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viernes, 26 de agosto de 2016

26 de agosto: Beata Beltrame Quattrocchi

Esposos Beltrame Quattrocchi: un matrimonio santo

En medio de una multitud de familias, los esposos Luigi y María Corsini Beltrame Quattrocchi fueron beatificados en la Basílica de San Pedro, a pesar de las inclemencias del clima.

Su beatificación, sin duda alguna, ayudaría a relanzar nuevamente los valores propios de una vida cristiana, tan pisoteados por una sociedad hedonista y una cultura de muerte, así como también se estaría impulsando el sentido cristiano del matrimonio como camino de santidad.


Vida

María Corsini nació en Florencia el 24 de junio en 1881; mientras que Luigi Beltrame nació en Catania el 12 de enero de 1880. Ambos se conocieron en Roma cuando eran adolescentes y se casaron en la basílica Santa María la Mayor el 25 de noviembre de 1905.

Los dos fueron criados en el seno de una familia católica y desde pequeños practicaron fervientemente su fe, asistiendo todos los domingos a Misa y participando de los sacramentos. Debido a este legado, decidieron criar a sus hijos en los principios y valores de la fe católica.

En 1913, la joven familia atravesó un momento doloroso y bastante incierto cuando María el embarazo de María tuvo serias complicaciones y los médicos pronosticaban que no sobreviviría al parto, ni tampoco el no nacido. Aunque los doctores manifestaron que un aborto podría salvar la vida de María, ésta consultando con su esposo, decidió confiar en la protección divina de Dios. Y, si bien es cierto el embarazo fue duro, tanto madre e hijo milagrosamente sobrevivieron. Esta experiencia llevó a toda la familia a consolidar su vida de fe y trabajar duro por sus anhelos de santidad.

María dio a luz a tres niños más; sus dos hijos varones profesaron el sacerdocio: Filippo es ahora Mons. Tarcisio de la diócesis de Roma y Cesare es el P. Paolino, un monje trapense.

La mayor de las hijas, Enrichetta, la que sobrevivió a ese difícil embarazo, constituyó un hogar según el modelo de sus padres; mientras que su hermana Stefania ingresó a la congregación de los benedictinos, siendo conocida por todos como la Madre Cecilia, y quien falleció en 1993.

Los tres hermanos estuvieron presentes en la beatificación de sus padres.

La familia Beltrame Quattrochi fue conocida por todos por su activa participación en muchas organizaciones católicas. Luigi fue un respetado abogado, quien ocupó un cargo importante dentro de la política italiana. María trabajó como voluntaria asistiendo a los etíopes en dicho país durante la segunda guerra mundial.

El ahora beato Luigi fue llamado a la Casa del Padre en 1951, y María, su fiel esposa, lo hacía posteriormente en 1965.


Beatificación

La Congregación para la Causa de los Santos trató este caso como algo especial, y con la aprobación del Papa Juan Pablo II, se esclareció el camino para su beatificación luego de que se reconozca un milagro a su intercesión.

El Prefecto de esta Congregación, Cardenal José Saraiva Martins, señaló que era imposible beatificarlos por separado debido a que no se podía separar su experiencia de santidad, la cual fue vivida en pareja y tan íntimamente. "Su extraordinario testimonio no podía permanecer escondido", enfatizó el Purpurado.

Por lo menos 40 mil personas atendieron la ceremonia de beatificación de los esposos, que se realizó al interior de la basílica de San Pedro debido a la fuerte lluvia que se desató desde las primeras horas de la mañana. El plan original contemplaba la realización de la ceremonia en la Plaza San Pedro.

También asistieron los dos hijos varones del matrimonio: Filippo y Cesare quienes concelebraron la Misa de beatificación con el Papa. La tercera, Enrichetta, se sentaba entre los peregrinos que llenaron hasta los topes el templo más grande de la cristiandad.


"Lo ordinario de manera extraordinaria"

En su homilía, el Santo Padre aseguró que los esposos beatos, durante más de sus 50 años como matrimonio supieron vivir "una vida ordinaria de manera extraordinaria".

"Entre las alegrías y las preocupaciones de una familia normal -afirmó el Papa- supieron realizar una existencia extraordinariamente rica de espiritualidad. En el centro, la eucaristía diaria, a la que se añadía la devoción filial a la Virgen María, invocada con el Rosario recitado todas las noches, y la referencia a sabios consejos espirituales".

El Pontífice manifestó que los esposos "vivieron a la luz del Evangelio y con gran intensidad humana el amor conyugal y el servicio a la vida".

"Asumieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación, dedicándose generosamente a los hijos para educarles, guiarles, orientales, en el descubrimiento de su designio de amor", agregó.

En este sentido, el Papa enfatizó que la familia anuncia el Evangelio de la esperanza con su misma constitución, pues se funda sobre la recíproca confianza y sobre la fe en la Providencia. La familia anuncia la esperanza, pues es el lugar en el que brota y crece la vida, en el ejercicio generoso y responsable de la paternidad y de la maternidad".

"Una auténtica familia, fundada en el matrimonio, es en sí misma una "buena noticia" para el mundo", puntualizó.


Familia cristiana

El P. Tarcisio Beltrame, uno de los hijos de los esposos Luigi y Maria Corsini Beltrame Quattrocchi, expresó en un testimonio personal el deseo de que la proclamación de sus padres como modelos de vida cristiana ayude a impulsar el sentido cristiano del matrimonio.

En su relato, el P. Tarcisio recuerda que "nuestra vida familiar no tuvo nada de extraordinaria, fue un hecho ordinario, con sus debilidades. Sin embargo, seguimos siempre enseñanzas importantes que las almas de buena voluntad pueden disponerse a imitar y a realizar también hoy".

Don Tarcisio considera por ello que "la beatificación de mis padres es una ocasión para relanzar los valores de la familia cristiana hoy".

En efecto, según la proclamación de sus virtudes heroicas realizada por el Cardenal José Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, los esposos Beltrame Quattrocchi "han hecho de su familia una verdadera iglesia doméstica abierta a la vida, a la oración, al testimonio del Evangelio, al apostolado social, a la solidaridad hacia los pobres, a la amistad". Además, a su intercesión ha sido atribuido un milagro que ha abierto la vía para su beatificación.

De los cuatro hijos de los esposos Beltrame Quattrocchi, tres de ellos tomaron el camino del sacerdocio o la vida religiosa: don Tarcisio (95 años), el padre Paulino (92 años), y Sor María Cecilia (ya fallecida). Enrichetta, de 87 años, constituyó un hogar según el modelo de sus padres.

"Fuimos una familia abierta a los amigos y a todos los que querían respirar el clima de nuestro hogar", relata el P. Tarcisio. La habitación de huéspedes siempre estaba lista".

"En los años de la guerra, a menudo arriesgando muchísimo, acogimos y prestamos ayuda a todo el que la pidió", concluyó.


No serían los únicos

Los Beltrame Quattrocchi serán la primera pareja en ser beatificada. pero no la única En efecto, según fuentes de la Congregación para la Causa de los Santos, existe otra pareja de esposos que podrían ser elevados a los altares: Louis y Zelie Martin, los padres de Santa Teresa de Lisieux.

En sus memorias, Santa Teresita del Niño Jesús relata la vida ejemplar de sus padres, que influyera tanto en su vocación y en la de sus hermanas. En el caso de ambos, la Congregación ya ha reconocido la "heroicidad de virtudes", y se aguarda a aprobación formal de un milagro obtenido por su intercesión para proclamar la beatificación.

(fuente: aciprensa.com)

otros santos 26 de agosto:

- Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars
- Beata María de los Ángeles Ginard Martí

sábado, 13 de agosto de 2016

13 de agosto: Santa Radegundis

Reina y Fundadora
(521-587)

Teodorico, rey de Austrasia, y Clotário, rey de Neustria. Los dos jefes de los francos, uniéronse en 529 para hacer la guerra a los turingios, un pueblo de la confederación sajona, y después de muchas victorias, saqueos y despojos volvieron a su tierra para repartirse el botin. Entre otros muchos prisioneros, a Clotario le tocaron en suerte dos hijos del rey turingio, que estaban todavía en la infancia. Eran hermano y hermana. La niña se llamaba Radegundis. Apenas tenía ocho años, pero su hermosura precoz produjo tal impresión en el príncipe franco, que resolvió educarla como convenía a su estirpe, para hacerla su esposa. Llevada a una de las residencias reales, al dominio de Aties, sobre el Somme, la niña recibió, no la formación rudimentaria de las jóvenes de raza germánica, que sólo aprendían a hilar y a seguir la caza al galope, sino la refinada educación de las patricias galas. Juntamente con las labores propias de una mujer elegante, adquirió el conocimiento de las letras griegas y latinas, deleitándose en la lectura de los poetas profanos y en las de los autores eclesiásticos. Los libros la introducían en un mundo ideal, donde olvidaba la tragedia lamentable de su familia y de su patria. Las vidas de los santos la hacían llorar de contento; entonces deseaba el martirio; pero como eso no podía ser, se esforzaba por imitarlos en otras cosas. Gozábase viéndose rodeada de niños; repartia entre ellos las sobras de su mesa, los lavaba la cara, los sentaba a su lado, los servía ella misma y los daba de deber. Esta tropa infantil la seguía cuando iba al oratorio, y un clérigo caminaba delante llevando una cruz de madera. Su mayor contento por aquellos días era limpiar el piso del santuario, adornar los altares, quitar el polvo de los lienzos sagrados y hacer cirios que ardiesen delante de los santos.

