Niñez y juventud.
Roberto nace a fines de 1561, en Horsham, muy cerca de Norwich, en Inglaterra. Isabel estaba en el trono desde hace tres años.
Su abuelo fue el comisionado real para vigilar la supresión del priorato benedictino de la Santa Fe. En una propiedad que quita a los monjes, construye su casa. Cuando joven toma parte en un falso testimonio contra Santo Tomás Moro. En los cambios religiosos de la reina María, Sir Richard Southwell navega audazmente entre dos aguas. Sobrevive a la transición por hacer sido escolta de la princesa María cuando ésta vivía en desgracia.
Su padre, también de nombre Ricardo, contrae matrimonio con Bridget Copley, de gran fortuna. El es protestante. Thomas Copley, el cuñado también fue compañero de una princesa caída, pero de Isabel. Más aún, Thomas, durante el reinado de María, toma la fe protestante. Isabel le agradeció siempre el gesto.
Sin embargo los Southwell mantienen, en su castillo, a un sacerdote católico. Por lo menos en los primeros años de Roberto. No sabemos por qué. Tal vez porque Bridget es católica. Su hermano Thomas ha vuelto a la fe de Roma al leer en 1562 las actas del Concilio de Trento. Con María se hizo protestante y con Isabel se hace católico.
La niñez de Roberto es muy tranquila. El es el menor de una familia de ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres. En todo es semejante a la de otros niños nobles de la región.
De su infancia sólo conocemos un episodio. Pequeñito, en el parque del castillo, fue raptado por una mujer gitana la que dejó en la cuna a su propio hijo. Pero un instante después el aya puso a todos en movimiento y el niño fue rescatado. Y Roberto, para ella, guarda los mejores sentimientos de aprecio. Más tarde, ya sacerdote, la busca. Con amor la reconcilia con la fe católica.
En ambiente católico.
En 1571 su madre Bridget pasa una temporada larga en casa de su hermano Thomas Copley. Roberto tiene diez años y va con ella. En esa costa sur de Inglaterra el catolicismo es fuerte y se practica la fe en muchas casas. Los sacerdotes llegan, celebran misas, instruyen y confiesan.
Poco a poco Roberto comienza a practicar la fe de su madre. Ya se habla de los sacerdotes que se forman en el continente, en el Seminario fundado en Flandes por Sir William Allen quien se ha exiliado por la fe. Bridget, cuando vuelve a Horsham deja a Roberto en casa de los tíos. Allí podrá asegurar la fe que ha encontrado.
Poco después, Thomas Copley y su familia determinan exiliarse. Para la fe es más seguro vivir en el continente. Roberto pasa a vivir a casa de su primo John Cotton ubicada en una ensenada de la costa de Warblington. La familia Cotton es muy católica. El hijo mayor, Ricardo, es alumno de un Colegio jesuita en Bégica.
En el continente.
En 1576 Roberto y su primo John atraviesan el Canal y pasan a Francia. Desde Parí el agente los hace pasar a Flandes y los entrega sanos y salvos en manos de Sir William Allen. El Diario del Colegio Inglés de Douai tiene un registro fechado el 10 de junio: “Mr Cotton y Mr Southwell, ambos hijos de nobles, fueron traídos a nosotros desde Inglaterra por el mismo agente”.
El arreglo para Roberto consiste en que él vivirá en el Colegio Inglés, pero será alumno del Colegio de la Compañía de Jesús.
En el Colegio Inglés viven ciento veinte muchachos de diversas edades, entre 15 y 25 años. Todos vienen de Inglaterra y tienen buenos estudios. Los tutores son en su mayoría graduados de Oxford. El objetivo de Sir William Allen es preparar sacerdotes para Inglaterra.
El Colegio jesuita de Douai tiene mil alumnos. Es el primero de Bélgica. El currículo es el clásico.
Roberto se matricula en Humanidades. Estudia Cicerón y algo de Virgilio, Horacio, Ovidio y Cátulo. El griego, es lo necesario para entender el Nuevo Testamento y algunas homilías de San Juan Crisóstomo. Ejercita algo el teatro y se inscribe en la academia de oratoria. Pero su afición es la poesía y los jesuitas lo alientan. Escribe en inglés y traduce al latín. Como profesor tiene al célebre P. Leonardo Lessio.
Al término del año solicita formalmente ingresar en la Compañía de Jesús. Los Superiores le piden esperar, pues es muy joven. El discernimiento debe hacerlo con más calma.
Francia.
Su tío Thomas Copley y la familia viven en Lovaina. Lo visitan y Roberto pasa unos días con ellos. Thomas Copley insiste y convence a los dos primos a trasladarse a París, al famoso Colegio jesuita de Clermont.
En París, Roberto se dirige espiritualmente con el P.Thomas Darbyshire, célebre jesuita y uno de los primeros ingleses que dieron su nombre a la Compañía.
En París dos cosas importantes suceden a Roberto Southwell. Primero, comienza a formar su estilo literario. Después, continúa con su discernimiento.
Discernimiento vocacional.
Roberto fluctúa ahora entre la Cartuja que lo atrae por sus austeridades y la Compañía de Jesús que le puede hacer posible el regreso a Inglaterra a predicar la fe. El P. Darbyshire no influye. En la oración debe encontrar el camino. Le enseña a orar. Le da los Ejercicios. La calma vuelve, pero la decisión todavía no es clara.
