(† 303)
Empieza con ellos la última persecución; ellos abren la marcha de un cortejo glorioso. Diocleciano gobierna el Imperio desde sus palacios de Nicomedia, en las riberas asiáticas del mar de Mármara. Su genio ha logrado imprimir un nuevo carácter al mundo romano: el Imperio se orientaliza; el imperator se convierte en un sultán. Representante de la religión tradicional, Diocleciano mira con simpatía el cristianismo: su mujer, Prisca, es cristiana; Valeria, su hija, adora también a Cristo; el palacio está lleno de oficiales, de esclavos, de eunucos y de cubicularios que profesan públicamente la nueva religión. Algunos de ellos son íntimos del emperador, los únicos que, en una corte organizada ya según la etiqueta del Oriente, pueden acercarse a la «persona divina» del señor.
Nada hacía sospechar que se acercaba la promulgación de un decreto persecutorio. Pero junto al augusto está el cesar Galerio, un antiguo boyero de Dacia, que por sus hazañas bélicas ha llegado a la púrpura. Es un gigante de rústico aspecto, de instintos crueles, de gustos groseros, de ruda ignorancia y de fiero fanatismo. Vencedor de los persas, ahora sólo le inquieta un pensamiento: aniquilar a los cristianos. Muchos días ha luchado en el palacio de Nicomedia con el viejo para decidirle a la lucha religiosa, y al fin ha conseguido el decreto: prohibición de asambleas cristianas, destrucción de iglesias, entrega de los libros sagrados e inhabilitación infamante de todos los secuaces de la religión de Cristo. No es todo lo que necesita el odio del césar; pero él se encarga de todo lo demás.
El edicto apareció una mañana de invierno a las puertas de la ciudad. Hubo sorpresa, alegría, consternación y cólera. Mientras la multitud leía aquellas fórmulas hipócritas, un cristiano de alto nacimiento se adelantó indignado, arrancó el papel y le hizo trizas, diciendo irónicamente: «¡Estas son, oh emperadores, vuestras victorias sobre los godos y los sármatas! » Unas horas después pagaba su atrevimiento subiendo a la hoguera. Al día siguiente, el fuego estalló súbitamente en el palacio imperial. Nadie supo de dónde había venido la primera chispa; pero el pérfido césar supo aprovechar el suceso para excitar el ánimo de Diocleciano: «El palacio está lleno de eunucos cristianos—decía delante de las llamas—. Tal es el pago que dan esas gentes a los que les tratan con amor.» A pesar de su agudeza política, el viejo emperador cayó en el lazo. La cólera ensombrecía su penetración habitual. Dio orden de que todos sus servidores pasasen por el tormento; él mismo presidía la operación, mirando sin inmutarse los miembros que se retorcían bajo la acción de las llamas. A su lado, Galerio alentaba a los verdugos y excitaba la desconfianza de su colega. Pero había tenido buen cuidado de sustraer sus servidores al suplicio, y a causa de esto, añade maliciosamente Lactancio, nada se pudo descubrir.
Y así estaban las cosas cuando quince días después se declaró un nuevo incendio. El césar se alejó a toda plisa de la ciudad, diciendo que no quería ser quemado vivo. Esta fuga repentina hizo pensar a muchos que el verdadero incendiario era él. Pero Diocleciano estaba ciego: el miedo le aturdía, su imaginación le representaba conjuras, puñales, venenos. Creyóse blanco de un vasto complot dirigido por el clero de la ciudad, con ayuda de su servidumbre cristiana. La misma emperatriz y su hija estaban comprendidas en sus sospechas absurdas. Dejando el procedimiento de las investigaciones, ordenó que todos sus servidores sacrificasen a los dioses del Imperio: ésta le pareció la única manera de conocer a los conspiradores. O sacrificar, o morir: tal fue la alternativa a que se vieron condenados todos los que tenían algún empleo en el palacio, desde el jardinero al oficial de guardia, desde la muchacha que fregaba los pisos hasta la emperatriz.
Los cristianos dieron muestras de un valor heroico. Sólo se sabe de dos apostasías: la de la emperatriz y la de su hija. Los oficiales, los consejeros y los eunucos más poderosos, «aquellos sobre los cuales reposaba el gobierno del palacio y habían sido amados como hijos por el emperador», se dejaron matar antes que hacer traición a su fe. El historiador Eusebio nos ha descrito el suplicio de Pedro, el canciller. Habiendo rehusado sacrificar, levantáronle en el potro y le desgarraron el cuerpo a fuerza de azotes; cuando aparecieron los huesos, le echaron sal y vinagre en las San Antimo y compañeros, mártiresheridas; luego le extendieron sobre unas parrillas, para asar a fuego lento las carnes que le quedaban. Y así murió, «inquebrantable como su nombre». Doroteo, jefe de la secretaría, Gorgonio y otros muchos de entre los cubicularios y los pajes, fueron estrangulados después de largas torturas. El emperador asistía en persona a la ejecución de sus antiguos servidores.
Al mismo tiempo, el terror sacudía a toda la ciudad. Todos los sospechosos eran detenidos y llevados a los templos. Si se negaban a sacrificar, los verdugos se apoderaban de ellos y los llevaban al suplicio. El obispo Antimo, y tras él todos sus sacerdotes y sus clérigos, fueron juzgados sumariamente y ejecutados, unos por la espada y otros por el fuego; mujeres y niños, viejos y jóvenes, sufrieron el martirio con alegría; un santo entusiasmo sostenía a los condenados; unos morían en grupos numerosos sobre la hoguera; otros eran colgados en cruces; otros derramaron su sangre en el anfiteatro. Barcos atestados de cristianos llegaron a alta mar y allí dejaron su carga. No se sabe si este trágico episodio llegó a exterminar la población cristiana en Nicomedia. Tal vez los verdugos se cansaron antes que las víctimas; tal vez algunos pudieron escapar a las pesquisas de la policía. Un hecho es cierto: que la última persecución había empezado en la misma forma que la primera; que, con toda su clemencia, con todas sus buenas intenciones, con todo su genio político, Diocleciano resucitaba los tiempos de Nerón.
(fuente: www.divvol.org)
otros santos 24 de abril:
No hay comentarios:
Publicar un comentario