Nació el 4 de febrero de 1805 en Vallecorsa (Italia) en una familia acomodada y de profunda fe cristiana. Ya desde niña se familiarizó con la Sagrada Escritura, y sintió un gran amor a Jesús, Cordero inmolado por la salvación de la humanidad. Tuvo especial devoción por la Sangre de Cristo, derramada por amor a los hombres.
Por las costumbres de la época, vivió su niñez y adolescencia relativamente aislada, con pocos contactos y relaciones exteriores. En su interior, sin embargo, buscaba el sentido de su vida, que esperaba encontrar en un amor sin confines.
Se encomendó a la Virgen María para que la iluminara y Dios la hizo experimentar la belleza de su amor, que se manifestó con plenitud en Cristo crucificado, en Cristo que derramó su preciosísima sangre por nuestra salvación. Esta experiencia fue la fuente, la fuerza y la motivación que la llevó a difundir por doquier el amor misericordioso del Padre celestial, y el amor de Jesús crucificado.
Estaba convencida de que la reforma de la sociedad nace del corazón de las personas y que los hombres se transforman cuando llegan a comprender cuán valiosos son a los ojos de Dios, cuando caen en la cuenta del inmenso amor de que han sido objeto: Jesús dio toda su sangre para rescatarlos.
Cuando tenía 17 años, san Gaspar del Búfalo predicó en Vallecorsa una misión popular y María vio cómo se transformaba el pueblo, con la conversión de muchas personas. En su interior surgió el deseo de contribuir, como ese santo, a la transformación espiritual de las personas.
Bajo la guía de un compañero de san Gaspar, el venerable don Giovanni Merlini, el 4 de marzo de 1834 fundó la congregación de las Religiosas Adoratrices de la Sangre de Cristo.
Además de promover la educación de las niñas, reunía a las madres y a las jóvenes para catequizarlas, para hacer que se enamoraran de Jesús, impulsándolas a vivir cristianamente, según su estado de vida. Muchos hombres, a los que no podía hablar, a causa de las costumbres de la época, acudían espontáneamente a escucharla.
A pesar de su carácter tímido e introvertido, el celo por la causa de Cristo la convirtió en una gran predicadora, que convencía tanto a las personas sencillas como a las cultas, tanto a los laicos como a los sacerdotes, porque cuando hablaba de los misterios de la fe daba la impresión de que había experimentado personalmente esas realidades. Su gran deseo era que no se perdiera ni siquiera una gota de la Sangre de Cristo, sino que llegara a todos los pecadores para purificarlos y para que, lavados en aquel río de misericordia, volvieran al buen camino.
Este celo arrastró a muchas jóvenes. Así, pudo fundar cerca de setenta casas religiosas, principalmente en Italia, pero también en Alemania e Inglaterra. Casi todas sus casas se abrían en pequeñas aldeas abandonadas del centro de Italia, a excepción de Roma, a donde fue llamada por el Papa Pío IX para dirigir el Hospicio de San Luis y una escuela en Civitavecchia.
Vivió toda su vida con el único deseo de agradar a Jesús, que le había robado el corazón desde su juventud, y con el compromiso gozoso de difundir al máximo el conocimiento del amor de Dios por la humanidad. Para ello no escatimó esfuerzos, ni se dejó abatir por las dificultades. Siempre actuó en profunda comunión con la Iglesia universal y particular, y por amor a ella.
Murió en Roma el 20 de agosto de 1866. Fue beatificada por el Papa Pío XII el 1 de octubre de 1950.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Plaza de San Pedro
Domingo 18 de mayo de 2003
1. "El que permanece en mí y yo en él da fruto abundante" (Jn 15, 5; cf. Aleluya). Las palabras que Jesús dirigió a los Apóstoles, al final de la última Cena, constituyen una emotiva invitación también para nosotros, sus discípulos del tercer milenio. Sólo quien permanece íntimamente unido a él -injertado en él como el sarmiento en la vid- recibe la savia vital de su gracia. Sólo quien vive en comunión con Dios produce frutos abundantes de justicia y santidad.
Los santos que tengo la alegría de canonizar hoy, en este V domingo de Pascua, son testigos de esta verdad evangélica fundamental. Dos de ellos provienen de Polonia: José Sebastián Pelczar, obispo de Przemysl, fundador de la congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús; y Úrsula Ledóchowska, virgen, fundadora de la congregación de las Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante. Las otras dos santas son italianas: María de Mattias, virgen, fundadora de la congregación de las Religiosas Adoratrices de la Sangre de Cristo; y Virginia Centurione Bracelli, laica, fundadora de las Hermanas de Nuestra Señora del Refugio del Monte Calvario y de las Hijas de Nuestra Señora en el Monte Calvario.
