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miércoles, 30 de abril de 2014

30 de abril: Beata Paulina von Mallinckrodt

"Su vida y la Congregación de las Hermanas de la Caridad Cristiana"

 Paulina von Mallinckrodt nace el 3 de junio de 1817 en Minden, Westfalia. Es la mayor de las hijas de Detmar von Mallinckrodt, de religión protestante y alto funcionario de gobierno del estado de Prusia y de su esposa, la baronesa Bernardine von Hartmann, de religión católica, originaria de Paderborn. Desde pequeña absorbe con avidez la formación cristiana que le imparte su madre con amor. De ella hereda una fe profunda, un gran amor a Dios y a los pobres y una férrea adhesión a la Iglesia católica y a sus pastores. Herencia paterna son la firmeza de carácter, los sólidos principios, el respeto hacia los demás y el cumplimiento de la palabra empeñada. Ejercen también una benéfica influencia sobre ella la gran educadora Luisa Hensel y su profesor particular de religión el sacerdote Antonio Claessen, más tarde Obispo Auxiliar de Colonia.

Parte de su niñez y juventud pasa Paulina en Aquisgrán, adonde fue trasladado su padre. Por la temprana muerte de su madre, Paulina, cuando sólo cuenta 17 años de edad, toma en sus manos la dirección de su casa y la educación de sus hermanos menores Jorge y Hermann y de la pequeña Berta. Cumpliendo su tarea a plena satisfacción de su padre, encuentra tiempo y medios para ponerse al servicio de tantos pobres que por los cambios técnicos, económicos y sociales de su siglo, sufren de miserias materiales y espirituales.

Cuando su padre se retira del servicio estatal y se instala con su familia en Paderborn, prosigue Paulina su actividad caritativa. Al mismo tiempo crece su decisión de consagrarse a Dios en la vida religiosa. En 1842 poco después de la muerte del señor von Mallinckrodt, le confían a Paulina el cuidado de unos niños ciegos muy pobres. Ella los atiende con la exquisita afabilidad que la caracteriza. Y como Dios sabe guiar todo según sus planes, son los niños ciegos los que darán origen a la Congregación por ella fundada, porque a Paulina la admiten en distintas congregaciones religiosas pero no así a los ciegos. Monseñor Antonio Claessen le hace ver que ella está llamada por Dios a fundar una Congregación. El 21 de agosto de 1849 funda la Congregación de las Hermanas de la Caridad Cristiana, Hijas de la Bienaventurada Virgen María de la Inmaculada Concepción con tres compañeras más. Pronto se abren otros campos de actividad en hogares para niños y escuelas.

Bendecida por la Iglesia, la Congregación florece y se extiende rápidamente en Alemania; pero como toda obra grata a Dios debe ser probada por el sufrimiento; la prueba no tarda en llegar. El Canciller von Bismark emprende en 1871 una dura lucha contra la Iglesia católica. Una tras otra ve la Madre Paulina cómo se van cerrando y expropiando las casas de la Congregación en Alemania. Con su profundo espíritu de fe la Madre Paulina ve la mano de Dios en esta persecución religiosa. "El Señor nos da y nos quita, bendito sea el nombre del Señor", les dice a las Religiosas. Las casas de la joven Congregación fueron confiscadas, las Hermanas expulsadas, la fundación parecía llegar a su fin.

En la misma época de las persecuciones en Alemania llegan muchos pedidos de Hermanas desde Estados Unidos y Sudamérica para enseñar a los niños inmigrantes alemanes. Paulina respondió enviando pequeños grupos de Hermanas en 1873. En los siguientes meses se enviaron más grupos de Religiosas a los Estados Unidos. En noviembre de 1874 arriban las primeras Religiosas a la diócesis de Ancud, en Chile. De allí partirían unos años más tarde hacia el Río de la Plata, en 1883 a Montevideo, Uruguay, y en 1905 a Buenos Aires, Argentina.

A fines de década de 1870 la persecución religiosa terminó en Alemania y las Hermanas pudieron volver desde Bélgica a su patria donde prosiguieron con su obra.

Después de un último viaje a América en 1880, la Madre Paulina vuelve a Paderborn y a los pocos meses, ante el dolor de las Hermanas, enferma gravemente de neumonía y muere el 30 de abril de 1881.


Rasgos espirituales

- El amor a Jesús en la Eucaristía
- La adhesión cordial e incondicional a la Iglesia Madre y Maestra
- La devoción a María Inmaculada


Beatificación

El 14 de abril de 1985 Su Santidad Juan Pablo II beatificó a la Madre Paulina reconociendo en su vida un modelo y mensaje válido para el hombre de hoy. "La Madre Paulina es un ejemplo de vida. A la angustiosa inquietud del hombre moderno, ella señala un camino de Paz interior: busca animosa y confiada a Dios en los hermanos que sufren. Por eso su mensaje es actual, en la medida que es siempre actual la búsqueda de Dios."

(fuente: www.colegiomallinckrodt.org.ar)

otros santos 30 de abril:

- San José Benito Cottolengo

martes, 29 de abril de 2014

29 de abril: Beato Benito de Urbino

Sacerdote de la Primera Orden (1560‑1625). Beatificado por Pío IX el 15 de enero de 1867.

Marco (este era su nombre de bautismo) nació el 13 de septiembre de 1560 de la ilustre familia de los Passionei. Quedó huérfano a los diez años; de carácter reflexivo, fue enviado a las universidades de Perusa y de Padua, donde obtuvo la láurea en filosofía y en leyes. De ahí se dirigió a Roma a la corte del cardenal Juan Jerónimo Albani; pero pronto debió regresar a Urbino a causa de dificultades familiares. Entretanto maduraba su vocación religiosa, de modo que a los veintitrés años pidió ser admitido en la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos. Su constitución grácil y delicada creó serios obstáculos, que fueron superados por su tenaz insistencia y las óptimas condiciones morales del postulante.

Finalmente en 1585 fue admitido a la profesión religiosa, en la cual tomó el nombre de Benito. Realizados los estudios sagrados fue ordenado sacerdote y aprobado para el ministerio de la predicación, al cual se dedicó con fervor de alma y simplicidad de palabra. Escogido como compañero por San Lorenzo de Brindis para la misión entre los Husitas y los Luteranos en Bohemia en 1599, debió pronto regresar a la patria a causa de la delicada salud y la dificultad para aprender la lengua local. Prosiguió la predicación, dedicándose especialmente a la educación de los jóvenes, y sobre todo al empeño ascético. Desempeñó los oficios de guardián y definidor.

Profundamente humilde, evitaba cuanto pudiera producirle honores. Con paciencia y resignación toleró las enfermedades que martirizaban su frágil cuerpo hasta reducirlo a piel y huesos. Se flagelaba con disciplinas de hierro y llevaba a la cintura el cilicio. Se alimentaba escasamente, siempre viajaba descalzo, corto el sueño, muchas las horas consagradas a la oración, a la predicación y al confesionario. Para él, el sufrir era gozar, el sufrimiento lo asemejaba al Crucificado. El dolor es prenda segura de eterna felicidad. Con tiempo predijo su muerte, que esperó sereno y gozoso como su seráfico Padre para volar al cielo.

Al acercarse la última hora, pidió el viático y la unción de los enfermos, que recibió piadosamente. La tarde del 30 de abril de 1625 plácido y sereno entregó su alma en manos del Señor, en Fossombrone, en el convento de Montesacro, donde se conserva su cuerpo. Tenía 65 años, de los cuales vivió 41 en la Orden franciscana en el ejercicio de las más heroicas virtudes. Sus funerales fueron una solemne manifestación de piedad y de veneración. Los milagros hicieron glorioso su sepulcro.

(fuente: franciscanos.net)

otros santos 29 de abril:

- Santa Catalina de Siena
- San Antonio Kim Song-u

lunes, 28 de abril de 2014

28 de abril: Beato Luquesio de Poggibonsi

De la Tercera Orden (1181‑1260). Inocencio XII en 1694 concedió oficio y misa en su honor.

Luquesio nació en Gaggiano, caserío del Chianti. Siempre había deseado seguir la carrera de las armas y era del partido de los Güelfos. Pero después de haber participado en las luchas políticas a sus propias expensas, decidió retirarse y se trasladó a Poggibonsi (Siena), donde comenzó a ejercer el comercio con lo cual recuperó su holgura económica perdida en las lides políticas. Casado, era muy consciente de que una mujer es muy buena si no malgasta la hacienda. Pero poco a poco, de avaro que era, comenzó a ser generoso y fue acercándose paulatinamente a las prácticas piadosas, al igual que su mujer.

Ambos esposos eran bien diferentes de lo que habían sido de jóvenes. En aquel tiempo pasó por la región San Francisco, a quien Luquesio conocía ya como hijo de su colega Pedro de Bernardone, pero luego logró conocerlo también como santo y lo alojó gustoso en su casa. Impresionados por su espíritu de pobreza y sencillez, él y su esposa Buonadonna fueron a preguntarle a San Francisco cómo podían ellos, casados y con hijos, seguir el camino del Evangelio y poder tener una regla como ya les había dado a los Hermanos y a las Hermanas. Debía ser una norma de vida cuya observancia sirviera para imitar a aquellos que se habían consagrado a Dios.

Con tal fin Francisco venía pensando ya de tiempo atrás en una institución que agrupase bajo una regla de vida también a los laicos casados y trabajadores, que por lo mismo no podían observar completamente los tres votos de castidad, pobreza y obediencia.

Lo que en última instancia lo llevó a concretar esta idea fue la petición de los dos esposos de Poggibonsi. Señaló a Luquesio y a su mujer un vestido semejante al de los Hermanos. Más tarde les envió la regla de la llamada «Tercera Orden Franciscana», definida como «medula del santo Evangelio».

Los terciarios franciscanos se difundieron rápidamente y de manera sorprendente, puede decirse que en los siglos sucesivos muchos en Europa fueron terciarios franciscanos. En Italia, entre las glorias de la Tercera Orden se cuentan Giotto de Bondone, Dante Alighieri y Cristóbal Colón.

La tradición según la cual los dos esposos de Poggibonsi fueron los dos primeros terciarios franciscanos no es segura. Pero ellos fueron los primeros en alcanzar la gloria del altar porque en Poggibonsi el culto a los beatos Luquesio y Buonadona comenzó inmediatamente después de su muerte.

Muchos episodios, prodigiosos o edificantes se narran acerca del resto de su vida, que ciertamente se desarrolló santamente, en busca de una perfección siempre creciente, siguiendo cada vez más estrictamente la regla dada por San Francisco para la Tercera Orden. Luquesio y Buonadona fueron los primeros en practicarla, como medio de honestidad, de paz y de amor en la tierra, y de eterna bienaventuranza en el cielo. Murió el 26 de abril de 1260 y su cuerpo se venera en la iglesia de los hermanos menores.

