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jueves, 28 de febrero de 2013

28 de febrero: San Román, abad

Martirologio Romano: En el monte Jura, en la región lugdunense de la Galia, sepultura del abad san Román, que, siguiendo los ejemplos de los antiguos monjes, primero abrazó la vida eremética y después fue padre de numerosos monjes (460).

Son escasas las noticias que han llegado hasta nosotros de este ilustre ermitaño y célebre fundador de Monasterios, sobre todo de su juventud y formación intelectual. Parece que apenas tenía estudios pero sí gozaba de una sabiduría e inteligencia nada comunes y que en su hogar familiar había recibido una esmerada educación cristiana que, a pesar de las no pocas dificultades por las que el trajín de la vida le arrastró, jamás llegó a olvidar.

Su vida se mueve en aquellos años tan difíciles cuando el Imperio Romano de Occidente se desmorona y cuando los pueblos bárbaros venidos del norte de Europa amenazan avasallarlo todo. De hecho reina la barbarie y la desolación. El cristianismo que hace poco ha conocido los aires de la libertad, al poder celebrar sus actos fuera de las catacumbas, encuentra ahora este enemigo al que tan sólo le interesa el materialismo y la barbarie, polos opuestos a la dulzura y valores eternos que predica la fe de Jesucristo.

La Divina Providencia iba dirigiendo los pasos de Román y poco a poco le hacía ver que aquella vida que llevaba no podía satisfacer ni llenar las ansias de su corazón. Estaba dotado de un carácter vivo, fogoso y expansivo. Por otra parte también le arrastraba la soledad y la entrega a Dios en el silencio y la oración. ¿Quién vencerá la batalla?

Es ordenado sacerdote en Besancón por el ilustre Hilario de Arlés en tiempos tan difíciles para la Iglesia. No por cobardía, sino por necesidad interior, renuncia a todas las prebendas que podía ofrecerle su Ordenación sacerdotal y se retira a la soledad para vivir la vida eremítica. Allí pasa unos años no teniendo otra compañía que los árboles, las plantas y algunos animales. Toda su jornada la pasa entregado a la oración, a la mortificación y hace también algunos trabajos manuales.

Pronto se enteran algunos hombres, igual que él hambrientos de vida de mayor entrega al Señor, y le piden los acepte en su compañía... Así van echándose los cimientos de aquel género de vida que llamará la atención por aquellos alrededores y que será foco de virtudes cristianas. Román conocía bien la vida y escritos de los Padres del Desierto de Egipto, la Tebaida, etc... y pensó que, sin abandonar su Patria, en la misma Galia, podía él y los suyos organizar el mismo género de vida que aquellos Padres... De aquí surgió su célebre convento de Condat que será después la semilla de otros muchos Monasterios o una especie de lauras aglutinadas en torno al abad o padre espiritual de todo el Monasterio.

Cierto día se sumó a aquellos monjes el mismo hermano de Román, llamado Lupicino, que después también será inscrito en el Catálogo de los Santos. Entre los dos llevaban la dirección del Monasterio. Lupicino era más fogoso que Román y a veces era un tanto duro en las penitencias que él se imponía y quería también para los demás. Entonces aparecía Román, y con su gran bondad, traía la paz y descargaba a los monjes de penitencias exageradas.

Gracias al buen hacer de Román no hubo nunca excisiones en el Monasterio y todos vivían como verdaderos hermanos, teniendo, como dice el libro de los Hechos "un mismo sentir y siendo todo común entre ellos".

Román también supo ser duro e intransigente con los príncipes y nobles cuando veía que los derechos humanos y de la Iglesia eran pisoteados por ellos. Condat se había convertido en una de las escuelas más famosas de su tiempo y de allí salían fervorosos misioneros y trabajadores para todo los campos en la viña del Señor. Famosos se hicieron aquellos cenobios por su sabiduría, copia de códices, enseñanza de idiomas antiguos, composición de preciosos tratados de vida espiritual y obradores de muchos prodigios. Lleno de méritos expiraba el año 460.

(fuente: es.catholic.net)

miércoles, 27 de febrero de 2013

27 de Febrero: San Gabriel de la Dolorosa, Patrón de la Juventud Católica Italiana y de la región de Abruzzo

El 1 El primero de marzo de 1838 nació en el pueblecito de Asís (Italia) un niño llamado Francisco que, como el famoso fundador de los franciscanos, llegó a ser santo. Era el undécimo de trece hermanos y quedó huérfano de madre a los cuatro años.

Francisco (que tomó mas tarde como nombre religioso Gabriel de la Dolorosa) tenía un "temperamento suave, jovial, insinuante, decidido y generoso, poseía también un corazón sensible y lleno de afectividad... Era de palabra fácil apropiada, inteligente, amena y llena de una gracia que sorprendía..." (Fuentes, p. 24s).

De estatura más bien alta (medía 1,70 metros), tenía "buena voz, era ágil y bien formado" (ib.).

Con su familia se trasladó a Spoleto donde, como el otro Francisco, era un líder de los jóvenes. Allí fue a la escuela de los hermanos de las Escuelas Cristianas, y al liceo clásico con los jesuitas. Le agradaba mucho el canto, y consiguió premios en poesía latina y en las veladas teatrales. Era un joven dinámico, con una gran pasión por su fe cristiana. En su habitación había colocado una escultura de la Piedad para su veneración íntima .

Cuando iba al teatro Meliso con su padre, muchas veces salía a escondidas para ir a rezar bajo el pórtico de la catedral, que estaba muy cerca; después regresaba antes de que concluyera la función para salir con los demás espectadores. Algunas veces usaba cilicio y se sabe que en una ocasión rechazó las proposiciones deshonestas de un libertino, amenazándole con una navaja.

Interviene la Virgen María

El 22 de agosto de 1856 estaba asistiendo a la procesión de la "Santa Icone", una imagen mariana venerada en Spoleto, cuando la Virgen María le habló al corazón para invitarle con apremio: "Tú no estás llamado a seguir en el mundo. ¿Qué haces, pues, en él? Entra en la vida religiosa" (Fuentes, p. 208). El 10 de septiembre de 1856 entró en el noviciado pasionista de Morrovalle (Macerata) y tomó el nombre religioso de Gabriel. Tenía solo 18 años. Su entrega fue con todo su corazón y en la vida religiosa encontró su felicidad: "La alegría y el gozo que disfruto dentro de estas paredes son indecibles" (Escritos, p. 185). Sus mayores amores eran Jesús Crucificado, la Eucaristía y la Virgen María.

Muerte

En el convento de Isola, cuando los primeros rayos del sol entraban por la ventana de su celda en la mañana del 27 de febrero de 1862, Gabriel, sumido en éxtasis de amor y rodeado por los religiosos que lloraban junto a su lecho, abandonó la tierra y fue al cielo, invitado por la Virgen María.

Treinta años más tarde, El 17 de octubre de 1892, se iniciaron lo trámites para inscribirlo entre los santos ya que la devoción de los fieles y los milagros que realizaba eran muchos.

Fue canonizado por Benedicto XV en 1920. Declarado copatrón de la juventud católica Italiana, 1926 Patrón principal de Abruzo en 1959.

Santa Gemma al leer la vida de San Gabriel de la Dolorosa quedó profundamente vinculada espiritualmente con él y este se le apareció en muchas ocasiones para guiarla y consolarla.

Santuario de San Gabriel en Italia: Como llegar: Desde Roma: Autostrada A/24 dirección Teramo, salida "S. Gabriele", a 3 km está el Santuario.

(fuente: www.corazones.org)

martes, 26 de febrero de 2013

26 de febrero: Beata Piedad de la Cruz Ortiz y Real

El fruto de la perseverancia

Madrid, 26 de febrero de 2013 (Zenit.org) escrito por Isabel Orellana Vilches

La incertidumbre es frecuente en la vida santa. Acompaña al aparente fracaso de un sueño que no logra materializarse. Son momentos de prueba en los que un alma se da de bruces contra las cuerdas de la soledad y el vacío, ya que la porción del camino que desea recorrer, el único que ve, se le resiste y no sabe por qué. Acude a la oración, pregunta, demanda una respuesta para conocer los pasos que debe seguir, y puede que durante un tiempo la respuesta no sea más que el silencio. Pues bien, a la obstinada pirueta de un destino que parece ponerse en contra de grandes ideales hay que responder siempre con fe y confianza. Es el testimonio que han dado los discípulos de Cristo. El compendio de tantas biografías marcadas por esta experiencia revela su más completa disponibilidad y perseverancia ilimitada en su empeño. Dios, que conoce lo que está dentro del corazón de cada cual, que tiene constancia hasta del último de nuestros cabellos, permite circunstancias que la razón no entiende porque la explicación de los sucesos no discurre por esos derroteros. A quienes persisten en sus ruegos, a su debido tiempo, cuando Él juzga oportuno les da la luz y erradica los escollos, como hizo con esta beata.

