Obispo
(512-582)
Mientras sus generales conquistaban reinos y sus alarifes construían basílicas y sus artistas esculpían y pintaban iconos, el emperador Justiniano se pasaba las horas muertas en su biblioteca revolviendo códices de pastas de plata, pesando las fórmulas de los Padres antiguos, discutiendo con sus sabios y sus obispos. Y siempre, después dé estas laboriosas gestaciones, salía una larga definición dogmática empedrada de citas y llena de sutiles distinciones. Todos los habitantes del Imperio podían admirar la ciencia del sabio emperador; pero no les bastaba con admirar, era preciso acatar o estar dispuesto a vivir ignorado en las orillas del Mar Negro o entre los arenales egipcios. Puede decirse que Justiniano era un hombre feliz, no precisamente por sus conquistas ni por las obras de arte que dejó a la posteridad o porque tuvo una mujer imperiosa que sabía mandar rogando; sino porque tuvo la suerte de gobernar un Imperio que era un verdadero laberinto de doctrinas. En otro ambiente se hubiera aburrido de una manera soberana. Pero en aquella sociedad inquieta del Bajo Imperio, todo eran discusiones, conciliábulos, cismas, silogismos y excomuniones. Los monjes se apaleaban, los obispos se deponían, y los concilios se anatematizaban. En esto, aparecía el emperador limpiándose el polvo de las cejas, daba un grito, y todo el mundo enmudecía. Había hecho callar a los discípulos de San Sabas, que allá en el desierto de Judea, entre barrancos espantosos y peñascos desolados, sin agua y sin verdura, se acaloraban hasta la locura barajando el nombre de Orígenes y discutiendo sobre la metempsicosis y la restauración final. Un siglo hacía que los discípulos de Eutiques levantaban polvaredas de odio en las orillas del Nilo y del Orontes. Pues bien: habló el teólogo coronado, y aquellos solitarios, cuya existencia de cada día era tan terrible como un martirio, huyeron despavoridos a sus agujeros. Les quedaba un recurso: engañar al sutil razonador, Anatema a Eutiques, perfectamente; pero ¿por qué no anatematizar también a Ibas de Edesa, Teodoro de Mopsuesta y Teodoreto de Ciro, tan enemigos del autiquianismo, que parecían militar en el campo contrario de Nestorio? Si esto se lograba, quedaba en gran parte desvirtuado el Concilio de Calcedonia, que, al condenar la doctrina monofisita, había elogiado a aquellos tres adversarios de ella. Así nació aquella cuestión, muy bizantina, de los tres capitulas, que envenenó los espíritus, amargó los días de muchos obispos, hizo correr mucha tinta y quitó muchas horas de sueño al buen emperador. Otro decreto: todo el mundo tiene que anatematizar a Teodoro, a Teodoreto y a Ibas. Los monofisitas vengaban su anterior derrota. Vamos a ver, decían ahora frotándose las manos, cómo salen del paso los partidarios de Calcedonia.
En este momento aparece en escena el patriarca. Eutiquio era un archimandrita del Asia Menor, que se había distinguido por su austeridad, si alguien podía distinguirse por la austeridad en un tiempo en que había miles y miles de hombres, entre los eutiquianos y los nestorianos, entre los origenistas y los ortodoxos, que se quedaban semanas enteras sin comer, y llegaban casi a suprimir el sueño, se pasaban en pie una Cuaresma entera, o vivían todo el invierno a la intemperie. Pero el archimandrita asiático era además, un hombre sencillo y poco habituado a sutilezas teológicas. De joven había estudiado en las escuelas de Constantinopla, «aunque mirando con desdén aquellas disciplinas que el mundo admira». Así dice su biógrafo, y añade: «Nada cogió de la fétida, espinosa y egipcíaca disciplina de los necios filósofos, pues sabía que la ciencia de este mundo no baja de arriba, sino que es terrena, animal, diabólica; mientras que la sabiduría celeste es casta, pacífica, modesta, amable, llena de piedad y de frutos de buenas obras.» Tal era el hombre en quien el emperador Justiniano se imaginó encontrar un dócil discípulo de sus oráculos. Eutiques fue elegido patriarca de Constantinopla en 552. Era el momento en que el Imperio ardía en disensiones, y en los templos, las sacristías y los palacios no se oían más que los nombres de Teodoro, Ibeas y Teodoreto. Estos tres obispos, que descansaban en paz desde un siglo antes, traían ahora revueltos a todos sus colegas. El Oriente los condenaba, el Occidente los defendía. Por primera vez en las encíclicas del emperador tropezaban con la resistencia. Allí, cerca de él, junto al sagrado palacio; Virgilio, obispo de Roma, que era su hechura, y además un hombre sin carácter, desafiaba con una rebeldía inaudita su poder, su bondad y su ciencia patrística. Fue preciso el hambre, la sed, la reclusión, la violencia, la amenaza del destierro, para arrancarle la condenación de aquellos tres dichosos capítulos, a los cuales se estaba dando una importancia excesiva. Después de todo, bien condenados estaban. El Concilio de Calcedonia había elogiado su actitud frente a Eutiques; ahora se podían censurar sus preferencias por Nestorio. No obstante, el gesto del patriarca fue entonces demasiado complaciente. Hubo prelados exquisitamente escrupulosos que dudaban condenar a personas que ya no estaban en este mundo, y Eutiquio disipó sus vacilaciones con un argumento de aquella su celeste sabiduría, que el hagiógrafo no cesa de admirar: «Se puede condenar a un hereje muerto —dijo a los Padres reunidos—, porque también el rey Joás mandó desenterrar y quemar los cuerpos de los que habían sacrificado a los ídolos.»