(fuente: www.franciscanos.net)

otros santos 28 de abril:

- San Luis María Grignon de Montfort

domingo, 27 de abril de 2014

27 de abril: San Rafael Arnáiz Barón

«La cruz: único tesoro»

Madrid, 27 de abril de 2014 (Zenit.org) Nació en Burgos, España el 9 de abril de 1911. Su inclinación a vivir por y para Dios fue manifiesta en la infancia. «¡Solo Dios llena el alma..., y la llena toda!», decía. En esa época dorada contrajo unas fiebres colibacilares. Cuando sanó, su padre, que había visto en la curación una intervención de María, lo consagró en Zaragoza a la Virgen del Pilar en el estío de 1922. Rafael no olvidó este hecho. «Honrando a la Virgen, amaremos más a Jesús; poniéndonos bajo su manto, comprenderemos mejor la misericordia divina». La enfermedad nunca le abandonaría. Era elegante, sensible. También caprichoso y tendente a la vanidad. Poseía una brillante inteligencia, con predominio de la intuición, que le permitió sobresalir en los estudios aunque no los cuidara debidamente. Se estableció con la familia en Oviedo, y al término de su formación básica se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid. Hizo grandes amistades porque era una persona entrañable y cercana en la que se percibía la huella de Dios. Estaba vinculado al Apostolado de la Oración, a la Adoración Nocturna y a la Congregación de María Inmaculada. A los 19 años visitó el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas y le atrajo poderosamente. El 16 de enero de 1934 ingresó en él, dejando atrás las previsiones eventuales de un futuro espléndido, y las posibilidades que le ofrecía cotidianamente el bienestar de su hogar paterno. Su ilusión por entregarse a Dios a través de una vida penitente y contemplativa era más fuerte que todo. «La verdadera felicidad se encuentra en Dios y solamente en Dios». No contaba con la presencia repentina de la diabetes, temible entonces por sus funestas consecuencias, que le obligó a abandonar la Trapa en tres ocasiones. Comprendió el sentido purificador del dolor: «Cuando me veo otra vez en el mundo, enfermo, separado del monasterio, y en la situación en que me encuentro… veo que me era necesario, que la lección que estoy aprendiendo es muy útil, pues mi corazón está muy apegado a las criaturas, y Dios quiere que lo desate para entregárselo a Él solo». Su experiencia personal le permitía alumbrar la vida de otras personas y conducirlas a Dios. A su tía María, duquesa de Maqueda, le aconsejaba en 1935: «Déjate hacer; sufre, pero sufre amándole, amándole mucho a través de la oscuridad, a pesar de la tempestad que parece el Señor te ha puesto, a pesar de no verle, ama el madero desnudo de la cruz […]. Llora, llora todo lo que puedas y sufre, pero a los pies de la cruz, y sufre amando a Dios ¡qué felicidad!… Cómo te quiere Dios, ya lo verás algún día muy cercano».

Su rica vida interior le había permitido conocer la estrecha simbiosis espiritual que existe entre el dolor y el gozo, experiencia que halla quien busca a Dios con purísimo corazón: «Muchas veces he pensado que el mayor consuelo es no tener ninguno; lo he pensado y lo he experimentado […]. Alguna vez he sentido en mi corazón pequeños latidos de amor a Dios… Ansias de Él y desprecio del mundo y de mí mismo. Alguna vez he sentido el consuelo enorme e inmenso de verme solo y abandonado en los brazos de Dios. Soledad con Dios. Nadie que no lo haya experimentado, lo puede saber, y yo no lo sé explicar. Pero solo sé decir que es un consuelo que solo se experimenta en el sufrir…, y en el sufrir solo… y con Dios, está la verdadera alegría». Sus sentimientos recuerdan a las vivencias místicas de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús: «Es un nada desear más que sufrir. Es un ansia muy grande de vivir y morir ignorado de los hombres y del mundo entero… Es un deseo grande de todo lo que es voluntad de Dios… Es no querer nada fuera de Él… Es querer y no querer. No sé, no me sé explicar… solo Dios me entiende…». En este camino de perfección iba dejando atrás lastres que en otro tiempo le habían pesado: «Todo va cambiando en mi alma. Lo que antes me hacía sufrir…, ahora me es indiferente; en cambio, voy encontrando los repliegues en mi corazón que estaban escondidos, y que ahora salen a la luz […]. Lo que antes me humillaba, ahora casi me causa risa. Ya no me importa mi situación de Oblato […]. Veo que el último lugar es el mejor de todos; me alegro de no ser nada ni nadie, estoy encantado con mi enfermedad que me da motivos para padecer físicamente y moralmente...». El eje de su vida era Cristo: «Mi centro es Jesús, es su cruz». La conciencia de su indignidad le hacía decir: «He sido un gran pecador… Perdóname, Señor, lo que digo... Yo, Señor, nada quiero, nada me importa… solo Tú… No me hagas caso, Señor… soy un niño caprichoso. Pero Tú tienes la culpa, mi Dios…¡si no me quisieras tanto!».

Resistiéndose a abandonar su vida religiosa, regresó al monasterio una cuarta vez. Tomó la decisión, aún cuando para una situación como la suya, con una naturaleza débil que tenía que luchar contra la enfermedad, era realmente penosa y suponía un acto heroico. «Si lo que deseas es… mis sufrimientos, tómalos todos, Señor». Ofreció a Dios en holocausto su personal calvario, dejando brotar el potente caudal de su amor. De él quedan magistrales trazos en sus escritos, prolongación post mortem de su fecunda actividad apostólica. En ellos se detecta la finura y profundidad de esta alma delicada. «Solamente en el silencio se puede vivir, pero no en el silencio de palabras y de obras..., no; es otra cosa muy difícil de explicar... Es el silencio del que quiere mucho, mucho, y no sabe qué decir, ni qué pensar, ni qué desear, ni qué hacer... Solo Dios allá adentro, muy calladito, esperando, esperando, no sé..., es muy bueno el Señor». Era un esteta que soñó volcar en la pintura la belleza del amor divino que selló su espíritu. Murió a consecuencia de un coma diabético el 26 de abril de 1938. Tenía 27 años. Sus restos yacen en el cementerio del monasterio. El 19 de agosto de 1989 Juan Pablo II, en la Jornada mundial de la juventud, lo propuso como modelo para los jóvenes. El 27 de septiembre de 1992 lo beatificó. Y Benedicto XVI lo canonizó el 11 de octubre de 2009.

(27 de abril de 2014) © Innovative Media Inc.

otros santos 27 de abril:

- Beato Jaime de Bitetto

sábado, 26 de abril de 2014

26 de abril: San Isidoro de Sevilla

Obispo y doctor de la Iglesia
(† 636)
Patrono de la informática y de internet

Ningún escritor más admirado, más leído y más plagiado; y, sin embargo, no tuvo un biógrafo. Su vida y su alma hay que adivinarlas a través de sus escritos, con frecuencia impersonales, objetivos, erizados de citas y reminiscencias. Bético, sevillano por su nacimiento, no olvida nunca que por su origen es levantino, que su familia procede de Cartagena, donde habían vivido sus padres hasta que esa región fue ocupada por las tropas de Justiniano. Isidoro registra este hecho como una desgracia nacional. «En España—dice fríamente al recordarle en su Crónica—irrumpe el soldado romano.» En otra parte, después de señalar los esfuerzos de Atanagildo para expulsar a los invasores, añade: «Nosotros seguimos luchando todavía contra ellos. Muchas veces han sufrido la derrota, y ahora los vemos agotados y deshechos.» A través del laconismo seco del analista, se transparenta el patriota lamentando el desmembramiento de su patria y alegrándose al ver próxima la expulsión del dominador bizantino. Es un irredentista que en los desastres de su patria llora también desgracias familiares.

San Isidoro de Sevilla (Icono en pergamino del siglo X)Huyendo del yugo extranjero, llegó a Sevilla su padre Severiano, más orgulloso de conservar su lealtad a los reyes de Toledo que sus posesiones levantinas (552). Aquella casa parecía hundida para siempre, y, sin embargo, es este destierro el que la iba a sacar de la oscuridad. Su madre abraza el catolicismo en las orillas del Betis. «Quiero morir desterrada—decía con frecuencia—, porque el destierro me ha hecho conocer a Dios.» Su hermana Florentina, dócil a la gracia de la vocación, se encierra en un monasterio sevillano. Su hermano mayor, Leandro; empieza a brillar por su virtud y por su saber. También él ha tomado el hábito religioso. Desde su monasterio ilumina a la ciudad con su doctrina, forma una escuela, que había de ser famosa, y, joven aún, es nombrado metropolitano de la Bética. A su lado crece Isidoro, consagrado también a la Iglesia. Como su hermano, será monje, abad, maestro, obispo y metropolitano. Ahora es un joven despierto, infatigable en la lectura y de una memoria prodigiosa. Cuando estalla la última lucha entre el arrianismo y el catolicismo (580-585), Isidoro empieza a distinguirse como defensor de la ortodoxia. Se le amenaza, se le persigue, tal vez su vida está en peligro, y acaso llega a desmayar; pero en este momento su hermano le envía desde el destierro una carta en que le exhorta a mirar con serenidad la muerte.

Terminada la lucha con la muerte del rey perseguidor (586), los dos hermanos vuelven a su diócesis y a su escuela. Isidoro es ahora el abad y el maestro. Dispone y ordena, enseña y lee; lee metódicamente, infatigablemente. Busca libros por todas partes, libros clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y filosóficos. Un libro nuevo era para él una gracia de Dios y la mayor de las venturas. Hablando de los de San Gregorio Magno, dice con pena: «Mejor suerte que yo tendrá aquel a quien Dios conceda el deleite de saborear todas sus obras.» Así ha logrado formar una librería que difícilmente hallará otra semejante en toda la Edad Media. Allí ha puesto su orgullo, su cariño, su cuidado más exquisito. En la puerta hay unos versos que nos invitan a entrar: «Muchas cosas sagradas hay aquí; muchas cosas mundanales; si te gustan los versos, tienes también donde escoger. Verás prados llenos de espinas y abundancia de flores; si las espinas te asustan, toma las rosas.» Las espinas eran, sin duda, los libros de la antigüedad. Isidoro los leía con avidez, pero necesitaba dar una explicación a los espíritus algo asustadizos. Entremos, pues... Todo está en orden; orden de disposición y orden de preferencia. En los muros se leen epigramas que aluden a los libros guardados en los estantes cercanos; y a veces, sobre los epigramas vense pinturas de eximios escritores. El primer estante está reservado para la Sagrada Escritura, «los venerandos volúmenes de las dos Leyes»; están la Vulgata, la recensión del obispo Peregrino, los originales hebraicos y las traducciones griegas. Viene después Orígenes, «el doctor verísimo», el primer dios de aquel templo. «Ninguna blasfemia, nos dice, tocó jamás mis sentidos, y eso que mis libros son tantos como los soldados de una legión.» Vienen después Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, «el hombre cuya sola presencia basta». Este que nos mira serio encima de un estante es Juan Crisóstomo. Nos lo dice él mismo, y añade: «Yo ordené las costumbres, dije la recompensa de la virtud, y a los pecadores les enseñé a llorar sus delitos.» Cipriano, «el maestro que los vence a todos por la caridad», mora cerca de los poetas. Prudencio, «el de la dulce boca», es el primero de todos. No faltan tampoco los historiadores, como Eusebio y Orosio, ni los juristas, como Gayo y Paulo; y «allí estás también tú, ¡oh Gregorio!, por quien los romanos ya no tienen nada que envidiar a Hipona; y tú, ¡oh vate Leandro!, que no eres inferior a los antiguos doctores».