Tomasa, que ese era su nombre de pila, nació en Bocairente, Valencia, España el 12 de noviembre de 1842. Era la quinta de ocho hermanos. Sintió la llamada a la vida religiosa cuando realizó la Primera Comunión: «Cuando recibí por primera vez la Sagrada Comunión, quedé como anonadada y experimenté que Jesús me llamaba a la vida religiosa». En esta época solía enseñarse a bordar y a recitar, y ella mostró buenas dotes no solo para la confección y la poesía sino también para la música como constataron en el colegio de Loreto donde estudiaba. Pero la formación genuina, tanto humana como espiritual, se la proporcionaron las religiosas de la Sagrada Familia de Burdeos en Valencia. La época no era propicia para los que optaban por la consagración. Por eso, pero sobre todo porque la providencia la había elegido para otra misión, las puertas del convento parecían cerradas para la beata, pese a que intentó en varias ocasiones cumplir su anhelo una vez que su familia dejó a un lado su oposición. Pretendió ingresar con las carmelitas descalzas de Onteniente, y la enfermedad dio al traste con su aspiración. Fue un obstáculo que la obligó a regresar a su casa paterna. Y otro tanto le aconteció con las carmelitas de la caridad de Vich ya que estando junto a ellas contrajo el cólera. Entonces sus padres habían fallecido. De hecho, no dio ningún paso hasta que los perdió; había vivido consagrada a su cuidado mientras asistía a pobres y enfermos. En este proceso de búsqueda –-ya había hecho voluntaria renuncia al matrimonio–, y dado que no identificaba el camino que debía emprender, sino muchos impedimentos a lo que se proponía, halló empleo como obrera textil en Barcelona y sirvió en el colegio de las mercedarias de la enseñanza. Intacto conservaba su deseo de consagración que decidió llevar adelante aunque tuviera que hacerlo fuera de un convento. Luego estuvo en Benicassim, en el desierto de Las Palmas pensando que quizá podía dedicarse a una especie de consagración eremítica. Su confesor no lo veía claro, y ella misma se dio cuenta in situ de que tenía razón. Así que volvió a Barcelona con el peso de su incertidumbre: «Tuya, Jesús mío, tuya quiero ser, pero dime dónde». La respuesta llegó a través de una experiencia mística. El Sagrado Corazón de Jesús le mostró su hombro izquierdo ensangrentado, diciéndole: «Mira cómo me han puesto los hombres con sus ingratitudes, ¿quieres tú ayudarme a llevar esta cruz?». Ella respondió como Samuel, sin dudar: «Señor, si necesitas una víctima y me quieres a mí, aquí estoy, Señor». Entonces, el Redentor le dijo: «Funda, hija mía, que de ti y de tu Congregación siempre tendré misericordia». Aún le quedaba por saber dónde se iniciaría la obra.

Y obedeciendo a la sugerencia del obispo Jaime Catalá, se dirigió a su confesor determinada a cumplir sus indicaciones. La escasez de vocaciones y las necesidades que se presentaron en su tierra, anegada por la destructiva inundación del río Segura que arrasó la huerta murciana en 1884 como en 1879 lo hiciera la riada de Santa Teresa, fueron determinantes para encaminar sus pasos hacia allí. Y las inmediaciones de Alcantarilla alumbraron el nacimiento de la primera comunidad de terciarias de la Virgen del Carmen. Lidió con el cólera prodigando cuidados a los enfermos y niñas huérfanas en un pequeño centro sanitario que denominó «La Providencia». Aumentaron las vocaciones y se abrieron nuevas casas, una de ellas en Albacete. Pero quería conocer si esa era realmente la voluntad de Dios, y el único signo para dilucidarlo era la cruz: «fundar en tribulación».

Los problemas surgieron entre miembros de las casas de Alcantarilla y Caudete cuando la Congregación no había recibido aún aprobación diocesana. Fueron días de intensa oración y sufrimiento. El P. Tomás Bryan y Livermore la envió junto a otra religiosa, sor Alfonsa, la única que perseveró, al Convento de la Visitación de las Salesas Reales en Orihuela para hacer ejercicios espirituales y proyectar una nueva fundación. Y aquí se le dio a entender su verdadero carisma: los niños pobres y abandonados, los ancianos, los enfermos, a quienes mostraría el Corazón misericordioso de Jesús, y el patrocinio de san Francisco de Sales para esta obra que debía poner en marcha. Así nació en 1890 la Congregación de Hermanas Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús. Volcada en las necesidades de todos, ofrendó su piadosa vida abrazada a la cruz, confiada, perseverante hasta el fin. «La limosna del amor vale más que la del dinero», hizo notar. El año de su muerte, 1916, contrajo una grave enfermedad y el 26 de febrero murió sentada en su sillón en la casa de Alcantarilla. En otros momentos, mirando el crucifijo había dicho: «Aquél murió en la cruz y yo no debo morir en la cama, sino en el suelo». Fue beatificada el 21 de marzo de 2004 por Juan Pablo II.

(26 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.

lunes, 25 de febrero de 2013

25 de febrero: San Luis Versiglia

Obispo y Mártir

Martirologio Romano

Junto al río Beijiang, cerca de la ciudad de Shiuchow, en la provincia china de Guanddong, santos mártires Luis Versiglia, obispo, y Calixto Caravario, presbítero, de la Sociedad Salesiana, que sufrieron el martirio por causa de su acción pastoral en favor de las personas que les estaban confiadas (1930).

Etimológicamente: Luis = Aquel que es un guerrero ilustre, es de origen germánico.

Nacido en Oliva Gessi (Pavía), el 5 de junio de 1873 murió en Linchow, China, el 25 de febrero de 1930), fue un prelado salesiano italiano, martirizado en China.

Marcha de su pueblo, Oliva Gessi el 16 de septiembre de 1885 a Turín para estudiar con los salesianos de Don Bosco con la intención de ingresar en la universidad en un futuro para ser veterinario. Permanece junto a Don Bosco por dos años y medio, se confiesa con él y tiene el honor de leerle un discurso de su felicitación el día de su útima onomástica.

Pocos días después de la muerte de Juan Bosco, el 11 de marzo de 1888, Luis asiste en la Basílica de María Auxiliadora la imposición del crucifijo a los siete misioneros que partían a las misiones. Es aquí cuando decide renunciar a su carrera de veterinario y convertirse en salesiano para ser misionero en un futuro. Entra en el noviciado de Foglizzo ese mismo año, es enviado poco después a la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma a estudiar filosofía, también realiza una intensa actividad pastoral en el oratorio del Sagrado Corazón. Se licencia en 1893 y regresa a Foglizzo como asistente y profesor de novicios. El 21 de diciembre de 1895 recibe la ordenación sacerdotal.

Miguel Rua, primer sucesor de Don Bosco, decide abrir un noviciado en Genzano, cerca de Roma y decide que Luis Versiglia sea el director y maestro del nuevo noviciado. A pesar de no estar muy conforme con su nuevo cargo, Luis aceptó y permaneció nueve años en Genzano.

Las misiones

En 1905, Luis estudia idiomas para poder ir de misionero. El 19 de enero de 1906, sale de Italia la primera expedición de misioneros salesianos a China capitaneada por él. El obispo de Macao los acoge calurosamente y los pone al frente de un orfanato que albergará un máximo de 55 muchachos. En 1910, cuando el obispo los traslada a una residencia mayot como agradecimiento a su trabajo, estalla una revolución que provoca la imposición de una dictadura anticlerical en Portugal y sus territorios de ultramar. Las autoridades de Macao no comprenden, porque deben expulsar a los salesiano, pero el 29 de noviembre llega la orden de expulsión y los salesianos se trasladan a Hong Kong.

La diócesis de Macao, no solo comprendía la colonia portuguesa sino también una extensa región del interior de China. El obispo de Macao confía de nuevo a los salesianos un orfanato den el distrito de Heung Shan. Los salesianos llegana a la capital, Heung Chow el 8 de mayo de 1911 donde son recibidos por una gran muchedumbre y con fiestas. El 10 de octubre, el monzón destruye la residencia de Heung Chow y los salesianos de Luis Versiglia se dirigen esta vez a Shek Ki.

En 1912, de Europa llegan nuevos refuerzos y Luis Versiglia decide distribuir a sus hombres en cuatro residencias misioneras. Luis divide su tiempo ente Macao y la misión del Rio de Perlas. En 1915, Luis construye en Macao una obra de mayor dimensión, talleres modernos y una escuela de comercio. En 1918 los salesianos empiezan a trabajar en los ditritos más septentrionales de Kwan Tung, por lo que el padre Luis ve triplicado su trabajo.

En 1920 el territorio misionero salesiano es elevado a Vicariato Apostólico, del que Luis Versigglia es elevado a primer obispo el 9 de enero de 1921. En 1922, monseñor Versiglia hace una visita a Italia, donde Calixto Caravario se le ofrece para ayudarle en su labor misionera en China.

En el verano 1926, empiezan quejas en contra del cristianismo y los extranjeros en Shiw Chow. Al año sigueinte cuelgan en la escuela Don Bosco dos manifiestos en tela en los que se invita a los alumnos a dejar la escuela cristiana y con insultos hacia los extranjeros. El 13 de diciembre de 1927, las protestas se radicalizan con el incendio de todas las iglesias y misiones de Shiw Chow. En los años siguientes el ambiente es cada vez más hóstil y complicado.

Muerte

El 24 de febrero de 1930 parte con el padre Calixto Caravario y tres alumnas de las salesianas, a Linchow, para hacer obras misioneras en la misión salesiana de dicho pueblo. Al día siguiente durante el viaje son apresados por unos piratas que exigen el pago de un peaje. El padre Caravario y monseñor Versiglia intentan proteger a las jóvenes que viajan con ellos para que los piratas no se aprovechen de ellas. Los piratas fusilan a los dos salesianos y capturan a las chicas.