Identificada con las ideas y las costumbres de la civilización cristiana, había abrazado con ardor entusiasta el ideal más puro de la perfección. El espectáculo de aquel siglo de violencias y dé brutalidad llenábala de repugnancia, y veía con terror acercarse el momento de pertenecer al rey de quien era cautiva. Cuando recibió la orden de presentarse en la residencia real, no pudo dominar sus impulsos y huyó a favor de la noche; pero, alcanzada por los emisarios reales, hubo de resignarse a la ceremonia del matrimonio. Coronada en Soissons, fue reina de Neustria, o, mejor, una de las reinas, pues Clotario, fiel a las costumbres de la vieja Germania, no se contentaba con una sola esposa. Ni el cebo del poder, ni el brillo de las riquezas pudieron disminuir la profunda aversión que había germinado en el alma de Radegundis. Todo la alejaba del rey bárbaro: sus perfecciones morales, la exquisita delicadeza de su carácter, su formación literaria y el recuerdo de las escenas violentas que habían sido ocasión de su cautiverio. Para olvidar aquella situación forzada, la reina consagraba todos sus ocios a cuidar de los pobres, visitar a los enfermos y practicar todos los oficios de la caridad cristiana. La casa leal de Aties, donde había pasado su adolescencia, habiendo llegado a su poder como regalo de boda, quedó convertida en un hospicio para mujeres indigentes, entre las cuales se veía a la reina sirviendo a una la comida, ayudando a otra en el baño, preparando las camas y disponiendo los manjares. Las fiestas de la corte, los ruidosos banquetes, las justas guerreras, las cacerías arriesgadas, la sociedad de los vasallos rudos e incultos, llenábanla de tristeza y de cansancio. Cuando llegaba la hora de cantar el oficio, aunque tomase parte en una fiesta cortesana, buscaba una excusa para salir, y antes de empezar la salmodia se enteraba de la comida que se había dado a los pobres. Más que la conversación de los magnates, le gustaba la de los obispos y los monjes; cuando un hombre ilustrado llegaba a la casa real, dejaba toda otra compañía, departia con él largas horas, le hacía mil preguntas, le despedía cargado de presentes y volvía a caer en su tristeza. Casi siempre iba tarde a la mesa; mientras el rey aguardaba, ella seguía absorta en sus lecturas y ejercicios piadosos. Los regaños eran frecuentes; pero cada nuevo conflicto terminaba con el regalo de un nuevo vestido, adornado de oro y pedrería, según el uso bárbaro. Venían luego la admiración, las alabanzas, las adulaciones de la corte; y a los pocos días el vestido iba a adornar el altar de una iglesia. De noche, con cualquier pretexto, Radegundis se levantaba del tálamo real para rezar postrada sobre un cilicio. Tantas muestras de despego no llegaban a apagar el amor del rey. Clotario no era hombre para sentir escrúpulos de delicadeza. La actitud de su esposa le impacientaba, pero sin atormentarle. A lo más, se irritaba de una manera pasajera cuando le decían: «Es una monja lo que tienes por esposa, no una reina.»

Mil veces pensaba ella en la vida del monasterio, y lloraba viéndose atada vilentamente al mundo. La idea de la fuga surgía con frecuencia en su mente, y después de seis años de matrimonio, creyó llegado el momento de realizarla. La muerte de su hermano, asesinado en la corte del rey de Neustria, tal vez por haber manifestado de una manera imprudente sus nostalgias patrióticas, renovó su valor. Fingiéndose en la necesidad de buscar únicamente los consuelos de la religión, dirigióse en peregrinación a Noyón. En realidad, lo que buscaba era el amparo del obispo Medardo, cuya reputación de santidad conocía entonces todo el mundo en la Galia. Cuando llegó la reina, el obispo oficiaba en su basílica. Acercóse a él, y sin más preámbulos, le dijo estas palabras: «Santisimo padre, quiero abandonar el siglo; quiero dejar atrás estas vestiduras. Conságrame al Señor, te lo suplico.» A pesar de la intrepidez de su fe, el obispo permaneció perplejo ante aquella brusca petición, y pidió tiempo para reflexionar. Era una cosa grave deshacer un matrimonio regio, contraído, es verdad, según las viejas costumbres germánicas, pero válido a los ojos de los francos. Además, delante del prelado se erguían los guerreros del séquito real gritando con gestos amenazadores: « ¡Guárdate de imponer el velo a una mujer que se ha unido al rey! ¡Guárdate, obispo, de quitarle una reina, a quien hizo solemnemente su esposa!» Empujado por algunos leudes más violentos, Medardo rodó hasta la nave, mientras Radegundis buscaba un refugio en la sacristia. Allí, en vez de desmayar, se echó sobre los regios atavíos un hábito de reclusa, y saliendo en busca del obispo, que se hallaba en el santuario, sentado, pensativo e irresoluto, le dijo: «Si tardas en consagrarme y temes más a los hombres que a Dios, has de saber pastor, que darás cuenta del alma de tu oveja.» Reanimado por este lenguaje evangélico, Medardo puso sus manos sobre la reina y la consagró al servicio de Dios, realizando la ceremonia con tal rapidez, que cuando los magnates se dieron cuenta era ya tarde.

Inmediatamente, Radegundis se despojó de sus vestiduras reales, cubrió el altar con los adornos de su cabellera, con sus anillos, brazaletes, broches de pedrería y randas tejidas de oro y púrpura, y rompiendo con su propia mano su rico cinturón de oro macizo, se lo entregó al prelado, diciendo: «Esto, para los pobres.» Después, saliendo de la iglesia, huyó en dirección al mediodía, y habiendo llegado a Orleáns, tomó en el Loira una nave, que la llevó hasta Tours. Allí vivió por algún tiempo la vida inquieta de los proscritos qué se acogían a las basílicas, enviando al rey epístolas, unas veces altivas y otras suplicantes, y conjurándole por medio de obispos y magnates a que la autorizase para cumplir sus votos religiosos. Sordo a estas solicitaciones, dotarlo defendía sus derechos de esposo y amenazaba con ir él mismo en busca de la fugitiva. Loca con semejantes noticias, ella arreciaba en sus penitencias, con la esperanza de obtener la ayuda del Cielo y perder los hechizos que eran causa de aquella persecución. Habiendo sabido que el rey se acercaba a Tours, ella huyó hasta Poitiers, y en el camino sucedió el caso milagroso que cuenta la leyenda. A la salida de Seez encontró un campesino que sembraba avena en su campo: «Amigo mío—le dijo—, si te preguntan si has visto pasar a alguno por aquí, responde con firmeza que nadie pasó desde que sembraste tu campo.» Y por la voluntad de Dios, en la misma hora creció de tal modo la avena dicha, que la buena señora y los que la acompañaban pudieron ocultarse en ella. Llegó poco después el rey Clotario, y, habiendo preguntado si había visto pasar a alguno, díjole el campesino que nadie había pasado desde que sembró la avena. Y, en vista del milagro, el príncipe se resignó a dejar en paz a su mujer. Libre de tutelas y tiranías, Radegundis se estableció en Poitiers, y a las puertas mismas de la ciudad levantó el monasterio con que había soñado muchas veces. Era una amplia mansión romana, con sus jardines, pórticos, salas de baños y oratorios. El día en que la reina penetró en aquel arca destinada a servir de refugio contra el diluvio de las pasiones y las tempestades del mundo, según se decía en el lenguaje místico de la época, fue un día de regocijo popular. Una muchedumbre inmensa llenaba las calles que debía recorrer; las gentes se arracimaban en las ventanas y en los terrados, y el nuevo edificio aparecía rodeado de curiosos. Hizo el recorrido a pie, escoltada por un gran número de doncellas, hijas de familias senatoriales, que, atraídas por la fama de su virtud, se disponían a compartir su reclusión. Esto fue en el año 555. Desde entonces pudo entregarse Radegundis a la realización de su ideal religioso con plena libertad, armonizando las exigencias de la austeridad monástica con los gustos de la sociedad civilizada. Toda la comunidad debía consagrar dos horas diarias al estudio de las letras. El resto del tiempo se repartia entre la oración, la lectura de los libros santos y las labores propias de mujeres. El trabajo se hacía en común, y entre tanto una de las Hermanas leía en alta voz. Las más inteligentes, en vez de hilar, coser o bordar, se ocupaban en transcribir libros. Estaban prohibidos el vino y la carne; pero se permitian los baños en piscinas de agua caliente y diversos pasatiempos honestos, como el juego de dados. Después de haberlo organizado todo, Radegundis hizo que la comunidad eligiera una superiora, a la cual se sometió con alegría. Era la más observante y la más humilde de todas las religiosas: ayunaba constantemente; jamás probaba carne de aves, ni peces, ni huevos, ni frutas. Desde que el bienaventurado Medardo la puso el velo, sólo comió hierbas y legumbres. Su bebida era agua pura mezclada con un poco de miel; jamás vino, ni hidromiel fermentado, ni cerveza, ni licores. De noche limpiaba el calzado de sus compañeras, los suavizaba con aceite y a cada una se lo colocaba en su celda. Se la veía barriendo los corredores, atizando el fuego, acarreando leña, sacando agua del pozo, fregando y trabajando en el jardín. Mas por mucho que se humillase, su saber, su bondad, su regia cuna y el ascendiente de su espíritu se imponían. Ella era quien establecía la regla o la modificaba; ella fortalecía las almas vacilantes con exhortaciones cotidianas; ella explicaba y comentaba la Sagrada Escritura, entreverando en sus graves homilías breves frases de ternura cordial y de una gracia exquisita: «Vosotras, a quienes he escogido bijas mías; vosotras, jóvenes plantas, objeto de todos mis cuidados; vosotras, ojos míos, mi vida, mi descanso, mi ventura...»

La regla del monasterio no imponía la clausura completa. Redegundis conservaba el contacto suficiente con las gentes para poder entregarse a sus obras de caridad, para lavar los pies a los pobres, para socorrer a los menesterosos, para consolar a los que sufrían. Los leprosos eran sus preferidos. Antes de encerrarse en el claustro, cuando uno de ellos se anunciaba con el sonido acostumbrado de la campanilla, se apresuraba la reina a prepararle la comida; traía platos, tazas, vino, copas y manteles, y los ponía delante de los gafos. Cuando se trataba de mujeres, las cogía de la mano, las abrazaba y las besaba con amor apasionado. «Oh santa señora—le decía una amiga después de una de estas escenas—, ¿quién os va a abrazar en adelante?» «Si tú no quieres abrazarme—respondió ella graciosamente—, me basta con los besos de los pobres de Cristo.» Ya en el claustro, Radegundis seguía consolando y dando limosna a los pobres; pero los días de fiesta para ella eran aquellos en que llegaba a la portería algún obispo, algún alto personaje de la Iglesia, algún hombre distinguido por su virtud y su saber. Entonces ella, y con ella alguna de sus monjas, le acompañaban a la mesa, le servían exquisitos manjares, y se pasaban horas y horas escuchando sus palabras edificantes. Uno de estos hombres que visitaron el monasterio real de Poitiers fue San Martin de Dumio, el futuro apóstol de Galicia; otro, el poeta italiano Venancio Fortunato, que, a instancias de la santa fundadora, se quedó en Poitiers como capellán, maestro y administrador de la nueva comunidad.