Estos son los dioses mayores de aquel templo. Fuera de ellos, hay otros muchos que no tienen el honor de una pintura ni un verso. A lo más, el nombre escueto: León, Apringio, Martín... Aparte hay una serie de estantes, donde están las espinas, es decir, los libros clásicos. Ningún rótulo los delata; pero el dueño los conoce muy bien. Allí tiene algunos buenos amigos, como Horacio, Perseo, Cicerón, Marcial, Juvenal, y, sobre todo, Varrón, Servio, el comentarista de Virgilio, y Suetonio, no el historiador, sino el sabio, el naturalista. También aquí tenemos libre acceso; pero es preciso llegar con cuidado, con prudencia, para no punzarnos. El sacerdote de este santuario es magnánimo y liberal. No quiere mariposeos, ni espíritus ratoniles; quiere hombres ávidos, codiciosos, insaciables, como él. «Como veis—nos dice sonriente—, son muchos los libros que hay en nuestros anaqueles. Lee; en cualquier materia tienes donde escoger. Sacude la modorra de tu mente, no seas perezoso; esta es, hermano, la única manera de salir más docto de aquí. Tal vez me digas: ¿Para qué tanto? He recorrido las historias, he estudiado la ley, y esto me basta. Si así piensas, ya no sabes nada.»

Pero he aquí una puerta, disimulada detrás de un tapiz. Del interior sale un tufillo acre y no ingrato. Veamos: estantes, cajas, almireces y retortas. Todo es orden en el pequeño cubículo. Sobre la pared, cuatro figuras pintadas; dos, con nimbo alrededor de la cabeza y palmas en las manos; otras dos, con barbas y, en las manos, sendos libros. Un dístico nos da la clave para identificarlas: «Aquellos a quienes el mundo celebra como los maestros esclarecidos de la medicina, aparecen representados en estas pinturas.» Los del nimbo son San Cosme y San Damián; los de la barba, Hipócrates y Galeno. Estamos en la oficina del médico, y a la vez en la apoteca, la botica. Nuestro guía, este abad joven y pálido, ama la medicina más acaso que la jurisprudencia, que la historia, que la dialéctica o la minerología; la ama tanto como a la teología, porque si ésta sirve para alimentar a las almas, aquélla sana y robustece los cuerpos; son dos instrumentos de la caridad, que quiere abarcarlo todo y a todos aprovechar. Tanto como el olorcillo confuso de la menta, el anís, el saúco, la artemisa y la genciana, lo que aquí se respira es el hálito de la caridad. Es la caridad la que da al médico esta bella advertencia:

«Atiende solícito lo mismo al pobre que al poderoso. Justo es que el rico te pague tus cuidados, pero no seas exigente con el que no tiene que comer.» Pero al lado se lee una amarga advertencia acerca del egoísmo humano: «Mientras te dura la enfermedad, no le faltan al médico regalos; mas apenas te levantas del lecho, ya no vuelves a acordarte de él.»

De la biblioteca y la farmacia pasamos al escritorio, una habitación luminosa y sonriente. Todo es actividad y silencio. Sólo se oye el rasguear de los cálamos, el gemir del pergamino, roto por las tijeras, y, a intervalos, pausada y clara, la voz del dictante. En los muros hay severas amonestaciones para los escribas: «El que estuviese aquí media hora ocioso, sea suspendido y reciba dos azotes. Amigo, si sabes copiar y pintar dos, tres y cuatro veces mejor, tu obligación es hacerlo. Si eres capaz de comprender dónde estás, calla; ese es mi precepto. El copista no sufre a su lado un hablador.» Así debe ser el escritorio de donde va a salir la renovación científica de España: lugar del trabajo inteligente y asiduo, mansión del silencio y la quietud, refugio del arte y de la ciencia. Todos deben aspirar a la perfección; el que prepara la vitela, el que combina las tintas, el que adorna las iniciales, el que ilumina los folios con figuras de un delicioso sabor oriental, y, sobre todo, el que tiene la misión de trasladar a las futuras generaciones las obras maestras de los antiguos en esbeltas y angulosas capitales, en cursivas rápidas y enrevesadas o en los rasgos suaves y redondos de la minúscula. Nada les falta para cumplir dignamente con su noble oficio: ni el oro, ni el lapislázuli, ni el cinabrio, ni las finas canas cortadas a la orilla del Betis, ni las plumas de ganso, ni las pieles más finas de ternerillo de cuatro meses. Mirad todos esos frascos que llenan las alacenas. «No brindamos licores —nos dicen ellos—; nosotros guardamos los polvos finos de las materias colorantes.» Y el maestro completa: «Aquí tengo toda clase de perfumes: esencias de rosa y violeta, aromas de incienso y almíbar, elixires de nardo y de estacte, ungüentos de nuestra tierra española, juntamente con otros traídos de Grecia; mirra, casia, cinamomo, croco de Cilicia... En fin, todo lo que el árabe quema en sus aras, cuanto produce la India en materias de pigmentos, cuanto se encuentra entre las aguas del mar de Jonia, puede admirarse aquí. Para transmitir lo bello del pasado a los venideros, no bastan las hierbas humildes, que nacen en cualquier prado; debemos disputar sus riquezas a los palacios de los reyes.»

—Maestro—observamos nosotros—, por lo visto, al organizar todos esos elementos de trabajo, vuestro pensamiento está fijo en los tesoros de la cultura antigua.

—En la cultura de los hombres que nos han precedido y en la de los hombres que vendrán después de nosotros. Desgraciadamente, hoy ya no sabemos tanto como en tiempo de Suetonio y de Agustín. No en vano han pasado dos siglos de invasiones y saqueos. Ahora los germanos empiezan a civilizarse, a envidiarnos nuestra lengua y nuestra erudición latina. Nuestra obligación es saciar esa sed santa y noble, recogiendo cuanto se ha salvado de la guerra y del incendio, ordenando los fragmentos dispersos, armonizándolo todo y ofreciéndoselo a los siglos futuros para que no vuelvan a la barbarie.

Así debía de hablar Isidoro a Braulio de Zaragoza cuando le enseñaba las salas donde había instalado su librería, su farmacia, su escritorio y su pigmentario. Recoger, ordenar, unificar, transmitir: he aquí resumido en cuatro palabras el ideal de toda existencia. La tarea ha empezado ya. Volvamos al escritorio. Un monje dicta; una docena de monjes copia. ¿Qué copian? Una nueva edición, una recensión nueva de la Biblia. El texto de la Vulgata jeroni-miana se iba adulterando de tal modo, que las Iglesias no podían ponerse de acuerdo. Era un caos, donde Isidoro acababa de infundir la luz. Ha recogido los antiguos manuscritos, ha estudiado, ha comparado, ha eliminado, y así ha logrado un texto bíblico casi perfecto, que se extenderá por toda España y correrá luego por toda la cristiandad. Ya tiene discípulos que le ayudan, que son buenos políglotas y buenos escrituristas; y uno de ellos es Floro, «el que con manos estudiosas, no sin gran trabajo y a petición del maestro amado, corrige el Salterio de David, restituyendo la versión latina de .acuerdo con las fuentes griegas y hebraicas». Así dice la dedicatoria dirigida al abad Isidoro, y termina: «Ahora, ¡oh padre!, recibe con benévolo corazón el volumen corregido, y revísalo tú para que sea una obra definitiva.»

Evidentemente, nos hallamos ante un hombre de espíritu claro y voluntad enérgica. Es un sabio, pero también un organizador. Tiene el genio del orden que hizo de Suger un hombre de Estado. Hubiera podido gobernar el mundo, diríamos de él sin temor de exagerar. Ya en su abadía se revela un hombre de gobierno. Desde el primer momento se ha dado cuenta de que la legislación monástica que regula la vida de los monjes visigodos es oscura, enrevesada y, a veces, contradictoria: la misma confusión que en el campo de las Sagradas Escrituras. Para remediarla, escribe su Regla de los monjes, donde todo es claridad, método, sencillez y comprensión. Todos los elementos antiguos han sido admirablemente fusionados, sistematizados y dispuestos de una manera orgánica. Es una construcción, que preludia las Etimologías.

La pasión del orden será también el resorte de su vida episcopal. En el año 600 sucede a su hermano en la sede episcopal de Sevilla. Predica al pueblo, gobierna la diócesis, vela sobre toda la Bética, reúne concilios, uno en 619; otro en 625; promulga sabios decretos para promover la cultura y mejorar las costumbres, defiende la ortodoxia, convierte a un obispo oriental que propagaba en el sur de España el eutiquianismo, y confunde a un prelado godo que se había levantado al frente de una reacción arriana. Su acción llega hasta Toledo, y desde allí a todas las provincias de España. Es el consejero de los reyes, su servidor, el más fiel de los vasallos. Admira al pueblo guerrero, que ha sabido crear un imperio en su tierra, y se esfuerza para suavizar sus costumbres y hacerle comprender toda la belleza de las viejas tradiciones hispanorromanas. Amigo del «cristianísimo rey Sisebuto, su hijo y señor», le alienta en su programa de gobierno, le anima en sus trabajos literarios, y «conociendo su ingenio, su facundia y su amor a las letras», le dedica el libro De la naturaleza de las cosas. Esta política se inspira en el más puro y ardiente patriotismo. Se siente orgulloso de ser español, de vivir en la era de los reyes de Toledo, de pertenecer a la Iglesia de los grandes concilios toledanos. Su Crónica de los reyes godos, vándalos y suevos empieza con un canto a España lleno de emoción y lirismo. «De todas las tierras que hay desde el océano a la India, tú eres la más hermosa, ¡oh Hispania sagrada!, madre, siempre feliz, de príncipes y de pueblos. Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la reina de las provincias, la parte más ilustre de la tierra, la que fue amada por el poderío de la gente goda, que alzó en ella un imperio glorioso por la majestad real y el brillo de las riquezas.»