Los restos mortales de monseñor Versiglia de igual forma que los del Padre Caravario, fueron repatriados a Italia.


Proceso de canonización

En 1976, el papa Pablo VI decreta a Luis Versiglia y a Calixto Caravario mártires de la Iglesia. Fueron beatificados el 15 de mayo de 1983 por el Papa Juan Pablo II y canonizados el 1 de octubre de 2000.

(fuentes: salesianos-bernal.com.ar, www.iesvs.org)

domingo, 24 de febrero de 2013

24 de febrero: Beata Josefa Naval Girbés

«Una sencilla ofrenda por amor a Dios, a la parroquia y al pueblo»

Madrid, 24 de febrero de 2013 (Zenit.org) escrito por Isabel Orellana Vilches

Josefa, la popular y entrañable señora Pepa, estimada por sus vecinos, era una de esas mujeres entregadas a las necesidades ajenas que pasan por la vida con exquisita caridad. Y cuando ésta se ejerce de forma tan cercana y natural, cuajada de sencillez evangélica, como hizo ella, los gestos de ternura inmersos en el paisaje cotidiano parecen entrar dentro de lo ordinario, de lo previsible; es el fruto de la costumbre. A veces, como es tan fácil habituarse a recibir las dádivas de una persona generosa, aunque sea de manera inconsciente puede terminarse por no valorar su quehacer. La distancia pone sobre el tapete, con nueva aureola, la cascada de bendiciones que tantas buenas acciones derramaron sobre todos perfumando el entorno. Al no gozar de su cercanía, es cuando más se las echa de menos… De ahí también la urgencia por vivir conscientes de lo mucho que nos ofrecen las personas que tenemos al lado y de ser agradecidos. Un día ya no estarán con nosotros.

Josefa, como ya se ha dicho, no experimentó desafección de sus convecinos. Desde que nació en Algemesí, Valencia, España, el 11 de diciembre de 1820, fue acogida con la alegría que comporta ver cómo florece la vida trayendo consigo el aroma del Creador. Además, el gozo era especialmente visible en el hogar de Francisco y Josefa María que sería bendecido con cinco hijos, prole que ella inauguraba. Poco a poco con sus virtudes se convirtió en una especie de talismán para los habitantes de su ciudad natal. La pérdida de su madre, cuando tenía 13 años, le instó a depositar su desolación en el regazo de la suprema maestra del dolor: María. En la capilla de los dominicos, postrada de hinojos ante la imagen de la Virgen del Rosario, anegada en llanto se puso bajo su amparo pidiéndole que fuese su madre. A partir de ese momento, Ella sería su punto de referencia. Y seguramente influyó en su decisión de consagrarse a Dios por completo a sus 18 años con voto perpetuo de castidad. El párroco de San Jaime, Gaspar Silvestre, durante casi tres décadas la condujo firmemente por el sendero de la virtud. Fue de inestimable ayuda para él con su atención a la parroquia, ocupándose de los ornamentos litúrgicos y del cuidado de los altares. Se había formado en la Enseñanza, escuela que dependía del cabildo catedralicio, y paralelamente, mientras contribuía con su trabajo a las tareas domésticas, aprendió el arte del bordado que ejecutaba con maestría. De esta cualidad se beneficiaba la parroquia en la que se podían apreciar las primorosas labores que salían de sus manos. Además, fue un instrumento fecundo para su apostolado, ya que puso a merced de jóvenes y niñas su buen hacer transmitiéndoles gratuitamente sus conocimientos en un espacio habilitado al efecto en su propio domicilio. Era una ocasión única, que no desperdició, para compartir la fe con ellas y con las madres que las acompañaban mientras les daba clases de lectura o las adiestraba en la costura y bordado. Pero también amas de casa y niños salieron fortalecidos de la «escuela dominical» desde la que catequizaba.

Sin otro anhelo que ofrendarse a sí misma en el entorno que la vio nacer, se hizo terciaria carmelita. Su afán era llevar a todos a Dios. «¡Almas, almas para Dios! ¡No quiero que se condenen! ¡Señor, ayúdame a conseguirlo!», era su ferviente súplica. Por eso aprovechaba cualquier situación en las que se veía inmersa para evangelizar. Era bien conocida por su generosidad ilimitada. Atendía y socorría a huérfanos y toda clase de desfavorecidos, consolaba a los enfermos a quienes visitaba asiduamente, y siempre disponía de sus recursos económicos para ayudar a quien lo precisaba. Supo ganarse a la gente con su talante clarividente, conciliador, lleno de prudencia, puesto de relieve en los acertados consejos que proporcionaba a unos y a otros. Además de participar diariamente en la misa, dedicaba muchas horas diarias a la oración, clave en toda consagración que culmina en los altares. El ejercicio de las virtudes de la humildad, paciencia, abnegación, silencio y fidelidad en la obediencia eran características en su vida. Siempre mostró su devoción a la Eucaristía y a María. Entre los santos, tenía predilección por Juan de la Cruz. Con su autoridad moral contribuyó a que muchos alejados se integraran en la parroquia. De la multitud de actos de caridad que se podrían referir de ella, el brillo de esta virtud principal se hizo particularmente ostensible durante la epidemia de cólera de 1885.

Su existencia prosiguió sin mayor notoriedad guiada por el afán de hacer el bien a todos hasta que la sencilla y fecunda ofrenda de amor que había trazado con su vida esta admirable laica, culminó el 24 de febrero de 1893 cuando tenía 73 años. Juan Pablo II la beatificó el 25 de septiembre de 1988.

(24 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.

sábado, 23 de febrero de 2013

23 de febrero: San Policarpo

Policarpo significa: el que produce muchos frutos de buenas obras. (poli = mucho, carpo = fruto).

San Policarpo tuvo el inmenso honor de ser discípulo del apóstol San Juan Evangelista. Los fieles le profesaban una gran admiración. Y entre sus discípulos tuvo a San Ireneo y a varios varones importantes más.

En una carta a un cristiano que había dejado la verdadera fe y se dedicaba a enseñar errores, le dice así San Ireneo: "Esto no era lo que enseñaba nuestro venerable maestro San Policarpo. Ah, yo te puedo mostrar el sitio en el que este gran santo acostumbraba sentarse a predicar. Todavía recuerdo la venerabilidad de su comportamiento, la santidad de su persona, la majestad de su rostro y las santísimas enseñanza con que nos instruía. Todavía me parece estarle oyendo contar que él había conversado con San Juan y con muchos otros que habían conocido a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de ellos. Y yo te puedo jurar que si San Policarpo oyera las herejías que ahora están diciendo algunos, se taparía los oídos y repetiría aquella frase que acostumbraba decir: Dios mío, ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes horrores? Y se habría alejado inmediatamente de los que afirman tales cosas".

San Policarpo era obispo de la ciudad de Esmirna, en Turquía, y fue a Roma a dialogar con el Papa Aniceto para ver si podían ponerse de acuerdo para unificar la fecha de fiesta de Pascua entre los cristianos de Asia y los de Europa. Y andando por Roma se encontró con un hereje que negaba varias verdades de la religión católica. El otro le preguntó: ¿No me conoces? Y el santo le respondió: ¡Si te conozco. Tu eres un hijo de Satanás!

Cuando San Ignacio de Antioquía iba hacia Roma, encadenado para ser martirizado, San Policarpo salió a recibirlo y besó emocionado sus cadenas. Y por petición de San Ignacio escribió una carta a los cristianos del Asia, carta que según San Jerónimo, era sumamente apreciada por los antiguos cristianos.

Los cristianos de Esmirna escribieron una bellísima carta poco después del martirio de este gran santo, y en ella nos cuentan datos muy interesantes, por ejemplo los siguientes:

"Cuando estalló la persecución, Policarpo no se presentó voluntariamente a las autoridades para que lo mataran, porque él tenía temor de que su voluntad no fuera lo suficientemente fuerte para ser capaz de enfrentarse al martirio, y porque sus fuerzas no eran ya tan grandes pues era muy anciano. El se escondió, pero un esclavo fue y contó dónde estaba escondido y el gobierno envió un piquete de soldados a llevarlo preso. Era de noche cuando llegaron. El se levantó de la cama y exclamó: "Hágase la santa voluntad de Dios". Luego mandó que les dieran una buena cena a los que lo iban a llevar preso y les pidió que le permitieran rezar un rato. Pasó bastantes minutos rezando y varios de los soldados, al verlo tan piadoso y tan santo, se arrepintieron de haber ido a llevarlo preso.

El populacho estaba reunido en el estadio y allá fue llevado Policarpo para ser juzgado. El gobernador le dijo: "Declare que el César es el Señor". Policarpo respondió: "Yo sólo reconozco como mi Señor a Jesucristo, el Hijo de Dios". Añadió el gobernador: ¿Y qué pierde con echar un poco de incienso ante el altar del César? Renuncie a su Cristo y salvará su vida. A lo cual San Policarpo dio una respuesta admirable. Dijo así: "Ochenta y seis años llevo sirviendo a Jesucristo y El nunca me ha fallado en nada. ¿Cómo le voy yo a fallar a El ahora? Yo seré siempre amigo de Cristo".

El gobernador le grita: "Si no adora al César y sigue adorando a Cristo lo condenaré a las llamas",. Y el santo responde: "Me amenazas con fuego que dura unos momentos y después se apaga. Yo lo que quiero es no tener que ir nunca al fuego eterno que nunca se apaga".

