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lunes, 30 de junio de 2014

30 de junio: San Adolfo de Osnabrück

Obispo

Martirologio Romano: En Osnabrück, en Sajonia, san Adolfo, obispo, que abrazó las costumbres cistercienses en el monasterio de Altenkamp (1224).

Etimología: Aquel que es un guerrero valiente, es de origen germánico.

Murió en Osnabrück el 30 de junio de 1224. Era hijo de una familia muy rica. El, sin embargo, dejando aparte tanta herencia y prebendas, se inclinó por hacerse monje.

La cosa no fue fácil para este joven. El no tenía una vocación decidida como otros tantos que estamos leyendo cada día en el santoral.

Fue justamente en un monasterio, llamado Cam, al que se retiró para pensar en sí mismo, en donde encontró los atisbos de su vocación religiosa a la vida consagrada.

Con todo respeto pidió al abad que le admitiera en el recinto sagrado. En seguida se ganó la simpatía de todos los hermanos en congregación. Durante los ocho últimos años de su vida desempeño pastoralmente el cargo de obispo de la ciudad que le vio nacer.

Su trabajo se basó principalmente en atender a los pobres y necesitados de atenciones, sobre todo el mundo marginado de los leprosos.

Uno de estos, que vivía alejado de todo el mundo, recibía la visita de Adolfo una vez al año. Le llevaba los remedios espirituales que, sin duda, eran más importantes que los simplemente materiales.

Se pasaba el día con él amigablemente charlando de temas de la oración y de la lectura de la Biblia.

Cada uno debe ocupar el puesto que la sociedad le encomienda con convicción y entrega absoluta a lo que la vocación le pide.

Este trabajo apostólico no era bien visto por algunos canónigos acomodados. Como no les prestaba la más mínima atención, lograron que el leproso se fuera de aquel lugar a otro . No sabían estos señores canónigos que la obra de Dios está por encima de comodidades. Por eso, un ángel del Señor lo trasladó a la cueva en que vivía anteriormente. La razón no era otra que Adolfo pudiera verlo como siempre.

En los últimos momentos de su vida, el leproso se vio asistido por su amigo. Lo confesó y murió tranquilamente en la paz de Dios.

¡Felicidades a los Adolfos!

Comentarios al P. Felipe Santos: fsantossdb@hotmail.com

(fuente: catholic.net)

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- San Ladislao de Hungría

domingo, 29 de junio de 2014

29 de junio: Beata Salomé de Niederaltaich

Reclusa
(† 880)

Las dos damas de honor estaban intrigadas por la conducta de la princesa. «¿Para qué querrá—decían ellas— esa gracia encantadora que Dios le ha dado, y, sobre todo, esos estupendos ojos que subyugan cuanto se les pone delante?» Porque su señora, la ilustrísima princesa Salomé, la sobrina muy amada de Athelwolfo, huía de las fiestas regias, de las alegrías cortesanas, de los banquetes de honor, y viviendo en el magnífico palacio real, pasaba los días oculta en una de sus habitaciones más retiradas. Sin embargo; no estaba triste; al contrario, llevaba en el alma el secreto de una gran alegría.

Puestas a sospechar, las doncellas imaginaron que en aquélla vida enigmática se escondía algún amor muy hondo. No podía ser otra cosa en la primavera de aquellos veinte años tan espléndidos y prometedores. Y deseando resolver su duda, se pusieron a curiosear en la cámara de su ama. «Mira un montón de libros—dijo una—; tú, que entiendes de estas cosas, fíjate bien; tal vez sean versos amatorios.» Y cogiendo los códices, se los entregaba a su compañera, la cual iba leyendo los títulos: Historia de los Anglas, por el Venerable Beda; Cartas selectas, de San Jerónimo; Lamento de Penitencia, de San Isidoro; Morales, de San Gregorio Magno; Regla, del Padre San Benito; Vidas de los Padres... Todo aquello les parecía demasiado serio. En un rincón hallaron cadenillas, cilicios, ceniza, y quedaron horrorizadas.

Así las sorprendió la princesa. Ellas no sabían si reír o caer a sus plantas. Optaron por esto último, y confesaron ingenuamente su curiosidad y sus dudas. «No os habéis engañado—dijo ella sonriente—. Es cierto que tengo mi amador; y os voy a decir cómo he llegado a descubrirle. ¿Veis, hermanas queridas, el esplendor del firmamento, las luminarias del sol, el globo pálido de la luna, los coros de las estrellas que fulgen por perpetuas eternidades? Cada astro tiene su color propio y sus propias cualidades: unos tiemblan, otros están en completo reposo; unos son blancos, otros azules; otros rojos, otros amarillos, y hay algunos oscuros, nebulosos. Y si tendéis la vista por la tierra, os pasmaréis de la multitud de seres que la pueblan y su variedad: racionales e irracionales, sensibles e insensibles; divididos en especies innumerables, cada una con su propiedad, con sus potencias, con sus instrumentos de defensa y sus medios de vida; y luego, las flores, con sus matices variadísimos; los árboles, con sus múltiples frutos; las aves, con sus cantos inimitables. Todo tan bien dispuesto, que hay cosas agradables al paladar, otras apacibles a la vista; éstas aptas para alegrar la vida, aquéllas útiles para la gloria o saludables para la medicina. Si todo esto es tan bello, tan suave, tan agradable, ¿cuál no será la dulzura, la belleza del que ha creado y ordenado estas cosas y ahora las gobierna? Pues, ¿qué nos resta, una vez convencidas de esta verdad, sino que, tomando las criaturas perecederas como una escala, subamos por ella hasta el Sumo Bien, que no puede fallar?»

