semejante sino el que sabe estimar en su justo valor las cosas humanas, y poner bajo sus pies la túmida cabeza de la fortuna.... Otros dejaron sus naves, sus redes, sus posesiones, su telonio, tal vez los reinos o la esperanza de reinar, y siguieron a Cristo y se hicieron apóstoles, se hicieron santos y amigos de Dios; pero, ¿cuándo se oyó que alguien dejase el Papado, la cosa más alta y apetecida y admirable que hay en la tierra? He oído contar a algunos que lo vieron, que lo dejó con tanta alegría y se veían en sus ojos y en su frente tales muestras de gozo al salir de la presencia del Concilio, como si no sacudiese de la espalda un dulce peso, sino la más cruel de las espadas. Tal era el resplandor angelical que brillaba en su rostro. Y tenía razón; sabía lo que dejaba y lo que volvía a tomar...

«¡Ojalá nos hubiera sido dado vivir con él, o ser uno de tantos y tantos solitarios como tienen la dicha de llamarse sus discípulos! Su bendición les sigue por dondequiera que van. Se han extendido por toda Italia, y han pasado los Alpes; su religión se aumenta y vivirá para siempre. Los hijos que engendró en la soledad viven todavía; los que engendró en palacio por los honores y las dignidades, todos desaparecieron. ¡Cuánto más firmes son los fundamentos del desierto sagrado que los del siglo!»

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 19 de mayo:

- San Teófilo de Corte 
- Santa María Bernarda Bütler
- San Dunstán  
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...