Radegundis amaba la naturaleza. Una vez, viendo en el campo un laurel magnífico, manifestó el deseo de tenerle delante de la ventana de su celda para contemplarle cada día. El laurel fue trasplantado, pero al poco tiempo se secó. «Tú tienes la culpa», le dijo la abadesa en broma, amenazándola con separarla de la mesa común si no obtenía con sus oraciones que el laurel volviese a florecer. Y al poco tiempo el laurel empezó a cubrirse de verdes hojas. Lo mismo que la naturaleza, amaba la poesía. Gozaba leyendo los himnos sagrados, los billetes poéticos, las odas y epigramas, que brotaban de la fácil vena del capellán italiano; le llamaba frecuentemente para escuchar su charla amena y llena de colorido, le interrogaba sobre las dificultades que encontraba en los libros santos, y le pedía consejos sobre su vida interior. Él la trataba con profundo y admirativo respeto. Siempre la llamaba su madre. Radegundis había llegado a la edad en que encanece el cabello y brilla ya el horizonte de la gloria de la eternidad. No obstante, las impresiones de la primera infancia permanecían frescas en su memoria. Ocurríale a menudo exclamar: «Soy una pobre mujer raptada.» En sus conversaciones con Venancio Fortunato recordaba con frecuencia las escenas de matanza y de violencia de que había sido víctima y testigo, la imagen de sus padres muertos, el hogar paterno incendiado y ensangrentado, sus parientes fugitivos a través de países lejano». El poeta recogía aquellas confidencias melancólicas, impregnadas con reminiscencias de cantos nacionales, y daba con ellas nueva vida a sus poemas. En ellos oímos todavía la voz de Radegundis y los arrebatos de su alma, última supervivencia de su origen germánico: «He visto a las mujeres arrastradas a la esclavitud con las manos atadas y el pelo suelto; una andaba descalza sobre la sangre de su marido; otra pasaba por encima del cadáver de su hermano. Cada cual ha tenido sus motivos de llanto, y yo he llorado por todos. He llorado por mis parientes muertos, y fuerza es también que llore por los que quedaron vivos. Cuando mis lágrimas dejan de correr, cuando mis suspiros callan, mi pena no enmudece. Cuando el viento murmura, escucho si es que me trae alguna nueva; pero ante mí no aparece la sombra de ninguno de mis allegados. ¿En qué lugares están? Lo pregunto al viento que silba; lo pregunto a las nubes que pasan; quisiera que algún pájaro viniese a hablarme de ellos. ¡Ah!, si no me retuviera la santa clausura de este monasterio, veríanme llegar a su lado. Me embarcaría con el mal tiempo, bogaría contenta en plena tempestad. Los marineros temblarían y yo me reiría de ellos. Si se estrellase el barco, yo me asiría a una tabla y continuaría mi camino.»

Como era de esperar, cuando la nave de la muerte vino en su busca, Radegundis se llenó de una loca alegría. No le asustaba tampo navegar por los mares infinitos en que el alma se encuentra con Dios. Pero sus compañeras lloraban inconsolables. Rodeando su lecho, exhalaban gritos agudos, se herían los pechos con piedras y decían: «Señor, ¿por qué nos robáis nuestra luz? ¿Por qué nos dejáis en tinieblas?» Y como la amiga de Dios, dice una de sus discípulas, cuando tenía gran interés en una cosa, escogía para hacerla el día de miércoles, porque en él se cree que nació el Señor, en un miércoles se cerraron sus ojos a la luz y se hundieron los nuestros a la noche. Entonces los sollozos estallaron con más fuerza. Enloquecidas por el llanto, las pobres monjas no sabían qué hacer. A los dos días se presentó en el monasterio San Gregorio, obispo de Tours, llevando serenidad y consuelo. «Encontré a Radegundis—dice él mismo—echada en el féretro. Su rostro brillaba con una belleza que eclipsaba la de los lirios y las rosas. En torno se hallaban las doscientas religiosas que, arrastradas por la palabra de la muerta, hacían vida perfecta a la sombra del claustro. «No más lágrimas—les dije—; ocupaos de lo que reclaman las exigencias del momento.» Y como el obispo estaba ausente, los notables de la ciudad me obligaron a bendecir el sepulcro. Comenzamos a transportar el cuerpo de la santa, mientras los posesos gritaban, confesando su poder. Cuando pasamos bajo los muros del monasterio, la multitud de las religiosas despedía a su Madre desde las ventanas de las torres y desde las mismas almenas que coronaban la muralla, gritando, sollozando y batiendo las palmas en señal de dolor. Al volver al monasterio, la abadesa me condujo por todos los lugares que había frecuentado la bienaventurada en sus lecturas y oraciones. Y me decía llorando: «Entramos en su celda, pero ella ya no está allí. Este es el lugar en que ella se arrodillaba para implorar con lágrimas las misericordias de Dios, pero nuestras miradas ya no encuentran su rostro amado. En este libro nos hacía la lectura, pero nuestros oídos ya no escuchan sus palabras empapadas en sabiduría divina. Esta es la rueca que manejaba entre ayunos y lágrimas abundantes, pero ya no vemos sus dedos santificados.» Al pronunciar estas palabras, el llanto brotaba de nuevo y volvían a empezar los gemidos; yo mismo, conmovido hasta lo más hondo del alma, lloraba como un niño. Tan viva era mi tristeza, que aún seguiría llorando si no supiese que, aunque arrebatada corporalmente, la santa permanece allí por su virtud, y que no abandonó este mundo sino para reinar en el paraíso.»

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 13 de agosto:

- San Juan Berchmans
- Beato Marcos de Aviano

jueves, 7 de julio de 2016

07 de julio: San Fermín de

SAN FERMÍN Obispo de Pamplona († 553) Pamplona era entonces Pompelon, una pequeña aglomeración urbana fundada por los romanos, presidiendo en el centro de la tierra navarra, sobre una pequeña meseta a las orillas del Arga, una llanura rodeada de montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían esa población romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según Estrabón: "Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en cuyo territorio se halla Pompelon". Pompelon, producto humano lógico, tenía para los romanos un valor estratégico, pero asimismo realizaba otra importante misión: reunía las ásperas montañas pirenaicas, tras las cuales se extendían los ubérrimos campos de Aquitania, con la comarca de las riberas colindantes con el Ebro. Pompelon era un punto de confluencia en el trazado de las vías romanas que atravesaban Navarra. Aún no había cristianos en el país. Los más antiguos cuentos del folklore vasco, unos cuentos de contextura esquemática que resuenan todavía desde un fondo de siglos, establecen la separación de dos mundos radicalmente distintos: el mundo cristiano y el mundo anterior a la evangelización del país. Hay en algunos de esos seculares cuentos, procedentes casi todos de una edad pastoril, alusiones claras a las primeras iglesuelas cristianas y al conjunto de prevenciones y de resistencias que su emplazamiento exaltaba entre los gentiles. El vasco introdujo en su milenario idioma el adjetivo "gentil" (jentillak, los gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus antepasados, desconocedores del cristianismo o refractarios a su introducción. Todos los habitantes de la tierra vasca eran entonces gentiles, lo mismo, que fuesen pastores en el campo que los avecindados en las aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus habitantes pertenecían al mundo del paganismo. Entre esos habitantes se contaba Firmo, alto funcionario de la administración romana en la ciudad, y su esposa Eugenia, matrona de ilustre ascendencia. Todo hace imaginar, sin embargo, que Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran creyentes, que sus almas sentían aspiraciones mucho más allá de sus efigies tutelares predilectas. Firmo y Eugenia ofrendaban, sacrificaban en los altares de su culto con la sencilla fe del pueblo que creía en sus dioses con una pasión que durante casi medio milenio hizo frente al cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la fe pagana del pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires. En la vida de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas, pero la mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de las mujeres paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad, sin excluir de la esperanza a los más humildes y despreciados, y que traía un positivo consuelo a los desesperados y a los vacilantes. Las viejas hagiografías describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al templo de Júpiter para ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a la vista de un extranjero que con dulce y grave palabra explicaba al pueblo la figura y la doctrina de Cristo. Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso ardor de aquellos humildes y eficaces apóstoles, mucho más cercanos que nosotros en el tiempo a la figura de Jesús. Firmo y Eugenia invitaron a su hogar al extranjero, hondamente impresionados por el discurso de éste. Honesto, que así se llamaba el apóstol, explicó a aquéllos los fundamentos de la religión cristiana, y cómo venía de Tolosa de Francia, de donde le había enviado el santo obispo Saturnino, discípulo de los apóstoles, con la concreta misión de difundir en Pompelon la fe de Jesucristo. Las convincentes palabras de Honesto en la intimidad del hogar de Firmo conmovieron todavía más a éste, que no solamente dio a aquél esperanzas de convertirse al cristianismo, sino que, además, manifestó deseos de conocer a Saturnino. El santo obispo de Tolosa no tardó mucho en acceder a los deseos de Firmo. Una cosa es la gran devoción de Pamplona y Navarra a San Saturnino, pero tiene sobre todo importancia ese recio resumen de su obra apostólica que acostumbran añadir los navarros a la mención del mártir y que vale por la mejor biografía: "San Saturnino, el que nos trajo la fe". Cuentan que Saturnino evangelizó en Navarra más de cuarenta mil paganos, entre ellos a Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros magistrados de Pompelon, y que, a impulsos de aquella ardorosa predicación, se construyó rápidamente la primera iglesia cristiana, que pronto resultó insuficiente. Todos estos preliminares, un poco largos, resultan necesarios para explicar la figura de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez años de edad, que Honorato se encargó de modelar en el espíritu al quedar a la cabeza de la grey de Pompelon, vuelto ya Saturnino a Tolosa. La historia de Fermín, a esa grande e imprecisa distancia histórica, resulta demasiado lineal, pero no por eso menos reveladora del ardor de aquellos heroicos confesores de Jesucristo, íntimamente comprometidos a confesarla dondequiera y en cualquier situación que fuese. Honesto, dedicando con afán sus esfuerzos al alma que él adivinó excepcional del niño Fermín, obtuvo que éste, ya para los dieciocho años, hablara en público con admiración de todos los oyentes. Firmo y Eugenia enviaron entonces a Fermín a Tolosa, poniéndole bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor de Saturnino. Este, no menos admirado del talento y de la prudencia de Fermín, venciendo su modestia, le ordenó presbítero, consagrándolo después obispo de Pamplona, su ciudad natal. El celo evangelista de Fermín en su tierra navarra emparejaba con el de su antecesor Saturnino. Al conjuro de la palabra entusiasta de Fermín los templos paganos se arruinaban sin objeto y los ídolos hacíanse pedazos: en poco tiempo el territorio fue llenándose de fervorosos cristianos. Las devociones fundamentales de San Fermín eran precisamente las devociones fundamentales, dicho sea sin ánimo de paradoja: la Santísima Trinidad y la Santísima Virgen María. Invocando a la Santísima Trinidad, la devoción de las devociones, operaba milagros tan prodigiosos que los gentiles en Navarra y en las Galias llegaron a mirarle como un dios. Vamos a dejar a un lado la leyenda. Digamos en lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el alma de Fermín en una caridad milagrosa. Fermín, después de ordenar suficiente número de presbíteros en su tierra, pasó a las Galias, cuyas regiones reclamaban el entusiasmo del joven obispo, pues a la sazón ardía en ellas furiosa la persecución. La indiferencia ante la persecución constituía en Fermín otra manera de predicar y no precisamente la menos eficaz. Los paganos de Agen, de la Auvernia, de Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y también en Normandía, quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno testimonio de Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del martirio movía a Fermín. Esta ansia dirigió a Fermín hacia Beauvais, donde el presidente Valerio sostenía una crudelísima persecución contra todo lo que tuviera nombre de cristiano. Fermín, encerrado muy a poco de llegar, hubiese muerto en la prisión, víctima de durísimas privaciones y sufrimientos, de no haber acaecido la muerte de Valerio, circunstancia que el pueblo creyente aprovechó para ponerlo en libertad. La fama de su entereza moral y su gesto de comenzar a predicar públicamente a Jesucristo tan pronto como salió de la cárcel movieron en aquella ocasión eficazmente el corazón de muchos paganos, que juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos ellos del entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio. A Fermín, infatigable, se le señala en la Picardia y más tarde, de regreso de una correría por los Países Bajos, otra vez en la ciudad de Amiéns, capital de aquella región, en donde había de encontrar gloriosa muerte. La cercanía intuida del martirio acrecentó más todavía su santa indiferencia y el entusiasmo de Fermín, ya incontenible en su empeño de predicar a Jesucristo. Por otra parte, la fe de Fermín seguía operando prodigios asombrosos, comparables a los de los primeros apóstoles. El pretor de Amiéns, alarmado de aquel ascendiente, llamó a su presencia a Fermín; pero, prendado de su persona y de la sinceridad de sus palabras, mandó ponerle en libertad. Pero, como Fermín insistiera en predicar al pueblo la fe en Cristo, el pretor, volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo en la prisión. La agitación del pueblo creyente, mal resignado con esta medida, determinó un miedoso y cruel impulso del pretor: mandó cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel. En medio de la consternación de los cristianos un tal Faustiniano, convertido por San Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el cuerpo decapitado para enterrarlo provisionalmente en una de sus heredades, y más tarde, con todo sigilo, trasladó los restos de aquel gran devoto de María a una iglesia que el mismo San Fermín había dedicado a la Santísima Virgen. escrito por José de Arteche (fuente: www.mercaba.org)