En ese momento el populacho empezó a gritar: ¡Este es el jefe de los cristianos, el que prohibe adorar a nuestros dioses. Que lo quemen! Y también los judíos pedían que lo quemaran vivo. El gobernador les hizo caso y decretó su pena de muerte, y todos aquellos enemigos de nuestra santa religión se fueron a traer leña de los hornos y talleres para encender una hoguera y quemarlo.

Hicieron un gran montón de leña y colocaron sobre él a Policarpo. Los verdugos querían amarrarlo a un palo con cadenas pero él les dijo: "Por favor: déjenme así, que el Señor me concederá valora para soportar este tormento sin tratar de alejarme de él". Entonces lo único que hicieron fue atarle las manos por detrás.

Policarpo, elevando los ojos hacia el cielo, oró así en alta voz: "Señor Dios, Todopoderoso, Padre de Nuestro Señor Jesucristo: yo te bendigo porque me has permitido llegar a esta situación y me concedes la gracia de formar parte del grupo de tus mártires, y me das el gran honor de poder participar del cáliz de amargura que tu propio Hijo Jesús tuvo que tomar antes de llegar a su resurrección gloriosa. Concédeme la gracia de ser admitido entre el grupo de los que sacrifican su vida por Ti y haz que este sacrificio te sea totalmente agradable. Yo te alabo y te bendigo Padre Cestial por tu santísimo Hijo Jesucristo a quien sea dada la gloria junto al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos".

"Tan pronto terminó Policarpo de rezar su oración, prendieron fuego a la leña, y entonces sucedió un milagro ante nuestros ojos y a la vista de todos los que estábamos allí presentes (sigue diciendo la carta escrita por los testigos que presenciaron su martirio): las llamas, haciendo una gran circunferencia, rodearon al cuerpo del mártir, y el cuerpo de Policarpo ya no parecía un cuerpo humano quemado sino un hermoso pan tostado, o un pedazo de oro sacado de un horno ardiente. Y todos los alrededores se llenaron de un agradabilísimo olor como de un fino incienso. Los verdugos recibieron la orden de atravesar el corazón del mártir con un lanzazo, y en ese momento vimos salir volando desde allí hacia lo alto una blanquísima paloma, y al brotar la sangre del corazón del santo, en seguida la hoguera se apagó".

"Los judíos y paganos le pidieron al jefe de la guardia que destruyeran e hicieran desaparecer el cuerpo del mártir, y el militar lo mandó quemar, pero nosotros alcanzamos a recoger algunos de sus huesos y los veneramos como un tesoro más valioso que las más ricas joyas, y los llevamos al sitio donde nos reunimos para orar".

El día de su martirio fue el 23 de febrero del año 155.

Esta carta, escrita en el propio tiempo en que sucedió el martirio, es una narración verdaderamente hermosa y provechosa.

Concédanos el Dios Todopoderoso poder también nosotros como San Policarpo ser fieles a Nuestro Señor Jesucristo hasta el último momento de nuestra vida.

(fuente: www.ewtn.com)

viernes, 22 de febrero de 2013

22 de febrero: Santa Margarita de Cortona

Santa Margarita de Cortona (1247-1297)
por María de San Pedro de Alcántara, m.r. .

El pie descalzo de Francisco de Asís dejó una huella perenne de su paso en 1221 por las plazas de la indómita república cortonense: un convento de frailes menores y una siembra del ideal evangélico que germinará ubérrima, medio siglo después.

La penitente de Toscana no se asomó a la vida en Cortona. Fue en un pueblecito umbro, Laviano, situado en el valle del Chiana, cerca del lago Trasimeno. Aquí, en el calor de una familia labradora, rica en piedad, sonrió por primera vez la hija de Tancredo Bartolomé en el año 1247.

Inocencio IV empuñaba enérgico el timón de la barca de Pedro, resistiendo firme los embates de Federico II, el emperador déspota que trata de imponer su «supremacía» sobre la invicta cátedra papal. Monarca, por otra parte, dotado de brillantísimas cualidades políticas, llamado por algunos «el transformador de su siglo» y que –de haber perdurado– hubiera resultado la más dolorosa sorpresa para el difunto Inocencio III. ¡Quien habría de decirle que aquel joven emperador, entonces obsequioso, protegido y exaltado por él, sería pronto el escándalo de cristianos y el azote de la iglesia de Dios, contra el cual un sucesor suyo, de su mismo nombre, tendría que reunir todo un concilio ecuménico en Lyón!

La primera infancia de Margarita es clara y risueña. La madre, excelente, acierta a inyectarle una sencilla y sólida devoción. «Señor Jesús –repetía la pequeña esta oración aprendida de su madre–, te ruego por la salvación de todos aquellos por quienes quieres que se ruegue.»

Prematuramente se quiebra este discurrir sereno y luminoso; antes de cumplir los siete años, con ojos atemorizados, contempla el ataúd de su madre. En adelante, tendrá que vivir de las reservas depositadas por aquella mujer inolvidable; y aunque, durante cierto tiempo, aquel tesoro parezca enterrado ya para siempre, el recuerdo de los ejemplos maternos no dejará sosegar a Margarita en la abyección, siendo, después, el germen pujante de resurrección a la gracia.

Dos años más tarde, una segunda mujer gobierna despóticamente el débil temperamento de Tancredo. La madrasta, envidiosa, se complace en postergar a la niña. Margarita crece triste, desconfiada, buscando ávida fuera del hogar la felicidad que éste le negaba. A los quince años causa impresión en quienes la contemplan, parece una princesa... Elegante, grácil y flexible, con suaves y soñadoras facciones. Le es precisa, más que nunca, la sombra tutelar materna; pero ella está sola y deseando sacudir el pesado yugo doméstico.

Un día, cuenta ya diecisiete años, se le acerca un caballero de Montepulciano, Guillermo de Pécora, marqués del Monte, con señorío sobre Valiano y Palazzi. Margarita escucha sus palabras de amor y la invitación a seguirle para vivir en sus castillos. Una débil resistencia (es la deshonra lo que se le ofrece) que es vencida con espléndidos regalos y la promesa, ¡ay!, falaz, de matrimonio.

El marqués dispone todo para que la huida permanezca secreta. En el sigilo nocturno rema ansiosamente para, juntos, atravesar el ensanchado cauce del Chiana. Un choque, la barca vuelca. Guillermo a nado consigue salvar a Margarita que, aterida y empapada, piensa si este primer accidente no será un aviso de lo alto. Pero seguirá esquivando, obstinadamente, la luz durante ocho años.

En Montepulciano la rodea el lujo, los halagos de una servidumbre obsequiosa y la lisonja de otros acaricia sus oídos; sin embargo, no es feliz, añora el hogar paterno en donde, si no venturosa, al menos tenía honor. Fluctúa entre la veleidad de romper con el pecado y la debilidad con su pasión; nada logra aquietar esta inquietud, ni la mirada inocente del hijo habido en esta unión ilegítima. «En Montepulciano –dirá más tarde– perdí la honra, la dignidad, la paz; todo, menos la fe». ¡Quién adivinaría esa violenta batalla cuando la veían atravesar las plazas a caballo, espléndida por su gracia, el cabello flotante, amplios vestidos de seda y escarcela de raso a la cintura!

Para acallar, en alguna manera, los gritos de la conciencia, reparte limosnas a manos llenas. Cuando los pobres quieren expresarle su agradecimiento: «No digáis eso –les opone–. Una pecadora como yo no merece esas señales de respeto». Es su temperamento rectilíneo que, lejos de alardear su caída, la deplora como cobardía. Por eso muchas veces huye a la soledad para llorar. «¡Qué bien se puede orar aquí! ¡Qué bien se pueden cantar las alabanzas del Creador! ¡Qué bien se puede hacer penitencia!»

Cosa extraña. Llegó ella misma a predecir su conversión. «No hagáis caso de estas cosas –decía a las amigas envidiosas de su elegancia–, día vendrá en que peregrinaréis para visitar mi sepulcro».

La conversión profetizada llegó inesperadamente. Residían temporalmente en Palazzi. Una mañana el marqués va a visitar las posesiones acompañado de su inseparable lebrel. En el bosque de Petrignano unos hombres armados le cosen a puñaladas y esconden su cuerpo ensangrentado bajo unas ramas. Al segundo día, Margarita advierte la vuelta del perro, que no salta regocijado como otras veces cuando auguraba la inminente llegada de Guillermo. Hoy emite aullidos lastimeros y tira insistente de la falda de su ama como diciendo: «Sígueme». Ella le sigue, apretado el corazón con dolorosos presentimientos. En el bosque, debajo de un roble, frente al cual se detiene el can, hay amañado un montón de ramas. Margarita las separa y, en estado de putrefacción, con horrorosas heridas, reconoce el cadáver.

Como relámpago, siente la sacudida de la gracia. Primero dolor, avivado por el remordimiento; en seguida, la confianza en la misericordia divina. Enérgica, resuelve virar. Nunca es tarde.

El cambio ha de ser tan radical que decide despojarse de todo. Por un momento sube a Montepulciano, cede a los padres de Guillermo todas sus alhajas y tesoros y, cogiendo de la mano a su hijo de siete años, se encamina a Laviano, pobre como había salido, aunque ahora va enriquecida por la experiencia de la desventura que acarrea el pecado.

