(951-1027)
Fundador de los Camaldulenses
Al fin de sus días solía decir con frecuencia: «Si queréis la vida del Cielo y la de la tierra, ayunad y haced penitencia»; y para probarlo, no necesitaba más que el ejemplo de lo que en él sucedía. Acercábase a los ochenta años y su cuerpo aún estaba firme. Era un hombre de férrea contextura física y moral. Cierto, tenía los ojos hechos llagas de tanto llorar; estaba flaco y macilento; tenía una calva perfecta, y el color de su piel se había vuelto verdoso, a semejanza de la piel del lagarto. Pero aún podía emprender un viaje a través del Apenino, dirigir multitud de monasterios por todas partes desparramadas, y hacer frente a los que manchaban la pureza de la Iglesia de Cristo.
Durante medio siglo había realizado los más arduos trabajos en medio de austeridades inconcebibles: medio siglo de luchas con los príncipes, los obispos, los clérigos, con sus propios discípulos, con las potestades del infierno y con sus propias pasiones; medio siglo de peregrinaciones apostólicas por las provincias de Italia, por Francia, Alemania, Hungría, predicando a los pueblos, confundiendo a los impíos, reformando y levantando monasterios; medio siglo al cabo del cual veía floreciente la Regla de San Benito, que había encontrado olvidada y él interpretaba a su manera, después de haber fundado más de cien monasterios, desde los cuales había enviado al Cielo legiones de santos, como Pedro Urselo, el antes ambicioso dux de Venecia, convertido por él a la humildad; como Bonifacio, el mártir, que por su mandato había ido a Rusia para predicar la fe de Jesucristo; como Sergio, su padre, que de comerciante opulento y afortunado duelista se había transformado en manso cordero y despreciador de las riquezas.
Era una naturaleza excepcional, pero había en tomo suyo un poder misterioso que le preservaba. Tiene el don de arrastrar a los hombres, pero no sabe hacerse querer. Los atentados le pusieron en peligro muchas veces: un día quieren despeñarle los monjes de San Apolinar de Ravena, que no estaban conformes con sus extremos de austeridad; otra vez, en Cuxá, junto al Pirineo, los paisanos quieren matarlo fanáticamente para tener la suerte de poseer sus huesos; en otra ocasión, un abad aseglarado le aprieta la garganta con las manos y está ya a punto de sofocarlo; un monje perverso coloca a la puerta de su celda un dardo, de suerte que se hiera cuando vaya a entrar en ella; descuájase un árbol y cae sobre él, pero se retira cuando va a aplastarlo. Dios vela sobre su vida y lo libra siempre; lo libra de los accidentes de la naturaleza, de la malicia de los hombres, hasta de sí mismo.
Aquel cuerpo no tenía mayor enemigo que su propio dueño. Trabajo, mucho; regalo, ninguno; dormir, poco; vestir, mal; comer, peor: una escudilla de un pisto de harina o unas hierbas; semanas enteras sin probar bocado; cuaresmas pasadas entre las nieves de las montañas; años continuos de reclusión en una ermita de cuatro codos en cuadro, como eran todas las ermitas primitivas de la Congregación Camaldulense, por él fundada. Camina de desierto en desierto, practicando y exigiendo en todas partes los mayores rigores a que puede llegar la naturaleza. Le gusta vivir entre las emanaciones pantanosas de Comacchio, y cuando reaparece, es casi imposible reconocerle. Vuelve hinchado, comido por la fiebre, el color amarillento, el cabello caído, enrojecidos los ojos. Su vida es algo milagroso. Lleva sin cesar un cilicio y no se lava nunca. Muchos de sus discípulos, que no tienen su misma resistencia, mueren o lo abandonan. Bruno de Querfurt, futuro apóstol entre los esclavos, le dijo un día que era mejor marcharse a Polonia y vivir entre paganos que morirse inútilmente en una choza levantada sobre un lago; y añadía: «¿Quién, joven o viejo, no está enfermo entre nosotros? ¿Qué puede hacer en una celda aquel cuyos pies están tan débiles que al llegar el domingo no puede ir a la iglesia para comulgar?» Las protestas se manifestaban a veces de una manera violenta. Los monjes de Bagno echaron de casa al fundador después de apalearle. En otro monasterio prendieron fuego al ramaje que cubría su choza. En un desierto, cerca de Fonte Avellana, un monje, para vengarse de un castigo, acusó a Romualdo de una falta grave. Los demás le creyeron, y, llenos de ira, hablaban ya de colgar en un árbol al hipócrita o de quemarle vivo. Al fin se contentaron con castigarle a no decir misa en adelante; y él se sometió humildemente, hasta que, seis meses más tarde, pudo verse que todo aquello era una vil calumnia.