viernes, 3 de junio de 2016

03 de junio: Santa Clotilde

Esta santa reina tuvo el inmenso honor de conseguir la conversión al catolicismo del fundador de la nación francesa, el rey Clodoveo, ya que se unió en matrimonio con él. Tuvo tres hijos, pero uno de ellos murió a los pocos años de vida. La santa oraba y pedía perseverantemente por la conversión de su esposo, el rey Clodoveo, pues éste era pagano, y se negaba rotundamente a acceder a la conversión cristiana.

Cuando los alemanes atacaron a Clodoveo en la batalla de Tolbiac, el rey le pidió al "Dios de su esposa" que si le concedía la gracia de la victoria, él se convirtiría a la religión católica. Dios que no desoye ninguna súplica, le concedió el milagro al rey francés, y de manera inesperada, el ejército del Rey Clodoveo derrotó a los enemigos. De inmediato, el rey solicitó al obispo San Remigio que lo instruyera en la religión, y en la Navidad del año 496 fue bautizado solemnemente con todos los jefes de su gobierno. Gracias a su conversión, Francia profesa la religión católica.

En el año 511 murió Clodoveo. San Gregorio de Tours señala que la reina Clotilde era admirada a causa de su gran generosidad en repartir limosnas, y por la pureza de su vida y sus largas y fervorosas oraciones. La gente también afirmaba que la santa parecía más una religiosa que una reina. Después de la muerte de su esposo sí vivió como una verdadera religiosa; se retiró a Tours y allí consagró su vida a la oración y socorrer a pobres y enfermos. Cuando murió, sus dos hijos Clotario y Chidelberto llevaron su féretro hasta la tumba del rey Clodoveo.

(fuente: aciprensa.com)

otros santos 03 de junio:

- San Isaac de Córdova
- San Carlos Luanga y compañeros mártires santos
- Beato Juan XXIII

jueves, 2 de junio de 2016

02 de junio: Santos Marcelino y Pedro

Mártires
Año 304

El primero de estos dos santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.

A Marcelino y Pedro los llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera sepultada su santa madre, Santa Elena.

Las crónicas antiguas narran que ante los restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores".

(fuente: ewtn.com)

otros santos 02 de junio:

miércoles, 1 de junio de 2016

01 de junio: Beato Teobaldo Roggeri

Martirologio Romano: En la ciudad de Alba, en el Piamonte, beato Teobaldo, que por amor a la pobreza dio todo su dinero para socorrer a una viuda y, trabajando como mozo de cuerda, por humildad llevó las cargas de los demás. († 1150)

Fecha de beatificación: Culto Confirmado por el Papa Gregorio XVI en el año 1841.

A Teobaldo Roggeri se le honra en todo el Piamonte como patrón de los zapateros remendones y los cargadores, pero con particular devoción en Vico, el lugar donde nació, y en Alba, la población donde pasó la mayor parte de su vida. Sus padres eran personas acomodadas que le dieron una buena educación; pero el respeto que se dispensaba a la buena posición de su familia, le parecía a Teobaldo incompatible con las condiciones de humildad que debe observar todo buen cristiano. Por ese motivo abandonó el hogar y fue a vivir en la ciudad de Alba, donde fue admitido en el taller de un zapatero para aprender el oficio. Se desempeñó con tanta honradez y destreza, que su amo, en el lecho de muerte, le pidió que se casara con su hija única y siguiera al frente del negocio como dueño. Como Teobaldo no quería apenar a un anciano con sus horas contadas, le dio una respuesta rápida y evasiva que él pudiera tomar como afirmativa; pero no eran esos los planes del piadoso joven que había hecho votos de guardar la castidad y, tan pronto como su amo fue sepultado, se despidió de la viuda, entregándole todas sus ganancias para que las distribuyera entre los pobres, y partió.

Sin ningún bien en este mundo, atenido a las limosnas que recibía, emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela. De regreso en Alba, no trató de reanudar su oficio de zapatero, sino que buscó la labor más penosa y dura que pudiera realizar y se ofreció a cargar las bolsas de cereales y otras mercancías. Desde entonces vivió en las calles y las plazas, junto a los mendigos y los menesterosos de toda especie, para quienes era como un ángel de consuelo. Invariablemente, las dos terceras partes de todo lo que ganaba, eran para sus pobres. A pesar de la naturaleza agobiante de su trabajo, practicaba con frecuencia ayunos y otras austeridades; hasta el día de su muerte, durmió siempre sobre el duro suelo. A fin de expiar la culpa de haber proferido una maldición cuando otro hombre lo provocó, se propuso barrer todos los días las naves de la iglesia de San Lorenzo y mantener ardiendo sus lámparas. Se afirma que en su tumba se obraron muchos milagros, lo que dio enorme incremento a su culto.

(fuente: catholic.net)

otros santos 01 de junio:

- San Justino
- San Aníbal María de Francia
- Beato Juan Bautista Scalabrini

martes, 31 de mayo de 2016

31 de mayo: Beato Nicolás Barré

Nicolás Barré nace en Amiens (Francia), el 21 de octubre de 1621 y muere en París el 31 de mayo de 1686, rodeado de su comunidad, en el convento de los Mínimos de la Plaza Real. Fue maestro de teología y célebre director de almas. Fundó por toda Francia las Escuelas Cristianas y de Caridad, así como las Hermanas del Niño Jesús.

Las religiosas del Niño Jesús siguen hoy esta misión de evangelizar a través de la educación de los niños en nuestra ciudad de Burgos.


BIOGRAFÍA

Nicolás Barré nace en Amiens (Francia), el 21 de octubre de 1621 y muere en París el 31 de mayo de 1686, rodeado de su comunidad, en el convento de los Mínimos de la Plaza Real.

Aunque la situación económica desahogada de la familia Barré, libre a Nicolás de muchos males, no por ello crece ignorante y despreocupado de la situación precaria que contempla a su alrededor. Percibe el horrible rumor y consecuencias de la guerra, sus estragos, sus incertidumbres, miedos y zozobras. Toda esta inseguridad, miseria y dolor quedarán impresos en su ser y tendrán su influencia en el desarrollo de toda su vida y espiritualidad.

Desde los diez años hasta los diecinueve, cursa sus estudios con resultados brillantes en el colegio de San Nicolás, dirigido por los Jesuitas. Antes de terminar sus estudios confió a sus padres el deseo que anidaba en su corazón de entregarse totalmente al Señor en la Vida Religiosa. Sus padres renuncian a todas las ilusiones que se habían forjado sobre su primogénito y único varón, al que veían dotado de excelentes cualidades intelectuales y con un carácter agradable y atractivo. Si Dios le llama por este camino, ellos aceptan cristianamente la determinación de su hijo y, cuando llegue el momento, le ayudarán y ofrecerán su apoyo para que lo pueda realizar.

Por aquella época, Amiens alberga veinte conventos de religiosos. De todos ellos Nicolás escoge el de los Mínimos, precisamente el más pobre y desconocido de todos. Nicolás quiere pertenecer totalmente a Dios, y le parece que puede realizarlo mejor por el camino marcado por Francisco de Paula: la plegaria, la ascesis y la caridad. Nicolás ha sabido discernir acertadamente la voluntad de Dios en su persona y sufre al ver a tantos niños y jóvenes morir o malvivir acosados por el hambre y la ignorancia tanto a nivel humano como religioso.

En 1659, cuando Nicolás cuenta ya 38 años, es enviado a Rouen. Allí vuelve a constatar la miseria e ignorancia que reina, el abandono de niños y jóvenes que pululan por las calles. Reza y medita sobre esta situación en la que los ve sumergidos, sin posibilidad de salir por ellos mismos y se pregunta una y mil veces ¿qué es lo que puedo hacer? ¿qué es lo que debo hacer? Le supone una presión tremenda verles explotados en trabajos impropios de su edad porque tienen que ayudar a la familia. Hacinados por la falta de espacio, con los graves perjuicios morales que esto supone; supersticiosos y alejados de la grandeza de la fe que recibieron en el bautismo.

Nicolás, cada día que pasa, reflexiona más sobre este asunto, va entrando en contacto con otras personas que se hacen éstas o parecidas preguntas. Bajo su iniciativa, un grupo de chicas jóvenes de Rouen y sus alrededores, se consagraron totalmente a la formación humana y cristiana de las niñas, jóvenes y mujeres que la pobreza y la miseria habían dejado sin recursos. Serían las primeras Hermanas. Dedicadas a esta labor se multiplicaron prodigiosamente y de todos los rincones de Francia solicitaban su presencia. Ellas por su parte vivían en total abandono a la Divina Providencia, atareadas en la labor educativa y en la formación humana y religiosa.


PENSAMIENTOS DEL BEATO NICOLÁS BARRÉ

El corazón orgulloso y suficiente obliga a Dios a subir más alto y a alejarse. “Cuando el hombre busca engrandecerse, Dios tiende a alejarse aún más”. Por el contrario, un corazón humilde, cuanto más se rebaja, más se acerca Dios a él: “Resiste a los orgullosos, da su gracia a los humildes”.

En la oración, y para la oración, es muy bueno llenarse de espíritu, o de las virtudes de Jesús, o de las grandezas de Dios, sus atributos, etc.

No basta hablar de las cosas de Dios. Hay que hacerlo en el Espíritu de Dios, y por el Espíritu de Dios. De otra forma, el espíritu de vanidad se insinúa y corrompe todo. Para evitar este mal, antes y después de actuar, hay que permanecer recogido y dependiente del Espíritu de Dios.

El respeto al prójimo debe estar lleno de amor, y este amor es santamente crucificante.