El 15 de junio de 1577, Roberto vuelve a Flandes. Allí tomará la determinación definitiva. Su estadía en París ha sido de seis meses.
En Douai vuelve a la carga. Ora mucho y hace penitencia. El sabe que debe entregarse, pero la consolación no llega. De nuevo trata con un jesuita, esta vez con el P. Columbus. Al fin se decide por la Compañía de Jesús.
Pide el ingreso. Pero nuevamente es postergado. Es muy joven y es inglés. No tiene la licencia de los padres. Además es aficionado a los versos.
Roma
Roberto Southwell decide viajar a Roma. Tal vez piensa en el joven Estanislao de Kostka que diez años antes viajó desde Viena a la ciudad eterna. Con el sacerdote Edmund Holt y otros tres muchachos ingleses emprende el camino. Pasan por París. En el Colegio de Clermont saluda a su amigo el P. Darbyshire, obtiene su bendición y sigue viaje.
En Roma se aloja en el albergue de los peregrinos ingleses. Se pone en contacto con el jesuita inglés P. Roberto Persons y por tercera vez postula a la Compañía.
Ingreso al Noviciado.
El 17 de octubre de 1578 fue recibido en el Noviciado de San Andrés del Quirinal. En la misma casa, hace once años ingresó en la Compañía San Estanislao de Kostka. Roberto Southwell también tiene diecisiete años.
Es un buen novicio. Se conservan algunos apuntes espirituales sobre la firmeza de su vocación y la oración de contemplación, en un hermoso inglés.
Para el segundo año de noviciado Roberto es trasladado al Colegio Romano. La formación es confiada al P. Persons.
Los estudios.
En el Colegio Romano debe repasar los estudios de filosofía, hechos con algún desorden en Douai y en París. Entre sus profesores figuran San Roberto Bellarmino, Suárez y Clavius.
En los primeros días de abril de 1580 tiene el consuelo de conocer personalmente a San Edmundo Campion. Desde Praga ha sido llamado para iniciar la gran aventura de la evangelización inglesa. Roberto lo admira. Tienen las mismas aficiones por las letras y la poesía. Los dos son jesuitas y anhelan volver a la patria. Con cierta pena, alegría y nostalgia Roberto ve partir a sus amigos, los PP. Persons y Campion, en esa misión envidiable. Les pide rogar por él para, un día, unirse en la reconquista de Inglaterra.
El 18 de octubre de 1580 pronuncia los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. “Mi alma está ahora unida al Crucificado. El parecido total es el amor. El no parecerme es el olvido”.
En 1581 da su examen final de filosofía. Se conserva el testimonio de un amigo: “Su talento y capacidad lo hicieron triunfar. Lo digo sin exageración. Fue el más brillante de todos”.
En el Colegio Inglés de Roma.
Inmediatamente Roberto es trasladado al Colegio Inglés, en el Campo de Fiori. Debe iniciar los cursos de teología en la Universidad Gregoriana y al mismo tiempo ser tutor de estudios filosóficos de sus compatriotas ingleses.
El Colegio Inglés crece. Roberto recibe con entusiasmo a los 22 jóvenes que desde Inglaterra envía su amigo Campion. Los alumnos son ahora casi setenta. ¡Qué juventud tan excelente!. Diez de estos jóvenes morirán mártires, otros veinte pasarán años en las cárceles, diez morirán antes de terminar los estudios. Solamente unos pocos vivirán ocultos predicando la fe.
Roberto anima. Escribe incansable cartas a todos, a los amigos de Francia, Flandes y Nápoles. Redacta y publica las Cartas Anuas del Colegio Inglés. La situación de la Iglesia de Inglaterra pasa a ser muy conocida y la ola de simpatía se expande por los países del continente. Solamente las autoridades de la isla se esfuerzan por aminorar los esfuerzos de los católicos.
Entre los discípulos de Roberto Southwell hay algunos verdaderamente célebres. Entre ellos cuenta a San Enrique Walpole quien muy pronto pasa a la Compañía. También están los bienaventurados George Haydock, Christopher Bailey, Edmund Duke, John Ingram, Christopher Buxton y Polidoro Plasden.
La ordenación sacerdotal
En 1585, a los veinticuatro años recibe en Roma la ordenación sacerdotal. No sabemos exactamente la fecha. De inmediato es nombrado Prefecto general de estudios y Director de la Congregación mariana en su querido Colegio Inglés.
El trabajo sigue igual. Pero el corazón de Roberto está en Inglaterra. Una y otra vez reza y discierne.
“El deseo del martirio está siempre muy presente en mí, con fuerza, humildad y devoción. Sin embargo no puedo estar seguro de que este deseo sea una garantía de dar la vida por defensa de la fe. He manifestado mis deseos al Superior, que él decida. La vida y la muerte están en tus manos, querido Jesús. Cualquiera que des no es pérdida para ti, pero la muerte para mí es ganancia. Entonces, déjame morir y venir a Ti, querido Jesús. No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú. Que se haga tu voluntad”.