2. "La perfección es como la ciudad del Apocalipsis (cf. Ap 21), con doce puertas que se abren a todas las partes del mundo, como signo de que los hombres de todas las naciones, de todos los estados y de todas las edades pueden pasar por ellas. (...) Ningún estado y ninguna edad son obstáculo para una vida perfecta. En efecto, Dios no considera las cosas exteriores (...), sino el alma (...), y sólo exige lo que podemos dar". Con estas palabras, nuestro nuevo santo José Sebastián Pelczar expresaba su fe en la llamada universal a la santidad. Con esta convicción vivió como sacerdote, profesor, rector universitario y obispo. Él mismo tendía a la santidad, y a ella guiaba a los demás. Fue celoso en todas las cosas, pero lo hizo de modo que en su servicio Cristo mismo fuera el Maestro.
El lema de su vida fue: "Todo por el sacratísimo Corazón de Jesús, a través de las manos inmaculadas de la santísima Virgen María". Este lema forjó su figura espiritual, cuya característica fue encomendarse a sí mismo, su vida y su ministerio a Cristo por medio de María.
Consideraba su entrega a Cristo sobre todo como respuesta a su amor, encerrado y revelado en el sacramento de la Eucaristía. Decía: "Todo hombre debe maravillarse ante el pensamiento de que el Señor Jesús, debiendo ir al Padre sobre un trono de gloria, permaneció en la tierra con los hombres. Su amor inventó este milagro de los milagros, instituyendo el santísimo Sacramento". Suscitaba incesantemente en sí y en los demás este asombro de la fe. Precisamente este asombro lo condujo también a María. Como teólogo experto, no podía por menos de ver en María a la mujer que "anticipó también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia"; la mujer que, llevando en su seno al Verbo, que se hizo carne, fue en cierto sentido el "tabernáculo", el primer "tabernáculo" de la historia (cf. Ecclesia de Eucharistia, 55). Por eso, acudía a ella con devoción filial y con el gran amor que había recibido en su casa paterna, y animaba a los demás a vivir ese amor. A la congregación de las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, fundadas por él, les escribió: "Entre los deseos del Sagrado Corazón de Jesús uno de los más ardientes es que todos veneren y amen a su santísima Madre, en primer lugar, porque el Señor mismo la ama de modo inefable, y después porque la convirtió en madre de todos los hombres, para que, con su dulzura, atrajera a sí incluso a los que rechazan la santa cruz y los condujera al Corazón divino".
Al elevar a la gloria de los altares a José Sebastián, pido que, por su intercesión, el esplendor de su santidad sea para las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, para la Iglesia en Przemysl y para todos los creyentes de Polonia y del mundo, un estímulo a este amor a Cristo y a su Madre.
3. Durante toda su vida, santa Úrsula Ledóchowska fijó su mirada, con fidelidad y amor, en el rostro de Cristo, su Esposo. De modo particular, se unió a Cristo agonizante en la cruz. Esta unión la colmaba de un extraordinario celo en la tarea de anunciar, con palabras y obras, la buena nueva del amor de Dios. La llevaba, ante todo, a los niños y a los jóvenes, pero también a todos los que se encontraban en dificultades, a los pobres, a los abandonados y a las personas solas. A todos se dirigía con el lenguaje del amor demostrado con las obras. Con el mensaje del amor de Dios recorrió Rusia, los países escandinavos, Francia e Italia. En su época fue apóstol de la nueva evangelización, dando prueba, con su vida y con su actividad, de la actualidad, la creatividad y la eficacia constantes del amor evangélico.
También ella sacaba de este amor a la Eucaristía la inspiración y la fuerza para la gran obra del apostolado. Escribió: "Debo amar al prójimo como Jesús me ha amado a mí. Tomad y comed... Comed mis fuerzas, estoy a vuestra disposición (...). Tomad y comed mis capacidades, mi talento (...), mi corazón, para que con su amor caliente e ilumine vuestra vida (...). Tomad y comed mi tiempo, que está a vuestra disposición. (...) Soy vuestra como Jesús Hostia es mío". ¿No resuena en estas palabras el eco del don con el que Cristo, en el Cenáculo, se entregó a sí mismo a los discípulos de todos los tiempos?