Tendríamos que morirnos de vergüenza cuando simulamos amar a Jesús, siendo así que en realidad no le amamos en absoluto; ya que en verdad no amamos a sus miembros, y no tenemos afecto al prójimo, del que el más pequeño de entre ellos es su imagen.

Si amo verdaderamente a mi prójimo, el dolor de verle perecer debe apagar el gozo que experimento al verme sobre el camino de la salvación eterna.

El alma muerta en sí misma actúa para su prójimo con mucha más fuerza que para sí misma.

Esta disposición de adorar a Dios profundamente pone al alma en la práctica de la presencia de Dios, en una gran sabiduría y modestia en todas sus acciones, y en una paciencia actual en las contrariedades y adversidades, por respeto hacia la majestad soberana, delante de la cual uno se humilla perpetuamente en espíritu.

(fuentes: niñojesusburgos.es; minimas.org)


otros santos 31 de mayo:

- Beato Mariano de Roccacasale
- Santa Camila Bautista de Varano
- San Noe Mawaggali

lunes, 30 de mayo de 2016

30 de mayo: San Fernando

(1199-1252)
Rey de Castillla

La tarde agoniza. El regio cortejo avanza a través de las tierras salmantinas: picas y arcos, caballeros y peones, sabios, dueñas y doncellas en cuyas mejillas sonríe la juventud. Se oyen de pronto los cuernos guerreros, y la caravana se detiene. Es entre Salamanca y Zamora, en un bosque de hayas y quejigos. Los pajes se agitan, las hogueras levantan sus lenguas rojas, y bajo el alpende tupido de la fronda surge el real. Una tienda campa en el centro por su arte y su riqueza, y también por la concurrencia de damas y caballeros. Allí, una reina yace en su lecho, un rey vela nervioso, y una servidumbre vestida de sedas brillantes y mallas de guerra va y viene, llena de inquietud y expectación. Alguien dice súbitamente: « ¡Un principe! ¡Nos ha nacido un príncipe! » La voz se extiende por el campamento, el regocijo estalla en gritos y aplausos, los clérigos y los magnates se agolpan en torno a la tienda real, y el rey aparece levantando en sus grazos al recién nacido, al heredero de la corona. Aquel rey era Alfonso IX de León; aquella reina se llamaba Berenguela de Castilla, y aquel príncipe seria Fernando III el Santo, uno de los más grandes reyes de España. El niño creció entre los esplendores de la corte leonesa y entre las caricias y cuidados de su santa madre, «ca esta muy noble reina endereszó e crió a su fijo en buenas costumbres, y los sus buenos enseñamientos, dulces como miel, non cesaron de correr siempre a su tierno corazón, e con tetas de virtudes le dio su leche, enseñándole acuciosamente las cosas que placen a Dios e a los hommes, e mostrándole, non las cosas que pertenescían a mujeres, más lo que facie a grandeza de corazón e a grandes fechos». Pero un día, cuando apenas tenía quince años, advierte el niño algo extraño en torno suyo: su madre llora; su padre, siempre violento, estalla en terribles cóleras; los magnates y los obispos discuten. Al poco tiempo, Berenguela viene a despedirse de su hijo, le abraza, le besa largamente y desaparece de León. ¿Por qué? El pequeño príncipe no acierta a comprenderlo. Le dicen que es preciso obedecer a la ley de Dios, pero él llora también. Lo que había sucedido era esto: en Roma acababan de descubrir que Alfonso y Berenguela eran parientes cercanos, y no tardó en llegar la sentencia canónica: «O separación o entredicho.» Berenguela sintió que algo se desgarraba en lo más profundo de su alma, pero prefirió obedecer.

No obstante, el niño fue legitimado por Inocencio III, y preconizado por las Cortes heredero del reino leonés. Un valle de Galicia protegió su infancia. De cuando en cuando le llevaban a Burgos, reclamado por su madre. Gracias a la solicitud materna, atravesó incólume las dolencias de la niñez. A los diez años, la muerte acechaba en torno a su cuna; los médicos judíos habían perdido la cabeza y se desesperaba de su vida: non dormir nunca podía, non comía ne migalla.

En aquel trance la madre coge al pequeño en sus brazos, cabalga hasta el monasterio de Oña, reza, llora durante una noche entera ante la imagen de la Virgen, «y el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedía». Castilla recibió dos veces de aquella gran mujer al más grande de sus reyes. Desde este momento, la fortuna se hace inseparable compañera del amable príncipe: ella le pondrá en posesión de dos tronos, le abrirá los corazones de los hombres, y, sin traicionarle jamás, le pondrá en posesión de la victoria.

Una teja que hiere casualmente a su tío Enrique I mientras jugaba en el palacio episcopal de Palencia le hace rey de Castilla. La verdadera heredera es su madre, pero entonces aparece el genio político de la reina, el desinterés de la madre. Se apodera de su hijo, congrega Cortes en Valladolid, se hace proclamar reina de Castilla, y tomando luego la corona que fulgía en su frente, la coloca sobre la frente del mancebo; todo con una clarividencia, con una rapidez, con una decisión, que desconcierta a los magnates revoltosos, y quita al rey de León toda esperanza a la corona castellana. Algo más tarde, otra ceremonia memorable en Santa María de las Huelgas, junto a Burgos. Pontificaba el obispo don Mauricio: sobre el altar brillaban un escudo, una espada, una loriga y un yelmo. El obispo acaba de bendecirlos, haciendo sobre ellos la señal de la cruz; el rey se acerca, los toma él mismo del altar y se los viste; su madre le ciñe la espada, la espada que en las manos de Fernán González había creado a Castilla. Así fue armado caballero el joven rey don Fernando. Dieciocho años acababa de cumplir.

Desde este momento ha comprendido que su destino es ser caballero de Cristo. Aquella espada vencedora sólo podía desenvainarse contra los enemigos de la fe. No faltan magnates sediciosos; pero con ellos tiene un arma infalibre: la bondad; y las revueltas cesan desde el momento en que su sonrisa indulgente brilla sobre el suelo castellano. Sin embargo, él, que ha renunciado a derramar sangre cristiana, tiene que armarse contra su mismo padre. Alfonso IX pasa el Pisuerga con su ejército. Era un corazón valiente y un espíritu mezquino. Fernando se prepara a la defensa, pero antes escribe aquella carta admirable en que decía: «Señor padre, rey de León, don Alfonso, mi señor: ¿Adonde vos viene esa saña? ¿Por qué me facedes mal e guerra? Yo non vos lo he merecido. Bien semeja que vos pesa el mío bien, y mucho os habría de placer por haber un fijo rey de Castilla y que siempre será a vuestra honra; ca de Castilla non vos vendrá daño ni guerra en los míos días; aunque lo que vos facedes, uedarlo podría muy crudamente a todo rey del mundo, mas non puedo a vos, porque sodes mío padre e mío señor, y conviéneme de vos sufrir hasta que vos entendades lo que facedes.» Alfonso IX renunció a llamarse rey de Castilla; pero un escozor extraño le mordió el alma mientras vivió, una especie de tristeza por la gloria del astro que se alzaba, mezclada con un presentimiento de la preponderancia definitiva de Castilla. Al morir (1230) desheredó a su hijo; pero Fernando entró pacíficamente en posesión de su nuevo reino, sin derramar una sola gota de sangre. Su sola presencia conquistó al pueblo, a los obispos y a los magnates.

En León, lo mismo que en Castilla, las gentes le aman y bendicen. Todos gozan contemplando la figura del joven rey, rebosante de gracia y de bondad, «ca era—dice su hijo—muy fermoso ome de color en todo el cuerpo, et apuesto et muy bien faccionado». Elevada estatura, agilidad de movimientos, distinción y majestad en los ademanes, dulce y fuerte a la vez, amable con firmeza, reúne en una maravillosa armonía las cualidades del guerrero y las del hombre de Estado. Tiene la obsesión de la justicia, una piedad profunda informa todos sus actos, y si tiene el don de dominar a los hombres, es que antes ha logrado dominarse a sí mismo. Sin embargo, no es la suya una virtud triste ni arisca, ni su corte tiene el aspecto de un convento. Tiene el gusto de la magnificencia, ama las procesiones espléndidas, los desfiles guerreros, las largas teorías de clérigos que se agrupan en torno al altar cubiertos de dalmáticas deslumbrantes. Busca las ricas armaduras, arroja la lanza con destreza, cabalga con garbo, canta bellas trovas en loor de Santa María, viste con gentileza y es el primero de sus magnates, lo mismo en la iglesia que en el campo, lo mismo en la guerra que en los torneos. «Sabía bien bofordar; et alancear, et tomar armas, et armarse muy bien. Era muy sabidor de cazar toda caza, de jugar tablas, escaques y otros juegos buenos de buenas maneras; pagábase de omes cantadores e sabíalo él facer; et de omes de corte que sabían bien de trovar el cantar, et de joglares que sopiesen bien tocar estrumentos, et entendía quien lo facía bien e quien no.»

Pero la poesía, la guitarra y el ajedrez eran sólo una distracción en medio de las fatigas del campamento. Lo permanente en aquella vida heroica, la idea fija, la obsesión de todos los momentos, era la restauración de España, el retorno de Andalucía a la civilización cristiana. Veinticinco años tenía cuando se acercó por vez primera a las orillas del Guadalquivir, seguido del cortejo brillante de sus caballeros, inaugurando aquella gesta gloriosa de treinta años, que sólo la muerte pudo interrumpir. La victoria vuela sobre su yelmo de oro. Ni un tropiezo en su camino, ni una tentativa inútil, ni un solo descalabro. Batallas campales, asaltos de plazas, largos asedios, castillos arrasados. Castilla se ensancha sin cesar; los pequeños reinos andaluces desaparecen; caen Baeza, Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla, toda la Botica meridional hasta el Mediterráneo, hasta el océano. Granada queda en pie, como un gran señorío que debe pagar tributo y rendir vasallaje. Fernando de Castilla no es solamente un gran guerrero, como Jaime de Aragón; es, sobre todo, un jefe. Desdeña la aventura y evita la temeridad. Cuando alguno de sus magnates se expone a perder la vida en hazañas inútiles, le arresta. Tiene, sobre todo, tres grandes virtudes bélicas: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando los enemigos le creen a las orillas del Duero, aparece ante los muros de Córdoba. Sabe prolongar los asedios para economizar la sangre. Cerca de un año acampa delante de Jaén.

El sitio de Sevilla fue una de las más notables empresas militares de aquel tiempo. Durante veinte meses, los moros resistieron con bravura; el calor y la enfermedad parecían luchar en favor suyo, y ya eran muchos los que hablaban de retirarse. Nada puede quebrantar el ánimo del rey. Organiza su hueste, levanta el campo y provee a todas las necesidades como si hubiera de permanecer allí toda la vida. El real tenía aspecto de una gran ciudad. Lo mismo el rey que sus guerreros, habían venido con sus mujeres y con sus hijos. Allí estaban también los futuros pobladores, hombres de todas las regiones de España, conocedores de toda clase de oficios. «Calles et plazas avía departidas de todos mesteres, cada uno sobre sí; una calle avía de los traperos e de los camiadores; otra de los especieros et de los alquimes de los melecinamientos, que avían los feridos menester; otra de los armeros; otra de los freneros; otra de los carniceros et los pecadores, e así de cada mester, de quantos en el mundo son; todas bien apuestas et ordenadas.»