La ciudad de Roma, la que quiere dejar, está en su apogeo. Ha vivido en ella casi ocho añs. Gregorio XIII es el gran pontífice que gobierna a la Iglesia. Tan amante de Inglaterra. El P. Claudio Acquaviva es el General de la Compañía, otro gigante. Roberto asiste, con gozo, a la inauguración de la Universidad Gregoriana. Toma parte activa, con sus alumnos, en la consagración de la Iglesia del Gesù. Presencia la llegada de los japoneses enviados desde Oriente. Se conmueve con el ingreso del príncipe Luis Gonzaga a la Compañía de Jesús.
El discernimiento final
En enero de 1586 envía al P. Claudio Acquaviva su informe sobre la marcha del Colegio Inglés. Al final pone un párrafo con su petición tanto tiempo discernida.
“Respecto a mí deseo agregar una sola cosa. La he rezado mucho y la deseo con toda el alma. Ha decidido usted que yo me entregue a los ingleses, aquí en Roma. Pero también puede ser decisión suya, con inspiración de Dios, que yo tenga la misma misión en Inglaterra, con el martirio como objetivo. Jamás dejaré de competir con Dios, en la oración, para conseguir esta gracia. Al Señor le pido que a usted lo conserve por muchos años”.
Al P. General le toca ahora discernir. No quiere desprenderse del P. Southwell. Sir William Allen y el P. Roberto Persons han pedido expresamente a Roberto Southwell. La misión inglesa lo necesita. Ora mucho y decide: los PP. Enrique Garnet y Roberto Southwell irán a Inglaterra.
El viaje a la patria
En la mañana del ocho de mayo de 1586 tres jinetes atraviesan el viejo puente Milvio. El P. Persons quiere cabalgar un poco con sus dos amigos. Los acompaña hasta la vía Flaminia. Les da instrucciones y los nombres de quienes pueden ayudarlos en Londres. Les suplica visitar a su anciana madre y confortarla. Los bendice y vuelve a su trabajo.
Garnet y Southwell se detienen en Loreto, después en Modena, Parma Piacenza y Milán. Siempre en casas de la Compañía. Atraviesan los Alpes y van a Francia. Los espías del gobierno inglés ya han informado de su partida. “Dos jesuitas van a Inglaterra. Los dos son muy jóvenes. El P. Southwell y el P. Garnet. Dios sea propicio”.
En junio llegan a los Países Bajos. Douai es la casa espiritual de Southwell, por mil razones. Descansan quince días. En Saint Omer, los jesuitas los reciben y les preparan la travesía hacia la patria. El 15 de julio está todo listo. Saldrán al día siguiente. San Roberto escribe su última carta del continente, a su amigo el P. John Deckers que vive en el Colegio de Douai.
“Por fin he llegado al borde de la muerte. Te pido me ayudes con tus oraciones. Bien veo adónde me encamino. El Señor es quien me envía. Yo no temo, pues El estará a mi lado para ayudarme”.
Inglaterra.
En la madrugada del día subsiguiente levantan anclas. Tienen viento contrario durante toda la noche con gran angustia de la tripulación. Al amanecer el viento cambia.
En una playa solitaria, entre Dover y Folkestone, desembarcan.
A los dos días llegan a Londres. Proceden con extrema cautela. Algunos católicos les indicaron que eran buscados. Southwell y Garnet pasan a vivir a la casa de Sir Francis Browne, convertido a la fe católica seis años antes por el P. Roberto Persons. Allí se entrevistan con el P. William Weston, el único jesuita que ha logrado eludir a los cazadores de sacerdotes.
Como el cerco se estrecha, el P. William Weston los conduce a Hurleyford a casa de Richard Bold, un recién convertido de Weston, que tiene un amplio espacio en su casa de campo. Richard Bold y su mujer viven en paz y practican fervorosamente su fe.
Los primeros planes
En Hurleyford, los jesuitas organizan todo el plan de acción. Los sacerdotes que llegan del continente son cada día más numerosos y es necesario distribuirlos en lugares seguros.
A su regreso a Londres Roberto Southwell se instala en la mansión de Lord William Vaux, en Hackney. El hijo es poeta y se aficiona a Roberto. La casa pasa a ser el centro de operaciones apostólicas. De día, ora y escribe. De noche, se desliza por las calles de Londres. Con su amigo Henry Vaux, su ángel guardián, visita a todos los católicos. Termina por conocer de memoria las calles de su querida ciudad.
Para la instrucción, formación y consuelo de sus amigos escribe numerosas cartas, libros y poemas. Tiene tiempo en las muy largas horas del día. Todos ellos son impresos en la pequeña tipografía instalada en la casa de la condesa de Arundel.
El continuo asedio
La búsqueda de las autoridades inglesas es incesante. Hay un verdadero odio por los escritos de Southwell y la fortaleza de los católicos que lo defienden. Dos veces están a punto de detenerlo.
Los cazadores llegan a las seis de la mañana. Antes que pueda dar la alarma, el piquete detiene a la portera. Southwell está en la capilla con dos sacerdotes al final de la Misa. Al ruido en el primer piso, baja Lord William Vaux y con aplomo exige guardar las espadas. Si es absolutamente necesario hacer un registro, éste debe hacerse con dignidad. Muy inglés. Después de un diálogo que trata de alargar, permite pasar a los soldados. Entretanto Lady Vaux esconde los vasos sagrados e introduce a los sacerdotes en el escondite. “Yo oí cómo ellos me buscaban. Golpearon los muros y rompieron maderas buscando el lugar secreto. No me encontraron, a pesar de estar separado de ellos por un tabique”.