Aquel hombre, enamorado de la unidad, se sentía nacionalista al ver a su patria gozosa de su unidad política y religiosa. Él también trabaja por la centralización de los poderes civiles y religiosos, asqueado, sin duda, de la anarquía en que se había vivido durante dos siglos. Favorece el acrecentamiento de las atribuciones de los metropolitanos de Toledo, y trabaja en acentuar la tendencia a la formación de una Iglesia nacional, iniciada ya en el tercer concilio toledano. Su ideal empieza a realizarse en el cuarto concilio de Toledo, que, inspirado y presidido por él, nos refleja, al mismo tiempo que sus ideas teológicas, sus planes bien definidos de reforma religiosa. Es en diciembre del año 633. Isidoro, casi octogenario, ha llegado a la cumbre de su fama de ciencia y santidad. Los setenta obispos reunidos en torno suyo se inclinan delante de su figura venerable y su saber prodigioso. Casi no hay discusión en la asamblea: él propone los decretos, sus colegas asienten. Todos llevan el sello de su talento preciso, claro, pragmatista y organizador. La disposición de las materias es también de una lógica irreprochable. Ante todo, el símbolo de la fe que ha de ser como la columna de luz del catolicismo español; después, la organización general de la Iglesia, y como consecuencia natural, la ordenación de la oración pública y los oficios divinos; siguen las disposiciones acerca de la parte material de las basílicas y los estatutos que han de regular la vida de los clérigos. Hay una veintena de cánones para fijar la situación de los siervos y los judíos, y viene, finalmente, la reglamentación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Una idea común inspira toda esta legislación: es la idea de unidad. Todas las ciudades episcopales deben tener una universidad, un seminario semejante al de Sevilla; todos los clérigos deben usar la misma tonsura, todos los templos deben tener los mismos rezos y la misma manera de administrar los sacramentos; todas las iglesias deben someterse a la misma ley; toda la nación debe regirse por la misma colección canónica: la Hispana, que Isidoro acaba de redactar y promulgar; todos los obispos deben acatar la autoridad del Concilio nacional. Unidad de gobierno, unidad de disciplina y unidad de liturgia, «porque sería un absurdo—dice Isidoro—que tuviésemos costumbres distintas los que profesamos una misma fe y formamos parte de un mismo imperio». Hay una excepción, sin embargo, a este principio general. Isidoro se resigna a ella, aunque no sin vacilaciones. Vive en un ambiente nacionalista, y lo favorece con toda su alma. El nacionalismo trae la persecución de los judíos, y en esto Isidoro ya no está con sus contemporáneos, ni siquiera con su amigo el rey Sisebuto, que había querido convertirlos a la fuerza. En su Historia, Isidoro condena su conducta. «Tuvo celo—dice—, pero no según la prudencia.» En el Concilio cuarto de Toledo, delante de la corte y del episcopado, se atrevió a oponerse a la corriente antisemita, contentándose con dificultar la influencia perniciosa de los judíos. «Se les ha de atraer—dice—; pero no con la espada, sino con el raciocinio»; y poniendo en práctica este principio, publica sus dos libros Contra los judíos, que, en el optimismo de su caridad, había creído más eficaces que las torturas de Sisebuto.

El sabio, entre tanto, no había olvidado sus planes de su escuela. Leía, escribía y enseñaba con el ardor de sus años juveniles. Su ciencia y su elocuencia reúnen en torno suyo lo más granado de la juventud estudiosa de toda España. Todo en él cautivaba y deleitaba: su virtud, su bondad, su lenguaje y su saber. Ildefonso de Toledo, el más famoso de sus discípulos, hace de él este elogio: «Era un hombre extraordinario, tanto por su belleza varonil como por su inteligencia; su manera de hablar tenía tal gracia, tal facilidad y un hechizo tan profundo, que causaba estupefacción a cuantos le escuchaban, y aunque repitiese las mismas cosas, nunca nos cansábamos de oírle.» Además de fácil, su palabra era densa, y siempre en armonía con la condición de los oyentes. «Tenía una abundancia admirable de expresión—dice otro contemporáneo, Braulio de Zaragoza—; este hombre, dotado de una elocuencia maravillosa, sabía amoldarse al alcance de todos, de los sabios lo mismo que de los ignorantes.» Su enseñanza era una entrega de sí mismo; en su voz, lo mismo que en su pluma, sólo hay un anhelo: ser útil a los demás, haciendo fructificar aquel germen de sabiduría que providencialmente había arraigado en el fondo de su ser. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y al mismo tiempo, limpia de orgullo, completamente impersonal. Todos sus libros se los arranca la necesidad de sus discípulos o la exigencia de sus contemporáneos. Comenta rápidamente casi todos los libros de la Biblia, en beneficio del pueblo cristiano; publica su obra Los oficios eclesiásticos, para poner en manos del clérigo un manual litúrgico indispensable; escribe los tres libros de las Sentencias, que pueden considerarse como la primera Summa teológica, para que sirviese de libro de texto a los estudiantes de teología en las escuelas episcopales; redacta su obra De la diferencia de la propiedad de las palabras, como complemento al estudio de la gramática y la retórica; y sus obras históricas La Crónica, La Historia de los reyes de España y El libro de los varones eclesiásticos, no tienen otro objeto que satisfacer la sed de conocimientos que él había despertado entre sus compatriotas. Las mismas ciencias naturales; el estudio del mundo físico, debían formar una parte no despreciable del ciclo de estudios que regía en su Universidad sevillana, «pues no es una cosa supersticiosa—nos dice él mismo—el conocer el curso de los astros, los movimientos de las olas, la naturaleza del rayo y del trueno, las causas de las tempestades, de los terremotos, de la lluvia y la nieve, de las nubes y del arco iris». De todas estas cuestiones trata en dos libros sugestivos, el De la naturaleza de las cosas y el Orden de las criaturas.

Esta producción, extensa y variada, culmina en la obra gigantesca de las Etimologías, cristalización genial de los conocimientos que Isidoro había atesorado en su memoria y almacenado en sus ficheros, fruto de una inmensa lectura, de una larga paciencia y de un método escrupuloso. Todo el saber antiguo debía estar allí condensado, sistematizado, ordenado. Hablando de San Isidoro, esta palabra nos persigue siempre. En primer lugar, las artes liberales; después, la medicina y las leyes de los tiempos, con un breve resumen de historia universal; a continuación, la noticia de las cosas sagradas, de las religiones y de las sectas; y tras esto, la exposición de toda suerte de conocimientos profanos: lingüística y etnología, sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y cosmología; lengua, razas, ejércitos, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios; campos, caminos, jardines, construcciones, vestidos, costumbres, instrumentos de la paz y de la guerra y utensilios de toda clase. Era una verdadera enciclopedia, cuyo elemento original estaba en la concepción y en el espíritu amplio con que Isidoro supo amalgamar la ciencia pagana con la tradición científica de los Santos Padres. Para él, todos aquellos conocimientos debían tener valor de edificación, todos podían ser una ayuda para bien vivir, con tal que se hiciese de ellos mejor uso que los paganos.

San Isidoro (Bartolomé Esteban Murillo, 1655, Catedral, Sevilla - España)Tal fue la impresión que hizo en toda España el plan grandioso de esta obra, que los intelectuales se apresuraron a arrancársela de las manos al autor. Ya en 620, el rey Sisebuto logró que Isidoro le enviase una copia de lo que hasta entonces llevaba compuesto. Hízose con todo sigilo, pues el autor no se decidía nunca a dar por terminada su obra. Durante siete años, Braulio de Zaragoza le exige con insistencia inoportuna el envío de un ejemplar, y al fin, en 631, agotada la paciencia, le escribe una carta llena de amistosos reproches: «En adelante—le dice—, mis ruegos se convertirán en injurias, mis palabras en gritos, y no te dejaré en paz hasta que abras la mano y des a la familia de Dios ese pan de vida que ella exige de ti.» Isidoro cede, y entrega los borrones a su amigo, encargándole de dar la última mano. Era el año 632.

En medio de sus abrumadoras tareas de metropolitano y de maestro, de escritor y de obispo, de consejero de reyes y director de concilios, de organizador del reino y de la Iglesia, Isidoro parecía sentir constantemente la nostalgia del retiro monacal: «¡Ay, pobre de mí—exclama en el tercer libro de las Sentencias—, pues me veo atado por muchos lazos que me es imposible romper! Si continúo al frente del gobierno eclesiástico, el recuerdo de mis pecados me aterra, y si me retiro de los negocios mundanos, tiemblo más todavía, pensando en el crimen del que abandona la grey de Cristo.» Estas palabras parecen el eco de una vida espiritual intensa; y, efectivamente, aquel erudito sin igual, aquel gran gobernante, era también un místico, y como un místico se nos revela en el libro de los Sinónimos, efusión inflamada del corazón llagado por las tristezas de la vida, diálogo emocionante entre el alma, que, oprimida por el dolor, llega a desear la muerte, y la razón, que la consuela con la esperanza del perdón, la profunda belleza de la virtud, los encantos de la bondad divina y las alegrías inefables de los caminos de la perfección. Alternativamente oímos el lenguaje de la humildad más profunda y del amor más puro.

La humildad y el amor fueron también los dulces compañeros en su última hora. Viendo que se acercaba, dejó su celda para orar, una vez más, en la basílica de San Vicente; así nos lo dice uno de sus discípulos, que estuvo presente a su muerte. Durante los seis últimos meses, los pobres habían pasado delante de él en una procesión continua; ahora les distribuyó cuanto le quedaba. Colocado delante del altar, rezó en alta voz delante de la multitud; después, dirigiéndose a los fieles, les dijo estas palabras:

«Perdonadme todas las faltas que he cometido contra vosotros; si he mirado con odio a alguno; si, irritado, molesté a alguien con mis palabras, humildemente le ruego que me perdone.» A estas súplicas, el pueblo respondía con sollozos. Dos obispos vistieron el cilicio al moribundo y lo rociaron de ceniza. «Indulgencia», gemía Isidoro, y sus manos se dirigían al Cielo empujadas por su anhelo heroico de descanso y de luz. Era el año 636.