Una vez más, el emperador había triunfado con el silogismo de la espada. Su ojo vigilante acechaba por todas partes una nueva cuestión que solucionar, un nuevo dogma que definir. Seguía revolviendo su biblioteca y esforzándose por poner paz entre los corifeos de las sectas. Narsés y Belisario, los guerreros que habían engrandecido el Imperio y arrastrado reyes en sus carros de triunfo, eran ahora los agentes de estas negociaciones. Iban y venían del palacio de Hormisdas al de Placidia; del templo de Santa Sofía, al de Santa Eufemia de Calcedonia. En aquel confuso vocerío apenas oímos una sola vez la voz de Eutiquio. El era un hombre de paz. Que le dejasen guiar a su pueblo por el
camino de la ortodoxia, y no pedía más. Atravesaba los salones del palacio con paso menudo y faz sonriente, haciendo el menor ruido posible, y se volvía a su iglesia para orar y predicar la verdad desnuda, sin atavíos diabólicos ni egipcíacas sutilezas. Y así pasaron doce años. Hasta que, un día, un gran dignatario de la corte entra en la morada episcopal preguntando por el patriarca, le presenta un pergamino y le pide, en nombre del emperador, que ponga su nombre al pie del documento. Eutiquio lee, frunce el ceño, medita un instante, y dice al cortesano, devolviéndole el pergamino:
—Iré a conferenciar con el basileus.
Se trataba de un nuevo decreto dogmático, de una emboscada más de los monofisitas. No atreviéndose a negar de frente las dos naturalezas, buscaron un rodeo para prolongar con él la contienda. Y el rodeo consistía en afirmar que la carne de Cristo había sido incorruptible. «Esto—dijeron al viejo emperador, cada día más devoto y más ávido de teología—es más digno de Cristo, más hermoso para Él y más respetuoso por nuestra parte.» La consecuencia de estas reflexiones fue la publicación de una nueva encíclica, la última del sabio emperador, pues un año después bajaba al sepulcro. Y este documento era el que debía ser firmado por el patriarca. Eutiquio resistió. «Eso—decía—es destruir el Concilio de Calcedonia, es disminuir a Cristo, es socavar la realidad de nuestra redención. Justiniano está como atónito. En treinta años de reinado, jamás había encontrado una rebeldía semejante. Ningún fanático había osado afrontar sus iras; ningún obispo había resistido a sus argumentos imperiales. Y ahora, en el cénit de su gloria, aquel asiático, hechura suya, tenía el atrevimiento de resistir.
Al día siguiente, 22 de enero de 565, estaba Eutiques diciendo misa en la iglesia del palacio de Hormisdas, cuando vinieron a anunciarle que su casa había sido allanada por la Policía y sus servidores encarcelados. Recibió la noticia sin extrañeza, despidió al pueblo sin dar muestras de turbación, y seguro de que lo que buscaban era su persona, permaneció en la basílica rezando con los brazos extendidos. Al amanecer se presentaron algunos de sus clérigos con un poco de alimento, y poco después llegó el prefecto del palacio seguido de un pelotón de soldados. El patriarca fue arrancado del altar y encerrado en uno de los setenta y siete monasterios que, como una muralla celeste, ceñían la ciudad imperial. Y vino el concilábulo de siempre. En Bizancio no faltaba nunca un concilio para servir a un emperador y condenar a una víctima. Las acusaciones fueron sumamente curiosas. Todo tenía un carácter muy bizantino, aun en los mejores días de aquel Imperio. «Este hombre—dijo un acusador—unge su cuerpo.» «¡Horror!», chillaron los venerables prelados. «Este hombre—dijo otro—ha comido carne de tordo.» Otro gesto de asombro en todos los circunstantes. Hubo esta acusación inaudita: «El patriarca se pasaba largas horas rezando de rodillas.» Y toda la asamblea, dirigida por el astuto Teodoro Askidas, obispo de Cesárea, pronunció la palabra sacramental: «¡Anatema, anatema a Eutiquio, patriarca indigno de la reina de las ciudades!»
