Papa
(1310-1370)
Veinte cardenales se hallaban reunidos en Aviñón sin lograr ponerse de acuerdo en la elección de un nuevo Papa. El Petrarca decía crudamente: «Llenos de orgullo, dominados por la ambición, se creen todos dignos del pontificado; pero como ninguno puede elegirse a sí mismo, cada cual trata de nombrar a aquel de quien espera más favores.» Este juicio no podía aplicarse a todos. Una vez, Hugo Roger, llamado el Cardenal Negro, porque era monje benedictino, logró reunir diecinueve votos, pero fue imposible hacerle aceptar el supremo gobierno de la Iglesia. Al fin, los electores se decidieron a buscar un candidato fuera del Sacro Colegio, y le encontraron en el abad de San Víctor de Marsella, otro benedictino, que se llamaba Guillermo Grimoardo. Un monje austero, un experimentado canonista, un hábil diplomático: he aquí la idea que tenían los purpurados de su elegido. Dejando las promesas de un castillo provenzal, Guillermo había abrazado, con la generosidad de la juventud, la disciplina del monasterio; con la observancia juntó después la explicación del decreto de Graciano, y a la cátedra y al monasterio vino a unirse la vida errante de corte en corte defendiendo la causa de la paz y del derecho.
Así había llegado hasta los sesenta años. Ahora se dirigía a Aviñón sin saber para qué le llamaban. Temíase que tampoco él aceptase la dignidad suprema. Pero dio su consentimiento sin vacilar, tomando el nombre de Urbano V. No era presunción o inconsciencia, sino un ánimo resuelto a cumplir heroicamente con el deber. Se convertía en jefe de la Cristiandad cuándo la sociedad europea atravesaba uno de los momentos más críticos de su existencia: feudalismo, anarquías, violencias de bandas de guerreros, tiranuelos en Italia, motines populares; en Roma, olor de sangre y de humo, el Imperio disgregado; en Inglaterra, la sombra de Wicleff; la vesania monstruosa de Pedro el Cruel, en Castilla; Bizancio, agonizante; y más allá, la amenaza creciente de la Media Luna. Este trágico espectáculo se refleja con tonos sombríos en el palacio papal de Aviñón. El mismo día de su entronización, Urbano renuncia a luminarias, torneos y cabalgatas. No era tiempo de divertirse, sino de rezar y trabajar. Él reza como un monje y trabaja sin descanso Es el ministro de sí mismo. Duerme poco y come menos. Un florín bastaría para su sustento. Humilde, sabe mantener el prestigio de su dignidad. Cuando los príncipes se arrodillan delante de él para besarle el pie, interiormente pronuncia las palabras del salmista: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a vuestro nombre es debida toda gloria.» ¡Cosa extraña! En tiempo de este Papa, que supo dar a toda su vida un sello de sencillez y humildad, es cuando la tiara toma su forma definitiva, completándose con la más alta de las tres coronas.
Parco y sobrio consigo mismo, era liberal y magnánimo con los demás. Los pobres eran sus mejores amigos. Vivía rodeado de monjes, que le acompañaban en sus rezos y en el despacho de los negocios. Con ellos paseaba un rato cada día. Todas las mañanas rezaba el oficio de difuntos y todas las tardes se confesaba. No hizo ahorcar a los cardenales, como algo después Urbano VII; pero gozaba poco de su compañía. Sacado de las aulas universitarias, fue la instrucción una de las grandes preocupaciones de su vida. Fundó colegios y universidades, envió profesores a todos los países, fomentó el estudio de la medicina, y los estudiantes pobres estaban siempre seguros de obtener de él libros, ropas y becas. Más de mil cuatrocientos hacían la carrera a costa del Pontífice en el momento de su muerte. El cardenal de Perigord podía decir con justicia: «Al fin tenemos un Papa; a sus predecesores les dábamos el honor debido; a éste le tememos y le reverenciamos, porque es poderoso en obras y en palabras.»
