(Siglo I)
Dos más de los discípulos de Jesús, de aquellos hombres — envidiables que siguieron al Hombre-Dios a través de los caminos polvorientos y se sentaron a descansar con él junto a la misma fuente. Mucho mal de ellos han dicho los escritores. Les han llamado duros de cabeza y de corazón, ambiciosos, incapaces de comprender las límpidas parábolas del Reino, indecisos en su adhesión, cobardes en la hora del peligro, celosos de sus privilegios, impacientes por recibir la recompensa. Todo esto es verdad: ellos mismos lo han confesado ingenuamente; pero tal vez nos hemos fijado menos en su generosidad, en su entusiasmo y hasta en el ímpetu del amor que necesitaban para seguir a un hombre que les hablaba de pobreza, de mansedumbre y de perdón. No eran muchos los que tenían el valor que ellos. Ellos jamás se dijeron aquella reflexión que murmuraban tantos admiradores de un día: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede escucharle?» Eran fuertes las enseñanzas del Maestro, se necesitaba esfuerzo para asociar la vida a su destino. «Las raposas tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza.» Al oír estas palabras, el escriba meneaba la cabeza, se encogía de hombros y se escondía poco a poco entre la multitud. Pero ni Felipe ni Santiago se cansaron un solo momento de aquella vida de privación.
En el momento mismo de unirse a Jesús, Felipe había mostrado una docilidad comparable a la de Pedro y a la de Juan. «Sígueme», le dijo el Rabbí un día cerca del lago de Genesareth, su lago, porque también él era de Bethsaida; y en el mismo instante lo dejó todo: tenía casa, tenía mujer, tenía hijas, pequeñas todavía, y todo lo abandonó por seguir a Jesús. Jesús le da un puesto entre los doce; pero sin manifestarle especial predilección. Es menos afortunado que Cefas, su compadre, y Santiago, su convecino, y Andrés, su amigo. No obstante, desde el primer instante se ha convertido en un propagandista. Bartolomé entra en el círculo de los escogidos arrastrado por Felipe. «Ven, ven—dice éste gozoso—; he encontrado a un Rabbí de Nazareth que debe ser el Cristo.» Y, gozoso, va en pos del Mesías, descubierto, arrimándose a él para no perder su palabra, ni su gesto, ni su mirada. Al lado de Jesús está el día de la multiplicación de los panes; tal vez en sus ojos se lee algún indicio de compasión para con aquella muchedumbre que les ha seguido al desierto, y se siente feliz al ver que el Maestro se acuerda de él para preguntarle: «Felipe, ¿cómo dar de comer a toda esta gente?» En su ingenuidad, no logra entender la pregunta; echa una mirada sobre la concurrencia, calcula un momento, y saca la conclusión de que doscientos denarios no bastarían para dar un poco de pan a cada uno.
Es un hombre de buena voluntad, sencillo y dócil; pero le pasa lo que a Tomás: los altos misterios son demasiado altos para él. Nos le figuramos bostezando en aquel discurso de la última Cena, que le debía parecer algo largo y algo oscuro. ¿Qué significaba todo aquello: «El Padre os ama; el Padre os enviará un Consolador; el Padre y Yo somos una misma cosa»? En sus incertidumbres, ha creído encontrar una solución magnífica: «Muéstranos al Padre—interrumpe—, y esto nos basta.» Pero debemos agradecer su rudeza, porque a ella se debe una bella manifestación:
«Felipe—le dice Jesús—, quien me ve a Mí, ve también a mi Padre.» Unos días antes, Felipe estuvo menos atrevido con el Señor. Aunque nacido en el corazón de Galilea, debía de chapurrear un poco el griego. Su nombre griego es indicio de un hogar abierto a la influencia helenística. Tal vez por eso, cuando el lunes de la semana pascual un grupo de griegos quiso hablar con Jesús, se dirigió a Felipe para obtener la audiencia; pero Felipe no se atrevió a transmitir directamente el recado, sino que llamó en su ayuda a Andrés, con quien tenía, sin duda, más confianza.