Con tanta suavidad hablaba la princesa, que sus damas se sintieron como encantadas y dominadas por su amorosa elocuencia. Dijéronle, al fin, que harían lo que ella les mandase y que la seguirían hasta el fin del mundo, y las tres heroínas, trocando sus principescas alhajas por modestos vestidos, resolvieron ir en peregrinación a los Santos Lugares.

Pasaron el mar, desembarcaron en Flandes y continuaron su camino por las llanuras de Baviera. Pero Salomé llevaba en sus ojos dos grandes enemigos. Aquellos ojos subyugaban los corazones en las márgenes del Danubio lo mismo que en la corte de Cantorbery. Por ellos un caballero perseguía a la joven princesa con palabras de amor. Ella no sabía cómo defenderse; hasta que una noche, saliendo de la posada, se dirigió a un prado solitario, donde, puesta de rodillas, rogó al Señor que no fuese su hermosura escándalo para ningún alma.

Unos instantes después se levantaba ciega. Sus ojos habían perdido la luz que tanto fascinaba. Anduvo largo rato a la ventura, ignorando dónde la llevarían sus pasos, hasta que cayó en las aguas del Danubio, donde habría perecido ahogada si no la recogieran unos pescadores. Pronto su cuerpo empezó a cubrirse de blancas escamas, de las que salía un hedor insoportable. Era el terrible mal de lepra, que vino a borrar todos los recuerdos de su antigua hermosura.

Sus deseos estaban cumplidos. Hecha horror de todo el mundo, la costó mucho trabajo darse a conocer a su pariente el abad de Altaich, a quien pidió por caridad una estrecha celda junto al altar mayor. Allí vivió reclusa, hasta que su pobre cuerpo quedó consumido por la terrible plaga. Pero ella estaba más contenta con aquel regalo de Dios que con todas las gracias que en otro tiempo la adornaron.

Los sábados y las fiestas de la Virgen eran para ella los días de mayor contento. En ellos, Dios le restituía la vista para que viese los coros de los bienaventurados que bajaban a consolarla en la cárcel. Y cuando, por este favor singular, tenía la dicha de contemplar la belleza de los Cielos a través de su estrecha ventanilla, decíase en su interior que eran bien pequeños aquellos dolores por cuya virtud había de ver muy pronto al Creador de tantas grandezas.

(fuente: www.divvol.org)

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- San Pedro y San Pablo

sábado, 28 de junio de 2014

28 de junio: San Ireneo

Obispo y mártir
(130-202?)

Es el año 177. En las tinieblas del calabozo, los mártires de Lyón se interesan por toda la Iglesia: se alegran de todos sus triunfos, rezan por todos sus hijos y recogen todas las noticias que les hablan de sus hermanos esparcidos por todo el mundo. Un día llega hasta ellos un extraño rumor que les llena de júbilo: el fin de los tiempos se acerca, el imperio de Belial será destruido. Jesús va a volver al frente de sus legiones angélicas para fundar sobre las ruinas de las antiguas naciones el reino de su Padre. Así lo anuncian Montano y los demás profetas de Frigia. Luces de esperanza iluminan la prisión; ¿acaso la venida de Cristo no es para los mártires el fin de los sufrimientos? Pero hay gentes que se ríen de los profetas asiáticos, hay sacerdotes que los condenan, hay obispos para quienes las ideas escatológicas y las prácticas austeras del montañismo no son más que una nueva herejía. No obstante, los prisioneros siguen atentos los vaticinios, simpatizan con los rígidos milenaristas y escriben a las Iglesias para recomendarles «la paz y la unión». Escriben, sobre todo, a la Iglesia de Roma, donde preside el obispo Eleuterio; y el portador de la carta es su colega y su hermano, el obispo Ireneo. «Os rogamos—dicen al Papa—que le atendáis y le escuchéis; está abrasado por el celo del Testamento de Cristo. Si supiéramos que un título puede conferir alguna justicia al qué le lleva, os le hubiéramos presentado como un sacerdote de la Iglesia.»

Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»

Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»

Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.

Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»

Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»

Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.

Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.

Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.

[1] Ijzus: palabra griega que significa pez. El signo del pez representa a Jesús y la palabra Ijzus se deletrea:
Iesous: Jesús
Jristos: Cristo
Zeus: Dios
Yos: Hijo
Soter: Salvador



Audiencia general de S.S Benedicto XVI presentando a San Ireneo de Lyon.

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis sobre las grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Las noticias biográficas acerca de él provienen de su mismo testimonio, transmitido por Eusebio en el quinto libro de la "Historia eclesiástica".