La mansión es sitiada y Roberto permanece varios días en el lugar secreto. “La casa de tal manera fue vigilada que yo por muchas noches debí dormir con mi ropa puesta, en un sitio muy estrecho e inconfortable. Estoy todavía libre, pero obligado a sufrir el encierro”.
Con la condesa de Arundel.
En el mes de diciembre Roberto recibe un llamado de la condesa de Arundel, Ana Dacre, esposa del futuro Bienaventurado Felipe Howard, prisionero en la Torre de Londres, y a quien la Compañía de Jesús debe extraordinarios servicios. Ella vive en un barrio casi enteramente protestante. Con valentía Roberto va y la conforta. Decide también aceptar su invitación y trasladarse a su casa. En esa parte de Londres, los cazadores de sacerdotes no buscan presas.
Durante dos años Roberto Southwell hace allí una vida oculta y solitaria. Es un huésped venido de lejos, un pariente enfermo. Su verdadera identidad es ignorada por todos, a excepción de los señores. Cualquier criado puede denunciar por una recompensa. No se asoma a la ventana y come en su aposento. Si alguna vez sale, lo hace de noche y disfrazado de sirviente.
El apostolado lo hace, las más de las veces, a través de la condesa de Arundel, siempre dispuesta a acudir allí donde hay una necesidad o una obra buena que cumplir. El P. Roberto Southwell puede acompañarla como un miembro más de su servicio.
Campeón de la fe.
La admiración hacia Southwell crece cada día entre los católicos, y aún entre no pocos protestantes. Nadie puede explicar cómo este hombre se multiplica. Sus escritos están en todas partes.
Escribe “Una Carta de Consuelo a los Sacerdotes, nobles y laicos perseguidos por la Fe católica”. Es un documento que conmueve a los cristianos perseguidos. De inmediato va a la imprenta y es profusamente difundido. Es una carta que revive los días de la gran devoción de Inglaterra. La excelencia y ritmo de su estilo entusiasma a los ingleses. “Nuestra infancia es un sueño, nuestra juventud una locura, nuestra edad adulta un combate, toda nuestra edad muy débil, nuestra muerte un horror. Cuando Inglaterra fue católica, tuvimos gloriosos confesores, hoy nuestra gloria son los mártires”.
Escribe también una carta hermosísima a Felipe Howard, el conde de Arundel, prisionero en la Torre y sentenciado a muerte desde el 18 de abril de 1589. En esa carta expone sus mejores sentimientos y argumentos. La gracia del martirio es el mejor medio para demostrar a Dios el amor hacia El y a la Iglesia. Es un documento entre dos Santos. La carta de San Roberto Southwell sostiene de una manera increíble a San Felipe Howard once años, hasta su santa muerte en la carcel, el 19 de octubre de 1591.
Roberto tiene en Londres una serie de sacerdotes trabajando con él. Del Colegio Inglés de Roma están sus antiguos alumnos Richard Leigh, Christopher Buxton, Robert Moreton, futuros mártires, Robert Charnock y Robert Gray. Del Colegio de Rheims llegan dos magníficos misioneros, Anthony Middleton y William Gunter, quien también será mártir. Todos están alojados por él en una casa de la condesa de Arundel, en Londres.
San Roberto escribe al P. General: “A pesar de todo, la fe crece en la tormenta, y nuestra Arca de Noé exultante remonta las olas”.
La Invencible Armada.
La invasión de Inglaterra por la fe, conmueve a San Roberto. Todo el mundo sabe que Felipe II prepara la Invencible Armada. Los ingleses no quieren la guerra. Sólo anhelan paz y libertad. San Roberto sufre, porque a los católicos se los quiere presentar como a enemigos de su propia patria. El se multiplica. Habla y escribe. El inglés católico es fiel y obediente a la reina. No quiere su derrota.
En septiembre de 1588 el peligro ha terminado. Hay un suspiro de alivio. Pero pronto se transforma en nueva angustia. La persecución religiosa atemperada por el peligro y el deseo de asegurar la simpatía de la población, se hace ahora más dura. Una carta de San Roberto al P. Acquaviva da un muy buen testimonio.
“No sé si el llorar en soledad las penas de mi tierra sea mejor que exponer su miseria a las naciones extranjeras. Yo sé que la historia de nuestros sufrimientos mueve a la piedad. Tengo mucho miedo de que la tiranía de nuestros perseguidores será un mayor daño para el nombre de Inglaterra que la gloria por la valentía de los mártires. Cuando el peligro de la guerra termina y la armada es dispersada, nuestros gobernantes vuelven los ojos a nosotros. El odio hacia los españoles se descarga sobre los ingleses. Los infortunados que caen en prisión son llevados con violencia a las cortes. Allí son examinados. No, sobre lo que han hecho, sino sobre lo que pensaban hacer. ¿Qué intenciones habrían tenido si la derrota hubiera caído sobre Inglaterra?. Si uno se niega a contestar, es acusado de rebelión y traición. Si alguno dice que nunca hubiera actuado contra la reina y el país, es considerado hipócrita y mentiroso. La única respuesta que esperan los jueces es la que sirve para llevar a la condenación. No se saca nada con atestiguar firmemente la obediencia y lealtad a la reina. Los sacerdotes dicen que han sido ordenados y que no recuerdan el nombre del obispo. Los laicos aseguran que desean luchar por la reina y el país, contra todos sus agresores. Esas respuestas de nada valen. Los jueces deciden la muerte sólo porque son sacerdotes, porque han ayudado a sacerdotes o porque se han reconciliado con la Iglesia de Roma”.