Tal es la amable intervención de Felipe de Bethsaida en la maravillosa epopeya evangélica. Santiago, en cambio, no aparece en ella un solo instante. Escucha atento, camina alegre, observa silencioso y practica intrépido. Es un espíritu grave y austero. Tiene un título a la amistad de Jesús que no tienen Simón de Jonás ni Juan de Cebedeo: es pariente del Señor. Ha nacido en Caná, cerca de Nazareth. Su madre, María, y su padre, Alfeo Cleofás, pertenecen a la misma familia que José el carpintero y María su esposa, es acaso sobrino de la Madre de Dios; es «hermano» de Jesús, uno de los pocos hermanos de Jesús que creyeron en él antes de la Pasión. Y, sin embargo, los preferidos son Pedro y Juan. Pero Santiago no dice nada; no vacila; no se queja; recoge humildemente las parábolas del divino Sembrador, gloria de su casa, y parece como si pensase constantemente en aquella frase que un día cayó de labios de Cristo: «Todo el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi amigo, mi hermano y mi madre.»
Y llega el día de la dispersión. De todos los Apóstoles, Felipe y Santiago son los menos andariegos. En los campos de Frigia, junto a las riberas del Licus, se alzaba una ciudad famosa, a la cual enviaba un poeta este saludo: «Gloria a ti, la tierra más bella del Asia, alcázar de oro, ciudad sagrada, ninfa divina cuyas fuentes envidian todos los pueblos.» Eran famosas las fuentes de Hierápolis, que tenían la virtud de transformarlo todo en piedra. Sus ondas rígidas revestían las más caprichosas formas; aquí aparecían finísimas filigranas; allí tomaban el aspecto de animales fabulosos; o bien, se cuajaban en blancas estalactitas, teñidas de púrpura y de zafiro por el brillo deslumbrante del sol oriental. Aquí es donde pasó Felipe los últimos años de su vida. Aquí predicaba y bautizaba, ayudado por dos hijas suyas, que habían consagrado su virginidad a Cristo y le habían seguido en su misión. A veces cruzaba el río y entraba en la vecina ciudad de Laodicea para cultivar con su palabra la semilla que había dejado allí el Apóstol de las Gentes. Y no podía olvidar que un día el Hijo de Dios había pronunciado su nombre familiarmente, y le había dicho: «Felipe, el que me ve a Mí, ve también a mi Padre.»
Entre tanto, Santiago el Menor gobernaba en Jerusalén, primer obispo de la más antigua de las iglesias. Era un obispo perfecto: vida sin mancha, apego a la tradición, dignidad en el semblante, majestad en el andar, prestigio en la palabra, espíritu de oración y austeridad que subyugaba. Su presencia recordaba a Juan el Bautista, y algo, ciertamente, quedaba del viejo mosaísmo en aquella singular figura de la era apostólica, que parecía destinada a conducir hasta el sepulcro a la sinagoga con todos los honores. Santiago vivía en la Ciudad Santa con el rigor de los antiguos nazareos: ni comía carne, ni bebía vino, ni usaba calzado, ni se bañaba, ni se ungía, ni se cortaba jamás el cabello. Su único vestido era una túnica, y sobre ella el manto episcopal de lino. Sus miembros estaban como muertos, dice San Juan Crisóstomo; y en sus largas postraciones, las rodillas se le habían endurecido de tal modo, que recordaban la piel del camello. La Ley antigua era la atmósfera apropiada a esta rígida naturaleza, amante de la disciplina inflexible, de los ritos sangrientos, de las minuciosas prescripciones que encadenaban el alma. Tal vez Santiago no pudo abandonar nunca los alcázares de Sión, destinados al incendio, y el espíritu nuevo de Jesús no logró borrar por completo aquellas preferencias.
La presencia de este hombre en la Ciudad Santa fue una bendición. Muchos israelitas a quienes la elocuencia de Pablo hubiera alejado de la fe, se dejaron ganar por el asceta, que, como los santos del Antiguo Testamento, hablaba la lengua de los libros sagrados y exaltaba «la ley real, la ley perfecta que condena a los prevaricadores, la ley santa que no puede ser quebrantada en un solo punto sin quedar completamente violada». Muchos judíos se convirtieron al ver que podían seguir siendo fieles a Moisés, adorando en el templo al Dios de Israel, «Padre de las luces, que se revelaba a ellos en su Hijo Jesús», como su obispo les decía. Renunciaban, ciertamente, a sus familias sacerdotales, pero Santiago hacía para ellos las veces de sumo sacerdote. En sus reuniones íntimas veíanle sentado majestuosamente sobre el trono pontifical, llevando en la frente la insignia de los descendientes de Aarón, la placa de oro con los caracteres sagrados, que decían: «Santidad de Yahvé.»