San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros.

Precisamente en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al Papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa de los malos tratos sufridos en la cárcel. De este modo, a su regreso, san Ireneo fue elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.

San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades: defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros "Contra las herejías" y "La exposición de la predicación apostólica", que se puede considerar también como el más antiguo "catecismo de la doctrina cristiana". En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.

La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la "gnosis", una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban "gnósticos"— comprenderían lo que se ocultaba detrás de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista.

Obviamente, este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo, es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban que junto al Dios bueno existía un principio negativo. Este principio negativo habría producido las cosas materiales, la materia.

Cimentándose firmemente en la doctrina bíblica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al igual que la del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de la herejía; en efecto, se puede decir que se presenta como el primer gran teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe.

En el centro de su doctrina está la cuestión de la "regla de la fe" y de su transmisión. Para san Ireneo la "regla de la fe" coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.

De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.

Al aceptar esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima. Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho, tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo. Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de la Iglesia.

Con esos argumentos, resumidos aquí de manera muy breve, san Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los "intelectuales": ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter "secreto" de la tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.

a) La Tradición apostólica es "pública", no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los Apóstoles y de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera conocer la verdadera doctrina le basta con conocer "la Tradición que procede de los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres": tradición y fe que "nos han llegado a través de la sucesión de los obispos" (Contra las herejías III, 3, 3-4). De este modo, sucesión de los obispos —principio personal— y Tradición apostólica —principio doctrinal— coinciden.

b) La Tradición apostólica es "única". En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas, la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis. Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad, a pesar de las diferentes lenguas y culturas.

Hay un párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías: "Habiendo recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime, como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición" (I, 10, 1-2).

En ese momento —es decir, en el año 200—, se ve ya la universalidad de la Iglesia, su catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan diferentes de Alemania, España, Italia, Egipto y Libia, en la verdad común que nos reveló Cristo.

c) Por último, la Tradición apostólica es, como dice él en griego, la lengua en la que escribió su libro, "pneumatikÖ", es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, espíritu se dice pne²ma. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la transmisión de la fe. Esta es la "vida" de la Iglesia; es lo que la mantiene siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu, para san Ireneo, son inseparables: "Esta fe", leemos en el tercer libro Contra las herejías, "que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo que lo contiene. (...) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda gracia" (III, 24, 1).

Como se puede ver, san Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, porque esta Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, el cual hace que viva de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser transmitida de manera que se presente como debe ser, es decir, "pública", "única", "pneumática", "espiritual". A partir de cada una de estas características, se puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la fe en el hoy de la Iglesia.

Más en general, según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente fundada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta doctrina es como un "camino real" para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción misionera de la Iglesia, la fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los fieles de diversas parroquias y a los estudiantes llegados de España, así como a los militares de la Armada española. Saludo con afecto también a los visitantes de México y de otros países latinoamericanos. Os animo a adquirir una sólida formación en la fe de los Apóstoles, y a transmitirla fielmente a los demás con vuestras palabras y el ejemplo de vuestra vida. ¡Gracias por vuestra visita!

(En polaco) En la preparación a los misterios de la Semana santa nos acompaña hoy san Ireneo de Lyon, que enseña a vivir estos misterios a la luz del Evangelio y en el espíritu de la Tradición, fundada en el testimonio de los Apóstoles. La Tradición es única y se transmite a las generaciones sucesivas gracias al Espíritu Santo. Que la contemplación del misterio de la Redención nos acerque a Cristo glorioso.

(A los peregrinos croatas) Nos acercamos al domingo de Ramos y a la memoria de la entrada del Señor en Jerusalén. También él se acerca a nosotros y llama a la puerta de nuestra vida. Reconozcámoslo y acojámoslo para que nos haga partícipes de su victoria en la cruz. ¡Alabados sean Jesús y María!

(En esloveno saludó a un grupo de profesores y alumnos del liceo clásico diocesano de Sentvid) En vuestra búsqueda del saber no olvidéis que la fuente de la verdadera sabiduría está en el Señor. Cristo resucitado es el principio y el fin, el alfa y la omega. Que os acompañe siempre su bendición

(En italiano) Saludo a los peregrinos de lengua italiana, en particular, a los obispos de las diócesis de Sicilia, que en estos días realizan la visita "ad limina Apostolorum", y a los fieles que los acompañan. Queridos hermanos en el episcopado, quisiera repetiros lo que el apóstol san Pablo recomendaba a Timoteo: anunciad íntegramente la palabra de Dios, insistid a tiempo y a destiempo, amonestad, corregid, exhortad con magnanimidad y doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Sostened con vuestro ejemplo a los sacerdotes, a las personas consagradas y a los fieles laicos de Sicilia, para que sigan dando testimonio de Cristo y de su Evangelio con nuevo impulso y fervor. Que ningún temor sorprenda y agite vuestro corazón, queridos hermanos y hermanas. Quien sigue a Cristo no se intimida ante las dificultades; quien confía en él camina seguro. Sed constructores de paz en la justicia y en el amor, ofreciendo luz a los hombres de nuestro tiempo, los cuales aun agobiados por los afanes de la vida diaria, sienten la llamada de las realidades eternas. Pensando en la fiesta de la Anunciación, que celebramos hace pocos días, dirijo un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el "sí" pronunciado por María os anime, queridos jóvenes, a responder con generosidad a la llamada de Dios. Que la humilde adhesión de la Virgen a la voluntad divina, tanto en Nazaret como en el Calvario, os ayude a vosotros, queridos enfermos, a uniros cada vez más profundamente al sacrificio redentor de Cristo. María, la primera en acoger al Verbo encarnado, os acompañe a vosotros, queridos recién casados, en el camino matrimonial y os ayude a crecer cada día en la fidelidad del amor.

© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

(fuentes: www.divvol.org; www.vatican.va)

otros santos 28 de junio:

- Beata María Pía Mastena

viernes, 27 de junio de 2014

27 de junio: Santo Tomás Toán

Catequista y Mártir

Martirologio Romano: En la ciudad de Nam Dinh, en lo que hoy es Vietnam, santo Tomás Toán, mártir, el cual, siendo catequista y responsable de la misión de Trung Linh, en tiempo del emperador Minh Mang sufrió, por su fe en Cristo, nuevos y terribles suplicios en la cárcel, hasta que falleció de hambre y sed. († 1840)

Fecha de canonización: 19 de junio de 1988 por el Papa Juan Pablo II.

Éste es un santo vietnamita, natural de Can Phan, donde nace hacia 1768. Prestaba servicios en el distrito misional de Trung-Linh como catequista y como procurador, y era fervoroso miembro de la Orden Tercera de Santo Domingo.

Fue denunciado como cristiano por un médico y arrestado el 16 de diciembre de 1839 y llevado a la cárcel de Nam-Dinh. No compareció a juicio inmediatamente, pero fue repetidamente torturado para conseguir su apostasía. Se mantuvo firme y confesó la fe. Comparece por fin ante el gobernador en abril de 1840 y, al no apostatar, es encerrado en una celda estrechísima junto con dos renegados. Éstos se dedicaron a procurar que también Tomás renegase, debiendo oír de ambos sujetos continuas obscenidades y blasfemias y soportar de ellos un continuo trato humillante. Le hacían ver, además, que la salvación de los dos apóstatas dependía de su propia apostasía. Debilitado y hundido moralmente, dijo que obedecería al gobernador. Entonces lo sacaron de la celda inmunda en que estaba y lo llevaron a otra, donde encontró preso al religioso santo Domingo Trach y recuperó el valor. Se arrepintió de su debilidad, se confesó con el sacerdote y cuando fue llevado al gobernador se negó a pisar la cruz y volvió a confesar la fe. Nuevamente torturado, las torturas fueron en vano. Llevado a la cárcel y abandonado en ella, murió de miseria, sed y hambre el 27 de junio de 1840.

AÑO CRISTIANO Edición 2004
Autores: Lamberto de Echeverría (†), Bernardino Llorca (†) y José Luis Repetto Betes
Editorial: Biblioteca de Autores Católicos (BAC)
Tomo VI Junio ISBN 84-7914-729-6

(fuente: catholic.net)

otros santos 27 de junio:

- San Cirilo de Alejandría

jueves, 26 de junio de 2014

26 de junio: San Pelayo

Mártir
(† 925)

Cautivo a los diez años, empezó a mirar la vida en su realidad fuerte y grave. No reía fácilmente, dice de él su biógrafo. En otro tiempo había jugado a orillas del Miño, aturdiendo con sus gritos infantiles el pórtico de la basílica episcopal de Túy. Sobrino del obispo Hermogio, crecía junto al santuario, destinado también él a las altas dignidades eclesiásticas. Estudiaba la gramática y el salterio, cantaba en el coro las bellas melodías mozárabes, y en las grandes solemnidades presentaba el incienso delante del altar en cajas de marfil con incrustaciones de plata. Ahora todo estaba ya muy lejos: los grillos oprimían sus pies, la estrechez de la prisión acongojaba su espíritu; su destino era la esclavitud. Vivía con otros cautivos cerca de los palacios del califa. Un guardia entraba diariamente en la cárcel armado de un látigo, y, guiados por él, los presos se dirigían a su tarea: hoy trabajaban en los jardines reales, mañana en la mezquita, o en los baños, o en alguna de aquellas grandes construcciones con que el poderoso emir embellecía su capital. ¿Cómo iba a reír el pobre niño? No había esperanza para él en la tierra: los suyos habían sido con él como hombres sin entrañas. Llegó a Córdoba engañado. «Vamos a ver al tío», le dijeron seguramente; y él se dejó llevar, contento con la idea de ver mundo y de conocer aquella gran ciudad, famosa por sus opulencias y su poder. Allí estaba Hermogio, sepultado en un calabozo. Un año antes apresado en la batalla de Val de Junquera (920), había sido llevado a Córdoba y colocado bajo la vigilancia de la guardia real. En el silencio de su reclusión, pensaba en las fiestas brillantes de la corte leonesa, en las magnificencias catedralicias de Túy, en las tierras y en los siervos, y en el rescate inmediato. Y el rescate había llegado: era su sobrino.