No era el amor de la gloria lo que armaba aquel brazo victorioso, sino sólo el pensamiento de la patria y la preocupación del reinado de Cristo. Combatía por deber, y la voz de la conciencia satisfecha le daba la seguridad de la victoria. «Señor—dijo un día delante de su consejo—, Tú sabes que no busco una gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre.» Considerábase como el caballero de Dios, llamábase el siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de alférez de Santiago. Aún se conserva una pequeña estatua de marfil que llevaba siempre consigo en el arzón de su caballo, que colocaba a la cabecera de su cama mientras dormía y delante de la cual pasaba largas horas arrodillado en los momentos difíciles de aquella existencia llena de azares y peligros. La entrada en Sevilla no fue el triunfo del conquistador, sino el de Santa María. Cientos de miles de hombres formaban la comitiva; gritos de júbilo atronaban el aire; las naves de Ramón Bonifaz cubrían el río, engalanadas y empavesadas; brillaban las armaduras heridas por el sol; resonaban los himnos sagrados en el grupo de los clérigos; y cerrando la marcha, caminaba la Virgen victoriosa, sobre su carro triunfal, adornado de joyas, tapices y brillantes. El rey seguía a su compañera en los campamentos y las batallas, rodeado de la reina, de los infantes y de los príncipes moros, entre constelaciones de joyas, bosques de picas y espirales de incienso. «Grandes mercedes e honras e bienandanzas—decía luego el rey—nos fizo et mostró aquel que es comienzo e fuente de todos los bienes, y esto non por los nuestros merecimientos, mas por la su gran bondad, e por la su gran misericordia, e por los ruegos e merecimientos de Cristo, cuyo caballero nos somos, e por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos, e por los merecimientos de Santiago, cuyo alférez nos somos, e cuya enseña traemos, e que nos ayudó siempre a vencer.»

Entre tanto, su madre velaba más allá de los puertos, manteniendo la paz en los pueblos y enviando víveres a las tropas. Conocedora de los hombres, inteligente y compasiva, abnegada y generosa, Berenguela administraba el reino con energía, sujetaba a los levantiscos, negociaba con los demás Estados de la Península, y entregaba sus joyas para mantener la guerra. «Espejo era de Castilla, e de León e de toda España—dice su nieto Alfonso el Sabio—; et fue muy llorada, cuando murió, de todos los conceios et de todas las gentes de todas las leyes, et de los fidalgos pobres a quienes ella mucho bien facía.» San Fernando tenía en ella una confianza ciega; buscaba su consejo, lo mismo en las cosas de la paz como en las de la guerra; le abandonaba el cuidado de muchos negocios, y, según dice un contemporáneo, aparecía delante de ella «como un humilde mozo so la palmatoria del maestro». No obstante, de cuando en cuando solía cruzar el Guadarrama para visitar personalmente a sus vasallos, y entonces el hombre de la guerra se convertía en el padre de su pueblo. «Oía a todos—nos dice un escritor que le conoció—; la puerta de su tienda estaba abierta de día y de noche, amaba la justicia, recibía con singular agrado a los pobres y los sentaba a su mesa, los servía y los lavaba los pies.» «Más temo—solía decir— la maldición de una pobre vieja que todos los ejércitos de los moros.» Todo lo que podía contribuir a la grandeza y prosperidad de su tierra tenía cabida en su alma generosa.

Con la misma esplendidez que a los trovadores provenzales, recibía a los artistas y a los sabios. Creó la Universidad de Salamanca, buscó profesores dentro y fuera de España, concedió grandes privilegios a los estudiantes, amplió las libertades de los consejos, ordenó la traducción del Fuero Juzgo en lengua castellana y abrió una nueva era de esplendor artístico para su patria. Bajo su protección, al abrigo de la paz y con ayuda del botín de tantas conquistas, España se cubrió con el manto espléndido de sus catedrales góticas:

Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia... El mismo rey inauguraba las obras, alentaba a los artistas y volcaba liberalmente sus tesoros. Bajo su mirada paternal, el agricultor trabajaba en paz, el comerciante se enriquecía, el guerrero se cubría de gloria y el genio del artista se desenvolvía en producciones maravillosas. Fue el más afortunado de los hombres. Mientras su primo San Luis caminaba al Cielo por la adversidad, Dios quiso llevarle a él por el camino de las venturas. Tuvo cuanto puede apetecer un rey: riquezas en abundancia, una corte magnífica, una espada invencible, la dirección experimentada de una madre santa, el consejo de un hombre genial, el arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada; la ayuda de un gran almirante, la colaboración de excelentes capitanes, la adoración de un ejército aguerrido y el amor inalterable de su pueblo. Dios le bendecía, y la misma Naturaleza parecía ser su esclava, «ca en el su tiempo anno malo nin fuerte en toda Espanna non vivo, et sennaladamente en la su tierra».

Esta protección visible del Ciclo sólo le sirvió para acrecentar su fe. En el entusiasmo de su fervor religioso, derramaba lágrimas de agradecimiento, y en la exaltación de su amor a Cristo hubiera deseado llevar triunfalmente por todo el mundo la enseña de la Cruz. No teniendo ya nada que conquistar en la Península, pensó llevar sus armas al suelo africano. Era joven todavía: cincuenta y dos años. Cien mil hombres aguardaban el momento de la partida en las riberas del Guadalquivir; una flota numerosa evolucionaba en el Estrecho; en las armerías toledanas y en los arsenales del Cantábrico se trabajaba con febril actividad, y ya los príncipes marroquíes enviaban embajadas suplicantes. Pero la muerte viene a detener los pasos del conquistador; aquella muerte admirable, que Alfonso el Sabio nos ha contado en uno de los capítulos más conmovedores de su Historia general de España. El que lo ha leído una vez no podrá olvidar la escena del fraile que entra con el sagrado Viático, y los caballeros que lloran, y el rey que salta de su lecho, se postra en tierra, coge una soga y se la echa al cuello. Después, la oración inflamada y los besos apasionados a la Santa Cruz, «feriendo en los sus pechos muy grandes feridas, llorando muy fuerte de los ojos et culpándose mucho de los sus pecados»; y las últimas recomendaciones al heredero, y la despedida de los obispos y los compañeros de armas, y las palabras postreras, que revelaban una vez más la grandeza de aquel corazón. «Fijo—decía el moribundo a su hijo Alfonso el Sabio—, rico en fincas de tierra e de muchos buenos vasallos, más que rey alguno de la cristiandad; trabaja por ser bueno y facer el bien, ca bien has con qué.» Y al fin, aquel postrer consejo, en que el amor de la patria se viste de un amable humorismo: «Sennor te dexo de toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar ovieron del rey Rodrigo. Si en este estado en que yo te la dexo la sopieres guardar, eres tan buen rey como yo: et si ganares por ti más, eres meior que yo: et si desto menguas, non eres tan bueno como yo.» Pero los últimos latidos debían ser para Dios. El moribundo ya no lloraba. Un resplandor celeste iluminaba su rostro. Sereno y alegre, pidió la candela «que todo cristiano debe tener en mano al su finamiento, y alzando los oíos contra el su Criador dixo: Sennor, dísteme reyno que non avía et onrra et poder más que yo non merescí; dísteme vida, et non durable, cuanto fue tu placer, Sennor, gracias te do, et entrégote el reyno que me diste, con aquel aprovechamiento que yo en él pude facer, et ofréscote la mi alma para que la recibas entre companna de los tus siervos». Después bajó las manos, adoró el cirio como símbolo del Espíritu Santo, y mientras los clérigos cantaban el Te Deum, él «muy simplemiente et muy paso endino los oios et dió el espíritu a Dios».

Así murió el gran rey, «rey mucho mesurado et cumprido en toda cortesía, muy sabidor et de buen entendimiento, muy fuerte et muy leal muy bravo et muy verdadero; et ensalzador del cristianismo y abaxador del paganismo, mucho homildoso contra Dios, mucho obrador de sus obras, muy católico, muy eclesiástico y mucho amador de la Iglesia ca en Dios tuvo su tiempo, sus oios y su corazón». Día de llanto fue aquél para toda España. Los mismos moros lloraban la muerte del más piadoso de los conquistadores, «ca era dellos mucho amado, por la gran lealtad que siempre les guardaba. ¿Qui podrie decir—pregunta el rey Sabio—la maravilla de los grandes llantos que por este santo et noble et bienaventurado rey fueron fechos por todos los reinos de Castilla et de León? ¿Et quién vio tanta duenna de tanta guisa et tanta doncella andar descabennadas et roscadas, rompiendo las faces et tornándolas en sangre et en la carne viva? ¿Quién vio tanto ome andando baladrando, dando voces, mesando sus cabellos et rompiendo las frentes et faciendo en sí fuertes cruezas?» Era el homenaje debido a la grandeza de alma, al brillo de la gloria, a la más alta santidad. Los moros agradecían en él la lealtad caballeresca, la generosidad, el respeto a la fe jurada; la nobleza lloraba al hombre de la más alta cortesanía, del corazón abierto al desinterés, a la gratitud, a la munificencia; el pueblo echaba de menos al héroe que le defendía y le enriquecía, al príncipe que garantizaba su trabajo en la paz y la justicia; los Concejos y las ciudades se entristecían por la desaparición del legislador que había ampliado sus fueros y mantenido las libertades públicas y trabajado infatigablemente por el bienestar general. Todos sabían que un rey como aquél, «rey de todos los fechos granados», sólo alguna que otra vez aparece en la tierra.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 30 de mayo:
- San Humberto de Lieja

domingo, 29 de mayo de 2016

29 de mayo: Beato José Gérard

Apóstol de Lesotho (África del Sur)
1831-1914

Carlos Juan José Gérard nació en Bouxières-aux-Chênes, diócesis de Nancy, región de Lorena (Francia) el 12 de marzo de 1831. En 1844 entra en el seminario menor de Pont-à-Mousson y en 1849 pasa al seminario mayor de Nancy. Atraído por el ideal misionero, llama a las puertas de la Congregación de los Oblatos e inicia el noviciado en Notre-Dame de l'Osier el 9 de mayo de 1851. Al año siguiente hace su primera oblación (profesión religiosa) y concluye sus estudios eclesiásticos en el seminario mayor de Marsella.