Judíos y cristianos se inclinaban delante de aquel hombre, en quien, la más alta virtud se unía al amor más exaltado de la Ley. Todos le miraban con respeto al verle pasar seco, rígido, descalzo, extenuado; todos le escuchaban reverentes cuando hablaba de «la puerta de Jesús crucificado», por la cual se llega hasta Yahvé. La multitud le oprimía para tocar el borde de su túnica; y decíase que, en una gran sequía, bastó que él levantase las manos al Cielo para hacer descender la lluvia. Su oración era incesante. Veíasele en el templo, a la entrada del Sancta Sanctórum, con la frente pegada en la tierra, sin que los mismos levitas osasen molestarle, por no interrumpir su contemplación.
Pero aun entre los convertidos del gentilismo. Santiago era una autoridad. «Columna de la Iglesia» le llamaba San Pablo, cuyo espíritu no era precisamente el mismo que el del obispo de Jerusalén. Las obras legales que Pablo rechazaba eran sagradas para Santiago. Creyóse un momento que Santiago, con ruda intransigencia, se pondría al frente de los judaizantes, pero también él cedió a la elocuencia de Pablo. Fue en el Concilio de Jerusalén. Santiago se resistía a abandonar la Ley antigua; pero no era eso lo que se reclamaba de él; bastaba que no impusiese su observancia; que él fuese al templo y conservase entre los suyos el signo de la circuncisión, mientras Pablo predicaba entre las gentes su Evangelio de libertad.
Santiago se rindió, y se rindió con toda sinceridad. Se vio unos años más tarde, cuando tuvo que intervenir en las iglesias evangelizadas por el Apóstol de los gentiles. Pablo entonces estaba prisionero. Entre tanto, sus enemigos deformaban su doctrina, torcían su pensamiento y traicionaban su enseñanza. Ya no se contentaban con rechazar las obras legales, sino que pregonaban descaradamente el principio general de la fe sin obras. El que cree no puede cometer pecado, decían aquellos juríos helenizantes, falsificadores de la justificación paulina por la fe. Y la inmoralidad se extendía como una peste. Santiago se dio cuenta del peligro, y para tajarle escribió una epístola dirigida «a las doce tribus de la dispersión». Su condescendencia llega a un límite que difícilmente se hubiera podido esperar de él. Sabe que no habla con los piadosos ritualistas de Jerusalén; recuerda que un día convino con Pablo en no imponer las ceremonias mosaicas a los convertidos; y ni un momento pierde de vista que sus lectores viven en un ambiente de cultura helénica más amplia y brillante. Deja un instante su hebreo familiar para expresarse en el griego de los literatos, en el de San Lucas, en el de los retóricos antioquenos; da a entender que ha leído los escritos del judaísmo helenizado, que le es familiar la sabiduría alejandrina y que conoce las tendencias neoplatónicas de Filón. Insiste, ciertamente, sobre la realización de la justicia, recoge los ejemplos de los antiguos santos hebreos, se inspira en los Proverbios y en los profetas; pero aunque algunos rasgos nos reflejan el espíritu que no ha logrado desprenderse de la sinagoga, se guarda muy bien de oprimir las almas con su espíritu de esclavitud. Al contrario, habla claramente de la ley perfecta de la libertad, que es el cristianismo como regla de vida, el Evangelio realizado. Por algo Lutero llamaba a este escrito grave, austero y eminentemente práctico, la «Epístola de la paja». Porque es la Epístola de la fe con obras.
