Pasó los primeros años de su infancia frecuentando los monasterios y eremitorios de su pueblo. Terminados los estudios, fue a vivir con su abuelo materno, Youssef Raad, párroco de Tannourin, cuyo ejemplo suscitó en él el amor al sacerdocio, vivido para el servicio de la Iglesia. En Tannourin, rezaba el oficio divino en el monasterio con los monjes o en la parroquia con su abuelo y los fieles. Ingresó en la Orden Libanesa Maronita a los veinte años. Fue enviado al monasterio de San Antonio de Qozhaya, cerca de la Qadischa ("Valle santo"), para hacer sus dos años de noviciado, durante los cuales se entregó con fervor a la oración comunitaria y al trabajo manual. Dedicaba todo su tiempo libre, e incluso parte del destinado al descanso, a visitar al santísimo Sacramento. Lo solían encontrar en la capilla, arrodillado, inmóvil, con las manos alzadas en forma de cruz y los ojos fijos en el sagrario.
Después de la profesión monástica, que emitió el 14 de noviembre de 1830, fue enviado al monasterio de San Cipriano y Santa Justina, en Kfifan, para estudiar la filosofía y la teología, a la vez que trabajaba en el campo; además, destacaba por su habilidad para encuadernar manuscritos y libros, oficio que había aprendido durante el noviciado. Durante ese período, a causa de su ascetismo y su intensa aplicación a los estudios, se enfermó. Para evitarle la gran fatiga del trabajo en el campo, su superior lo destinó a la sastrería.
Al ser ordenado sacerdote, fue nombrado director del estudiantado y profesor, labor que desempeñó hasta sus últimos años. Dividía su jornada habitualmente en dos partes: la primera mitad para prepararse a la celebración de la misa y la otra mitad para la acción de gracias después de la eucaristía. Vivía esta dimensión contemplativa juntamente con su amor a los hermanos y a la cultura. Fundó una escuela para instruir gratuitamente a la juventud.
Le tocó vivir dos guerras civiles (en los años 1840 y 1845), que fueron preludio de sangrientos acontecimientos de 1860, durante los cuales muchos monasterios fueron quemados, muchas iglesias devastadas y muchos cristianos maronitas asesinados. En ese marco civil y religioso tan difícil y doloroso, su hermano el padre Eliseo, ermitaño, lo invitó a abandonar la vida comunitaria para retirarse a un eremitorio, pero él respondió: "Los que luchan por la virtud en la vida comunitaria tendrán más mérito".
Era severo y duro consigo mismo, pero misericordioso e indulgente con sus hermanos. Radical en su opción, concebía la santidad en términos de comunión. Afirmaba: "La primera preocupación de un monje debe ser, día y noche, no herir o afligir a sus hermanos".
Fue grande su devoción a la Virgen María. En sus aflicciones invocaba la intercesión de María, su principal auxilio, por el Líbano y por su Orden. Rezaba el rosario todos los días con los demás monjes. Nunca se cansaba de repetir el nombre bendito de María. Practicaba el ayuno en su honor todos los sábados y las vísperas de sus fiestas; tenía devoción particular por el misterio de la Inmaculada Concepción. Después de rezar el Ángelus, repetía estas palabras: "Bendita sea la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen".
Se esforzó por inculcar a los fieles su devoción a María, formando cofradías. Fundó también dieciséis altares consagrados a la Madre de Dios; uno de estos, en el monasterio de Kfifan, fue llamado, después de su muerte, "Nuestra Señora de Hardini".
En 1845, a los 33 años, la Santa Sede lo nombró asistente general de su Orden con un mandato de tres años, por su celo en la observancia de las reglas monásticas. Para ese cargo fue reelegido otras dos veces, pero se negó siempre a aceptar el nombramiento de abad general de la Orden. Residía, con los demás asistentes, en el monasterio de Nuestra Señora de Tamich, casa general de la Orden, pero solía acudir al monasterio de Kfifan, tanto para continuar dando clases como para ejercer su trabajo de encuadernador, labor que realizaba con espíritu de pobreza, poniendo especial esmero en los manuscritos litúrgicos. De 1853 a 1859 tuvo entre sus alumnos a san Charbel, que asistió a la muerte de su maestro y a la conmovedora ceremonia de su funeral.
En lo más duro del invierno, mientras se encontraba en el monasterio de Kfifan para dar clases, debido al intenso frío, se vio afectado por una pulmonía; al agravarse, solicitó ser trasladado a una celda cercana a la iglesia para escuchar el canto del oficio y, tras una agonía de diez días, recibió la unción de los enfermos con un icono de la Virgen en las manos, e invocándola: "Oh María, te encomiendo mi alma". Falleció el 14 de diciembre de 1858, a los 50 años de edad.
Fue beatificado por el Papa Juan Pablo II el 10 de mayo de 1998.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
VI domingo de Pascua, 16 de mayo de 2004
1. "Mi paz os doy" (Jn 14, 27). En el tiempo pascual escuchamos a menudo esta promesa de Jesús a sus discípulos. La verdadera paz es fruto de la victoria de Cristo sobre el poder del mal, del pecado y de la muerte. Los que lo siguen fielmente se convierten en testigos y constructores de su paz.
Bajo esta luz me complace contemplar a los seis nuevos santos, que la Iglesia presenta hoy a la veneración universal: Luis Orione, Aníbal María di Francia, José Manyanet y Vives, Nimatullah Kassab Al-Hardini, Paula Isabel Cerioli y Gianna Beretta Molla.