Mientras el obispo pasaba el duero, el niño iba a ocupar su puesto en la prisión. Al principio creyó que aquello acabaría pronto. Al despedirse de él, Hermogio le había dado los más sanos consejos y las más bellas esperanzas. «Adiós, hijo mío—debió de decirle—; pronto nos veremos otra vez; voy allá para reunir el oro que exigen estos moros malditos.» Pero los días pasaban, y el niño no volvió a saber nada de su tierra. Sabía que allá en la frontera cristianos y musulmanes seguían combatiendo, y de cuando en cuando llegaban a la capital nuevos rebaños de prisioneros. Al principio lloró lágrimas abrasadoras, pero acabó por resignarse con su suerte. La fe le sostenía; rezaba los salmos que había aprendido en la escuela de Túy; descansaba de las fatigas del día buscando en su encierro el rayo de luz que se deslizaba por la estrecha ventana para descifrar la escritura de los códices visigóticos. Era un lector asiduo, y cuando no entendía la lectura, consultaba a los clérigos que estaban presos con él. Su fervor religioso le inspiraba santos atrevimientos: discutía con los musulmanes, y, dotado de una palabra fácil y de mucha gracia en el decir, llegó a confundirlos más de una vez.

Sin embargo, sus carceleros le miraban con simpatía y le trataban sin rigor. Jamás alborotó en la cárcel, ni les miró con odio, ni tuvo con ellos palabras o actitudes de rebelión. Además, veían en él una gracia que presagiaba el más halagüeño porvenir. En los tres o cuatro años que llevaba de cautiverio, Pelayo había crecido sin que el encierro le robase el color encendido de sus mejillas, ni la enfermedad afease su cuerpo. Si su conversación cautivaba, su presencia le ganaba el afecto de cuantos le trataban. La misma melancolía que su desgracia había dejado impresa en sus ojos, añadía un nuevo encanto a la belleza de su amable adolescencia. Muchas veces, en la confusión inmoral del ergástulo, tuvo necesidad de una energía heroica para guardar la pureza de su alma. «Y Dios quiera—pensaba él en sus meditaciones—que no me vea en apuros más terribles.» Aunque niño, se había dado cuenta de la corrupción que reinaba en aquella ciudad de los soberbios palacios, de los maravillosos jardines, de las tres mil mezquitas y de los novecientos baños; ciudad donde se rendía culto al amor en todas las formas, donde los poetas cantaban las gracias de los mancebos con versos apasionados, donde los eunucos y los libertos llegaban a comprar los más altos puestos del Estado con la prostitución de su conciencia. El antiguo estudiante de Túy podía ver en la cumbre de los honores a muchachos que en otro tiempo habían dormido, como él, en el suelo: eran generales, administraban las rentas del califa, tenían esclavos, tierras, casas, jardines; formaban bibliotecas, se rodeaban de literatos y clientes y miraban con desdén a la antigua aristocracia. Era la política de Abderramán III: todos los empleos los puso en manos de esclavos, cogidos en guerra, vendidos por los piratas en los puertos del Mediterráneo, o traídos por tratantes judíos de Francia y Alemania. Instrumentos dóciles y flexibles en sus manos, empezaban por abandonar su religión, y a cambio de la confianza con que se les honraba, prestábanse a los más infames servicios.

Y sucedió que un día el carcelero se acercó a Pelayo y le dijo: «Muchacho, te felicito; el rey se ha acordado de ti y quiere honrarte.» Los que le rodeaban miráronle con envidia, pero él empezó a temblar. Luego vinieron unos servidores de palacio y se lo llevaron. Antes de entrar en el alcázar, rompieron sus cadenas, le despojaron del saco de los cautivos, bañaron su cuerpo con agua perfumada, rizaron y peinaron artísticamente sus cabellos, le vistieron una túnica de seda y le ciñeron un brillante cinturón. Era la hora del mediodía cuando Pelayo atravesaba los patios que había en torno de la mansión. No vio ni las fuentes de mármol, ni los espléndidos jardines, ni los áureos arte-sonados, ni los tapices orientales que colgaban de las paredes; ni oyó las recomendaciones que le hacía su introductor acerca del ceremonial de la visita. Una sola cosa absorbía todo su ser: la nueva orientación de su vida. Habíanle dicho que el rey le llamaba tal vez para hacerle su copero; pero aquel ambiente cortesano se le presentaba lleno de lazos para su fe y su virtud, y su pequeño corazón de catorce años temblaba. Su mismo azoramiento le hacía más amable todavía. A su paso, los guardias sudaneses inclinaban sus cabezas con respeto, como si pasase un príncipe. Un cortesano salió a su encuentro, le cogió de la mano y le introdujo en un amplio salón. Los aromas llenaban la estancia; rutilaban las líquidas espumas en los vasos de. cristal; temblaban los rayos del sol al caer sobre las joyas y las bandejas. En el fondo, arrellanado entre cojines, un hombre sonreía: cabello rubio, ojos azules, color blanco y sonrosado, rostro afable y hermoso y agradable mirar. Era el príncipe, el más poderoso de los sultanes cordobeses, el emir de los creyentes, Abderramán III el Victorioso. Los historiadores han alabado la bondad de su corazón, su ánimo virtuoso y la grandeza de su alma. Pero la sensualidad le dominaba; digno gobernante de un pueblo de afeminados, no tenía bastante con su harén; necesitaba un séquito numeroso de efebos, escogidos entre sus miles de esclavos.