Pero el hogar paterno no se abre. Una vez más, Tancredo es el débil que cede. Aquella mala mujer es implacable ante el arrepentimiento de la «hija del escándalo», como la llamaba. Desorientada, llena de angustia, Margarita se sienta bajo la higuera que hay en el huerto familiar. ¿Qué hacer? El momento es estratégico, el tentador no deja inactiva su batería de ataque. «Eres hermosa, tienes veinticinco años. Regresa allí y con la riqueza no faltará quien te ame». El combate es violento, pero la gracia sobreabunda y el recuerdo de su madre es pila de energía y decisión. Tu padre terreno te ha abandonado, tu Padre celestial te recibirá. Ve a Cortona y ponte bajo la dirección de los frailes menores.

Sobre la falda del monte San Gil, cresta del Apenino toscano, Cortona luce orgullosa su autonomía. Dos damas nobles, la condesa Moscari y su nuera, advierten que junto a la puerta de la ciudad se detiene indecisa una forastera triste, acompañada de un niño de corta edad. Con palabras de sincera caridad se ofrecen para ayudarla; la convertida muestra su corazón dolorido a estos otros tan acogedores.

Está decidido: ellas la protegerán, se encargarán de la educación del pequeño (luego franciscano), y, ahora, la encaminan al padre Giunta Bevegnati, admirado por su virtud y prudencia.

Este padre será el primer historiador de la Santa a cuya descripción precisarán ir a documentarse todos los posteriores. Pero más que su biógrafo, será el director experimentado que sabrá guiar su espíritu ardoroso, por la penitencia reparadora y la confianza, hasta el ápice de la unión consumada.

Desde junio de 1276 pertenece a la Tercera Orden Seráfica. Al principio los frailes menores diferían el atender sus peticiones de ingreso, como exigiéndole pruebas durables de su conversión. Un día pone Margarita tal acento en su súplica que los religiosos no demoran más en entregarle las insignias terciarias: túnica gris, cordón y velo.

Si la vida que lleva resulta admirable por su austeridad y penitencia, resplandece con mayor lustre aún por el ejercicio de la caridad, por la serenidad de su espíritu y por la radiante confianza en el perdón divino. Gusta acercarse a los pobres, y cuidar a los enfermos. Pero con quien más derrocha sus tesoros afectivos es con las mujeres que se hallan en el trance sublime de ser madres; la Santa las asiste y las vela, aceptando después, gustosa, el actuar de madrina en el bautismo. Así se lo requerían todas las familias cortonenses. Recordando aquello, es invocada hoy con especial confianza por las parturientas; sintiéndose éstas seguras bajo la protección de quien, además de haber sido madre, dio lo mejor de su amor y desvelos a las que estaban próximas a serlo.

Como vemos, la santidad de nuestra protagonista es suave y simpática, calcada en la de su seráfico Padre.

Asombra la rehabilitación de la gracia en esta pecadora. De una mujer degradada surge un ser angélico que gusta experimentalmente de las efusiones de los dones místicos más insólitos. El mismo Jesús le dio la clave de este misterio: He dispuesto que seas como una red para los pecadores. Quiero que el ejemplo de tu conversión predique la esperanza a los pecadores desesperados. Quiero que se convenzan los siglos venideros de que siempre estoy dispuesto a abrir los brazos de mi misericordia al hijo pródigo que, sincero, se vuelve a mí. Y continuó: Ama y respeta a todas las criaturas y no desprecies a ninguna.

Un día, en la célebre iglesia de San Francisco, tan frecuentada por ella, ve cómo se abren los labios del Crucificado para preguntarle: ¡Qué quieres, pobre pecadora mía? La respuesta es inmediata: «Yo no quiero ni busco sino a Ti».

Durante varios días resuenan en sus oídos, con cierto dejo de temor, el «pobre pecadora mía». «¿Me habrá perdonado Dios todos mis pecados...?» Y, la «nueva Magdalena», la que, con la penitencia, rompe continuamente el alabastro –antes manchado– de su cuerpo en perfume de reparación; la que, según ella, «amo tanto a Dios que tan grande fue su misericordia en perdonarme mucho, que ya nada me separará jamás de él»; ésta, oye palabras absolutorias semejantes a las que percibió su modelo: Yo, Hijo del Padre Eterno y tu salvador, crucificado por ti, te absuelvo de tus pecados que has cometido hasta hoy. La calma habitual vuelve a renacer; nunca más fallará su humilde seguridad en el perdón. Escucha también las palabras más deseadas, esas que los místicos llaman «locuciones substanciales», porque obran lo que significan. Hija mía, y Margarita experimenta que se le infunde el espíritu filial, desbordando su gratitud. «¡Oh bondad infinita de mi Dios! ¡Oh día prometido por Cristo y esperado con impaciencia! ¡Jesús me ha llamado hija suya!», era el 27 de diciembre de 1276. Pocos días después otra «locución», Esposa mía, consuma el matrimonio espiritual. Como consecuencia se establece una íntima y sabrosa comunicación de bienes, como de esposo a esposa; su alma goza un sentimiento sobrenatural y permanente de la presencia experimental de Dios y de su unión con él. Glorifícame y yo te glorificaré; ámame y yo te amaré; interésate por mis cosas y yo me interesaré por las tuyas. Una mañana, después de comulgar, la gracia la impulsa a un acto de fe espontáneo y profundo, inspirado en el de Simón Pedro, «Tú eres, oh Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Y tú –replicó el Verbo humanado– te declaro que eres mi esposa.

Santa Margarita de Cortona es considerada como una de las precursoras de la devoción al Sagrado Corazón. En la oración le fue descubierta la llaga abierta del costado, refulgente de luz. La contemplativa fija en ella su ansiosa mirada y descubre al corazón, fuente inagotable de vida. Sus grandes amores son la Eucaristía, la cruz y María Santísima.

Dios la asiste también con la virtud de hacer milagros.

* * *

Las gracias místicas alientan su actividad, al par que la constituyen contemplativa. En 1286 funda un hospital y unas nuevas terciarias para asistirlo, «las Hermanas pobrecitas», aprobadas por el obispo de Arezzo, que «tenían por regla la Tercera Orden, el velo por reja y el hospital por claustro». Es la primera institución social de este género que nos presenta la Edad Media.

Pocos años después su espíritu vibra por los intereses de la cristiandad. El momento es grave, los musulmanes atenazan a los pueblos cristianos (mutuamente divididos), desplegando una amplia media luna que se extiende desde Argel hasta Constantinopla, incluyendo el corazón de los Santos Lugares, cuya liberación es preocupación constante de los Papas. Por entonces se quiere organizar una segunda cruzada, y la humilde penitente aporta a esta gran causa su oración y su limitada influencia, exhortando a los de Cortona a adherirse a esta empresa que aún tardará en ser realidad.

En 1297 está gravemente enferma. Entre nostalgias de cielo y los ardores de su reuma, recibe el 3 de enero el anuncio preciso de su próxima partida. «Enjuga tus lágrimas, Margarita. Al despuntar el alba del 22 de febrero volarás a las mansiones de los escogidos, donde la divina misericordia te reserva un puesto de honor.» La alegría invade su alma estos días de espera. Toda Cortona acude para recoger su testamento. Este es claro y optimista, eco de su confianza en el amor: «El camino de la salvación es fácil; basta amar».

Se vuelve al padre Giunta y le reclama con voz apagada: «Padre, mostradme los tesoros de las páginas sagradas, habladme de Dios, habladme de Jesús. La Sagrada Escritura es luz para mi espíritu, fuerza para mi voluntad, licor embriagador para mi alma que olvida entonces los sufrimientos de este pobre cuerpo».

El 22, como le fue anunciado, se desmorona la cárcel terrestre, y, libre, vuela a las bodas eternas. «Dios mío, te amo», fue su postrer suspiro. Tenía cincuenta años.

Junto a su tumba se multiplican los milagros. En su honor se levanta una basílica, exhortando los obispos vecinos la peregrinación a ella. En 1515, el mismo sucesor de Pedro, León X, se postra ante su sepulcro y permite la celebración de su fiesta en determinadas diócesis. Urbano VIII extiende este privilegio a toda la Orden franciscana. Clemente IX inscribe el nombre de la bienaventurada en el martirologio. Finalmente, Benedicto XIII, el 16 de mayo de 1728, promulga el decreto de su canonización. Momentos antes de emitir su juicio infalible traza un paralelo entre la penitente de Magdala y la de Cortona: ambas escucharon idénticas palabras de perdón porque habían derramado las mismas lágrimas de amor.

María de San Pedro de Alcántara, M.R., 
Santa Margarita de Cortona, en Año Cristiano, Tomo I, Madrid, Ed. Católica (BAC 182), 1959, pp. 415-421. 
(fuente: www.franciscanos.org)

jueves, 21 de febrero de 2013

21 de febrero: San Pedro Damián

Doctor de la Iglesia (año 1072).

Damián significa: el que doma su cuerpo. Domador de sí mismo.

San Pedro Damián fue un hombre austero y rígido que Dios envió a la Iglesia Católica en un tiempo en el que la relajación de costumbres era muy grande y se necesitaban predicadores que tuvieran el valor de corregir los vicios con sus palabras y con sus buenos ejemplos. Nació en Ravena (Italia) el año 1007.