Entre los que sufren condenas están sus sacerdotes amigos William Gunter y Richard Leigh. En las dos sentencias San Roberto está presente.
Los condenados por el desastre de la Invencible Armada son treinta y tres.
Ministerios.
“Todo el viaje lo hice a caballo, recorriendo una gran parte de Inglaterra en los días más duros del año. Escogí los peores caminos y el clima más riguroso. Con torrentes de lluvia y viento los mensajeros de la reina no vigilan. Camino sin preocuparme del frío. Las tormentas que levantan los enemigos son más temibles. Pero lo peor de todo es el frío del alma. Ruegue por mí, para que algún día pueda cabalgar tranquilo, para que pronto llegue la primavera y las flores de nuestros campos entreguen a todos su aroma. Deseamos esto con toda el alma, en esta nación pedregosa y desierta. Cada seis meses hacemos una confesión general el uno con el otro, y renovamos los votos. En esto tenemos consolación, en la montaña de trabajos”.
Uno de los ministerios preferidos de Roberto es el visitar las cárceles. Con uno u otro pretexto se las arregla para llegar a los prisioneros. A veces como un criado de la familia que envía algún socorro. Otras veces, disfrazado de pariente. Siempre alegre, siempre servicial. Para todos es consuelo.
No descansa. Visita a los católicos fieles, también a los débiles. Confiesa, dice Misas, predica y escribe sermones y poemas.
En octubre de 1589 escribe una carta muy larga a su padre, Richard Southwell que ha tenido la debilidad de aceptar exteriormente prácticas de la nueva fe. Todo por las deudas contraídas. San Roberto lo insta a volver y a mantenerse firme en la fe católica.
Con los jesuitas recién llegados, Edward Oldcorne, futuro mártir beatificado y John Gerard, compañero inseparable, recorre de nuevo buena parte de Inglaterra. El Superior, el P. Enrique Garnet envía con ellos al fiel carpintero San Nicolás Owen para que prepare los escondites.
Así, el nombre del P. Roberto Southwell pasa a ser conocido como uno de los más célebres jesuitas, entre los perseguidores y los católicos perseguidos.
En 1589 y 1590 San Roberto asiste a muchas muertes. Entre los mártires, están sus amigos sacerdotes Christopher Bailey, Anthoney Middleton y Edward Jones. Pero a quien se busca es a él, Roberto Southwell, “el Jefe principal de los Papistas”.
Se estrecha el cerco
En el año 1591 las autoridades terminan por estrechar el cerco sobre Roberto Southwell. Ya no tienen dudas. El es el principal causante de la resistencia católica. El el autor de los impresos que corren en Londres e Inglaterra. Urge detenerlo y su captura es recomendada a los principales espías y cazadores de sacerdotes.
En el primer semestre de ese año Roberto Southwell y su compañero jesuita John Gerard, a caballo recorren buena parte del país. El 14 de octubre regresan a Londres para asistir a la reunión convocada por el P. Enrique Garnet. Es un retiro de oración y renovación de votos. Se reúnen once jesuitas en la casa de San Roberto. Garnet da las pautas de oración y después señala las nuevas misiones. Es una muy buena organización del Superior. El día 18, festividad de San Lucas, aniversario del ingreso de Roberto renuevan todos los votos de la Compañía. En la misma tarde se despiden los primeros cuatro sacerdotes.
A las cinco de la mañana del día 19, cuando los sacerdotes restantes están en Misa y oración, a punto de dispersarse, las calles que rodean la casa son bloqueadas. El inmenso portón de entrada es violentado y los cazadores pretenden entrar al patio. Los sirvientes con horquetas los rechazan. El tumulto es grande.
Dejemos la palabra al P. John Gerard, presente ese día:
“El P. Roberto Southwell estaba al comienzo de la Misa, los demás estábamos en oración. De repente oí el alboroto en la puerta principal. También oí a los sirvientes que impedían el acceso. El P. Southwell también oyó el griterío. De inmediato adivinó lo que estaba sucediendo. Rápidamente se sacó los ornamentos y desmontó el altar. Mientras lo hacía, nosotros tomamos todas nuestras cosas. No dejamos nada que pudiera delatar la presencia de un sacerdote. Algunos salieron y dieron vuelta los colchones de las camas para engañar a los que fueran a inspeccionarlas. Afuera, los rufianes gritaban y chillaban, pero los sirvientes sostenían la puerta. Dijeron que la dueña de casa estaba en el piso superior, pero que vendría a conversar. Este forcejeo entre sirvientes y asaltantes nos dio tiempo para acarrear todo y meternos en el estrecho escondite secreto.
Cada uno de nosotros procuró que los cálices, ornamentos y cualquier signo religioso fueran llevados al escondrijo. La dueña de casa se ocultó para no ser detenida y tener que dejar solos a sus pequeños hijos. La hermana menor se hizo pasar como responsable.