Santiago no discute, como San Pablo; ni le importa tampoco profundizar en los grandes misterios de la fe; exhorta sencillamente, propone una norma de conducta, y arranca con mano airada la cizaña que consume los campos de Dios. Propone a los perseverantes «la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman, y recuerda con rudeza la ley primordial de la caridad». Estamos ya muy lejos de aquel ambiente del cenáculo, en que no había más que un corazón, un espíritu y una administración común. La insolencia de los ricos llenaba de compasión el alma del apóstol, y le inspiraba este hermoso pensamiento: «Que el hermano de baja condición se glorifique en su pobreza como en el mayor de los honores; y que el rico vea en su riqueza un motivo de humillación, porque todo pasará como la flor del heno. Sale el sol, la hierba se marchita, la flor cae y todo encanto desaparece. Así se agostará el rico en sus caminos.» Pasando a señalar los caracteres de la verdadera fe, Santiago anatematiza las teorías fatalistas que atribuyen el pecado a la acción irresistible del destino. «No—dice él—; cada cual es movido e incitado por su propia concupiscencia; la concupiscencia concibe y pare el pecado, y el pecado, al consumarse, engendra la muerte.» La fe, ciertamente, es una gracia sobrenatural, «un don perfecto, que desciende de arriba, del Padre de las luces, y regenera por la palabra de la verdad»; pero no desarrolla su virtud redentora sino a condición de que la palabra plantada en el alma arroje de ella todo fango de pecado, haciendo germinar frutos de justicia, de paz y de misericordia.» La ira inflama el corazón del apóstol al recordar el «celo amargo» de los que transforman en podredumbre la buena nueva de la Santidad, y el Evangelio de la paz en motivo de querella. Fulmina el rayo de su palabra contra aquella «sabiduría terrestre, animal, diabólica», y clama indignado: «¿De dónde nacen las luchas entre vosotros? ¿Por ventura no son las pasiones que combaten en vuestros miembros la causa de vuestra miseria? Robáis, y no tenéis nada; asesináis, y nada conseguís; lucháis, os querelláis, y sois tan miserables como antes. Adúltero, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios?»
La dureza de este lenguaje nos descubre el poder de aquella palabra entre los convertidos del judaísmo. Pero Santiago no olvida que su deber es curar las llagas abiertas; y así, después de ese pasajero desahogo, abre a los extraviados su corazón compasivo con acentos empapados en bálsamos de unción evangélica. Por su frase corre el hálito del Sermón de la Montaña: la misma sencillez en la enseñanza, la misma naturalidad en la expresión, el mismo abandono en la lógica del pensamiento, la misma gracia de las imágenes, tomadas en los campos, en las aguas y en los cielos de Galilea. La magia de los discursos del lago de Genesareth había penetrado aquella alma, aunque sin desalojar de ella el ceño austero causado por los relámpagos del Sinaí. Junto al oyente de Jesús reaparece aquí y allá el lector asiduo de los libros sapienciales; el grave moralista, cuando escribe en una pintura impresionante los peligros de la lengua; el jefe de gesto majestuoso, cuando se yergue contra el opresor del débil; y siempre, el carácter noble del hombre a quien todo Israel llamaba «el Justo», el hombre de la lealtad y la rectitud, que es el rasgo saliente de su fisonomía. Sediento de justicia y de verdad, no comprende que se pueda creer a medias, que se pueda orar con la hesitación en el corazón, con la duda en los labios. Saber hacer el bien y no hacerle, es pecar, es mentir a Dios; dudar es ser como una ola que danza en el mar. Un espíritu inconstante en sus caminos no consigue nada de Dios. Nuestro sí debe ser un sí rotundo; nuestro no, un no claro y preciso.
Toda el alma de Santiago está en esa sinceridad fundamental, en ese entusiasmo para abrazar e imponer sin reserva la vida cristiana en toda su seriedad, «la norma perfecta» de la nueva religión, «la ley reina», que hace reyes a los que la guardan. Aquí está también el origen de su inspiración literaria, de su actitud con los humildes y de su indignación frente a los que les tiranizaban. Observa la corrupción el egoísmo duro y fastuoso de los grandes de Israel; y no puede contener el anatema: «Llorad, ricos—dice, presagiando la ruina de su pueblo-; aullad sobre las miserias que van a llover sobre vosotros. Vuestras riquezas se han consumido; vuestros mantos han sido roídos por los gusanos; vuestro oro y vuestra plata se han, enmohecido, y la polilla devorará vuestra carne como el fuego. Estáis amontonando un tesoro de cólera para los últimos días. El salario del obrero que trabaja en vuestros campos clama contra vosotros, y la voz del segador sube hasta los oídos del Señor de Sabaoth. Os sumergís en el placer, vivís en las delicias de la tierra, y engordáis como las víctimas para el día del sacrificio.»