Quedó huérfano muy pequeñito y un hermano suyo lo humilló terriblemente y lo dedicó a cuidar cerdos y lo trataba como al más vil de los esclavos. Pero de pronto un sacerdote, el Padre Damián, se compadeció de él y se lo llevó a la ciudad y le costeó los estudios. En honor a su protector, en adelante nuestro santo se llamó siempre Pedro Damián.

El antiguo cuidador de cerdos resultó tener una inteligencia privilegiada y obtuvo las mejores calificaciones en los estudios y a los 25 años ya era profesor de universidad. Pero no se sentía satisfecho de vivir en un ambiente tan mundano y corrompido, y dispuso hacerse religioso.

Estaba meditando cómo entrarse a un convento, cuando recibió la visita de dos monjes benedictinos, de la comunidad fundada por el austero San Romualdo, y al oírles narrar lo seriamente que en su convento se vivía la vida religiosa, se fue con ellos. Y pronto resultó ser el más exacto cumplidor de los severísimos reglamentos de su convento.

Pedro, para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó debajo de su camisa correas con espinas (cilicio, se llama esa penitencia) y se daba azotes, y se dedicó a ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que no estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó el insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general que no le dejaba hacer nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben ser tan exageradas, y que la mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite que nos lleguen, y que una muy buena penitencia es dedicarse a cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo empeño.

Esta experiencia personal le fue de gran utilidad después al dirigir espiritualmente a otros, pues a muchos les fue enseñando que en vez de hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, lo que hay que hacer es hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de las almas.

En sus años de monje, Pedro Damián aprovechó aquel ambiente de silencio y soledad para dedicarse a estudiar muy profundamente la Sagrada Biblia y los escritos de los santos antiguos. Esto le servirá después enormemente para redactar sus propios libros y sus cartas que se hicieron famosas por la gran sabiduría con la que fueron compuestas.

En los ratos en que no estaba rezando o estudiando, se dedicaba a labores de carpintería, y con los pequeños muebles que construía ayudaba a la economía del convento.

Al morir el superior del convento, los monjes nombraron como su abad a Pedro Damián. Este se oponía porque se creía indigno pero entre todos lo lograron convencer de que debía aceptar. Era el más humilde de todos, y pedía perdón en público por cualquier falta que cometía. Y su superiorato produjo tan buenos resultados que de su convento se formaron otros cinco conventos, y dos de sus dirigidos fueron declarados santos por el Sumo Pontífice (Santo Domingo Loricato y San Juan de Lodi. Este último escribió la vida de San Pedro Damián).

Muchísimas personas pedían la dirección espiritual de San Pedro Damián. A cuatro Sumos Pontífices les dirigió cartas muy serias recomendándoles que hicieran todo lo posible para que la relajación y las malas costumbres no se apoderaran de la Iglesia y de los sacerdotes. Criticaba fuertemente a los que son muy amigos de pasear mucho, pues decía que el que mucho pasea, muy difícilmente llega a la santidad.

A un obispo que en vez de dedicarse a enseñar catecismo y a preparar sermones pasaba las tardes jugando ajedrez, le puso como penitencia rezar tres veces todos los salmos de la Biblia (que son 150), lavarles los pies a doce pobres y regalarles a cada uno una moneda de oro. La penitencia era fuerte, pero el obispo se dio cuenta de que sí se la merecía, y la cumplió y se enmendó.

Los dos peores vicios de la Iglesia en aquellos años mil, eran la impureza y la simonía. Muchos sacerdotes eran descuidados en cumplir su celibato, o sea ese juramento solemne que han hecho de esforzarse por ser puros, y además la simonía era muy frecuente en todas partes. Y contra estos dos defectos se propuso luchar Pedro Damián.

Varios Sumos Pontífices, sabiendo la gran sabiduría y la admirable santidad del Padre Pedro Damián, le confiaron misiones delicadísimas. El Papa Esteban IX lo nombró Cardenal y Obispo de Ostia (que es el puerto de Roma). El humilde sacerdote no quería aceptar estos cargos, pero el Papa lo amenazó con graves castigos si no lo aceptaba. Y allí, con esos oficios, obró con admirable prudencia. Porque al que es obediente consigue victorias.

Resultó que el joven emperador Enrique IV quería divorciarse, y su arzobispo, por temor, se lo iba a permitir. Entonces el Papa envió a Pedro Damián a Alemania, el cual reunió a todos los obispos alemanes, y valientemente, delante de ellos le pidió al emperador que no fuera a dar ese mal ejemplo tan dañoso a todos sus súbditos, y Enrique desistió de su idea de divorciarse.

Sus sermones eran escuchados con mucha emoción y sabiduría, y sus libros eran leídos con gran provecho espiritual. Así, por ejemplo, uno que se llama "Libro Gomorriano", en contra de las costumbres de su tiempo. (Gomorriano, en recuerdo de Gomorra, una de las cinco ciudades que Dios destruyó con una lluvia de fuego porque allí se cometían muchos pecados de impureza). A los Pontífices y a muchos personajes les dirigió frecuentes cartas pidiéndoles que trataran de acabar con la Simonía, o sea con aquel vicio que consiste en llegar a los altos puestos de la Iglesia comprando el cargo con dinero (y no mereciéndolo con el buen comportamiento). Este vicio tomó el nombre de Simón el Mago, un tipo que le propuso a San Pedro apóstol que le vendiera el poder de hacer milagros. En aquel siglo del año mil era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían para ese cargo. Y esto traía terribles males a la Iglesia Católica porque llegaban a altos puestos unos hombres totalmente indignos que no iban a hacer nada bien sino mucho mal. Afortunadamente, el Papa que fue nombrado al año siguiente de la muerte de San Pedro Damián, y que era su gran amigo, el Papa Gregorio VII, se propuso luchar fuertemente contra ese vicio y tratar de acabarlo.

La gente decía: el Padre Damián es fuerte en el hablar, pero es santo en el obrar, y eso hace que le hagamos caso con gusto a sus llamadas de atención.

Lo que más le agradaba era retirarse a la soledad a rezar y a meditar. Y sentía una santa envidia por los religiosos que tienen todo su tiempo para dedicarse a la oración y a la meditación. Otra labor que le agradaba muchísimo era el ayudar a los pobres. Todo el dinero que le llegaba lo repartía entre la gente más necesitada. Era mortificadísimo en comer y dormir, pero sumamente generosos en repartir limosnas y ayudas a cuantos más podía.

El Sumo Pontífice lo envió a Ravena a tratar de lograr que esa ciudad hiciera las paces con el Papa. Lo consiguió, y al volver de su importante misión, al llegar al convento sintió una gran fiebre y murió santamente. Era el 21 de febrero del año 1072. Inmediatamente la gente empezó a considerarlo como un gran santo y a conseguir favores de Dios por su intercesión.

El Papa lo canonizó y lo declaró Doctor de la Iglesia por los elocuentes sermones que compuso y por los libros tan sabios que escribió.

San Pedro Damián: consíguenos de Dios la gracia de que nuestros sacerdotes y obispos sean verdaderamente santos y sepan cumplir fielmente su celibato.

(fuente: www.ewtn.com)

miércoles, 20 de febrero de 2013

20 de febrero: Beata Jacinta Marto

Ofrenda de la vida por los pecadores y el influjo de María.

Madrid, 20 de febrero de 2013 (Zenit.org). por Isabel Orellana Vilches

Junto con su hermano, el pequeño Francisco, y su prima Lucía, Jacinta compone la tríada de pastorcitos a los que se les apareció la Virgen María en Fátima, Portugal. Francisco nació en Ajustrel el 11 de junio de 1908, y Jacinta vino al mundo en esa misma localidad el 11 de marzo de 1910. Lucía era la mayor, nació el 22 de marzo de 1907. Fue la superviviente de los tres. Falleció el 13 de febrero de 2005.

Ella y los dos hermanos compartían confidencias, jugaban y rezaban unidos mientras cuidaban del rebaño. Lucía les hablaba de Cristo. El prodigio que aconteció con los niños se produjo entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917. El lugar elegido por la Virgen para hacerse presente ante ellos fue Cova da Iría. Como les sucedió a otros videntes, los pastorcitos también sintieron su corazón henchido de amor por Dios y la humanidad, disponiéndose a ofrecer sus sufrimientos para rescate de los pecadores. Sus desdichas aparecieron desde el primer instante en el que hicieron partícipes a otros de la celeste visión. Fueron objeto de malas interpretaciones y calumnias, perseguidos y encarcelados. Pero todo lo soportaron con paciencia y humildad dando pruebas de heroica fortaleza, pese a su corta edad. En particular Francisco actuó con hombría cuando fueron amenazados de muerte, a menos que declararan falsas las apariciones. Él infundió valor a Jacinta y a Lucía. Los tres se mantuvieron firmes: «Si nos matan no importa; vamos al cielo». De forma específica se hizo patente su espíritu martirial cuando le engañaron llevándose a su hermana, a la que supuestamente iban a sacrificar: «No se preocupen, no les diré nada; prefiero morir antes que eso». También fue palpable su inocencia evangélica y candor en el transcurso de su enfermedad. Siempre deseó consolar a Dios y a la Virgen en los que le pareció entrever su tristeza:«¿Nuestro Señor aún estará triste? Tengo tanta pena de que Él este así. Le ofrezco cuanto sacrificio yo puedo», confió a su prima. El Padre se llevó tempranamente junto a Él a este pequeño beato el 4 de abril de 1919.