África como meta

En 1853 el Cardenal Prtefecto de Propaganda Fide (la actual Congregación para la Evangelización de los Pueblos) lanza una lamada apremiante a la joven Congregación misionera. Quiere confiar a los Oblatos la evangelización del África Austral y les confía el Vicariato Apostólico de Natal. El Fundador recluta rápidamente un equipo de misioneros. A falta de un número sufinciente de sacerdotes, ordena diácono a Gérard el 3 de abril de 1853 y lo enrola en ese grupo. Un mes más tarde, el 10 de mayo, parte con el equipo pionero para África del Sur. Salen desde Marsella en barco de vela. La nave andará a la deriva, de Brasil a Isla Mauricio. Finalmente, tras 8 meses de azarosa travesía, arriban a las costas del Cotinente africano. Llegan a Durban, el 21 de enero de 1954. El 13 de febrero el joven diácono recibirá la ordenación sacerdotal de manos de Mons. Allard, O.M.I., superior de la misión y Vicario Apostólico, en Pietermaritzburg. Los misioneros se desviven en vano por interesar a los zulúes en la doctrina cristiana.


Apostolado fecundo en Lesotho

Tras diez años de labor sacrificada e infructuosa, en 1862 se dirigen a Basutolandia (actual Lesotho). El P. Gérard, con el arte de "hacerse uno", se grangea la confianza del rey Moshoeshoe I, padre de la Patria, y conquista el corazón de los basutos. ¿Su screto? "El mundo será de quién más lo ame y se lo demuestre". Su oración incesante ("el Padre se limenta de oraciones", comentaba su gente) y su caridad incansable harán el resto. A lomos de su "Artabán", sube y baja por los montes Maluti en busca de las familias en las aldeas, de los pastores por los campos... Su apostalado será de persona a persona. Así se fue roturando para el Evangelio ese País árido, es verdad, pero hermoso y atractivo, y los frutos no se hicieron esperar. Hoy Lesotho tiene una población mayoritariamente cristiana, abundan las vocacacones nativas y, gracias sobre todo a las primeras escuelas y a la universidad fundada por los misoneros, el analfabetismo es practicamente nulo.


Fama de santidad

El 29 de mayo de 1914 expira en la Roma de su amadísimo Lesotho este gran Apóstol. Allí se concluían sus 60 años de misión, sin volver jamás a su querida y siempre añorada Lorena. Su fama de santidad corre de boca en boca y los basutos acuden continuamente a su tumba para llevarse un poco de tierra para asegurar su intercesión. El 15 de septiembre de 1988 Juan Pablo II lo proclamó Beato.

(fuente: jovenesoblatos.com.ar)

otros santos 29 de mayo:

- Santa Úrsula Ledóchowska
- Santos Félix y Voto
- Santos Sisinio, Martorio y Alejandro

sábado, 28 de mayo de 2016

28 de mayo: Beata Margarita Pole

Madre ejemplar, fue decapitada en la prisión de la Torre de Londres por el mismo rey Enrique VIII, por haber desaprobado su divorcio.

Martirologio romano: En Londres, en Inglaterra, beata Margarita Pole, madre de familia y mártir, que, siendo la condesa de Salisbury y la madre del cardenal Reginaldo, fue decapitada en la prisión de la Torre durante el reinado de Enrique VIII, por haber desaprobado su divorcio, por lo que encontró descanso en la paz de Cristo.

Margarita significa: Bonita como una Perla, proviene del latín.

Margaret Pole, fue la condesa de Salisbury y también la madre del cardenal Reginaldo. Ella, junto a su hijo, desaprobaron por completo el divorcio del rey Enrique VIII de Inglaterra y por esta razón fue decapitada en la Torre de Londres. Fue beatificada por el Papa León XIII.


Biografía

Entre los años de 1483 y 1601, la Torre de Londres fue testigo de ejecuciones de siete presos muy famosos: Lord Hastings en 1483, la reina Ana Bolena en 1536, Margaret Pole, condesa de Salisbury en 1541, la reina Catalina Howard en 1542, Jane Parker, Lady Rochford en 1542, Lady Jane Grey en 1554 y Robert Devereux, conde de Essex en 1601.

Con el tiempo, una serie de historias surgieron acerca de la manera en que estos supuestos "traidores" perdieron la cabeza, pero quizás ninguno tan como la historia que rodea a la ejecución de Margarita Pole, condesa de Salisbury.

Margarita nació en 1473, hija de Jorge de Clarence, hermano menor del rey Eduardo IV, Isabel y Neville. En 1476, su madre murió en el parto y en 1478 Eduardo IV ordenó la ejecución de su propio hermano, el padre de Margaret, por traición.

Margarita y su hermano Eduardo, conde de Warwick fueron enviados a Sheen Palacio y educados con los niños del rey Eduardo IV. Este acuerdo llegó a su fin en 1483, cuando el rey Eduardo murió y Ricardo III tomó el poder.

El Único hijo varón y heredero del rey Ricardo murió en 1484. Ricardo no quiso nombrar como heredero al hermano de Margarita. En su lugar, mantiene una estrecha vigilancia sobre él, ya que sabía que podía reclamar el trono en cualquier momento.

La situación volvió a cambiar en 1485, cuando Enrique Tudor derrotó al rey Ricardo III en la batalla de Bosworth y reclamó el trono. El rey Enrique VII se casó con el primo de Margarita, Isabel de York y encerró a su hermano, de Warwick, en la torre y allí permaneció durante casi 15 años, hasta su ejecución.

Margarita se casó con Sir Ricardo Polo, primo del rey, en 1494. Sir Ricardo, fiel servidor de Enrique VII, fue recompensado con altos cargos en la corte y en Gales. Margarita y Ricardo tuvieron cinco hijos, cuatro chicos y una chica. Su esposo Ricardo murió en 1505.

Fue considerada por el rey Enrique VIII como un modelo de esposa, madre y viuda, además de ser muy devota y llena de piedad. La llamaban "la mujer más santa en Inglaterra." Es tanta la estima del rey que el rey le tiene que hizo que le regresaran todos los bienes confiscados.

Las cosas mejoraron para Margarita. La nombraron condesa de Salisbury. Margarita era ahora sería una mujer muy rica y poseedora de inmensos terrenos. Se convirtió en una buena amiga de Catalina de Aragón y en 1519 se desempeñó como institutriz de la hija de Catalina, la princesa María, de la que llegó a ser su madrina.

Las cosas se complicaron para Margarita cuando Enrique VIII hizo público sus sentimientos por Ana Bolena después de divorciarse por su esposa.

Margarita cayó en desgracia durante el reinado Ana Bolena. Ella desaprobó el nuevo Matrimonio y las relaciones con el rey su tornaron muy comprometidas. Llegó a ser aún más peligroso en 1536, cuando su hijo, el futuro cardenal Reginaldo Pole (desde la seguridad de su hogar en Italia) escribió un libro, «Pro ecclesiasticae unitatis defensione», denunciando las políticas del rey, e indicando exactamente lo que pensaba de su matrimonio con Ana Bolena.

La situación se puso muy molesta para el rey y pensó en deshacerse de la totalidad de la Familia: testigos falsos vienen a acusar de conspiración a Margarita; sometida a un interrogatorio agotador durante todo un día, que desafía a sus acusadores con su capacidad intelectual y, sobre todo, con su dignidad y su carácter moral.

A pesar de contar con una buena defensa, y no pudiendo acusarle de ningún cargo, le inventan grandes mentiras. Margarita es entonces encarcelada en la torre durante casi dos años, en la que es sometida a torturas de hambre y de frío.

Muere decapitada el 28 de mayo de 1541 por un verdugo torpe que falló en varias ocasiones lo que hacía era prolongar el sufrimiento de Margarita.

Margarita Pole, fue beatificada el 02 de febrero 1886, por el Papa León XIII. El 29 de diciembre de ese mismo año se confirma su culto.

(fuente: www.pildorasdefe.net)


otros santos 28 de mayo:
- San Germán de París

viernes, 27 de mayo de 2016

27 de mayo: San Atanasio Bazzekuketta

Mártir
n.: 1870 - †: 1886 - país: Uganda
canonización: B: Benedicto XV 6 jun 1920 - C: Pablo VI 8 oct 1964

En el lugar de Nakiwubo, en Uganda, san Atanasio Bazzekuketta, mártir, uno de los pajes de la casa real, que, recién bautizado, mientras era conducido al lugar del suplicio con algunos otros compañeros por su fe en Cristo, rogó a los verdugos que le matasen allí mismo, y culminó el martirio abatido a golpes.

Camino de Namugongo, el sitio en el que iban a ser quemados vivos por no renegar del cristianismo, estos dos jóvenes ugandeses, unidos en vida por la pertenencia a la corte real y por la fe cristiana, fueron sacrificados el 27 de mayo de 1886, no los dos en el mismo sitio sino uno después de otro. Fueron canonizados el 18 de octubre de 1984.

Atanasio Bazzekuketta había nacido en Kampala en 1870 y pertenecía al clan Nkima. Había sido paje del rey Mutesa y continuó siéndolo de su hijo y sucesor Mwanga. Atraído al cristianismo, se bautizó el 16 de noviembre de 1885. Tenía a su cargo el tesoro real y cuando se desencadena la persecución contra el cristianismo fue delatado como tal e invitado a apostatar, lo que no hizo. Condenado a muerte, salió con los demás pajes hacia el sitio de la ejecución, pero al llegar a Kampala, sintiéndose debilitado físicamente, preguntó por qué el martirio no era allí mismo, y entonces decidieron ofrecerlo como sacrificio a las divinidades de Kampala. Fue llevado al borde del camino y allí atravesado con lanzas hasta que murió. Su cuerpo fue seguidamente descuartizado.

Gonzaga Gonza era un joven de 24 años, de origen busoga, vendido de pequeño al rey Mutesa y convertido por éste en paje suyo. Era su misión la guarda de los prisioneros de la corte. Fue bautizado el 17 de noviembre de 1885. Arrestado por ser cristiano y negándose a apostatar, fue condenado a muerte y salió con los demás hacia Namugongo. Como en Kampala les pusieron a los presos unas cangas, su debilidad tras la caminata con cadenas era manifiesta. Entonces en el pueblo de Lubawo cayó al suelo exhausto, y allí fue rematado a golpes de lanzas y decapitado, dejando los verdugos sus restos en el camino, sin detenerse a enterrarlos.

«Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
(fuente: www.eltestigofiel.org)

otros santos 27 de mayo:

- San Agustín de Canterbury
- San Bruno de Würzburg
- San Juan El Ruso

jueves, 26 de mayo de 2016

26 de mayo: Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores

La azucena de Quito.

Beatificada por el Papa Pío IX el 20 de noviembre de 1853 y Canonizada por Pío XII, el 4 de junio de 1950.

(1618-1645)

La cristiana república del Ecuador puede presentar ante el trono de Dios y en el cielo de la Iglesia una digna émula de Santa Rosa de Lima en la fragante flor de santidad que se llama Mariana de Jesús de Paredes y Flores. Nacida en Quito el sábado 31 de octubre de 1618, de piadosos y nobles padres, fue bautizada el 22 de noviembre en la catedral y mostró desde sus primeros años entera inclinación a la virtud, especialmente al pudor y a la modestia virginal. Oh Dios, Tú que quisiste que floreciese Santa Mariana aún entre los placeres mundanos como una azucena entre espinas con virginal pureza y constante mortificación. Concédenos, te rogamos, que por sus méritos y meditación nos apartemos del vicio y sigamos la perfección. Amén.

Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores. (Imagen adquirida de la Enciclopedia del Ecuador, Efré Avilés Pino) Huérfana de ambos padres desde los siete años, quedó al cuidado de su hermana mayor y del esposo de ésta, quienes la procuraron conveniente educación. Era Mariana de gran talento, de ingenio agudo, de inteligencia viva y precoz; se la preparó, por una parte, en las letras y, por otra, en la música; alcanzó mucha destreza en manejar el clave, la guitarra y la vihuela. También aprendió a coser, labrar, tejer y bordar, haciendo grandes progresos y ocupando así santamente el tiempo para huir de la ociosidad. Tenía una voz suave y dulcísima y una gran afición a la música, de tal manera que no dejó pasar un solo día sin ejercitarse en ella, aunque dedicándose a cantos religiosos, que la ayudaban a meditar y levantar su corazón incesantemente a Dios.

Ya desde su temprana edad su día estaba repartido entre la oración, el trabajo y algún recreo. Nos dicen sus compañeras que era muy inclinada al servicio de Dios; que celebraba todas las festividades de Nuestro Señor y de su Madre santísima, y de todos los santos, sus devotos, con mucha veneración, haciendo altares, ayunando sus vísperas, provocando y animando a todos para que hiciesen lo mismo, sin ocuparse en juegos y entretenimientos pueriles. Solía retirarse para orar a algún rincón de la casa, donde la hallaban con las manecitas juntas, repitiendo con fervor angelical el avemaría, que había aprendido apenas supo hablar. Tenía singular afecto a la Pasión del Señor, y desde entonces practicaba penitencias y austeridades, que más adelante serían mayores y más asiduas.

A los ocho años hizo su primera confesión y comunión en la iglesia de la Compañía de Jesús, que desde entonces fue el lugar escogido para su oración y vida espiritual. El padre Juan Camacho, al examinarla, quedó admirado de la inteligencia y comprensión de los divinos misterios que había en aquella niña, y casi culpaba a su familia de haberle dilatado algún tanto el recibir la Eucaristía. Despojóse desde entonces de toda gala mundana, y, movida del Espíritu Santo, se ofreció enteramente a Jesucristo, haciendo voto de perpetua castidad, al que juntó luego los de pobreza y obediencia. Cambió su nombre por el de Mariana de Jesús.

La Providencia desbarató uno tras otro dos proyectos suyos: uno, de ir a tierra de infieles para darles la fe cristiana (y para lo cual, como nueva Teresa de Jesús, intentó escapar de casa en unión de unas amigas), y otro, de entablar vida eremítica. Tampoco prosperó el deseo de los parientes, gozosamente aceptado por ella misma, de que entrara en la vida religiosa. Investigando en la oración y en la consulta a sus directores espirituales la voluntad de Dios, entendió ser ésta que viviese recogida en su propia casa, con la misma estrechez, pobreza y despojo de todas las cosas del mundo como pudiera hacerlo entre los muros de la comunidad más austera. En consecuencia, Mariana hizo arreglar pobremente, en la parte alta de su casa, un departamento con tres piezas: una salita, un pequeño aposento y una alcoba, completamente cerrados con cancel y cerrojos al resto de las personas, y de los que solamente salía para acudir por las mañanas a la iglesia. Su vida era de oración y penitencia continuas. Tenía en su pieza un ataúd, que le recordaba constantemente la vanidad del mundo y la hora de la muerte.

Su tenor de vida queda descrito así por ella misma, en una distribución del tiempo que sometió a su confesor: «A las cuatro -dice- me levantaré, haré disciplina; pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la meditación de la Pasión de Cristo. De cuatro a cinco y media: oración mental. De cinco y media a seis; examinarla; pondréme los cilicios, rezaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete: me confesaré. De siete a ocho: el tiempo de una misa preparé el aposento de mi corazón para recibir a mi Dios. Después que le haya recibido daré gracias a mi Padre Eterno, por haberme dado a su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa le pediré muchas mercedes. De ocho a nueve, sacaré ánima del purgatorio y ganaré indulgencias por ella. De nueve a diez: rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. A las diez: el tiempo de una misa me encomendaré a mis santos devotos; y los domingos y fiestas, hasta las once. Después comeré si tuviere necesidad.

A las dos: rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco: ejercicios de manos y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de su amor. De cinco a seis: lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve: oración mental, y tendré cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez: saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce: oración mental. De doce a una: lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines. De una a cuatro: dormiré; los viernes, en mi cruz; las demás noches, en mi escalera; antes de acostarme tendré disciplina. Los lunes, miércoles y viernes, los advientos y cuaresmas, desde las diez a las doce, la oración la tendré en cruz. Los viernes, garbanzos en los pies y una corona de cardos me pondré, y seis cilicios de cardos. Ayunaré sin comer toda la semana; los domingos comeré una onza de pan. Y todos los días comenzaré con la gracia de Dios.»

Esta regla de vida, asombrosa por su austeridad y oración, Mariana la guardó desde los doce años, sin más alteración hasta su muerte que estrechándola más aún los últimos siete años. Sin embargo, prudentemente, admitía tres causas posibles para omitir alguno de los ejercicios señalados: la caridad para con el prójimo, la obediencia a quienes le podían mandar y la absoluta imposibilidad física, cuando estaba tan desprovista de fuerzas por alguna enfermedad corporal que le era materialmente imposible tenerse de pie.

Santa Mariana no excluyó de su vida un discreto apostolado, principalmente con su oración por el prójimo, sus consejos a las almas que acudían a ella y la misericordia corporal con los pobres. Era ya un gran ejemplo de virtud verla salir modestísimamente de su clausura camino de la iglesia.

Por consejo de sus confesores se hizo terciaria de San Francisco de Asís (ya que en la Compañía de Jesús no hay tercera orden, como ella tanto hubiera deseado). Siempre deseó vivamente ser enterrada en la iglesia de la Compañía, donde Dios tanto la había favorecido, y el Señor le cumplió colmadamente su anhelo, ya que el templo de los jesuitas de Quito (de extraordinaria riqueza, pues está espléndidamente dorado en todo su interior, desde el arranque de las paredes hasta los techos inclusive), no sólo guarda como precioso tesoro su sagrado cuerpo bajo el altar mayor, sino que le ha sido litúrgicamente consagrado poco después de su canonización.

Los testimonios de sus contemporáneos insisten especialmente en tres rasgos de su vida santa: su mortificación extraordinaria, su oración altísima y sus prodigios.

Decía ella misma a su criada catalina: «Si duermo en esta cama, sabe que para mí es un regalo: porque algo se ha de hacer para merecer y ganar a Dios, pues en camas blandas y delicadas no se le halla; y supuesto que padeció tanto por mí, no es nada lo que yo haga por él.» Sin embargo, para usar estas asperezas había de vencer la gran repugnancia que tenía su cuerpo a ellas: su cama era una escalera con los balaustres con filo hacia arriba, que de tanto usarlos llegaron a embotarse y gastarse; la almohada, un madero grueso y tosco. Ambas cosas las ocultaba durante el día debajo del lecho por medio de la sobrecama, que dejaba colgar hasta el suelo. Tres veces por semana usaba esta penitencia; los restantes días tomaba las tres horas de sueño sobre una áspera sábana de cerdas y piedrecitas.

Su abstinencia y ayuno eran prodigiosos. Para disimularlos hacía que le preparasen una comida ordinaria, que luego secretamente repartía entre los pobres, limitándose a tomar para sí algunos bocados de pan, que en ocasiones amargaba con hiel, acíbar, ceniza y hierbas.

De su amor a Dios da testimonio autorizado uno de sus confesores, asegurando que «en todos los días de su vida conservó la primera gracia que recibió en el bautismo..., no pecó en toda su vida mortal ni venialmente con advertencia». Otro decía: «Nuestro Señor la levantó a lo supremo de la contemplación, que consiste en conocer a Dios y sus perfecciones sin discurso y amarle sin interrupción».

Un testigo afirma de su caridad para con el prójimo: «Se ejercitó cuanto pudo y permitía su condición en obras de caridad espirituales y corporales, en beneficio de los prójimos; deseando viviesen todos en el temor y servicio de Dios; y para el efecto diera su vida.» «Toda su conversación -añade una de sus compañeras- era de la gloria, de la virginidad y pureza, de la penitencia y vidas de los santos y santas, envidiándoles sus virtudes con santa emulación.»

Aunque suplicó ardientemente a Nuestro Señor que no la concediera favores sobrenaturales exteriores en esta vida, por su humildad profunda, sin embargo, hizo por su medio varias profecías y revelaciones, además de lograr especiales conversiones y santificación de varias almas.

A principios del año 1645 se sintieron frecuentes terremotos y desastrosas epidemias en Quito. La ciudad estaba consternada. Mariana, conmovida por la desgracia de su patria, ofreció a Dios su vida en expiación de los pecados y en alivio de aquellos males. Nuestro Señor aceptó la ofrenda, porque desde aquel momento (26 de marzo) cesaron los temblores y la ciudad comenzó a tranquilizarse. Mas apenas la Santa se retiró del templo, donde había hecho ante Dios su sacrificio, comenzó a sentir los sufrimientos de la terrible enfermedad de que murió dos meses más tarde: apenas pudo llegar por sí misma a su habitación y hubo de ir a la cama por no poderse tener en pie. Recibidos los santos sacramentos y entre sublimes afectos de amor divino, entregó su purísima alma a Dios el 26 de mayo de 1645, a los veintiséis años de edad.

A partir de su nacimiento para el cielo fue todavía mayor la veneración en que la tuvieron los quiteños y toda la nación por sus frecuentes milagros. El 17 de diciembre de 1757 Benedicto XIV introdujo su causa; Pío VI, el 19 de marzo de 1776, declaró heroicas sus virtudes. En 1847 Pío IX reconoció dos milagros suyos: el mismo Pontífice la beatificó el 20 de noviembre de 1853.

Los restos de Mariana reposan bajo el altar mayor del bellísimo templo de la Compañía de Jesús, su segundo hogar.

La tradición nacional confía en que volverá a salvar a Ecuador no ya de terremotos y difterias sino de la corrupción política. Entonces será llamada "Mariana del Ecuador".

escrito por Gustavo Amigó Jansen, S. I.,
Santa Mariana de Jesús Paredes, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 494- 499


Oración

Oh Dios, Tú que quisiste que floreciese Santa Mariana aún entre los placeres mundanos como una azucena entre espinas con virginal pureza y constante mortificación. Concédenos, te rogamos, que por sus méritos y meditación nos apartemos del vicio y sigamos la perfección. Amén.

(fuente: www.marianadejesus.com) 

otros santos 26 de mayo:

- San Felipe Neri
- Beatos Esteban de Narbona y Raimundo de Carbona  
- San Desiderio de Vienne
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