Madrid, 19 de febrero de 2013 (Zenit.org). por Isabel Orellana Vilches
Los caminos de Dios son inescrutables sin duda alguna. En este caso, y no debiera nunca servir como precedente, una gravísima e irresponsable actuación fue el detonante de una conversión y el camino hacia la santidad. Y es que, sin bien es cierto que las pasiones tiranizan, no lo es menos que la gracia de Dios nos libera de sus cadenas. A este beato le costó entender que las tendencias obsesivas, «el ansia de las cosas y la arrogancia» pertenecen al mundo y son incompatibles con Él (1 Jn 2, 15-17). Imbuído en sus afanes no midió las consecuencias que podría acarrear el afán irrefenable por obtener lo que quería. Y un hecho que humanamente le condujo al precipicio, la intervención divina –la única influencia posible que cabía en la dramática situación creada por él– lo trocó en fuente de bendiciones. Es otra prueba de la infinita misericordia de Dios y de la tutela que ejerce sobre sus hijos. Analizar lo que fue de la vida de Conrado después de lo que hizo es también un canto a la esperanza ya que pone de manifiesto cómo nos rescata el amor del Padre, a pesar de las debilidades que nos atenacen.
En efecto. El noble Confalonieri nacido en Piacenza, Italia, hacia 1290 estaba obsesionado con la cinegética, al punto de que obnubilado por ella actuó de forma temeraria. Saliendo de cacería en una ocasión, no se le ocurrió otra cosa que dar orden a sus sirvientes de que prendieran fuego a una zona boscosa donde se refugiaban unas codiciadas piezas de caza con objeto de tenerlas a tiro sin mayores problemas. Pero las llamas devoraron todo lo que hallaron a su paso, incluidas propiedades ajenas edificadas en el bosque. No contando con testigos del suceso, abandonaron cobardemente el lugar resueltos a convertirse en una tumba, ocultando su autoría. Ante el desastre ecológico y las denuncias de los afectados por él, se abrió una investigación que no dio el resultado apetecido, hasta que las autoridades determinaron condenar a muerte a un pobre infeliz que cayó en sus manos. Le culpaban del voraz incendio, del que reconoció ser autor mediante tortura, aunque su único pecado era haberse hallado en el monte en el funesto instante en el que ardió. Al no contar con medios económicos para resarcir los daños causados, debía pagarlos con su vida. El impulsivo Confalonieri, sabedor de la grave decisión, se entregó al vicario imperial Galeazzo Visconti y confesó su culpa en un momento convulso políticamente para el mandatario por los conflictos existentes entre güelfos y gibelinos, lo cual también tuvo que ver en el rápido e injusto proceso seguido contra el ciudadano inocente.
El reconocimiento de su error supuso para Conrado la pérdida de sus bienes y los de su esposa, Eufrosina de Lodi, de ascendencia nobiliaria como él. Viéndose en la ruina, comenzó a mendigar. Pero el hecho, lejos de hundir a los esposos, les hizo ver que detrás se hallaba una providencia. El arrepentimiento de Conrado, aunque estuviera envuelto en graves consecuencias para su acontecer, ya que habían quedado en la más completa miseria, atraía nuevas y desconocidas bendiciones para ambos. Sopesaron la situación llevándola a la oración y de común acuerdo optaron por separarse y tomar un camino que si bien discurría por vías distintas les iba a conducir al mismo destino: su consagración. Eufrosina ingresó con las clarisas de Piacenza. Y Conrado, con el ánimo de purgar sus culpas en oración y penitencia como ermitaño, se hizo terciario franciscano en Calendasco el año 1315. Luego peregrinó por varios lugares pasando por Roma y Malta, para recalar en Sicilia. Eligió un lugar de Noto Antica y allí permaneció aproximadamente hasta 1335. Durante un tiempo colaboró asistiendo a los enfermos del hospital de San Martín, todo ello sin descuidar sus mortificaciones y penitencias. Su fama comenzó a atraer a numerosas personas y él veía peligrar su anhelo de soledad para dedicarse plenamente a Dios. De modo que se afincó en Pizzoni, una zona cercana a Noto, y en una gruta llevó la vida que había soñado entregado a severas penitencias, ofrendando su vida por la conversión de los pecadores. Allí le visitó el prelado de Siracusa cuando se hallaba en la recta final de su existencia. Murió el 19 de febrero de 1351 mientras oraba. Fue agraciado con el don de milagros. En 1515 León X lo declaró «Beato no canonizado» y Urbano VIII aprobó su culto el 12 de septiembre de 1625. Sepultado en la iglesia de San Nicolás de Noto, es junto a san Nicolás de Bari, patrono de aquella ciudad.
(19 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.
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