Así murió aquel gran bienhechor de la Humanidad, trabajador infatigable y sabio universal, a quien llamará, algo más tarde, un concilio toledano, «doctor insigne de nuestro siglo novísimo ornamento de la Iglesia católica, el último en el orden de los tiempos, pero no en la doctrina; el hombre más docto en estos críticos momentos de fin de las edades». Preocupóse más de conocer que de profundizar, pero acaso era esto lo que entonces más convenía. En muchos siglos no se levantó un hombre de erudición tan vasta: comentó la Escritura, escribió versos, reorganizó la legislación civil y canónica, dejó una tradición escolar, trató en sus obras todas las ramas del saber, e influyó profundamente en toda la vida social y religiosa. Fue el mayor pedagogo de la Edad Media. Durante muchos siglos, la cristiandad vivirá de su hálito ardiente, como dirá Dante. Todavía no ha muerto, cuando sus obras recorren triunfantes todos los pueblos del Occidente de Europa. Italianos, franceses, sajones, germanos y celtas le estudian, le imitan, le copian, le plagian incansablemente. Después de los libros santos, no hay libros más leídos que los suyos. Se encuentran en todas las bibliotecas, se enseñan en todas las escuelas, se transcriben en todos los escritorios. Muchas generaciones podrán repetir con verdad las palabras de San Braulio:

«Tus libros nos llevan hacia la casa paterna cuando andamos errantes y extraviados por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen quiénes somos, de dónde venimos, y dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de las grandezas de la patria y nos dan la descripción de los tiempos. Nos enseñan el derecho de los sacerdotes y las cosas santas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, las relaciones y los géneros de las cosas, los nombres de los pueblos y la esencia de cuanto existe en el Cielo y en la tierra.»

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 26 de abril:

- Santa Franca de Piacenza
- Beato Estanislao Kubista

viernes, 25 de abril de 2014

25 de abril: Beato José Trinidad Rangel

Nació en el rancho "El Durazno", de la ciudad de Dolores Hidalgo, Guanajuato, el sábado 4 de junio de 1887, en el seno de una familia cristiana humilde.

Siendo muy joven sintió la vocación al sacerdocio, pero debido a la escasez de recursos económicos de sus padres tuvo que posponer su entrada en el seminario hasta los veinte años. Ingresó en el seminario como alumno gratuito y externo en 1909, concediéndole una beca por su aplicación al estudio, que le permitió vivir como seminarista interno. El 13 de abril de 1919 recibió la ordenación sacerdotal.

El primer destino como sacerdote fue el de adscrito a la parroquia del Sagrario de León en calidad de miembro del Centro Catequístico de la Salle. Se refugió en la ciudad de León, Guanajuato, por no cumplir con la ley civil de inscribirse como sacerdote en el registro del Gobierno.

En León, viviendo como refugiado en casa de las hermanas Alba, entabló amistad con el p. Andrés Solá, refugiado como él, con el que compartía sus temores y dificultades, y en quien encontró una ayuda en su vivencia sacerdotal. Sabedor de su vocación y opción, rechazó el ofrecimiento de su hermano Agustín a dejar el país y refugiarse en Estados Unidos, prefiriendo aceptar el ofrecimiento de su superior eclesiástico de ir a celebrar clandestinamente los oficios de la Semana santa a las hermanas Mínimas de San Francisco del Rincón, donde fue detenido y trasladado a la comandancia antes de sufrir el martirio.

Como sacerdote destacó por su modestia, humildad, sencillez y celo por la salvación de las almas. Con intrepidez evangélica, desempeñó su ministerio, sin negar en ningún momento su condición sacerdotal aunque eso significara el encarcelamiento y la muerte.

(fuente: www.vatican.va)

otros santos 25 de abril:

- San Marcos 
- San Pedro José de Betancur

jueves, 24 de abril de 2014

24 de abril: San Antimo y compañeros mártires

Obispo de Nicomedia, mártires
(† 303)

Empieza con ellos la última persecución; ellos abren la marcha de un cortejo glorioso. Diocleciano gobierna el Imperio desde sus palacios de Nicomedia, en las riberas asiáticas del mar de Mármara. Su genio ha logrado imprimir un nuevo carácter al mundo romano: el Imperio se orientaliza; el imperator se convierte en un sultán. Representante de la religión tradicional, Diocleciano mira con simpatía el cristianismo: su mujer, Prisca, es cristiana; Valeria, su hija, adora también a Cristo; el palacio está lleno de oficiales, de esclavos, de eunucos y de cubicularios que profesan públicamente la nueva religión. Algunos de ellos son íntimos del emperador, los únicos que, en una corte organizada ya según la etiqueta del Oriente, pueden acercarse a la «persona divina» del señor.

Nada hacía sospechar que se acercaba la promulgación de un decreto persecutorio. Pero junto al augusto está el cesar Galerio, un antiguo boyero de Dacia, que por sus hazañas bélicas ha llegado a la púrpura. Es un gigante de rústico aspecto, de instintos crueles, de gustos groseros, de ruda ignorancia y de fiero fanatismo. Vencedor de los persas, ahora sólo le inquieta un pensamiento: aniquilar a los cristianos. Muchos días ha luchado en el palacio de Nicomedia con el viejo para decidirle a la lucha religiosa, y al fin ha conseguido el decreto: prohibición de asambleas cristianas, destrucción de iglesias, entrega de los libros sagrados e inhabilitación infamante de todos los secuaces de la religión de Cristo. No es todo lo que necesita el odio del césar; pero él se encarga de todo lo demás.

El edicto apareció una mañana de invierno a las puertas de la ciudad. Hubo sorpresa, alegría, consternación y cólera. Mientras la multitud leía aquellas fórmulas hipócritas, un cristiano de alto nacimiento se adelantó indignado, arrancó el papel y le hizo trizas, diciendo irónicamente: «¡Estas son, oh emperadores, vuestras victorias sobre los godos y los sármatas! » Unas horas después pagaba su atrevimiento subiendo a la hoguera. Al día siguiente, el fuego estalló súbitamente en el palacio imperial. Nadie supo de dónde había venido la primera chispa; pero el pérfido césar supo aprovechar el suceso para excitar el ánimo de Diocleciano: «El palacio está lleno de eunucos cristianos—decía delante de las llamas—. Tal es el pago que dan esas gentes a los que les tratan con amor.» A pesar de su agudeza política, el viejo emperador cayó en el lazo. La cólera ensombrecía su penetración habitual. Dio orden de que todos sus servidores pasasen por el tormento; él mismo presidía la operación, mirando sin inmutarse los miembros que se retorcían bajo la acción de las llamas. A su lado, Galerio alentaba a los verdugos y excitaba la desconfianza de su colega. Pero había tenido buen cuidado de sustraer sus servidores al suplicio, y a causa de esto, añade maliciosamente Lactancio, nada se pudo descubrir.

Y así estaban las cosas cuando quince días después se declaró un nuevo incendio. El césar se alejó a toda plisa de la ciudad, diciendo que no quería ser quemado vivo. Esta fuga repentina hizo pensar a muchos que el verdadero incendiario era él. Pero Diocleciano estaba ciego: el miedo le aturdía, su imaginación le representaba conjuras, puñales, venenos. Creyóse blanco de un vasto complot dirigido por el clero de la ciudad, con ayuda de su servidumbre cristiana. La misma emperatriz y su hija estaban comprendidas en sus sospechas absurdas. Dejando el procedimiento de las investigaciones, ordenó que todos sus servidores sacrificasen a los dioses del Imperio: ésta le pareció la única manera de conocer a los conspiradores. O sacrificar, o morir: tal fue la alternativa a que se vieron condenados todos los que tenían algún empleo en el palacio, desde el jardinero al oficial de guardia, desde la muchacha que fregaba los pisos hasta la emperatriz.

Los cristianos dieron muestras de un valor heroico. Sólo se sabe de dos apostasías: la de la emperatriz y la de su hija. Los oficiales, los consejeros y los eunucos más poderosos, «aquellos sobre los cuales reposaba el gobierno del palacio y habían sido amados como hijos por el emperador», se dejaron matar antes que hacer traición a su fe. El historiador Eusebio nos ha descrito el suplicio de Pedro, el canciller. Habiendo rehusado sacrificar, levantáronle en el potro y le desgarraron el cuerpo a fuerza de azotes; cuando aparecieron los huesos, le echaron sal y vinagre en las San Antimo y compañeros, mártiresheridas; luego le extendieron sobre unas parrillas, para asar a fuego lento las carnes que le quedaban. Y así murió, «inquebrantable como su nombre». Doroteo, jefe de la secretaría, Gorgonio y otros muchos de entre los cubicularios y los pajes, fueron estrangulados después de largas torturas. El emperador asistía en persona a la ejecución de sus antiguos servidores.

Al mismo tiempo, el terror sacudía a toda la ciudad. Todos los sospechosos eran detenidos y llevados a los templos. Si se negaban a sacrificar, los verdugos se apoderaban de ellos y los llevaban al suplicio. El obispo Antimo, y tras él todos sus sacerdotes y sus clérigos, fueron juzgados sumariamente y ejecutados, unos por la espada y otros por el fuego; mujeres y niños, viejos y jóvenes, sufrieron el martirio con alegría; un santo entusiasmo sostenía a los condenados; unos morían en grupos numerosos sobre la hoguera; otros eran colgados en cruces; otros derramaron su sangre en el anfiteatro. Barcos atestados de cristianos llegaron a alta mar y allí dejaron su carga. No se sabe si este trágico episodio llegó a exterminar la población cristiana en Nicomedia. Tal vez los verdugos se cansaron antes que las víctimas; tal vez algunos pudieron escapar a las pesquisas de la policía. Un hecho es cierto: que la última persecución había empezado en la misma forma que la primera; que, con toda su clemencia, con todas sus buenas intenciones, con todo su genio político, Diocleciano resucitaba los tiempos de Nerón.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 24 de abril:

miércoles, 23 de abril de 2014

23 de abril: Beato Gil de Asís

Discípulo de San Francisco, clérigo de la Primera Orden († 1262). Pío VI aprobó su culto el 4 de julio de 1777.

 Entre los primeros compañeros de San Francisco está el Beato Gil de Asís, el cual respaldó su petición de hacerse Hermano Menor cediendo inmediatamente su propio manto cuando al convento de los hermanos llegó un pobre a pedir alguna cosa.

Sencillo, humilde, iletrado, sabía sin embargo impulsar a todos al amor de Dios y expresar dichos llenos de seráfica doctrina. La mayor parte de su vida se caracterizó por peregrinaciones: a Santiago de Compostela, al Monte Gargano (Santuario de San Miguel Arcángel), a Tierra Santa y más tarde al Africa. Ocupaba el tiempo de permanencia y sus esperas forzosas y se ganaba la caridad de las gentes con sus trabajos manuales. Hacía de todo: cargaba agua, recogía nueces o leña, nunca ocioso, siempre en silencio con Dios, con quien hablaba en la oración y en la contemplación, única fuente de su sabiduría cristiana. Así vino a ser el ejemplar de la vida franciscana primitiva, cuyo claustro es el mundo, su ocupación cualquier trabajo honesto y humilde, y su delicia estar con Dios en las noches silenciosas.