Se repetía la comedia del tiempo de San Juan Crisóstomo. Eutiquio no tenía su genio, pero estaba dando muestras de tener su energía. Lleváronlo de monasterio en monasterio, lo abandonaron en una isla rocosa de la costa asiática, y de allí, atravesando las provincias de Galacia y de Bitinia, le llevaron hasta Amasia, cerca de la frontera persa, para recluirle en el monasterio donde antaño había sido feliz. Nuevamente volvió a presidir el coro cenobítico, sin acordarse de los esplendores cortesanos ni de las pomposas funciones de Santa Sofía. Podía rezar tranquilamente dos días enteros de rodillas. Nadie le espiaba, nadie le envidiaba. Esto era la realidad auténtica: lo demás había sido un sueño. Lo que importaba era rezar, perdonar, olvidar, servir a los hermanos con amor, derramar el consuelo entre las gentes, luchar contra la soberbia de la vida y adornarse con las joyas de la virtud.
Esto fue lo que hizo Eutiquio durante doce años, en los cuales la Historia le esconde en un fecundo silencio. Hasta que un día una brillante embajada se detuvo a las puertas del monasterio. Se apoderaron del patriarca, le montaron en un jumento y, atravesando la Anatolia, se encaminaron con él hacia el Bósforo. La fortuna, caprichosa, volvía a acordarse de él para devolverle los antiguos honores. La muchedumbre de la capital, donde aún no se había borrado el recuerdo de su bondad y de sus limosnas, salió a recibirle alborozada. Fue un recibimiento apoteósico, como no se había visto hacía mucho tiempo en Constantinopla: cantos de muchachas, iluminaciones públicas, nubes de incienso, lluvias de flores otoñales—era el 3 de octubre del año 577—, resonar de trompetas, procesiones magníficas, gala en la corte, regocijo en la ciudad, y, en el estrecho, centenares de embarcaciones empavesadas y miles de manos que agitaban en el aire lienzos multicolores. Luego, en Santa Sofía, el saludo al pueblo, los sollozos, las melodías litúrgicas, «y finalmente, la calígine divina cubrió el santo altar; celebróse el santo sacrificio, y desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, Eutiquio distribuyó la comunión a la concurrencia, pues todos querían recibirla de sus manos, desde los augustos emperadores Justino y Tiberio, hasta los humildes pescadores de Calcedonia».
Cinco años más de cuidados pastorales. Las gentes no se cansaban de mirar, en las grandes solemnidades, el rostro angélico del hombre sin hiel, ni de escuchar aquella voz, que. si no era elocuente, salía chorreando dulzura y mansedumbre, ni de admirar la belleza de aquella vida inmaculada. «¿Quién podrá describir—exclama el hagiógrafo—la gracia de su andar, la elegancia de todos sus movimientos; la suave palidez de su rostro y la alegría que, brotando de su corazón, se escapaba de sus ojos? Sus dientes, blancos como la leche, eran indicio de su pureza celestial; sus labios encendidos hablaban, sin moverse, del fuego de su corazón; sus cabellos y su barba de nieve, que nos recordaban la imagen misma de Aarón, reflejaban la limpieza y esplendor de su vida.» Cuando murió, vióse claramente la fuerza de aquella simpatía irresistible. Todos los habitantes de la ciudad se disputaban la dicha de ver por última vez aquel rostro bello todavía en la muerte. La multitud se apiñaba en las calles, en los pórticos, en las terrazas y en los balcones. En torno caminaban ejércitos de sacerdotes, de monjes y de soldadas. El prefecto de la ciudad presidía el duelo; el emperador vigilaba el orden; los cantos se juntaban con los sollozos. Ya antes de expirar fueron innumerables los que pasaron por la alcoba del moribundo para despedirse de él y besar su mano. «También yo—termina el monje que escribió su vida—besé aquella faz angélica; bésela una, dos y tres veces, y nunca me hubiera cansado de besarla. —¿Por qué ese arrebato?—murmuró el viejo. —Porque éste es el último día—respondí—. Y empecé a errar de una parte a otra, sin consuelo, pensando que el mundo perdía su mejor tesoro.»
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