El niño se acercó haciendo las tres postraciones de rúbrica, y besó la mano del emir. Abderramán le miró rápidamente, admirando su talle esbelto, sus carnes de color de rosa y de jazmín, su mirada temblorosa, su abundante cabellera, rubia tal vez, con ese rubio pálido que era el preferido de todos los omeyas cordobeses. Después dijo sonriente: «Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder: pues una gran parte de todo ello será para ti. Tendrás oro, plata, vestidos, alhajas, caballos; tendrás un magnífico palacio junto al real alcázar, y en él tendrás esclavos, esclavas y cuanto puedas apetecer. Pero es preciso que te hagas musulmán como yo, porque he oído que eres cristiano y que empiezas ya a discutir en defensa de tu religión.» El califa se detuvo, observando la impresión que sus palabras hacían en el muchacho. Este, con serenidad, y al mismo tiempo con energía, contestó: «Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo, aunque no lo quieras.» Es posible que Abderramán no comprendiese toda la decisión que había en esta respuesta; la gracia del muchacho y el encanto de su voz le cegaban. Llevado de su instinto brutal, se adelantó hacia él y le tocó su túnica con las manos. Lleno de ira, el santo adolescente retrocedió, diciendo: «¡Atrás, perro! ¿Crees acaso que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?» Y al mismo tiempo hizo añicos su túnica de seda. «Llevadle de aquí —dijo entonces el príncipe a sus cortesanos—; educadle mejor si podéis; de lo contrario, sabéis el castigo que merece.» Vinieron después los ruegos y las amenazas, pero nada pudo vencer el ánimo heroico del mártir. Pelayo repetía sin cesar: «Señor, libradme de las garras de mis enemigos.» Y ya no volvió a atravesar los umbrales de la cárcel; colocado en una máquina de guerra, fue lanzado desde un patio del alcázar hasta el lado opuesto del río, y como todavía diese muestras de vida, llegó un negro de la guardia y segó su cabeza. Caía la tarde cuando se presentaba en la mesa del reino celeste con la copa de su fe y de su amor.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 26 de juunio:

- Beato Andrés Jacinto Longhin
- San Josemaría Escrivá de Balaguer

miércoles, 25 de junio de 2014

25 de junio: San Guillermo de Vercelli

Nació por el año 1085 en Vercelli, como indica su nombre, en el norte de Italia. Pocas cosas sabemos de su nacimiento e infancia, pero sí de su juventud y mocedad como un prodigio de mortificación y de don de milagros.

El solía decir a los monjes que trataban de imitar su vida y pretendían seguirle a todas partes: "Es necesario que mediante el trabajo de nuestras manos nos procuremos el sustento para el cuerpo, el vestido aunque pobre y medios necesarios para poder socorrer a los pobres. Pero ello no debe ocupar todo el día, ya que debemos encontrar tiempo suficiente para dedicarlo al cuidado de la oración con la que granjeamos nuestra salvación y la de nuestros hermanos".

Ahí estaba sintetizada la vida que él llevaba y la que quería que vivieran también cuantos quisieran estar a su lado.

Cuando todavía era un mancebo hizo una perigrinación a Santiago de Compostela que en su tiempo era muy popular y que hacían casi todos los cristianos que podían. Pero él lo hizo de modo extraordinario: Se cargó de cadenas, que casi no podía arrastrar por su gran peso, y apenas tomaba bocado. Un día llegó a las puertas de una casa de campo y parecía desfallecer. A pesar de ello habló así al dueño de la misma que parecía ser un valiente caballero: "Señor, estas cadenas se me rompen continuamente y me hacen muchos honores porque son vistas por todos. ¿No serías tan bueno que me dieras una coraza para llevarla escondida junto a mis carnes y un casquete para mi cabeza? Dicho y hecho. Guillermo salió de la presencia de aquel caballero con gran esfuerzo, ya que apenas podía moverse con tanto hierro y con los dolores enormes que le proporcionaban. Vuelto a Palermo, el rey Rogerio que había oído ya hablar muchas maravillas de aquel raro peregrino, sintió grandes deseos de verlo.