No tenía Urbano V el genio político de Gregorio VII, pero hay dos grandes acontecimientos que hacen de su pontificado uno de los más importantes de la historia: la vuelta de los Papas a Roma y el restablecimiento del Sacro Imperio. En el mes de mayo de 1367, una flota de veintitrés galeras cruzaba el Mediterráneo de cara a las costas de Italia. En una de ellas, decorada con los colores venecianos, iba el Pontífice, acompañado de sus cardenales y sus domésticos. El Pontífice iba serio, taciturno; los cardenales, malhumorados, como si los arrastrasen al destierro. Urbano había tenido que sostener una larga lucha antes de abandonar la tierra donde sus antecesores habían vivido más de medio siglo: importunaciones del rey de Francia, repugnancia de la curia, discursos llenos de promesas y amenazas. Pero de Italia llegaba una voz que decía: «Considerad que Roma es vuestra esposa. No creáis a los que os pintan nuestra tierra como una tierra salvaje, donde los montes, los aires, las aguas, los alimentos, las gentes, todo es sospechoso. No hay nada más dulce que el aire que en ella se respira; ni tan fértil como sus campiñas, ni tan delicioso como sus colinas y sus valles, ni tan ventajoso para un Vicario de Cristo como su situación. Pensad, oh pastor soberano del rebaño de Cristo, que vuestro puesto no está donde hay más dulces umbrías ni fuentes más agradables, sino donde los lobos aúllan, donde las ovejas tienen más necesidades.» Esta misma voz, la del Petrarca, enviaba a Urbano el más entusiasta saludo al pisar tierra italiana: «Ahora—exclamaba—es cuando todos os reconocemos por el sucesor de Pedro. Lo erais ya por el poder, pero desde hoy lo vais a ser en el corazón de todos. Si hay alguno que aún añora las riberas del Ródano, enseñadle los lugares venerables en que los bienaventurados Apóstoles triunfaron, el uno por la cruz y el otro por la espada.»
La entrada en la Ciudad Eterna fue una apoteosis; pero no tardó en presentarse la realidad con todos sus aspectos desagradables. Un pueblo movedizo, acostumbrado a los motines, hambriento; una sociedad desorganizada y anárquica; viejos palacios que se desmoronaban; iglesias que ofrecían el aspecto de la más lamentable decadencia; calles y plazas obstruidas por los escombros, manchadas por los vicios y amenazadas por los criminales. No tardó en verse al reconstructor, al purificador, al gobernante, al hombre justiciero. Urbano tenía una expresión favorita que practicaba sin vacilar: la paz en la justicia. Sin piedad con los malhechores, tenía entrañas de misericordia para los necesitados. Cerca de Roma mandó plantar una viña para dar vino a los pobres, y a veces se le veía dirigiendo personalmente los trabajos. No temía salir solo fuera de la ciudad, a pesar del odio que debían tenerle cuantos vivían del latrocinio y del bandidaje. Sus familiares le recomendaban que tuviese más cuidado de su persona, recordándole lo que le había pasado en Francia, donde, prisionero de una banda guerrera, se había visto obligado a pagar un crecido rescate. A este suceso aludía el Petrarca cuando escribía: «Con razón os quejasteis en pleno consistorio, declarando que aquella injuria era más ignominiosa que la cometida contra Bonifacio VIII; porque, aunque sea un crimen toda violencia hecha al Vicario de Jesucristo, es sabido que la altivez de Bonifacio fue la causa de sus desgracias. En cambio, vos sólo tenéis virtudes que reconocer y respetar: una dulzura constante, una moderación evangélica, un arte maravilloso de evitar lo que puede herir a los demás, sin descuidar ninguno de los deberes del mando.»