Cerca de ochenta años tenía ya el terrible asceta cuando se puso en camino para ir a tierra de infieles a derramar su sangre predicando la fe. Acostumbraba decir que le gustaban más los mártires, a pesar de su actuación ruidosa, que los confesores con su virtud escondida; y es verdad que él, miembro de una de las familias más ricas y más nobles de Ravena, había conservado una pequeña tendencia hacia lo extraordinario, hacia lo teatral. Quería acabar su vida, aquella vida larga y llena, con el martirio. Pero Dios le dio a entender que le era más agradable el martirio cotidiano del eremitorio. Su carácter huracanado, amigo de las soluciones imprevistas, se muestra desde el comienzo de su vida religiosa. Siente el llamamiento entre las orgías de una juventud disoluta y aventurera; y toma el hábito a consecuencia de un duelo en que su padre mata al adversario. Fue tan grande la impresión que le produjo este suceso, que se creía salpicado por la sangre del muerto. Después va de monasterio en monasterio buscando reglas difíciles, y como ninguna le satisface, crea una que las supera a todas en rigor. Dos años en San Apolinar, cuatro años en el desierto con un rudo ermitaño sin la menor formación ascética; cuatro años en San Miguel de Cuxá, junto al abad Garín, que le pone en contacto con la observancia de Cluny, le enseña a leer y escribir y le da a conocer los escritos de los Santos Padres, y sobre todo de Casiano. Pero nada puede apartarle de su ideal solitario. Abandona los montes pirenaicos, vuelve a su patria y empieza sus fundaciones sobre riscos y lagunas. Fonte Avellana, a orillas del Ceseno (992), es el primer eslabón de aquella larga cadena. Camándula, la ciudad monástica que dio nombre a la reforma, nace en 1012.
Después de una vida tan inquieta, era natural que el cuerpo sintiese las mellas del cansancio; pero el alma continuaba íntegra y fuerte como el primer día. Austero, como cuando pasaba cuarenta días sin comer más que un puñado de habas los domingos; severo, como cuando metía a su padre en un cepo para librarle de vacilaciones en la observancia de la vida religiosa; dulce, como cuando encontraba a un ladrón en la celda de un hermano, y lo ponía en libertad, después de haberlo regalado y abrazado; paciente y humilde, como cuando, al equivocarse en el rezo de los Salmos, recibía los golpes del ermitaño Marino, y le decía, viéndose malherido y sordo del oído izquierdo: «Padre mío, ¿no podrías golpearme también en este otro lado?»
No es extraño que un carácter como éste ejerciese sobre sus contemporáneos una especie de prestigio, al que pocos se podían sustraer. Los simoníacos temblaban delante de él; las muchedumbres le miraban como se mira a un profeta; los potentados dejaban sus palacios para pedirle un rincón en sus eremitorios: los mismos obispos temían el poder de su palabra. El emperador Otón III queda como un hipnotizado al verlo, y a intimación suya, expía un crimen haciendo vida monacal. Llamado por el príncipe, presentóse, poco antes de morir, en la corte de San Enrique. Quedaron pasmados los magnates ante aquel anciano demacrado y desaliñado, que había visto extinguirse las dinastías y sucederse tantos acontecimientos; que, aunque encorvado y apoyado en su bastón de espino, dejando caer su larga barba de nieve sobre el hábito blanco, aún sabía dirigir sin adulación su voz temblorosa a los soberanos del mundo. Levantóse el emperador al verlo, salió a su encuentro, lo abrazó, y aunque lo halló tan quebrantado y deshecho, le dijo: «¡Oh, si mi alma estuviese en tu bendito cuerpo!» Y lo mismo repetía después, estando a solas, entre grandes sollozos. El monje hizo al emperador las reverencias debidas, pero no quiso decir una sola palabra, por respeto al silencio. Sólo en la segunda entrevista se decidió a hablar para responder a algunas consultas del emperador. Al salir, las gentes se le acercaban, arrodillándose ante él, le besaban los pies y le cortaban el hábito para conservar alguna reliquia suya.
Del palacio se dirigió a uno de sus principales monasterios, el de Val de Castro; y habiendo reunido a los hermanos que en él había, les dijo: «Hijitos míos, oíd la última palabra de vuestro padre. Creo que no voy a volveros a ver en este siglo, pues la condición humana no me permitirá ya prolongar mis días. Adiós.» Dichas estas palabras, lo abrazaron todos llorando, y él se retiró a un reclusorio que había cerca de allí, encargando que nadie fuese a visitarle, para no hacerle quebrantar el silencio. Allí oraba, lloraba y repetía aquella su jaculatoria favorita: «Jesús, amado mío, querido mío, miel y dulzura mía, innegable deseo mío, suavidad de los santos, regocijo de los ángeles, dulcísimo Jesús.» Un día la ermita apareció inundada de luz. El santo acababa de morir. Corrieron los monjes, y, como dice San Pedro Damiano, «hallaron pobremente tendida en el suelo la margarita celestial de su cuerpo, que después ha de ser colocada honrosamente en el tesoro del Rey supremo. » Era el 17 de junio.