Los cazadores buscaron en toda la casa. Dieron vuelta todo lo imaginable. Cada cosa fue examinada rigurosamente, los guardarropas, los baúles y también las camas. Por suerte no revisaron los establos donde estaban ensillados los caballos. Después de horas, Ana Vaux los invitó a desayunar. Comieron y se fueron.
Cuando no hubo peligro, salimos como Daniel desde el horno. El escondite estaba bajo la tierra y el agua cubría totalmente el suelo. Yo estuve con los pies en el agua todo el tiempo. Allí estaba también el P. Garnet, el P. Southwell, el P. Oldcorne, el P. Stanney y yo. También con nosotros, dos sacerdotes seculares y tres laicos”.
En los últimos meses de 1591 Roberto Southwell escribió su “Una Humilde Súplica” dirigida a la reina Isabel. Este documento de 50 páginas es una conmovedora apología de la lealtad de los católicos y un llamado angustioso a cesar la persecución. La imprenta se encarga de reproducirlo y de hacerlo llegar a todos los ingleses. Los fieles a la antigua religión quedan confortados; las autoridades se afirman en el odio.
En la casa clandestina de Londres ordena sus escritos y los da a la imprenta. Su célebre poema “El dolor de Pedro” lo dedica “A mi benemérito y querido pariente, el maestro W.S” y lo firma “Tu amante primo, R.S.”. Para los críticos ese primo es el escritor William Shakespeare, inclinado a la fe católica. Son muchos los argumentos que avalan este juicio. Por lo demás, Shakespeare siempre admiró la poesía de Southwell.
Traicionado.
En 1592 es traicionado. En el pequeño pueblo de Woxingdon vive la familia Bellamy, católica, dirigida antes por el P. Persons y ahora por Southwell. La hija, Ana Bellamy, fervorosa católica, es detenida. Prisionera en la Torre de Londres, es violada y espera un hijo. A los tres meses, en abril de 1592 cede a los tormentos. Para obtener la libertad, acepta ser instrumento para la captura del P. Roberto Southwell. Richard Topcliffe, el más célebre cazador, se encarga de hacer cumplir el compromiso.
Ana Bellamy pide al Padre que la visite, pretextando tratar cosas de su alma. El Padre acude y es recibido con la cordialidad de siempre. Confiesa, celebra la Misa y da la comunión a los de la casa. Pero, a medianoche Topcliffe y un grupo armado llegan a la casa. No es posible huir y todos se reúnen en el gran hall. El cazador no conoce a Southwell, pero su porte es semejante al que le han contado.
¿Quién es usted?, pregunta Topcliffe. “Un huésped”, responde Southweell.
Topcliffe grita: “Ud. no tiene derecho a usar esa palabra. Ud. es sacerdote, un traidor y jesuita”.
Southwell contesta: “Eso, usted debe probarlo”. Dice esto para no comprometer a la familia.
En el grupo de Topcliffe hay un renegado católico. Este jura que es Southwell y que él lo ha visto celebrar la Misa. El cazador, entonces lo detiene. Como el prisionero es importante el jefe de guardia escribe de inmediato a la Reina:
“Persuádase Su Majestad, que nunca he logrado apresar a una persona más importante”. Y solicita la licencia para iniciar torturas. Es el 5 de junio de 1592.
Prisión.
La prisión y el lugar de tormentos, en los primeros días, es la propia casa de Topcliffe, en Westminter. No sabemos exactamente cuál haya sido el instrumento usado para atormentar a Southwell.
El P. John Gerard anota: “Era un instrumento muchísimo peor que el ecúleo. Suspendían al Padre en una pared, atándole las muñecas con unos hierros que tenían una argolla afilada. Por ser la celda muy baja, para que los pies no llegaran al suelo, le doblaban las piernas amarrándolas a los muslos. Así podían tenerlo colgado, por horas, hasta producir el desmayo. Desmayado, lo soltaban y lo hacían volver en sí con aguardiente provocándole vómitos de sangre. Y luego volvía el tormento”.
El mismo P. Roberto Southwell, en el tribunal, poniendo a Dios por testigo y ante Topcliffe, presente, aseguró que se le había sometido diez veces a ese tipo de tortura.
En la Torre de Londres
El 30 de junio de 1592 es trasladado a la cárcel de Gatehouse y allí arrojado en el subterráneo. A los dos meses le presentan ante los jueces. Su estado es verdaderamente lastimoso. Cubierto por parásitos, conmueve aún a los más endurecidos.
Su padre, Richard Southwell aterrado, se presenta a la Reina y le suplica acordarse de que su hijo ha nacido noble. Si es culpable, que sea condenado. Pero suplica que no lo dejen morir de esa forma en la cárcel.
Accede la Reina a que el padre le entregue ropa y libros, pero será trasladado a la Torre de Londres con estricta incomunicación. Southwell recibe un breviario y las obras de San Bernardo pedidas por él.
Dos años y medio permanece en la Torre. En el breviario, escribe con una aguja:
“Mi Dios y mi todo. Dios se dio a ti. Entrégate tú a EL”.
No sabemos m s acerca de esos largos meses.