El día de San Jorge, el 23 de abril de 1209, Gil después de escuchar la Misa en Asís, bajó a la Porciúncula con la intención de dirigirse a San Francisco. Lo encontró saliendo de un bosquecillo y se le echó a los pies. «¿Qué quieres?», le preguntó Francisco. «Quiero quedarme contigo», respondió Gil. Y se quedó. Francisco lo declaró de inmediato «caballero de la mesa redonda» y en su compañía partió para la Marca de Ancona. A lo largo del camino fray Gil alababa a Dios y lleno de gratitud se postraba en tierra y besaba la hierba, las flores y las piedras. Cuando san Francisco predicaba él permanecía estático y decía a los demás: «Escúchenlo, porque habla maravillosamente». Fuera del tiempo necesario para la oración y la lectura del breviario, Gil trabajaba continuamente y como pago sólo recibía lo estrictamente necesario para la vida. Son célebres sus dichos llenos de sabiduría religiosa y de espíritu práctico. Una vez amonestó a un predicador parlanchín, gritándole detrás: «Bao, bao, bao, hablo mucho, poco hago». Con frecuencia su sabiduría era bondadosamente irónica, como cuando un hermano dijo que había soñado en el infierno y no había visto allí ningún hermano menor, le respondió: «Seguramente no bajaste hasta el fondo!». Ante uno que hablaba mucho sin pensar, dijo: «Pienso que uno debería tener el cuello largo como la grulla; así la palabra tendría que pasar por muchos nudos antes de subir a la boca!».

Entre 1215 y 1219 estuvo como ermitaño en las afueras de Asís. Entre 1219 y 1220 estuvo como misionero en Túnez, del 23 de junio de 1225 al 31 de enero de 1226, vivió en Rieti, en casa del cardenal Niccoló, deseoso de gozar de sus conversaciones espirituales.

Fray Gil era un contemplativo, un místico, que entraba en éxtasis con sólo oír mencionar el paraíso. San Francisco y San Buenaventura tuvieron para con él una gran admiración. Más tarde, muerto ya San Francisco, su vida transcurrió en los eremitorios de la Umbría, sobre todo en el de Monterípido, donde murió muy anciano el 23 de abril de 1262. Cercano a la muerte, cuando las autoridades de Perusa enviaron gente armada a custodiarlo, les envió recado para asegurarles que nunca las campanas de Perusa resonarían por su canonización ni por milagro alguno suyo. Llamado Beato por la voz del pueblo, la Iglesia le confirmó este título por medio de Pío VI el 4 de julio de 1777.

(fuente: www.franciscanos.net)

otros santos 23 de abril:

- San Adalberto de Praga 
- Beata María Gabriela Sagheddu

martes, 22 de abril de 2014

22 de abril: Beato Francisco de Fabriano

«Primer fundador de bibliotecas de la orden franciscana. Impulsor de la creación de un convento, bienhechor de los menesterosos. Sentía especial devoción por la Pasión de Cristo que le afligía profundamente arrancando sus lágrimas»

 Madrid, 22 de abril de 2014 (Zenit.org) Nació en Fabriano, Ancona, Italia, en febrero de 1251. Era hijo de Compagno Venimbeni, médico, y de Margarita di Federico. Ésta debió haber prometido mediante voto que si tenía un hijo acudiría a Asís en peregrinación. Y cuando éste tuvo edad de viajar lo llevó consigo. En este recorrido sucedió un hecho significativo para el futuro del pequeño. Tuvieron un encuentro con Angelo Tancredi, uno de los discípulos de san Francisco, quien mirando a los ojos del niño, vaticinó: «Tú serás uno de los nuestros». Fue un hecho que el mismo beato narró en su Cronica Fabrianensis redactada en 1319.

Impresionada Margarita por estas palabras, se ocupó de recordar con frecuencia a su hijo que tendría que consagrarse y vincularse a la Orden franciscana, idea con la que creció. Profesionalmente, el joven Francisco no quiso seguir los pasos de su padre, y en lugar de cursar medicina eligió la carrera de filosofía. Entre todos los pensadores de la época sintió predilección por san Buenaventura al que admiraba. En 1267, a los 16 años, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores. Mientras hacía el noviciado se le concedió acudir a la Porciúncula, donde se hallaba uno de los primeros seguidores de san Francisco: fray León, que vivió hasta 1271. Él, fray Angelo Tancredi y fray Rufino fueron artífices de la Leyenda de los tres compañeros, una de las fuentes capitales para conocer lo que aconteció en torno a la vida del Poverello. Los textos van precedidos de una carta dirigida al ministro general de la Orden, Crescentius de Aesio, fechada en Greccio el 11 de agosto de 1246, que acompaña a las anotaciones tomadas por estos tres discípulos y testigos de los pasos de Francisco. Es decir, que ellos no fueron los autores de la obra, pero dieron las claves para conocer la vida de san Francisco.

Una vez que san Buenaventura redactó la Leyenda mayor, reconocida por el capítulo general de París en 1266 (antes había sido aprobada por el capítulo general celebrado en Pisa en 1263), los restantes relatos quedaron fuera de la circulación. Pero indudablemente conocer de primera mano el devenir del fundador, nada menos que a través de fray León, fascinó al beato de Fabriano. Incluso tuvo la fortuna de haber leído los escritos de este fiel seguidor del Seráfico padre, y así lo consignó en la Cronica. «He aquí que yo, fray Francisco de Fabriano, hermano menor inútil e indigno, hago constar en este escrito que he leído y he visto autentificado con el sello del señor obispo de Asís el documento de indulgencia de la Porciúncula… y esto me lo testimonió fray León, uno de los compañeros de san Francisco, hombre de vida probada, al que conocí el año que vine [al convento] y fray León narró haber escuchado de la labios de san Francisco cómo la obtuvo [la indulgencia] de nuestro señor y papa Honorio III».

En 1268 Fabriano culminaba su noviciado en el convento de porta Cervara, y justo ese año falleció el padre Raniero, que había sido rector de Santa María di Civita y con el que san Francisco se confesó en algunas ocasiones. También a él le vaticinó, pero en este caso lo hizo el mismo Poverello, que un día sería franciscano, como así sucedió. Francisco de Fabriano impulsó la construcción de un nuevo convento en su localidad natal. Al poder adquirir el terreno por una cantidad razonable, juzgó que era un milagro de su fundador que en uno de sus viajes a la localidad había predicho a María, esposa de Alberico, que un día los frailes se establecerían en el lugar. De este convento el beato Francisco fue nombrado superior en 1316, y posteriormente desde 1318 a 1321. En ese periodo, a propósito de la celebración del segundo capítulo provincial, solicitó la generosa ayuda de los ciudadanos para atender a todos los hermanos que participaban en él y que provenían de todas las Marcas, obteniendo su inmediata respuesta. Como buen franciscano no tenía nada propio. El dinero que le legó su padre lo invirtió en construir una valiosa biblioteca en la que custodió importantes manuscritos. De ahí que se le considerase el «primer fundador de bibliotecas» de la Orden franciscana.

De su generosidad sabían bien los menesterosos, a los que ayudaba preparándoles la comida y distribuyéndola en la puerta del convento. Vestía una áspera túnica y se infligía duras mortificaciones, apenas descansaba, y lo poco que dormía lo hacía encima de un duro jergón. Pasaba las horas prácticamente en oración, meditando en los misterios de la Pasión de Cristo, por los que sentía especial devoción y que le arrancaban amargas lágrimas. Una gran parte de su tiempo transcurría en el confesionario y en la predicación, pero también atendía a los enfermos y les ayudaba a prepararse para un bien morir.

Fue particularmente devoto de las almas del purgatorio, por las que oraba y ofrecía sus penitencias. Al respecto se cuenta que, en una ocasión, mientras oficiaba la misa por ellas, como solía hacer con frecuencia, auque la iglesia estaba casi vacía se escucharon muchas voces que alegremente respondían «Amén» a las oraciones de la antigua liturgia de la misa de difuntos; se cree que provenían de ellas. En todo caso, cuando celebraba la misa siempre se podía apreciar el recogimiento y fervor que acompañaba al beato. Llevaba cuarenta y cinco años en la vida religiosa admirablemente sellados por su virtud cuando le fue vaticinado el día de su deceso, que se produjo el 22 de abril de 1322. Pío VI aprobó su culto el 1 de abril de 1775.

(22 de abril de 2014) © Innovative Media Inc.

otros santos 22 de abril:

Santa Oportuna

lunes, 21 de abril de 2014

21 de abril: San Maximiano de Constantinopla

Etimológicamente: Maximiano = Aquel que es el más grande, es de origen latino.

Hoy nos encontramos con este santo que murió el año 434. Lo vemos como un luchador valiente contra Nestorio.

Aunque nació en Roma, se fue a Constantinopla para seguir sus estudios para el sacerdocio. El propio patriarca de la gran ciudad lo ordenó de sacerdote. El nombre del patriarca era Sisinio.

Con el tiempo, a la muerte de Sisinio la sucedió en el cargo Nestorio.

Este señor – sale mucho en el santoral – era un hereje porque su doctrina personal y particular a cerca de la persona de Cristo.

Maximiano le atacaba dura y con argumentos basados en la Biblia y en los concilios ya celebrados anteriormente.

El concilio de Efeso lo condenó. Dos años más tarde – para tranquilidad de los fieles y para su formación cristiana – se proclamaron la total divinidad y la total humanidad de Jesucristo.

Y le tocó el turno de patriarca de Constantinopla a Maximiano. San Celestino, que era el Papa de Roma, se alegró profundamente.

San Cirilo, patriarca de Alejandría atribuyó la restauración de la unidad de la Iglesia a las oraciones y a la actividad de este obispo prudente y santo.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com
(fuente: catholic.net)

otros santos 21 de abril:

domingo, 20 de abril de 2014

20 de abril: San Aniceto

XI Papa y Mártir
(† 166)

A San Aniceto le tenemos devoción muchísimos sacerdotes españoles, todos los que hemos estudiado en el Pontificio Colegio Español de Roma.

Los restos de San Aniceto reposan en un riquísimo sarcófago, que probablemente perteneció al mausoleo de la familia imperial de Septimio Severo y ahora sirve de soporte al altar mayor de la capilla, que fue consagrado el año 1910 por el cardenal Merry del Val.

El Colegio Español ocupa un hermoso palacio renacentista que levantaron los duques de Altemps. Esta familia, de origen alemán, dio a la Historia gobernantes y capitanes y a la Iglesia cardenales y prelados. El fundador de la misma fue un condottiero de las tropas de Carlos V. Un siglo más tarde el duque Juan de Altemps pidió al papa Clemente VIII, con el que estaba emparentado, que le cediese las reliquias de San Aniceto, conservadas en las catacumbas de San Calixto, lo que se llevó a cabo el año 1604, con motivo de haber tomado aquel Pontífice la decisión de trasladar desde los antiguos cementerios suburbanos a iglesias más seguras los cuerpos de los santos que todavía reposaban allí.