El contenido de la doctrina de San Romualdo se resume en estos breves consejos: «Vive en tu celda, y considérala como un paraíso; desecha todo recuerdo del mundo; hinca el pensamiento en tu mediación, como un buen pez en el cebo. Camino de salvación es el rezo de los Salmos: no lo abandones. Persevera con temor y temblor en la presencia divina, como quien está delante del rey. Renuncíate a ti mismo y sé como un niño, contento sólo con la gracia de Dios.» Este estilo recuerda el de los primeros monjes del Orienle, y en realidad, la obra de Romualdo está fuertemente influida por el espíritu de los desiertos egipcios.
Era, por decirlo así, un hermano gemelo de los grandes anacoretas antiguos, de Schnoudi, de Sabas, de Columbiano; corazón ardiente, carácter impetuoso, naturaleza profética, que tronaba contra la corrupción de su tiempo, sin acobardarse ante los mayores peligros. En realidad, su aspiración era renovar en Occidente una forma del antiguo monacato oriental. Le apasionaban las lauras de Palestina, que por aquellos mismos días intentaba trasplantar a Italia un monje bizantino, San Nilo de Grottaferrata. No quería claustros, sino desiertos. Como dijo de él San Pedro Damiano. en su concepto, el monasterio no era una mansión, sino un tránsito; un lugar de paso para los principiantes y los débiles, destinado a ser sustituido por la soledad. Proponía, ciertamente, a sus discípulos la Regla benedictina; pero, en realidad, el movimiento por él encauzado estaba poco conforme con ella. Era preciso interpretarla y superarla. «Más arriba», clamaba un discípulo del reformador; y en esta actitud se encerraba un fondo de desdén para el ideal casinense, excesivamente discreto y condescendiente. «Repréndanse a sí mismos — decía un partidario de la tradición, protestando contra esta tendencia—, callen y llénense de vergüenza esos necios que se imaginan haber descubierto alturas inaccesibles, cuando la verdadera perfección regular sólo Benito la descubrió, y con él los que tratan de asemejarse a él.»
No obstante, Romualdo no era un puro idealista o un visionario; era un organizador, y así, quiso dar a su ideal una forma precisa. Estimaba el orden y la disciplina que había visto en Cuxá, y aunque poco afecto a la interpretación que daba Cluny a la Regla benedictina, no se desdeñó de utilizar en su gobierno los usos de Cluny. Guardóse bien de suprimir la vida común, en la cual debía encontrar el solitario formación y apoyo. El monasterio le preparaba para su ulterior existencia, y, ya en su ermita, le suministraba lo necesario para vivir. Era noviciado y despensa. Sólo después de tres años de probación podía el monje abandonarlo para retirarse a la soledad. Cenobitas y solitarios formaban una sola comunidad y estaban sujetos a un mismo superior, escogido entre los últimos. Y para que el monasterio pudiese facilitar mejor la vida contemplativa a los solitarios, Romualdo organizó una nueva institución, imitada del monasterio griego, la de los hermanos legos.
Entre los ermitaños había algunos que permanecían constantemente en sus eremitorios, y otros que debían juntarse con los cenobitas en algunas partes del rezo; unos que estaban obligados a no hablar una sola palabra en cuarenta días, otros en ciento. A veces, dos religiosos ocupaban una misma celda, como en Siria y la Tebaida. Su ocupación era leer, meditar, rezar y trabajar haciendo redes, cestas o alguna cosa semejante. Además de las horas canónicas, el solitario debía rezar dos veces cada día el salterio, con otras muchas oraciones. Su vestido consistía en un cilicio de pieles. Todos los días, menos el sábado y el domingo, eran de ayuno para él, y durante la cuaresma, ayuno a pan y agua. De cuando en cuando debía presentarse en la comunidad para confesar sus faltas y conocer a los que hacían penitencia cerca de él. Tal es el régimen de vida que organizó San Romualdo, y que, con algunas mitigaciones, siguen observando sus discípulos en nuestros días.
(fuente: www.divvol.org)
otros santos 19 de junio:
- Santa Juliana de Falconieri
No hay comentarios:
Publicar un comentario