La vuelta de Urbano a aquella Roma vieja, ruinosa y ensangrentada de los Rienzi y los Baroncelli había sido un sacrificio doloroso; pero Dios quiso premiarle con un acontecimiento que parecía realizar las ilusiones más espléndidas de Inocencio III o León IV. Fue la llegada del emperador Carlos IV, que venía a confirmar solemnemente el acuerdo del Imperio de Occidente con la Iglesia. Poco después llegaba también el emperador bizantino Juan Paleólogo, con el propósito de abjurar el cisma y pedir refuerzos contra los musulmanes. El Pontífice mandó predicar la cruzada, pero el entusiasmo por las expediciones de Oriente había pasado ya. Además, Wicleff apestaba la atmósfera, el pájaro negro del cisma se cernía ya sobre la cristiandad, y la guerra ardía entre Francia e Inglaterra. Urbano creyó que le sería posible apartar este último azote. Tal vez inconscientemente, la nostalgia de su tierra le atraía. Surcó de nuevo el mar, pero al pisar tierra francesa la muerte vino a su encuentro. En Aviñón hizo que le llevasen, no al palacio de los Papas, sino a una humilde casa particular. Y allí expiró, vestido del hábito benedictino, que no había dejado nunca, ni de día ni de noche.
S.S. Juan XXIII en el IV Centenario de la muerte de Inocencio
VI
CARTA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL ARZOBISPO DE AVIÑÓN
EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE INOCENCIO VI
Y DE LA ELECCIÓN DE URBANO V*
A nuestro venerable hermano José Urtasun, Arzobispo de Aviñón
Venerable Hermano: Salud y Bendición Apostólica.
Hasta Nos ha llegado tu voluntad de conmemorar, juntamente con tu grey, el doble aniversario de dos Santos Pontífices: la muerte de Inocencio VI y la elección para la Sede de Pedro de Urbano V, que gobernaron la Iglesia en los tiempos difíciles y agitados en que el Vicario de Cristo, por especiales circunstancias, vivía en Aviñón, junto al Ródano, y no en la ciudad de las siete colinas. Esta conmemoración también nos interesa, pues en el tiempo de nuestra estancia en Francia visitamos Aviñón, recorrimos con gozo y devoción los recuerdos de aquellos tiempos y admiramos sus monumentos. La Historia nos cuenta que fueron éstos hombres de sabia doctrina y gran preocupación por la Iglesia; y aunque gobernaron el mundo cristiano lejos de la Sede propia y originaria de los Pontífices, su estancia en aquel lugar no careció de utilidad, pues allí pudieron con mayor facilidad promover y confirmar la paz entre los gobernantes.
El primero, antes de su elección Esteban Aubert, especialista insigne en cuestiones de Derecho, después de subir al Sumo Pontificado, se esforzó —obra digna de gran encomio— en restaurar la disciplina y en modelar la vida religiosa según los saludables preceptos. No olvidándose de Roma, adonde pensó regresar, envió a Italia al Cardenal Egidio Albornoz, hombre de gran prestigio y talento, para preparar el retorno restableciendo el orden en la Ciudad del Romano Pontífice. Las circunstancias impidieron llevar a cabo los brillantes planes del Sumo Pontífice.
Después de casi diez años de gobierno, murió el 12 de septiembre de 1362, y fue sepultado, según sus deseos, en el sepulcro que había construido en la cartuja de la ciudad de Villanueva. Arrasado este monasterio en tiempos de agitaciones políticas, y trasladados, por tanto, los restos del Santo Pontífice, en el año 1960, con gran pompa y solemnidad, como no se había conocido, fueron depositados de nuevo en aquella sagrada mansión, restaurada por encomiable interés de las autoridades de la República francesa.