El piadoso duque hizo labrar una riquísima capilla, exornándola con mármoles y decorándola con pinturas alusivas al martirio del papa San Aniceto.

A finales del pasado siglo la familia de los Altemps había decaído y su palacio pasó a propiedad de la Santa Sede. Por entonces un sacerdote español, cuyo proceso de beatificación está en marcha, planeaba la fundación en Roma de un colegio donde pudieran hacer su formación eclesiástica en la Ciudad Eterna los clérigos españoles que designasen sus prelados. Este sacerdote, don Manuel Domingo y Sol, pasó no pocas dificultades en su noble empresa. Tras unos años difíciles, en que recorrió con su grupo de colegiales varios edificios romanos, mereció que el mismísimo Papa le prestase su apoyo, y León XIII le cedió en 1894 el Palazzo Altemps.

Y aquí empieza la relación de los sacerdotes españoles con San Aniceto. En el gran fresco que decora la bóveda de la capilla el pintor diseñó la apoteosis del Santo glorioso, que, rodeado de barrocas guirnaldas de ángeles como amorcillos, extiende su capa pontifical mientras sube a lo alto. Yo siempre quise ver en este gesto un símbolo de su protección al colegio. Y también debió verlo y experimentarlo el propio Mosén Sol, quien en circunstancias apuradísimas para la reciente fundación prometió que una lucecita habría de brillar perennemente, noche y día, cabe su sepulcro. En mis tiempos de alumno siempre la vi arder, y alguna vez yo mismo la aticé. Cuando posteriormente he estado en Roma la luz seguía luciendo, aunque ahora fuese una bombillita eléctrica. Y he pensado a veces si todos los papas, aun aquellos que figuran en el martirologio, tendrán la dicha de que ininterrumpidamente brille una lámpara de amor y gratitud bajo su tumba. San Aniceto, patrón del Colegio Español de Roma, sí la tiene.

¿Quién fue San Aniceto?

Pocas noticias nos ha legado la historia de este glorioso Papa. Casi podemos contentarnos con saber que fue el duodécimo sucesor de San Pedro, que gobernó la Iglesia once años, desde 155 a 166, entre San Pío I y San Sotero. Era originario de Emesa, en Siria.

En el siglo II la comunidad cristiana de Roma estaba fuertemente helenizada, su lengua oficial no era el latín, sino el griego. En griego vulgar se celebraba la liturgia, se predicaba, se hacían las inscripciones de los mártires en las catacumbas. Hasta un siglo después la lengua latina no suplantaría a la griega.

Esto explica los nombres griegos de la mayoría de los papas primitivos, nombres, por lo demás, sin ascendencia gentilicia, porque estos papas debían de ser libertos o de familias más bien humildes. Sus nombres revelan cualidades o rasgos, los que les caracterizaron antes de la manumisión: Aniceto, Sotero, Calixto.... el Invencible, el Salvador, el Hermoso... Estos personajes oscuros, pero eficientes, conocían la responsabilidad de su cargo y supieron llevar a buen puerto, entre borrascas y tempestades, la barquilla de la Iglesia. Hasta comienzos del siglo IV todos los papas dieron su vida por la fe. Ascender al pontificado era sentar plaza de candidato al martirio.

En aquel entonces la situación legal del cristianismo seguía siendo enormemente precaria. Aun bajo los auspicios de buenos emperadores, como los Antoninos, que se preocuparon de la felicidad material de sus súbditos, la Iglesia continuó teniendo sus mártires. Bajo el mismo Marco Aurelio (161-180), el emperador filósofo, no hay cambios sensibles. Ni parece verosímil que la apología de San Justino hiciera mella en el alma de este estoico frío y orgulloso, que mas que hallar puntos de contacto entre el cristianismo y su doctrina vio en aquel un rival, sin impresionarle las virtudes de los mártires, cuya paciencia tomó por fanatismo.

A la vez que el Imperio desenvainaba la espada contra la Iglesia, los escritores atacaban con la pluma. Frontón de Cirta, Luciano de Samosata y Celso recurren a las fábulas más absurdas, a la sátira y a la calumnia para combatir al cristianismo.

Y, sin embargo, la resistencia oficial del Imperio romano y la ofensiva de sus letrados no era tan peligrosa para la Iglesia como la lucha interna que tuvo que sostener contra las incipientes herejías, agrupadas bajo el nombre común del gnosticismo. Toda la literatura del siglo II nos da la impresión de que los cristianos viven en una atmósfera de batalla, ya sean apologetas o controversistas.

En efecto, la Iglesia reaccionó vigorosamente. A los escritores paganos no les faltaron objetantes cristianos. San Justino, Atenágoras, Minucio Félix, Taciano, Apolinar y Orígenes trituraron uno a uno los falaces argumentos, deshicieron las calumnias y expusieron toda la belleza de la nueva religión.

Los mismos apologistas fueron buenos controversistas; su caso nos recuerda la actuación de los judíos de Nehemías, que con una mano levantaban el edificio teológico de la fe y con la otra empuñaban la espada de la controversia.

En esta atmósfera cargada se desenvolvía el pontificado de San Aniceto. Contemporáneos suyos, y en Roma, vivieron San Justino y Hegesipo, un judío converso que recorrió el Imperio para comprobar la uniformidad de su fe cristiana frente a las nacientes heterodoxias; a él debemos la anécdota que nos ha transmitido Eusebio sobre la venida de San Policarpo a la Ciudad Eterna.

También vivió en Roma en tales fechas el hereje Marción, un gnóstico peligrosísimo, que, enriquecido con negocios de empresas navieras, hacía grandes estragos entre los fieles por sus espléndidas limosnas y su austero rigorismo. Pero nunca pudo engañar a los auténticos representantes de la jerarquía. Y cuando viene a la capital del Imperio San Policarpo, para tratar con San Aniceto el problema de la fecha de la Pascua, encuentra a Marción casualmente, que con cinismo le pregunta:

—¿Me conocéis?

Y el venerable obispo, sin recato ni miramiento, le contesta:

—Te conozco, primogénito de Satanás.

Trataron ambos ilustres prelados sobre el modo de conciliar las fechas de celebración de la primera festividad cristiana; pero no lograron ponerse de acuerdo. El obispo de Esmirna, con más de ochenta y cinco años, había emprendido el penoso viaje a Roma para conferir con el cabeza de la Iglesia universal. El seguía la tradición legada por San Juan, al que alcanzara a conocer en vida y de quien se proclamara como heredero; y en Roma se seguía la tradición de San Pedro. No se encontró solución al grave asunto, que, en realidad, no sería resuelto hasta el concilio de Nicea.

Pero ambos santos se mantuvieron unidos, y, como señal de la caridad no rota, San Aniceto invitó a San Policarpo a celebrar la eucaristía en presencia de la comunidad romana. Y así se despidieron en paz el uno del otro.

¿Fue realmente mártir San Aniceto? La expresión de que se sirve el Liber Pontificalis resulta insólita. Dice obiit martyr (murió mártir), en vez de martyrio coronatus (coronado con el martirio). La tradición constante de los martirológios habla del martirio y suele señalar como fecha el 17 de abril, y en cuanto al lugar de su enterramiento, si alguno habla del Vaticano, también es fuerte la tradición de haber sido inhumado en el que después se llamaría cementerio de Calixto, panteón normal de los primeros papas. De aquí, como se dijo, pasaron sus reliquias a la capilla del Palazzo Altemps en 1604. Sin embargo, la cabeza había sido entregada el año 1590 para su veneración al arzobispo de Munich, Minucio, quien la colocó en la iglesia de los padres jesuitas de aquella ciudad.

¿Cómo terminar la biografía de este santo Papa? Quizá con las palabras tiernas y devotas que le dedicó el duque Juan de Altemps al recibir en su casa sus preciadas reliquias: "Si la perfecta inteligencia de la Sagrada Escritura, si la inocencia y la santidad de vida, si la gloria del martirio bastan cada una de por sí, como todos lo confiesan, para hacer a un hombre inmortal, ¿qué se deberá pensar del mérito y de la gloria de San Aniceto, en quien todas estas prendas se juntan?".

escrito por Casimiro Sánchez Aliseda 
(fuente: www.mercaba.org)

otros santos: 20 de abril:

"Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios"

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

del Evangelio según San Juan 20,1-9.

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.

REFLEXIÓN

"Una vez se acordó de un sabio teólogo que había ido, cuando él estaba todavía de novicio, a celebrar la Pascua en el convento.

El Sábado Santo por la mañana había subido al púlpito con una pila gruesa de librotes.

Durante dos largas horas, había predicado a los ingenuos monjes, empleando palabras sabias, para explicarles el misterio de la Resurrección.

Hasta entonces los monjes consideraban la resurrección de Cristo como cosa simplísima, naturalísima; jamás se habían preguntado acerca del cómo ni del por qué…

La Resurrección de Cristo les parecía tan simple como la salida diaria del sol y ahora este teólogo erudito con todos sus libracos y toda su ciencia embrollaba todas las cosas…

Cuando se hubieron recogido en las celdas, el viejo Manassé dijo a Manolios:

Que Dios me perdone, hijo, pero este año es la primera vez que no he sentido a Cristo resucitar". (Nikos Kazantzakis)

Para los primeros cristianos decir: "Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos" era algo tan natural como respirar. No necesitaban ni largos sermones ni explicaciones complicadas. Y saludarse con un "Cristo ha resucitado" era tan apropiado como nuestro rutinario "buenos días".

Fue el primer grito de fe, de vida nueva, y victoria definitiva.

La victoria de la Resurrección de Jesús nos concierne también a nosotros. Estamos llamados a compartir y experimentar la Resurrección de Cristo.

Dejemos de "buscar al que vive entre los muertos"; dejemos de resistirnos a salir de nuestras tumbas. La piedra y las piedras de todas las tumbas han sido quitadas y somos invitados a vivir la novedad de la vida nueva, resucitada.

Los cristianos de hoy nos identificamos más con el Viernes Santo.

La Pasión, el sufrimiento, la sangre, la guerra, las víctimas, todos somos víctimas o nos identificamos con las víctimas… La muerte es glorificada y las pantallas se llenan de tragedia. Y las calles se llenan de procesiones de Cristos ensangrentados.

Somos el pueblo del Viernes Santo y de los funerales abarrotados.

¿Y el Día de Pascua? ¿Y el domingo, día pascual? Pascua, el día más joven del año, día de la risa, de la alegría, de la muerte vencida, el día sin mortajas, sin piedras y de puertas abiertas… No sabemos cómo vivirlo.

Tan acostumbrados estamos a la seriedad de los funerales que no sabemos qué hacer con la fuerza nueva; tan acostumbrados estamos a vivir como víctimas que nunca nos sentimos liberados; tan pesadas las lápidas que pensamos que ni Dios las podrá remover.