En la corte se contaban chascarrillos a su costa y cada uno lo tomaba a chacota y decía de él las cosas más raras e inverosímiles. En aquella corte había una mujer que llamaba la atención por su vida deshonesta y ella al oír hablar de la santidad del peregrino dijo a todos los cortesanos: "Yo os prometo que le haré caer a ese pobre hombre en mis redes de lascivia". Se arregló lo mejor que pudo y se dirigió a visitarle. El santo hombre la recibió con grandes muestras de simpatía y tuvo con ella una larga conversación creyendo la dama que ya lo había conquistado para el pecado. Así volvió contenta a la corte y contó sus victorias. Pero habían quedado que volvería aquella noche para pasarla con él. El santo peregrino la invitó, la tomó el brazo y le dijo: "Ven y acuéstate conmigo en este lecho nupcial". El extendió las brasas y llamaradas de una gran hoguera que había hecho preparar y se arrojó en ellas. La pobrecilla mujer, que se llamaba Inés, cayó avergonzada y prorrumpió a llorar al ver que no le tocaba el fuego al siervo de Dios. Hizo penitencia, abrazó la vida religiosa y murió santamente.

En Monte Vergine fundó un célebre monasterio y purificó la corte y los palacios de tanto pecado como se cometía. Príncipes y labriegos, hombre y mujeres abandonaban su mala vida y seguían su ejemplo dejándolo todo por seguir a Jesucristo.

Desde este Monte Sacro, que ahora se llama como en tiempos de San Guillermo, Monte de la Virgen, nuestro Santo continuaba ejerciendo un gran influjo por medio de su oración y vida de sacrificio. Lleno de méritos, murió el 25 de junio de 1142.

martes, 24 de junio de 2014

24 de junio: Beata María Guadalupe García Zavala

Fundadora de la Congregación de las Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres

MARÍA GUADALUPE GARCÍA ZAVALA, Fundadora de la Congregación religiosa de las Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres, nació en Zapopan, Jalisco, México el 27 de abril de 1878. Fueron sus padres el Sr. Fortino García y la Sra. Refugio Zavala de García.

Don Fortino, era comerciante, tenía una tienda de objetos religiosos frente a la Basílica de Nuestra Señora de Zapopan, por lo tanto la pequeña Lupita visitaba la iglesia con mucha frecuencia y desde pequeña mostró grande amor a los pobres y a las obras de caridad.

Lupita tenía fama de ser una joven muy bonita y muy simpática, sin dejar de ser sencilla y transparente en su trato, amable y servicial con todos. Tuvo un noviazgo con el Señor Gustavo Arreola, y ya prometida en matrimonio a la edad de 23 años, sintió la llamada del Señor Jesús para consagrarse a la vida religiosa sobre todo en la atención a los enfermos y a los pobres.

Le contó esta inquietud a su director espiritual, el Padre Cipriano Iñiguez, quien le dijo que a su vez, él había tenido la inspiración de fundar una Congregación Religiosa para atender a los enfermos del Hospital y la invitaba a comenzar esta labor, y fue así que entre los dos fundaron la Congregación religiosa de “Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres”.

La Madre Lupita ejerció el oficio de enfermera arrodillándose en el piso para atender a los primeros enfermos en el Hospital, que por cierto al inicio carecía de muchas cosas, sin embargo siempre reinó la ternura y compasión, procurando sobre todo para los enfermos un buen cuidado en la vida espiritual.

La Madre Lupita fue proclamada Superiora General de la Congregación, cargo que tuvo durante toda su vida, y aunque provenía de una familia de un buen nivel económico, ella se adaptó con alegría a una vida extremadamente sobria y enseñó a las Hermanas de la Congregación a amar la pobreza para poder donarse más a los enfermos. Hubo un período de graves dificultades económicas en el Hospital y la Madre Lupita pidió el permiso a su director espiritual de poder mendigar por las calles, y obtenida la autorización, lo hizo junto con otras hermanas por varios años hasta que se solucionaron los problemas para sustentar a los enfermos.

El cuadro político-religioso en México fue grave desde 1911, con la caída del presidente Porfirio Díaz, hasta prácticamente 1936 porque la Iglesia fue perseguida por los revolucionarios Venustiano Carranza, Alvaro Obregón, Pancho Villa y sobre todo Plutarco Elías Calles en el período más sangriento de 1926 a 1929.

En este tiempo de persecución en México contra la Iglesia católica, la Madre Lupita arriesgando su vida y la de sus mismas compañeras escondió en el hospital a algunos sacerdotes y también al mismo Arzobispo de Guadalajara, Su Excelencia D. Francisco Orozco y Jiménez. Por otra parta a los mismos soldados persecutores les daban alimento y los curaban de sus heridas; éste fue un motivo para que los soldados que estaban encuartelados cerca del hospital no sólo no molestaban a las Hermanas sino que hasta las defendieron, lo mismo que a los enfermos.

Durante el período en que vivió la Madre Lupita se abrieron 11 fundaciones en la República Mexicana, y después de su muerte siguió creciendo la Congregación; en la actualidad las Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres cuentan con 22 Fundaciones en México, Perú, Islandia, Grecia e Italia.

El 13 de octubre de 1961 la entera Congregación de las Siervas de Santa Margarita María y de los Pobres festejaron el jubileo de diamante de la Madre Lupita, es decir, los 60 años de vida religiosa de la amada fundadora, sin embargo ella que tenía 83 años de edad padecía de una penosa enfermedad que después de dos años la llevó a la muerte.