2. "Hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo" (Hch 15, 26). Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles pueden aplicarse bien a san Luis Orione, hombre totalmente entregado a la causa de Cristo y de su reino. Sufrimientos físicos y morales, fatigas, dificultades, incomprensiones y todo tipo de obstáculos marcaron su ministerio apostólico. "A Cristo, la Iglesia y las almas -decía- se los ama y sirve en la cruz y crucificados, o no se los ama y sirve" (Escritos, 68, 81).
El corazón de este estratega de la caridad "no conoció confines, porque estaba dilatado por la caridad de Cristo" (ib., 102, 32). El celo por Cristo fue el alma de su vida intrépida, el impulso interior de un altruismo sin reservas y el manantial siempre fresco de una esperanza indestructible.
Este humilde hijo de un empedrador proclama que "sólo la caridad salvará al mundo" (ib., 62, 13) y repite a todos que "la perfecta alegría está sólo en la entrega perfecta de sí a Dios y a los hombres, a todos los hombres" (ib.).
3. "El que me ama guardará mi palabra" (Jn 14, 23). En estas palabras evangélicas vemos delineado el perfil espiritual de Aníbal María di Francia, a quien el amor al Señor impulsó a dedicar toda su vida al bien espiritual del prójimo. Desde esta perspectiva, sintió sobre todo la urgencia de realizar el mandato evangélico: "Rogate ergo...", "Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38).
A los padres Rogacionistas y a las religiosas Hijas del Divino Celo les encomendó la misión de trabajar con todas sus fuerzas para que la oración por las vocaciones fuera "incesante y universal". El padre Aníbal María di Francia dirige esta misma invitación a los jóvenes de nuestro tiempo, sintetizándola en su exhortación habitual: "Enamoraos de Jesucristo".
De esta providencial intuición ha surgido en la Iglesia un gran movimiento de oración por las vocaciones. Deseo de corazón que el ejemplo del padre Aníbal María di Francia guíe y sostenga también en nuestro tiempo esta acción pastoral.
4. "El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26). Desde el principio el Paráclito ha suscitado hombres y mujeres que han recordado y difundido la verdad revelada por Jesús. Uno de estos fue san José Manyanet, verdadero apóstol de la familia. Inspirándose en la escuela de Nazaret, realizó su proyecto de santidad personal y se dedicó, con entrega heroica, a la misión que el Espíritu le confiaba. Para ello fundó dos congregaciones religiosas. Un símbolo visible de su anhelo apostólico es también el templo de la Sagrada Familia de Barcelona.
Que san José Manyanet bendiga a todas las familias y os ayude a llevar los ejemplos de la Sagrada Familia a vuestros hogares.
5. Hombre de oración, enamorado de la Eucaristía, que solía adorar durante largos ratos, san Nimatullah Kassab Al-Hardini es un ejemplo tanto para los monjes de la Orden Libanesa Maronita como para sus hermanos libaneses y para todos los cristianos del mundo. Se entregó totalmente al Señor en una vida de gran renuncia, mostrando que el amor a Dios es la única fuente verdadera de alegría y felicidad para el hombre. Se dedicó a buscar y a seguir a Cristo, su Maestro y Señor.
Acogiendo a sus hermanos, alivió y sanó muchas heridas en el corazón de sus contemporáneos, testimoniándoles la misericordia de Dios. Que su ejemplo ilumine nuestro camino y suscite especialmente entre los jóvenes un auténtico deseo de Dios y de santidad, para anunciar a nuestro mundo la luz del Evangelio.
6. "El ángel (...) me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo" (Ap 21, 10). La espléndida imagen propuesta por el Apocalipsis de san Juan exalta la belleza y la fecundidad espiritual de la Iglesia, la nueva Jerusalén. De esta fecundidad espiritual es testigo singular Paula Isabel Cerioli, cuya vida produjo mucho fruto.
Contemplando a la Sagrada Familia, Paula Isabel intuyó que las comunidades familiares se mantienen sólidas cuando los vínculos de parentesco se sostienen y unen al compartir los valores de la fe y de la cultura cristiana. Para difundir estos valores, la nueva santa fundó el Instituto de la Sagrada Familia. En efecto, estaba convencida de que los hijos, para crecer seguros y fuertes, necesitan una familia sana y unida, generosa y estable. Que Dios ayude a las familias cristianas a acoger y testimoniar en toda circunstancia el amor de Dios misericordioso.
7. Gianna Beretta Molla fue mensajera sencilla, pero muy significativa, del amor divino. Pocos días antes de su matrimonio, en una carta a su futuro esposo, escribió: "El amor es el sentimiento más hermoso que el Señor ha puesto en el alma de los hombres".
A ejemplo de Cristo, que "habiendo amado a los suyos (...), los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1), esta santa madre de familia se mantuvo heroicamente fiel al compromiso asumido el día de su matrimonio. El sacrificio extremo que coronó su vida testimonia que sólo se realiza a sí mismo quien tiene la valentía de entregarse totalmente a Dios y a los hermanos.
Ojalá que nuestra época redescubra, a través del ejemplo de Gianna Beretta Molla, la belleza pura, casta y fecunda del amor conyugal, vivido como respuesta a la llamada divina.
8. "Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde" (Jn 14, 28). Las vicisitudes terrenas de estos seis nuevos santos nos estimulan a perseverar en nuestro camino, confiando en la ayuda de Dios y en la protección materna de María. Que desde el cielo velen ahora sobre nosotros y nos sostengan con su poderosa intercesión.
(fuente: www.vatican.va)
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