El día de Pascua es el día de dar la espalda a todos los camposantos del mundo para abrazar gozosamente a los hermanos, la esperanza y la vida.

En este mundo lleno de desgracias, la compasión es un sentimiento estéril y teatral.

Los cristianos, los cristianos de la Pascua, somos convocados a ejercer el ministerio de la esperanza y de la fe de la Pascua.

¡Qué hermoso! Una mujer, María Magdalena, predicó el primer sermón de Pascua de Resurrección.

Se lo predicó a unos hombres que, muertos de miedo, habían echado la piedra al cenáculo.

Menos mal que la escucharon y creyeron y así comenzó a caminar un pueblo nuevo, el pueblo del Día de la Pascua de Resurrección.

"María Magdalena fue corriendo donde estaba Simón Pedro con el discípulo preferido de Jesús y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto" Jn 20,2

¿Ese "no sabemos" se refiere también a nosotros? Son muchas las cosas que no sabemos, que nunca sabremos.

Hoy, Día de Pascua, sí sabemos que Cristo ha resucitado, que Cristo vive, y que todo y todos tendremos un "final feliz".

(fuente: www.parroquiaelpilarsoria.es)

sábado, 19 de abril de 2014

19 de abril: Beato Bernardo el Penitente

Martirologio Romano: En el monasterio de Saint-Bertin, en la región de Thérouanne, en Francia, muerte del beato Bernardo, penitente, que para expiar los pecados de su juventud escogió voluntariamente el destierro, y descalzo, sólo vestido con un hábito pobre y comiendo con parquedad, peregrinó incesantemente visitando santos lugares. († 1182)

También se lo conoce como: Beato Bernardo de Sithiu

La poca información que hemos recibido sobre la vida del Beato Bernardo de Sithiu es la tramsmitida en los escritos de Juan de Sithiu, abad en 1187, una fuente de extraordinario interés y valor para profundizar en el conocimiento del personaje. El Bollandists además mencionó una carta de octubre de 1170 en la que el arzobispo de Narbona condena a Bernardo a la expiación. Allí al mismo tiempo se nos hace conocer sobre el oficio compuesto en su honor; en un inventario realizado en 1465 sus restos son citados como “reliquias de san Bernardo penitente”.

Todos estos documentos y testimonios hacen deducir que Bernardo de Maguellone, raíz de haber cometido a un homicidio, fue condenado a cumplir una romería de expiación. Después de haber andado a lo largo y a lo ancho de Europa por mucho tiempo, eventualmente se estableció cerca de la abadía de Sithiu, donde por cuatro años vivió en la miseria y privaciones, muriendo el 19 de abril de 1182. La fama de santidad que se ganó en vida después de la muerte fue confirmada por muchos milagros verificados en su tumba.

(fuentes: santiebeati.it; catholic.net) 

otros santos 19 de abril:

- Beato Conrado de Ascoli

viernes, 18 de abril de 2014

"Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz"

Viernes Santo de la Pasión del Señor

del Evangelio según San Juan 18, 1-40.19,1-42.

Después de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A quién buscan?".
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos. Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno". Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan".
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me confiaste".
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?".
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año.
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo".
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice, mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy". Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza.
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto.
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho".
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y dijo: "No lo soy".
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?".
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua.
Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?". Ellos respondieron: "Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado".
Pilato les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie".
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir.
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?". Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?".
Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?". Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilato le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo.
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?". Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era un bandido.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús.
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena". Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios". Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía.
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?".
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave".
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César".
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata". Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey". Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que el César".
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo "Gólgota". Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilato redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'. Pilato respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo, se dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa. Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed. Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne. Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos. Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos. En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado. Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.


LECTIO DIVINA

Recojámonos en oración - Statio

Ven, Tú, refrigerio,
delicia y alimento de nuestras almas.
Ven y quita todo lo que es mío,
e infunde en mí sólo lo que es tuyo.
Ven, Tú que eres el alimento de todo casto pensamiento,
círculo de toda clemencia y cúmulo de toda pureza.
Ven y consuma en mí todo lo que es ocasión
de que yo no pueda ser consumada por ti.
Ven, oh Espíritu,
que siempre estás con el Padre y con el Esposo,
y repósate sobre las esposas del Esposo.
(Sta. María Magdalena de Pazzis, O. Carm, en La Probatione ii, 193-194)

Rumiar la Palabra – Meditatio

Clave de lectura:

- Jesús dueño de su suerte

Quisiera proponeros el recogernos con el espíritu de María, bajo la cruz de Jesús. Ella, mujer fuerte que ha penetrado todo el significado de este acontecimiento de la pasión y muerte de Señor, nos ayudará a tener una mirada contemplativa sobre el Crucificado (Jn 19,25-27). Nos encontramos en el capítulo 19 del evangelio de Juan, que comienza con la escena de la flagelación y la coronación de espinas. Pilatos presenta a Jesús a los sumos sacerdotes y a los guardias: “Jesús Nazareno, el rey de los Judíos” que gritan su muerte en la cruz (Jn 19,6). Comienza así para Jesús el camino de la cruz hacia el Gólgota, donde será crucificado. En la narración de la pasión según Juan, Jesús se revela dueño de sí mismo, controlando así todo lo que le sucede. El texto juanista abunda en frases que indican esta realidad teológica, de Jesús que ofrece su vida. Los sucesos de la pasión él los sufre activamente no pasivamente. Traemos aquí sólo algunos ejemplos haciendo hincapié sobre algunas frases y palabras. El lector puede encontrar otras:
Entonces Jesús, conociendo todo lo que le iba a suceder se adelanta y les pregunta: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Díceles: “¡Yo soy!”. Judas, el que lo entregaba estaba también con ellos. Cuando les dijo: “Yo soy” retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Jesús respondió “Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos. Así se cumpliría lo que había dicho: De los que me has dado, no he perdido a ninguno” (Jn 18, 4-9).
“Entonces Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura” (Jn 19,5).
A Pilatos le dice: “No tendrías ningún poder sobre mí, si no te hubiese sido dado de lo alto” (Jn 19,11).
También sobre la cruz Jesús toma parte activa en su muerte, no se deja matar como los ladrones a los cuáles les son destrozadas las piernas (Jn 19,31-33); al contrario entrega su espíritu (Jn 19,30). Son muy importantes los detalles apuntados por el evangelista: “Jesús entonces, viendo a su Madre y allí junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a la Madre: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!”. Luego dice al discípulo: “¡He ahí a tu Madre!” (Jn 19, 26-27). Estas sencillas palabras de Jesús llevan el peso de la revelación, palabras con las cuáles, Él nos revela su voluntad: “ he ahí a tu hijo” (v.26); “he ahí a tu Madre” (v. 27). Palabras que nos envían a aquellas pronunciadas por Pilatos en el litóstrotos: “He ahí el hombre” (Jn 19,5). Aquí Jesús, desde la cruz, su trono, revela su voluntad y su amor por nosotros. Él es el cordero Dios, el pastor que da su vida por las ovejas. En aquel momento, en la cruz Él hace nacer la Iglesia, representada por María, su hermana, María la de Cleofás y María Magdalena con el discípulo amado (Jn 19,25).

- Discípulos amados y fieles

El cuarto evangelio especifica que estos discípulos “estaban junto a la cruz” (Jn 25-26). Un detalle éste de profundo significado. Sólo el cuarto evangelio narra que estas cinco personas estaban junto a la cruz. Los otros evangelistas no especifican. Lucas, por ejemplo, narra que todos aquéllos que lo conocieron lo seguían desde lejos (Lc 23,49). También Mateo cuenta que muchas mujeres seguían desde lejos estos sucesos. Estas mujeres, habían seguido a Jesús desde la Galilea y le servían. Pero ahora lo seguían desde lejos (Mt 27,55-56). Marcos, lo mismo que Mateo, no ofrece los nombres de aquéllos que seguían la muerte de Jesús desde lejos (Mc 15,40-41). Sólo el cuarto evangelio especifica que la Madre de Jesús con las otras mujeres y el discípulo amado “estaban junto a la cruz”. Estaban allí, como siervos ante su Señor. Están valerosamente presentes en el momento en el que Jesús declara que ya “todo está cumplido” (Jn 19,30). La Madre de Jesús está presente en la hora que finalmente “ha llegado”. Aquella hora preanunciada en las bodas de Caná (Jn 2,1ss). El cuarto evangelio había anotado también en aquel momento que “la Madre de Jesús estaba allí” (Jn 2,1). Por esto, aquél que permanece fiel al Señor en su suerte es el discípulo amado. El evangelista deja en el anonimato este discípulo de modo que cualquiera de nosotros nos podremos reflejar en él que ha conocido los misterios del Señor, apoyando su cabeza sobre el pecho de Jesús durante la última cena.

Preguntas y sugerencias para orientar la meditación y la actualización

• Lee otra vez el texto del evangelio, y busca en la Biblia todos los textos citados en la clave de lectura. Intenta encontrar otros textos paralelos que te ayuden a penetrar a fondo el texto de la meditación.
• Con tu espíritu, ayudado por la lectura orante del relato de Juan, visita los lugares de la Pasión, párate en el Calvario para aprovechar con María y el discípulo amado el acontecimiento de la Pasión.
• ¿Qué es lo que más llama tu atención?
• ¿Qué sentimientos suscita en ti el relato de la Pasión?
• ¿Qué significa para ti el hecho de que Jesús padece activamente su Pasión?

Oratio

¡Oh Sabiduría Eterna!. ¡Oh Bondad Infinita! ¡Verdad Infalible! ¡Escrutador de los corazones, Dios Eterno! Haznos entender, Tú que puedes, sabes y quieres! Oh Amoroso Cordero, Cristo Crucificado, que haces que se cumpla en nosotros lo que tú dijiste: “Quien me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). ¡ Oh luz indeficiente, de la que proceden todas las luces! ¡Oh luz, por la que se hizo la luz, sin la cuál todo es tinieblas, con la cuál todo es luz. ¡Ilumina, ilumina e ilumina una y otra vez! Y haz penetrar la voluntad de todos los cooperadores que has elegido en tal obra de renovación. ¡Jesús, Jesús Amor, transfórmanos y confórmanos según tu Corazón! ¡Sabiduría Increada, Verbo Eterno, dulce Verdad, tranquilo Amor, Jesús, Jesús Amor! (Santa María Magdalena de Pazzis, O. Carm., en La Renovación de la Iglesia, 90-91)

Contemplatio

Repite con frecuencia, con calma, esta palabras de Jesús, asociado a Jesús en el ofrecimiento de si mismo: “Padre en tus manos entrego mi Espíritu”

(fuente: ocarm.org)
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