Sabemos, eso sí, que estuvo preso en un sitio cercano al de San Enrique Walpole y al de San Felipe Howard. Su Superior, el P. Enrique Garnet, escribió más tarde a Roma:
“Mientras estuvo allí jamás pudo celebrar Misa ni confesarse. No pudo hablar con nadie que pudiera darle algún consuelo. Y sin embargo llegó al juicio y a la condena con un ánimo entero, tranquilo y dueño de sí. Como si hubiera estado en compañía de amigos y gozado de una celebración”.
Las acusaciones.
A los dos años y medio es enviado a la prisión de Newgate, la más dura de las cárceles inglesas. Tres o cuatro días permanece en el Limbo, la celda subterránea donde los condenados esperan el llamado del verdugo. El carcelero le hace entrega de una cama y de unas candelas las que ha hecho llegar un católico desconocido. El 20 de febrero de 1595 es conducido al tribunal.
Al llegar, Southwell saluda cortésmente. No conoce al Presidente. Alguna vez ha visto al Procurador general. Y muchas veces a Richard Topcliffe.
Se le acusa formalmente de haberse ordenado sacerdote fuera de Inglaterra, no obstante las leyes del Reino. De haberse hospedado en casa de los Bellamy para sus ministerios.
El P. Roberto Southwell responde con serenidad: “No niego que he regresado a Inglaterra, aún conociendo las leyes que lo prohiben. Tampoco niego que yo soy sacerdote por autoridad del Romano Pontífice. Más bien doy gracias a Dios por ello. Invoco a Dios por testigo de que al regresar a mi patria no he tenido ni el más m¡nimo pensamiento de perjudicar a la reina, al país o a la seguridad pública, sino sólo el deseo de hacer bien a las almas”.
El Presidente interrumpe con violencia: “No se trata de responder a la acusación. Usted debe declarar si se reconoce culpable, o no”.
Southwell dijo: “No soy culpable de ninguna traición”.
Los jueces llevan la interrogación al terreno de la restricción mental. El P. Roberto Southwell es acusado de haber enseñado a Ana Bellamy de que ella puede asegurar, aún bajo juramento, no haberlo visto. Es una doctrina pestilencial, dice el fiscal, capaz de arruinar a cualquier gobierno.
Southwell responde: “Permítanme demostrar que ustedes no son buenos súbditos ni amigos fieles de la reina”.
“Hágalo”, dice el fiscal.
Southwell inicia su argumento: “Supongamos que la reina, injustamente perseguida por un rey enemigo, se refugia en un escondite conocido sólo por ustedes. Díganme ¿qué deberían ustedes hacer en conciencia, si quisieran obligarlos a delatarla?. ¿Serían malos súbditos si juraran no saber nada?.
El fiscal, sorprendido, dice: “Su caso es diferente”.
“No, señor, es el mismo”, responde Southwell, “solamente están cambiadas las personas”.
Después el fiscal ante los doce jurados, diserta sobre las palabras de Cristo: “Dad al César lo que es del César”. Con ello pretende demostrar que la reina no tiene en la tierra ningún superior, en lo humano y en lo divino. Dice también que el acusado, obedeciendo al Papa, se ha rebelado contra su legítima soberana. Se ha convertido así en su enemigo.
San Roberto Southwell contesta: “Muy justo es, que se dé al C‚sar lo que es del César. Ni yo, ni ningún católico, negamos a la reina lo que en justicia se debe a un príncipe temporal, que es lo que exactamente significa la palabra “César”. Pero, ¿dónde queda la otra parte de las palabras de Cristo: “Dad a Dios lo que es de Dios”?. ¿En qué Evangelio encuentra el señor fiscal que la religión, la fe, las almas y cuanto es necesario para la eterna salvación, como son los Sacramentos, y el orden sobrenatural y divino, pertenece a un príncipe temporal?. ¿Dónde ha leído que Cristo haya dado la investidura del reino espiritual y el poder de las llaves a otra persona que no sea Pedro, y en Pedro a sus legítimos sucesores?. ¿No sería mejor repetir aquí las palabras de los Apóstoles ante el Concilio: Juzgad vosotros si debemos obedecer a los hombres antes que a Dios?
Condenación a muerte.
El jurado está ausente sólo un cuarto de hora. El presidente impone silencio y lee la sentencia: muerte.
Al día siguiente el carcelero le avisa que debe prepararse para el suplicio.
“Gracias por la noticia. Es lo mejor que yo puedo recibir en este mundo”, le contesta Southwell. Y le regala su birrete de jesuita.
El carcelero, a pesar de ser protestante, tiene en mucho aprecio este regalo. Jamás quiso cederlo, por más que los católicos se lo pidieran con ruegos, razones y ofertas.
Martirio.
Antes de salir a Tyburn, el lugar de la ejecución, le dan a beber un brebaje. No lo rechaza, lo bebe entero. “Gracias, está muy bueno. Esto alegra el corazón”.
Afuera, en el crudo aire matutino, con un nudo en la garganta, él contempla la carreta en los adoquines. “Es un buen púlpito para un siervo tan inútil”. Un campesino, que espera con la multitud dice: “Dios te bendiga y te dé fuerzas”.