Su hermana Jacinta, impresionada también por la pavorosa visión del infierno, oraba por la conversión de los pecadores: «¡Qué pena tengo de los pecadores! ¡Si yo pudiera mostrarles el infierno!». Ella, como su hermano y su prima, no ahorró mortificaciones ni sacrificios. Las apariciones pusieron al descubierto su espíritu misionero. Así como Francisco experimentaba inclinación a consolar a Dios y a María, Jacinta quería convertir a las almas rescatándolas del infierno. El amor a Dios la devoraba: «¡Cuánto amo a nuestro Señor! A veces siento que tengo fuego en el corazón pero que no me quema». Obtuvo la gracia de ver los sufrimientos del Santo Padre, que narró a su hermano y a su prima. Entonces unieron sus oraciones y elevaron insistentes plegarias por él a la par que ofrecían sacrificios.

Los dos hermanos fueron testigos de hechos prodigiosos realizados por mediación de María, que se hizo eco de sus súplicas. Cuando veían que la atención recaía en ellos por haber sido agraciados con las visiones, actuaban con la misma sencillez y humildad de siempre, huyendo de la notoriedad. En concreto Jacinta fue bendecida con apariciones de la Virgen de la que no fueron testigos ni Francisco ni Lucía. Ésta admiraba a su prima a la que vio madurar después de haberse comprometido con María a ofrecer su vida y aficiones, como el baile que le agradaba sobremanera, por los pecadores. Antes se había dejado llevar por un carácter voluble y oscilante que según fuesen las circunstancias se tornaba en gozo o en llanto. Cuando al paso de los años Lucía hizo memoria de su acontecer, manifestó: «Jacinta fue, según me parece, aquella a quien la Santísima Virgen comunicó mayor abundancia de gracia, conocimiento de Dios y de la virtud. Tenía un porte siempre serio, modesto y amable, que parecería traslucir en todos sus actos una presencia de Dios propia de personas avanzadas ya en edad y de gran virtud. Ella era una niña solo en años […]. Es admirable cómo captó el espíritu de oración y sacrificio que la Virgen nos recomendó. Conservo de ella una gran estima de santidad». Otra de sus características fue su devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, unida a la que sentía por María, y una especial dilección por el Santo Padre al que tenía presente en su ofrenda personal y en las oraciones compartidas con su hermano y su prima.

La Virgen había advertido a Francisco y a Jacinta que sus vidas serían breves. Ésta sufrió mucho antes de morir por una llaga abierta en el pecho, producto de la pleuresía que se infectó por falta de higiene: «Sufro mucho; pero ofrezco todo por la conversión de los pecadores y para desagraviar al Corazón Inmaculado de María», confió a su prima Lucía. En una aparición, María le aseguró que vendría a buscarla. Voló a los brazos del Padre en un centro hospitalario de Lisboa, donde la llevaron casi in extremis esperando que se recuperara, el 20 de febrero de 1920, a los 10 años de edad. Ambos hermanos fueron trasladados al santuario de Fátima. Al abrir el sepulcro de Francisco vieron que el rosario que colocaron sobre su pecho aparecía enredado en sus dedos. En cuanto a Jacinta, al trasladarla al santuario, 15 años después de su muerte, constataron que su cuerpo estaba incorrupto. El 18 de abril de 1989 Juan Pablo II declaró venerables a los dos hermanos. Y el 13 de mayo de 2000, en el transcurso de su visita a Fátima, los beatificó en presencia de Lucía, la tercera vidente.

(20 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.

19 de febrero: Beato Conrado Confalonieri de Piacenza

Madrid, 19 de febrero de 2013 (Zenit.org). por Isabel Orellana Vilches

Los caminos de Dios son inescrutables sin duda alguna. En este caso, y no debiera nunca servir como precedente, una gravísima e irresponsable actuación fue el detonante de una conversión y el camino hacia la santidad. Y es que, sin bien es cierto que las pasiones tiranizan, no lo es menos que la gracia de Dios nos libera de sus cadenas. A este beato le costó entender que las tendencias obsesivas, «el ansia de las cosas y la arrogancia» pertenecen al mundo y son incompatibles con Él (1 Jn 2, 15-17). Imbuído en sus afanes no midió las consecuencias que podría acarrear el afán irrefenable por obtener lo que quería. Y un hecho que humanamente le condujo al precipicio, la intervención divina –la única influencia posible que cabía en la dramática situación creada por él– lo trocó en fuente de bendiciones. Es otra prueba de la infinita misericordia de Dios y de la tutela que ejerce sobre sus hijos. Analizar lo que fue de la vida de Conrado después de lo que hizo es también un canto a la esperanza ya que pone de manifiesto cómo nos rescata el amor del Padre, a pesar de las debilidades que nos atenacen.

En efecto. El noble Confalonieri nacido en Piacenza, Italia, hacia 1290 estaba obsesionado con la cinegética, al punto de que obnubilado por ella actuó de forma temeraria. Saliendo de cacería en una ocasión, no se le ocurrió otra cosa que dar orden a sus sirvientes de que prendieran fuego a una zona boscosa donde se refugiaban unas codiciadas piezas de caza con objeto de tenerlas a tiro sin mayores problemas. Pero las llamas devoraron todo lo que hallaron a su paso, incluidas propiedades ajenas edificadas en el bosque. No contando con testigos del suceso, abandonaron cobardemente el lugar resueltos a convertirse en una tumba, ocultando su autoría. Ante el desastre ecológico y las denuncias de los afectados por él, se abrió una investigación que no dio el resultado apetecido, hasta que las autoridades determinaron condenar a muerte a un pobre infeliz que cayó en sus manos. Le culpaban del voraz incendio, del que reconoció ser autor mediante tortura, aunque su único pecado era haberse hallado en el monte en el funesto instante en el que ardió. Al no contar con medios económicos para resarcir los daños causados, debía pagarlos con su vida. El impulsivo Confalonieri, sabedor de la grave decisión, se entregó al vicario imperial Galeazzo Visconti y confesó su culpa en un momento convulso políticamente para el mandatario por los conflictos existentes entre güelfos y gibelinos, lo cual también tuvo que ver en el rápido e injusto proceso seguido contra el ciudadano inocente.

El reconocimiento de su error supuso para Conrado la pérdida de sus bienes y los de su esposa, Eufrosina de Lodi, de ascendencia nobiliaria como él. Viéndose en la ruina, comenzó a mendigar. Pero el hecho, lejos de hundir a los esposos, les hizo ver que detrás se hallaba una providencia. El arrepentimiento de Conrado, aunque estuviera envuelto en graves consecuencias para su acontecer, ya que habían quedado en la más completa miseria, atraía nuevas y desconocidas bendiciones para ambos. Sopesaron la situación llevándola a la oración y de común acuerdo optaron por separarse y tomar un camino que si bien discurría por vías distintas les iba a conducir al mismo destino: su consagración. Eufrosina ingresó con las clarisas de Piacenza. Y Conrado, con el ánimo de purgar sus culpas en oración y penitencia como ermitaño, se hizo terciario franciscano en Calendasco el año 1315. Luego peregrinó por varios lugares pasando por Roma y Malta, para recalar en Sicilia. Eligió un lugar de Noto Antica y allí permaneció aproximadamente hasta 1335. Durante un tiempo colaboró asistiendo a los enfermos del hospital de San Martín, todo ello sin descuidar sus mortificaciones y penitencias. Su fama comenzó a atraer a numerosas personas y él veía peligrar su anhelo de soledad para dedicarse plenamente a Dios. De modo que se afincó en Pizzoni, una zona cercana a Noto, y en una gruta llevó la vida que había soñado entregado a severas penitencias, ofrendando su vida por la conversión de los pecadores. Allí le visitó el prelado de Siracusa cuando se hallaba en la recta final de su existencia. Murió el 19 de febrero de 1351 mientras oraba. Fue agraciado con el don de milagros. En 1515 León X lo declaró «Beato no canonizado» y Urbano VIII aprobó su culto el 12 de septiembre de 1625. Sepultado en la iglesia de San Nicolás de Noto, es junto a san Nicolás de Bari, patrono de aquella ciudad.

(19 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.

18 de febrero: Santa Gertrudis (Caterina) Comensoli

Pasión por la Eucaristía

Madrid, 18 de febrero de 2013 (Zenit.org). por Isabel Orellana Vilches

Cuando el amor a Dios se enciende de veras, no hay quien lo apague. En esta santa bullía tanta ternura por el Santísimo Sacramento que lo convirtió en el eje vertebral de su vida, dedicada también a difundir su adoración. De ella irradiaba su caridad y radical entrega caracterizada por un afán indesmayable de donación, ofrecida con presteza y disposición a apurar el cáliz que demandaba, ebría de pasión por Dios. Eso se aprecia enseguida en las insistentes súplicas que elevaba asegurándose con su fidelidad la gracia de no apartarse jamás de Él.

