Hermano laico profeso de la Orden de Frailes Menores. Su vida, tanto de seglar como de fraile, se puede resumir en dos palabras: oración y trabajo. En el convento desempeñó diversos oficios domésticos, sobre todo el de portero, que le dio la oportunidad de practicar la caridad con los peregrinos, viajeros y pobres, y de edificarlos con su ejemplo y sus palabras. Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.
Nació el 14 de junio de 1778 en Roccacasale, pueblo de la provincia de L'Áquila (Italia). En su bautismo recibió el nombre de Domingo. Sus padres, Gabriel De Nicolantonio y Santa De Arcángelo, agricultores y pastores, profundamente creyentes, educaron a sus hijos en los valores cristianos. Domingo fue precisamente el que se quedó con sus padres, después de que los demás se casaron. Le tocó cuidar el rebaño. La soledad de los campos y majadas formó el temperamento del joven Domingo para la reflexión y el silencio, haciendo resonar en él la voz del Señor: comprendió que el mundo no era para él. Tenía entonces veintitrés años. No podía resistir a esta fuerza interior. Y decidió dedicarse con más radicalidad al seguimiento de Cristo.
El 2 de septiembre de 1802 vistió el sayal franciscano en el convento de Arisquia y tomó el nombre de fray Mariano de Roccacasale. Terminado el año de noviciado se consagró definitivamente a Cristo con la profesión de los votos. Permaneció en ese convento doce años.
Su vida se puede resumir en dos palabras: oración y trabajo; eran como dos cuerdas en las que vibraba su existencia. Cumplía escrupulosamente los múltiples encargos que se le confiaban: carpintero hábil y valioso, hortelano, cocinero y portero.
Pero su aspiración a la santidad no encontraba en Arisquia el ambiente favorable, no por culpa de los compañeros o de los superiores, sino porque aquella época no era propicia para la vida religiosa y los conventos.
En 1814, tras el regreso del Papa a Roma, la vida conventual pudo rehacerse lentamente en medio de dificultades sin número. Hicieron falta varios años para que todos los religiosos regresaran a sus conventos, y la vida de oración y de apostolado volviera a florecer con regularidad en los claustros.
En ese momento llegó a los oídos de fray Mariano el nombre del Retiro de San Francisco en Bellegra. La fama de la vida regular y austera que desde hacía tiempo se había instaurado en ese convento por obra de santos religiosos ya corría por los alrededores. Fray Mariano acogió aquella voz como una invitación del Señor. Los superiores aceptaron su petición de dirigirse a Bellegra en peregrinación. Así fray Mariano dejó el convento de Arisquia por el Retiro de Bellegra. Tenía treinta y siete años.
Poco tiempo después, recibió del superior el encargo de la portería, oficio que desempeñó durante más de cuarenta años y que se convirtió en su medio de santidad. Abrió la puerta a muchos pobres, peregrinos y viandantes, y convirtió muchos corazones, cerrados hasta entonces a la gracia divina. Para todos tenía una sonrisa, que acompañaba siempre con el saludo franciscano: «¡Paz y bien!»; les besaba los pies, los instruía en las verdades de la fe y rezaba con ellos tres avemarías; después se ocupaba del cuerpo: les lavaba los pies; si hacía frío, les encendía el fuego y les distribuía la sopa, mientras les daba consejos. Jamás se lamentaba del trabajo ni daba signos de cansancio; siempre sereno, afable, sonriente. La fuente de tanta virtud era, sin duda, la oración. Todo el tiempo que le quedaba libre de sus ocupaciones lo dedicaba a la adoración eucarística y a la participación en la misa. Era también muy devoto de la pasión del Señor.
Falleció el 31 de mayo de 1866, jueves del «Corpus Christi». Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.
De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (3-X-1999)
Respecto a la vida y a la espiritualidad del beato Mariano de Roccacasale, religioso franciscano, se puede decir que se resumen de manera emblemática en la afirmación del apóstol san Pablo a la comunidad cristiana de Filipos: «El Dios de la paz estará con vosotros» (Flp 4,9). Su existencia pobre y humilde, siguiendo las huellas de san Francisco y santa Clara de Asís, estuvo constantemente orientada al prójimo, con el deseo de escuchar y compartir las penas de cada uno, para presentarlas después al Señor en sus largas horas de adoración ante la Eucaristía.
El beato Mariano llevó por doquier la paz, que es don de Dios. Ojalá que su ejemplo y su intercesión nos ayuden a redescubrir el valor fundamental del amor de Dios y el deber de testimoniarlo mediante la solidaridad con los pobres. Es un ejemplo para nosotros, particularmente en el ejercicio de la hospitalidad, tan importante en la actual situación histórica y social, y muy significativo desde la perspectiva del gran jubileo del año 2000.
Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que fueron a Roma para la beatificación (4-X-1999)
El beato Mariano vivió desde su juventud el espíritu de pobreza, tan propio de la tradición franciscana. Habiendo vivido en tiempos difíciles a causa de las persecuciones y la supresión de muchas instituciones religiosas, encontró en el Retiro de Bellegra un lugar para redescubrir el silencio de la naturaleza y del corazón, a fin de vivir con mayor radicalismo el seguimiento de Cristo pobre y crucificado.
Su vida sencilla, hecha de contemplación y acogida de los pobres y participación en sus sufrimientos, de unión con Dios y solidaridad con sus hermanos, constituye para todos los creyentes un luminoso ejemplo de fidelidad evangélica.
Cuán útil es para todos nosotros conocer e imitar la experiencia espiritual de los humildes franciscanos que unieron sabiamente oración y trabajo, silencio y testimonio, paciencia y caridad. Que ellos nos ayuden con su intercesión a vivir también hoy el espíritu de auténtica conversión y acogida del Evangelio, que los caracterizó.
Textos de L'Osservatore Romano
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