Al fundar la congregación de las Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante, le transmitió este espíritu. "El santísimo Sacramento -escribió- es el sol de nuestra vida, nuestro tesoro, nuestra felicidad, nuestro todo en la tierra. (...) Amad a Jesús en el tabernáculo. Que allí permanezca siempre vuestro corazón, aunque materialmente estéis trabajando. Allí está Jesús, a quien debemos amar ardientemente, con todo nuestro corazón. Y, si no sabemos amarlo, por lo menos deseemos amarlo cada vez más".
A la luz de este amor eucarístico, santa Úrsula sabía descubrir en cada circunstancia un signo de los tiempos, para servir a Dios y a los hermanos. Sabía que para quien cree, todos los acontecimientos, incluso los menos importantes, son una ocasión para realizar los designios de Dios. Convertía en extraordinario lo ordinario; transformaba lo diario en perenne; hacía santo lo que era banal.
Si hoy santa Úrsula llega a ser un ejemplo de santidad para todos los creyentes, es con el fin de que acojan su carisma quienes, por amor a Cristo y a la Iglesia, quieren testimoniar de modo eficaz el Evangelio en el mundo actual. Todos podemos aprender de ella cómo edificar con Cristo un mundo más humano, un mundo en el que se realicen cada vez más plenamente valores como la justicia, la libertad, la solidaridad y la paz. De ella podemos aprender a poner en práctica cada día el mandamiento "nuevo" del amor.
4. "Este es su mandamiento: que creamos (...) y nos amemos unos a otros" (1 Jn 3, 23). El apóstol san Juan exhorta a acoger el amor infinito de Dios, que por la salvación del mundo dio a su Hijo unigénito (cf. Jn 3, 16). Este amor se expresó de modo sublime cuando Cristo derramó su sangre como "precio infinito del rescate" de toda la humanidad. El misterio de la cruz conquistó interiormente a María de Mattias, que puso el instituto de las Religiosas Adoratrices de la Sangre de Cristo "bajo el estandarte de la Sangre divina". En ella el amor a Jesús crucificado se tradujo en celo por las almas y en una entrega humilde a los hermanos, al "querido prójimo", como solía repetir. "Animémonos -exhortaba- a padecer de buen grado por amor a Jesús, que con tanto amor derramó su sangre por nosotros. Esforcémonos por ganar almas para el cielo".
Este es el mensaje que santa María de Mattias entrega a sus hijos e hijas espirituales hoy, estimulando a todos a seguir hasta el sacrificio de la vida al Cordero inmolado por nosotros.
5. Este mismo amor sostuvo a Virginia Centurione Bracelli. Siguiendo la exhortación del apóstol san Juan, quiso amar no sólo "de palabra", ni "de boca", sino también "con obras y según la verdad" (1 Jn 3, 18). Dejando a un lado sus nobles orígenes, se dedicó con extraordinario celo apostólico a la asistencia de los últimos. La eficacia de su apostolado brotaba de una adhesión incondicional a la voluntad divina, que se alimentaba de una contemplación incesante y de una escucha obediente de la palabra del Señor.
Enamorada de Cristo, y dispuesta a entregarse a sí misma por él a los hermanos, santa Virginia Centurione Bracelli lega a la Iglesia el testimonio de una santidad sencilla y fecunda. Su ejemplo de valiente fidelidad evangélica sigue ejerciendo una fuerte fascinación también sobre las personas de nuestro tiempo. Solía decir: cuando se tiene sólo a Dios como fin, "se allanan todos los obstáculos, se superan todas las dificultades" (Positio, 86).
6. "Permaneced en mí". En el Cenáculo Jesús repitió varias veces esta invitación, que san José Sebastián Pelczar, santa Úrsula Ledóchowska, santa María de Mattias y santa Virginia Centurione Bracelli aceptaron con total confianza y disponibilidad. Es una invitación apremiante y amorosa dirigida a todos los creyentes. "Si permanecéis en mí -asegura el Señor- y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará" (Jn 15, 7).
Que cada uno de nosotros experimente en su existencia la eficacia de esta promesa de Jesús.
Nos ayude María, Reina de los santos y modelo de perfecta comunión con su Hijo divino. Nos enseñe a permanecer "injertados" en Jesús, como sarmientos en la vid, y a no separarnos jamás de su amor. En efecto, no podemos nada sin él, porque nuestra vida es Cristo vivo y presente en la Iglesia y en el mundo. Hoy y siempre.
¡Alabado sea Jesucristo!
(fuente: www.vatican.va)
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