Nació en Bienno, Val Camónica (Brescia, Italia) el 18 de enero de 1847. Era la quinta de diez hermanos. La divina providencia fue marcando los pasos de esta fundadora que quiso cumplir la voluntad de Dios ante todo. Seguramente los cimientos de su fe, fraguados dentro de su ejemplar familia, introdujeron en su infancia la tendencia a la oración. Sin atisbo de puerilidad, y en su inocencia, cuando la veían en estado meditativo y preguntaban qué hacía, respondía: «Pienso». Pero sus reflexiones calaron en ella de tal modo que antes de cumplir 7 años se las arregló para tomar por su cuenta el Cuerpo de Cristo, ataviada con un chal de su madre y amparada por la balaustrada del altar, oportuno parapeto que le permitió alcanzar su sueño. Se entiende que después escribiera: «No permitas, Jesús, jamás, que yo viva ni un solo instante sin amarte, sin corresponder a tu amor…». La formación catequética y la luz que le dieron sus confesores inflamó su espíritu despertando en él una ardiente devoción por el Santísimo Sacramento. «¡Jesús, amarte y hacer que te amen!», fue el lema que brotó de su interior en la infancia. Enardecida de amor, todo le parecía poco para Él: «Estoy dispuesta a sufrir todo aquello que tu bondad me hará padecer en expiación de mis grandes pecados y por la salvación de las almas». «Señor, si te parece bien, dame todas las enfermedades que quieras. Hazme morir, aniquílame para que yo pueda amarte y hacerte amar». No cabía otra cosa en su corazón que este ferviente anhelo: «Mi amor Sacramentado, ¡Tú sabes que no tengo otra consolación que verte solemnemente expuesto sobre tu trono de amor!». Son sentimientos que solamente comprenden espíritus sensibles, abiertos a la gracia divina y dispuestos a alcanzar la perfección sin poner cota a cualquier sacrificio.

Buscando la vía para su consagración, ingresó en el Instituto de Hijas de la Caridad, de Lovere (Brescia). Pero la enfermedad la apartó de este camino. El revés económico de su familia la empujó a servir como empleada doméstica para el párroco de Chiari, Giovanni Baptista Rota, y cuando éste fue designado obispo de Lodi, trabajó para la condesa Fè-Vitali, asistiéndola en el cuidado de su hijo recién nacido. Permaneció a su lado en San Gervasio (Bérgamo) doce años. En ese periodo, su inteligencia y tesón hicieron de ella una persona madura humana, cultural y espiritualmente. En 1878 efectuó consagración perpetua de su virginidad de forma privada y con permiso de su confesor. Su inclinación a la enseñanza de las jóvenes y de los enfermos en San Gervasio, que simultaneó con su trabajo, la incitaba a crear una fundación dedicada a ellos. Confió este anhelo al obispo de Bérgamo, huésped de la condesa, y el prelado la animó. León XIII le sugirió que vinculara adoración, su idea inicial, a la educación de las jóvenes obreras. El hecho se materializó al encontrarse con el P. Francisco Spinelli, que actuó como catalizador del proyecto en una época en la que era vedada a las mujeres la administración y gestión, por considerar que no estaban capacitadas para ello.

El Instituto se fundó el 15 de diciembre de 1882 en Bérgamo. Pero un problema económico separó a Gertrudis del P. Spinelli, y la fundación se bifurcó en dos. El 18 de enero de 1889 anotó sus sentimientos: «Este es el día de la terrible catástrofe mi Jesús, de aquí a pocos minutos estarán aquí, vienen a clausurar todo... sustentadme en la dura prueba, ayudadme por caridad. Los hombres clausuran nuestras cosas. Vos sellad mi corazón dentro de vuestro dulce y amable corazón, ya no me sacaréis… siempre tenedme con vos, mi querido Jesús, hágase tu voluntad. Amén». Y el Instituto se revitalizó, renaciendo a fuerza de oración y fe, de mucho sufrimiento aceptado humildemente que hizo que Gertrudis y las monjas trabajasen denodadamente para mantenerlo en pie. El obispo de Lodi, en cuya familia había prestado servicios domésticos la santa, les ayudó. ¡Designios de la providencia! Además, la recomendación de tutela de esta fundación por parte del obispo de Bérgamo a Mons. Rota fue definitiva para el reconocimiento de la misma que se produjo en 1891. En marzo de 1892 todas regresaron a esta ciudad. Y la fundadora aún dispuso de unos años para seguir alentando a sus hijas a la vivencia de la oración, la humildad, la obediencia y disponibilidad, virtudes que signaron también su quehacer, además de impulsar nuevas casas. Más de una veintena estaban en marcha cuando murió el 18 de febrero de 1903. Juan Pablo II la beatificó el 1 de octubre de 1989, y fue canonizada el 26 de abril de 2009 por Benedicto XVI.

(18 de febrero de 2013) © Innovative Media Inc.

¿Qué es la santidad?

Etim.: del latín: sanctitas, -atis.

En el Antiguo Testamento el hebreo Kadosch (santo) significaba estar separado de lo secular o profano y dedicado al servicio de Dios. El pueblo de Israel se conocía como santo por ser el pueblo de Dios.

La santidad de las criaturas es subjetiva, objetiva o ambas. Es subjetiva en esencia por la posesión de la gracia divina y moralmente por la práctica de la virtud. La santidad objetiva en las criaturas denota su consagración exclusiva al servicio de Dios: sacerdotes por su ordenación; religiosos y religiosas por sus votos; lugares sagrados, vasos y vestimentas por la bendición que reciben y por el sagrado propósito para el cual han sido reservados.

La santidad de Dios identificaba su separación de todo lo malo. Los seres humanos son santos cuando se apartan del pecado y viven según la voluntad de Dios.


Jesús es EL SANTO que santifica a todos quienes a El se acercan

“El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) ... Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro de su estado” .-Vat II, Lumen gentium, 40.42

Por el Bautismo todos somos llamados a la santidad. La santidad es la presencia de Dios reinando en el corazón del creyente. La Iglesia comunica las gracias necesarias que proceden de los méritos de Jesucristo.


Amar a Dios sobre todo

El le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. Mateo 22:37-38

Querer ser santos: La Santidad es obra de Jesús pero El no se impone. Requiere la respuesta libre del hombre. Quien ama a Dios desea responderle con todo el corazón, se esfuerza y persevera con la ayuda de la gracia para vencer la tendencia de la carne

Hay ambiciones que son pecaminosas y otras que son necesarias para la santidad. San Pablo dice: "¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente" I Corintios 12:31. Ese camino es el amor a Dios y al prójimo puesto en práctica, imitando el amor perfecto que es Jesús. No desear otra cosa que agradarle en todo. Cuando agradarle requiere abrazar la cruz, bendita sea. Todo por por El y para El.

Aspirar a la santidad es vivir humildemente para Dios: "¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado? De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer." Lucas 17,9-10

“Es propio de un alma cobarde y que no tiene la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor, el abatirse demasiado y sucumbir ante las adversidades” -San Basilio, Homilía sobre la alegría

“El alma que ama a Dios de veras no deja por pereza de hacer lo que pueda para encontrar al Hijo de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda satisfecha, pues piensa que no ha hecho nada” -San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1.

Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, oh Dios... ¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara de Dios? -Sal. 41.

Un deseo concreto, que se aplica cada día.

¡Perseverancia!

Muchos se entusiasman por Cristo, pero como la semilla que cae en mala tierra, no perseveran, se dan así mismos "permiso" para aflojarse y pronto se quedan atados a los gustos y preocupaciones que desplazan a Dios del centro de sus vidas.

“Me dices que sí, que quieres. -Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer?
“-¿No? -Entonces no quieres” J. Escriva de Balaguer, Camino, n. 316

Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Mateo 16:26

No esperar frutos fáciles. Es lucha de toda una vida

“Aunque me canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera” -Santa Teresa, Camino de perfección, 21, 2

“Hay, pues, que tener paciencia, y no pretender desterrar en un solo día tantos malos hábitos como hemos adquirido, por el poco cuidado que tuvimos de nuestra salud espiritual” - J. Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, p. 14.

Tener esperanza. Si esta faltara, no seguiremos en la lucha. Creer que la santidad es inalcanzable es una gran tentación. ¡Es mentira!. Es escapismo. Si. Podemos ser santos porque Dios da la gracia y los medios. Dios no falla. Muchos han sido los grandes pecadores que llegaron a ser santos. Leamos la vida de San Pablo y San Pedro. Leamos los Hechos de los Apóstoles para ver la obra del Espíritu.


LOS SANTOS Y NOSOTROS Según el Concilio Vaticano II

En la vida de aquellos que siendo hombres como nosotros, se transformaron con mayor perfección en imagen de Cristo (2 Cor 3,18) Dios manifiesta al vivo entre los hombres su presencia y su rostro.

Veneramos la memoria de los Santos del cielo, con la unión de toda la iglesia por su ejemplaridad; pero en el espíritu se vigorice por el ejercicio de la caridad fraterna (Eph, 4 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos acerca más a Cristo, así el consorcio con los Santos nos une a Cristo de quién, como de fuente y cabeza, dimana toda la gracia y la vida del pueblo de Dios. Es, por tanto, sumamente conveniente que amemos, a estos amigos y coherederos de Cristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros; que rindamos a Dios las gracias que les brindemos por ellos, los invoquemos humildemente, y que para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor que es el único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, protección y socorro “ Todo genuino testimonio de amor que ofrezcamos a los bienaventurados se dirige, por su propia naturaleza, a Cristo y termina en EL, que es la Corona de todos los Santos, Por EL va a Dios que es admirable en sus Santos y en ellos es glorificado. (L.G. N. 50).

(fuente: www.corazones.org)
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