El otro Papa, cuya memoria también celebramos, se llamó antes de su elección, Guillermo de Grimoard; miembro de la orden Benedictina, abad del antiguamente el célebre monasterio de San Víctor de Marsella, fecundo cultivador de las ciencias y de las artes, a pesar de no estar distinguido con la Sagrada Púrpura, fur creado Pontífice Máximo, como inmediato sucesor de Inocencio VI, el 28 de septiembre de 1362, encontrándose en Italia gestionando asuntos de la Iglesia romana; lo hacían valer la integridad y austeridad de su vida, su eximia piedad y sus grandes dotes de ingenio. Hombre humilde, asintió a su elección con aquellas palabras que leemos en los antiguos anales: “con temblor y temor” (St. Baluzius, Vitae Paparum Avenionensium, ed. G. Mollat, I, París, 1916, p. 350). Fomentó y protegió liberalmente los estudios de los hombres de letras. Mirando por la unidad de la Iglesia, se dirigió a Roma, “saliéndole al paso el clero y el pueblo romano, recibiéndole con gran gozo y solemnidad, dando gracias a Dios por su feliz retorno” (ibídem, p. 365).
Sus preocupaciones fueron los Santos Lugares y la vuelta a la unidad católica de los cristianos de Oriente, a lo que dedicó todos sus esfuerzos, consciente de la gran responsabilidad de su misión pastoral. Su gloria no se atenúa porque tan santos propósitos fueran abortados por las circunstancias adversas, que también le obligaron a abandonar Roma y volver a Aviñón. Durante su vida gozó de fama de santidad, y después de su muerte, el 19 de diciembre de 1370, acaecida en la misma ciudad, fue honrado como Beato, culto que el Papa Pío IX ratificó y confirmó el año 1870.
Confiamos que esta doble conmemoración en honor de estos dos Pontífices motive en los fieles una gran estima y adhesión al Pontificado; pues hay que tener en cuenta, en primer lugar, la dignidad y el cargo, que hacen del que los posee, como dice San Buenaventura, “principal y sumo padre espiritual de todos los padres y de todos los hijos, jerarca supremo, cabeza indivisa, Sumo Pontífice, Vicario de Cristo” (Breviloquium, p. VI, c. 12).
Parece saludable designio de la divina Providencia la estancia de los Romanos Pontífices lejos de la ínclita Roma, en mansión de destierro, a pesar de deberse a las perturbaciones que por todas partes resonaban a manera de grandes tempestades, como acontece con frecuencia a la Iglesia, Podemos declarar con San Agustín: “No... abandonó a su Iglesia; y si durante algún tiempo permitió que se estremeciera, lo hizo para que continuamente le suplicara que la confirmara en la sólida roca” (Sermo 341, 4: PL 39, 1496).
En estos tiempos también son muchos los hombres, aun de los no llamados católicos, que levantan sus ojos a esta fortaleza romana; pues conocen por experiencia la fragilidad y mentira de los auxilios del siglo, de la falacia de todas las opiniones, la nulidad de todos los conatos por establecer el orden en el mundo dejando a un lado la ley de Dios, y que “en la cátedra de la unidad se encuentra la doctrina de la verdad” (San Agustín, Ep. 105: PL 33, 403), que de aquí se propaga la luz que disipa las tinieblas, y aquí se suministran fuerzas para la vida del alma.
En la actualidad miran con especial interés a esta Sede Romana, por celebrarse dentro de poco, junto al sepulcro de Pedro, esta gran asamblea que ha de ser el Concilio Ecuménico Vaticano II. Os rogamos que pidáis en estas festividades aviñonesas con fervientes oraciones y ardientes deseos, para que este acontecimiento proporcione a la Iglesia y a toda la comunidad humana gran utilidad y vigor de espiritualidad; os damos gracias por anticipado por tan piadosa obra.
Esta solemnidad nos ofrece una nueva ocasión de demostrar nuestro afecto paternal por todos nuestros hijos de esta región; prenda y testimonio de esto sea la Bendición Apostólica que os concedemos amablemente en el Señor a ti, Venerable Hermano, y a todos cuantos intervengan en estas festividades.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 11 del mes de julio del año 1962, cuarto de nuestro Pontificado.
JUAN PP. XXIII
* AAS 54 (1962) 653; Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 1015-1018.
Copyright © Libreria Editrice Vaticana
(fuentes: www.divvolg.org; www.vatican.va)
No hay comentarios:
Publicar un comentario