La muchedumbre escuchaba con emoción estos apóstrofes, semejantes a los de los antiguos profetas; pero los potentados rugían de cólera. Eran los aristócratas insolentes y rapaces, que compraban las dignidades del sacerdocio y se repartían los puestos del Sanedrín, y cruzaban las calles rodeados de servidores, que golpeaban con sus mazas a los transeúntes. Su odio había crucificado a Jesús, se había desencadenado contra sus discípulos, haciendo estallar la primera persecución, y ahora iba a terminar con el jefe del cristianismo judío. Era el año 62. Festo, procurador de Judea, acababa de morir. Momento propicio. Santiago, arrebatado en oración delante del tabernáculo, fue llevado a presencia de Anás, sumo sacerdote, hijo del Anás de la noche tenebrosa que precedió al 14 de Nisán. Allí mismo, en la terraza del templo, se celebró el juicio. «¡Hosanna al Hijo de David!», repetía una y otra vez el anciano, hasta que, lanzado de la altura, tiñó una vez más con sangre inocente aquellas piedras que pronto calcinaría el incendio.
Benedicto XVI nos presenta a San Felipe Apóstol
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 6 de septiembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas: Prosiguiendo la presentación de las figuras de los Apóstoles, como hacemos desde hace unas semanas, hoy hablaremos de Felipe. En las listas de los Doce siempre aparece en el quinto lugar (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14; Hch 1, 13); por tanto, fundamentalmente entre los primeros.
Aunque Felipe era de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo cual constituye un pequeño signo de apertura cultural que tiene su importancia. Las noticias que tenemos de él nos las proporciona el evangelio según san Juan. Era del mismo lugar de donde procedían san Pedro y san Andrés, es decir, de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una pequeña localidad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, el cual también se llamaba Felipe (cf. Lc 3, 1).
El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y le dice: "Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, de Nazaret" (Jn 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael —"¿De Nazaret puede salir algo bueno?"—, Felipe no se rinde y replica con decisión: "Ven y lo verás" (Jn 1, 46). Con esta respuesta, escueta pero clara, Felipe muestra las características del auténtico testigo: no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga una experiencia personal de lo anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a él para preguntarle dónde vive. Jesús respondió: "Venid y lo veréis" (cf. Jn 1, 38-39).
Podemos pensar que Felipe nos interpela también a nosotros con esos dos verbos, que suponen una implicación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael: "Ven y lo verás". El Apóstol nos invita a conocer a Jesús de cerca. En efecto, la amistad, conocer de verdad al otro, requiere cercanía, más aún, en parte vive de ella.
Por lo demás, no conviene olvidar que, como escribe san Marcos, Jesús escogió a los Doce con la finalidad principal de que "estuvieran con él" (Mc 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de él no sólo el estilo de su comportamiento, sino sobre todo quién era él realmente, pues sólo así, participando en su vida, podían conocerlo y luego anunciarlo.
Más tarde, en su carta a los Efesios, san Pablo dirá que lo importante es "aprender a Cristo" (cf. Ef 4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de él? La intimidad, la familiaridad, la cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a "venir" y "ver", es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.
Con ocasión de la multiplicación de los panes, Jesús hizo a Felipe una pregunta precisa, algo sorprendente: dónde se podía comprar el pan necesario para dar de comer a toda la gente que lo seguía (cf. Jn 6, 5). Felipe respondió con mucho realismo: "Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco" (Jn 6, 7). Aquí se puede constatar el realismo y el sentido práctico del Apóstol, que sabe juzgar las implicaciones de una situación. Sabemos lo que sucedió después: Jesús tomó los panes, y, después de orar, los distribuyó. Así realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante constatar que Jesús se dirigió precisamente a Felipe para obtener una primera sugerencia sobre cómo resolver el problema: signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.
En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua "se dirigieron a Felipe y le rogaron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12, 20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del Colegio apostólico. En este caso, de modo especial, actúa como intermediario entre la petición de algunos griegos y Jesús —probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete—; aunque se une a Andrés, el otro Apóstol que tenía nombre griego, es a él a quien se dirigen los extranjeros. Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos a acoger las peticiones y súplicas, vengan de donde vengan, y a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. En efecto, es importante saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quienes se nos acercan, sino el Señor: tenemos que orientar hacia él a quienes se encuentran en dificultades. Cada uno de nosotros debe ser un camino abierto hacia él.
Hay otra ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (...) Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.
Al final del Prólogo de su evangelio, san Juan afirma: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado" (Jn 1, 18). Pues bien, Jesús mismo repite y confirma esa declaración, que es del evangelista. Pero con un nuevo matiz: mientras que el Prólogo del evangelio de san Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.
El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores ("Hechos de Felipe" y otras), habría evangelizado primero Grecia y después Frigia, donde habría afrontado la muerte, en Hierópolis, con un suplicio que según algunos fue crucifixión y según otros, lapidación.
Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida: encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.