La procesión continúa siguiendo la pendiente de las aguas servidas. Una joven, una de sus primas, se acerca a pesar de los guardias, se arrodilla y dice: “Padre Roberto, ruegue por mí para que yo pueda seguir por el camino que usted me enseñó”.
El la bendice, con sus manos atadas: “Querida prima, gracias. Yo te ruego rezar por mí”.
Después le dice que tenga cuidado con el barro que levantan los caballos. Pero como ella sigue junto a él, le insiste en que no debe arriesgarse. “Ellos te van a detener y te pondrán en prisión”.
Cruzan el río y apuran el paso en el campo abierto. Hay mucha gente en el camino. Roberto, tratando de sonreír con esfuerzo, saluda siempre. Su porte esbelto y joven, los cabellos rubios y los tristes ojos azules gana a muchos. Es el condenado más simpático que han visto las multitudes en el último tiempo.
Al llegar a Tyburn, el verdugo le enjuga la cara y las manos con un pañuelo. Roberto mira hacia la multitud. Parece buscar a alguien. Después hace un ovillo con el pañuelo y lo tira hacia la persona que buscaba.
En el cadalso pregunta al verdugo si puede decir unas palabras. Sí, por supuesto. Hace el signo de la cruz y habla: “Cuando vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos; en la vida y en la muerte somos del Señor”.
El ayudante del capitán lo interrumpe: “Termina, pide a Dios que tenga misericordia de ti”.
Con calma Roberto le suplica: “Déjeme hablar, diré solamente unas palabras. No diré nada ofensivo de la reina ni del estado”.
Es evidente que la gente quiere oírlo. Lo dejan.
“He llegado aquí para el último acto de mi pobre vida. Ruego y suplico a nuestro Salvador Jesucristo, por cuya pasión y muerte espero salvarme, que me perdone todos los pecados de mi vida. Confieso que soy sacerdote católico de la Santa Iglesia de Roma y pertenezco a la Compañía de Jesús. Doy gracias a Dios por ello”.
De nuevo es interrumpido. Esta vez es el capellán de la Torre: “Usted acepta los decretos del Concilio de Trento. Según ellos nadie puede estar seguro de obtener la salvación. Si usted dice que será salvado, está contradiciendo al Concilio. Si usted tiene dudas, también nosotros debemos dudar necesariamente”.
San Roberto le dice: “Querido señor ministro, por favor, déjeme terminar. Por el amor de Dios, déjeme hablar”. El ministro no quiere hacerlo, pero la multitud comienza a gritar: “Déjenlo. El rezará por la reina, dejen que lo haga”.
Siguiendo los deseos de la turba, San Roberto dice:
“Respecto a la reina, el Dios Omnipotente sabe que jamás intenté algo contra su persona. Todos los días he rezado por ella. En este corto tiempo que me queda de vida yo imploro al Todopoderoso, por su tierna misericordia, por su sangre preciosa y por sus gloriosas llagas que le dé a ella el poder usar todos los dones y gracias que el mismo Dios y la Naturaleza le han dado. Pido que ella pueda agradar y glorificar a Dios, que pueda conseguir la felicidad de nuestro país y que obtenga la salvación del cuerpo y del alma. Encomiendo además a Dios Todopoderoso a éste mi pobre país para que por su infinita misericordia conozca la verdad y lo glorifique. Por último, pido a Dios por mí¡. Esta es mi muerte. Es el fin de esta pobre vida y el inicio de la vida eterna”.
El capellán y los oficiales no lo dejan terminar. Con gritos le dicen que no ha pedido perdón de sus crímenes a la reina. Ya un poco cansado contesta:
“Si yo he ofendido a la reina con mi regreso, humildemente deseo que lo olvide. Yo acepto este castigo con agradecimiento. Pido a todos los católicos que recen conmigo para no turbarme y debilitarme en este trance. He vivido y ahora muero como católico”.
El verdugo se acerca entonces con la capucha de cuero y la soga. Roberto se vuelve a él y le ayuda a desenredar el nudo. Levanta el mentón para que pueda colocarla. Después dice:
“Santa María, siempre Virgen, los ángeles y los santos me ayuden”.
Cuando pronuncia las palabras: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”, el verdugo quita el carro y Roberto queda en la horca. Sin embargo el lazo no está bien puesto y por lo tanto no aprieta totalmente la garganta. Queda suspendido, vivo, medio ahogado, con los ojos abiertos, y el rostro sereno. Con la mano derecha hace el signo de la cruz. Con esfuerzo dice: “En tus manos, Señor…”.
El verdugo se cuelga, entonces, de sus piernas. En ese momento muere.
De inmediato le abre el pecho y le saca el corazón para mostrarlo al pueblo. Rompe los miembros, conforme a la sentencia y los echa al caldero.
Es el 22 de febrero de 1595 y Roberto tiene 33 años.
Glorificación.
San Roberto Southwell es canonizado el 25 de octubre de 1970 conjuntamente con San Edmundo Campion, San Alexander Briant, San Enrique Walpole y con otros cuatro ingleses y dos galeses, todos mártires jesuitas. También el mismo día es canonizado San Felipe Howard, el esposo de la condesa de Arundel en cuya casa vivió San Roberto Southwell.
(fuente: www.cpalsj.org)
otros santos 21 de febrero:
- San León Karasuma
- San Germán de Granfeld
- San Pedro Damián
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