Benedicto XVI nos presenta a Santiago El Menor
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 28 de junio de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Al lado de Santiago "el Mayor", hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los Evangelios aparece otro Santiago, que se suele llamar "el Menor". También él forma parte de las listas de los doce Apóstoles elegidos personalmente por Jesús, y siempre se le califica como "hijo de Alfeo" (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). A menudo se le ha identificado con otro Santiago, llamado "el Menor" (cf. Mc 15, 40), hijo de una María (cf. ib.) que podría ser la "María de Cleofás" presente, según el cuarto evangelio, al pie de la cruz juntamente con la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25).
También él era originario de Nazaret y probablemente pariente de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3), del cual, según el estilo semítico, es llamado "hermano" (cf. Mc 6, 3; Ga 1, 19). El libro de los Hechos subraya el papel destacado que desempeñaba este último Santiago en la Iglesia de Jerusalén. En el concilio apostólico celebrado en la ciudad santa después de la muerte de Santiago el Mayor, afirmó, juntamente con los demás, que los paganos podían ser aceptados en la Iglesia sin tener que someterse a la circuncisión (cf. Hch 15, 13).
San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (cf. 1 Co 15, 7), con ocasión de su viaje a Jerusalén lo nombra incluso antes que a Cefas-Pedro, definiéndolo "columna" de esa Iglesia al igual que él (cf. Ga 2, 9). Seguidamente, los judeocristianos lo consideraron su principal punto de referencia. A él se le atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está incluida en el canon del Nuevo Testamento. En dicha carta no se presenta como "hermano del Señor", sino como "siervo de Dios y del Señor Jesucristo" (St 1, 1).
Entre los estudiosos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes que tienen el mismo nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago "hermano del Señor". Las tradiciones evangélicas no nos han conservado ningún relato ni sobre uno ni sobre otro por lo que se refiere al tiempo de la vida terrena de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, en cambio, nos muestran que un "Santiago", como ya hemos dicho, desempeñó un papel muy importante, después de la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (cf. Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).
El acto más notable que realizó fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, juntamente con Pedro, a superar, o mejor, a integrar la dimensión judía originaria del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, propuesta precisamente por Santiago y aceptada por todos los Apóstoles presentes, según la cual a los paganos que creyeran en Jesucristo sólo se les debía pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer la carne de los animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la "impureza", término que probablemente aludía a las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, debían atenerse sólo a unas pocas prohibiciones, consideradas importantes, de la ley de Moisés.
De este modo, se lograron dos resultados significativos y complementarios, que siguen siendo válidos: por una parte, se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, su matriz perennemente viva y válida; y, por otra, se permitió a los cristianos de origen pagano conservar su identidad sociológica, que hubieran perdido si se les hubiera obligado a cumplir los así llamados "preceptos ceremoniales" establecidos por Moisés; esos preceptos ya no debían considerarse obligatorios para los paganos convertidos.
En pocas palabras, se iniciaba una praxis de recíproca estima y respeto que, a pesar de las dolorosas incomprensiones posteriores, tendía por su propia naturaleza a salvaguardar lo que era característico de cada una de las dos partes.
La más antigua información sobre la muerte de este Santiago nos la ofrece el historiador judío Flavio Josefo. En sus Antigüedades judías (20, 201 s), escritas en Roma a finales del siglo I, nos cuenta que la muerte de Santiago fue decidida, con iniciativa ilegítima, por el sumo sacerdote Anano, hijo del Anás que aparece en los Evangelios, el cual aprovechó el intervalo entre la destitución de un Procurador romano (Festo) y la llegada de su sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.
Además del apócrifo Protoevangelio de Santiago, que exalta la santidad y la virginidad de María, la Madre de Jesús, está unida a este Santiago en especial la Carta que lleva su nombre. En el canon del Nuevo Testamento ocupa el primer lugar entre las así llamadas "Cartas católicas", es decir, no destinadas a una sola Iglesia particular —como Roma, Éfeso, etc.—, sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito muy importante, que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una pura declaración oral o abstracta, sino de manifestarla concretamente con obras de bien.
Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).
Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: "Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (St 2, 26).
A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de san Pablo, según el cual somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28). Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: "Todo árbol bueno da frutos buenos" (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.
Por último, la carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos, pronunciando siempre las palabras: "Si el Señor quiere" (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre actual para cada uno de nosotros.
(fuentes: divvol.org; vatican.va)
otros santos 03 de mayo:
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