Se durmió en el Señor el 24 de junio de 1963 en Guadalajara, Jalisco, México a la edad de 85 años, gozando desde entonces de una sólida fama de santidad.

Fue amada por pobres y ricos de la ciudad de Guadalajara y de otros lugares en donde tenían hospitales, esto se confirma también porque desde el momento en que se supo de su muerte, muchísima gente se congregó en el hospital para ver por última ocasión sus restos mortales y al día siguiente que se celebraron los funerales también participó mucha gente porque ya la consideraban como una santa.

La Madre Lupita se presenta ahora como un digno ejemplo de vida de santidad para que sea imitada no sólo por las Religiosas por ella fundadas, sino por todos los fieles por la práctica constante y heroica de las virtudes evangélicas que ejercitó a través de su vida, y sobretodo por su dedicación incondicional al servicio de Dios en los hermanos, especialmente en los pobres y en los que sufren todo tipo de enfermedades.

(fuente: www.vatica.va)

Otros santos 24 de junio:

lunes, 23 de junio de 2014

23 de junio: Santa Agripina de Roma

Agripina era por nacimiento una romana. Ella no deseaba el matrimonio, y totalmente dedico su vida a Dios. Durante el tiempo de la persecución contra a los cristianos bajo el emperador Valeriano (253-259) la santa se presentó ante el tribunal y confesó valientemente su fe en Cristo, por la que fue sometida a la tortura. Golpearon con palos la santa virgen con tanta crueldad que sus huesos se rompieron. Después pusieron a Santa Agripina en cadenas, pero un ángel le liberó de sus lazos.

La santa confesora murió a causa de las torturas que padeció. Los cristianos Bassa, Paula y Agathonike tomaron secretamente el cuerpo de la santa mártir y lo transportaron a Sicilia, donde ocurrieron muchos milagros en su tumba. En el siglo XI las reliquias de la santa mártir Agripina fueron trasladadas a Constantinopla.

(fuente: ortodoxosyucatan.org)

otros santos 23 de junio:

- San José Cafasso

domingo, 22 de junio de 2014

22 de junio: San Flavio Clemente

En Roma, conmemoración de san Flavio Clemente, mártir, a quien el emperador Domiciano, con el cual había compartido el consulado, condenó bajo la acusación de ateísmo, aunque realmente fue por su fe en Cristo.

Flavio Clemente, miembro de la ilustre familia romana de los Flavios, era hijo de Flavio Sabino, hermano del emperador Vespasiano. Casado con su pariente Flavia Domitila, tuvo con ella siete hijos. Y el año 95 fue promovido a la dignidad de cónsul de Roma.

Su martirio se produjo en la persecución de Domiciano, ante el cual, además, su familia había perdido el favor. La acusación contra él fue de ateísmo, como se solía llamar al cristianismo por su negativa a adorar a los dioses. Su martirio fue el año 96.

No debe confundirse a este santo con el importante Padre apostólico (pero no canonizado para la Iglesia latina) Tito Flavio Clemente o Clemente de Alejandría, autor de obras que son fuentes fundamentales del conocimiento del paleocristianismo (Pedagogo, Protréptico, Strómata).

(fuentes: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003; eltestigofiel.org)

otros santos 22 de junio:

- San Paulino de Nola
- Santo Tomás Moro

sábado, 21 de junio de 2014

21 de junio: San Nicasio Jonson

sacerdote y mártir en Gorcum, de la Primera Orden (1522‑1572).
Canonizado por Pío IX el 29 de junio de 1867.

Nicasio Jonson nació en el castillo de Heeze en 1522. Su padre, Adriano, era ilustre por su honestidad de vida y sobre todo por su inflexible fe. Nicasio fue enviado por él una vez terminados sus estudios y alcanzada la edad, a la célebre universidad de Lovaina, donde por sus rápidos progresos en el estudio, obtuvo el bachillerato en filosofía y teología.

Después de haber meditado seriamente sobre sus posibilidades una vez laureado, decidió hacerse religioso. Ingresó en la Orden de los Hermanos Menores, donde se distinguió por su piedad y mortificación. Consagrado sacerdote, se dedicó al apostolado de la evangelización y de la enseñanza. Severa austeridad, continuos ayunos, asidua oración, éxtasis dichosos, dulces coloquios con el Señor fueron la síntesis de su vida.

Fue predicador persuasivo y asiduo, sus explicaciones bíblicas las hacía con expresiones fáciles y profundas, adaptadas a la mentalidad de los oyentes. Parecía que el Espíritu Santo lo inspiraba. Con inmensa tristeza veía expandirse el calvinismo, con la difusión de libelos difamatorios contra la Iglesia católica, contra el Papa, contra el dogma de la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Para atacar estos errores decidió divulgar la buena prensa. Reunió libros de devoción y de catequesis, compuso otros él mismo, otros los tradujo al holandés. Ayudado por la caridad de bienhechores los imprimió y divulgó ampliamente entre las familias y el pueblo, con inmenso provecho espiritual de muchos, que abjuraban de los errores y retornaban a la Iglesia.

Nicasio también tuvo el don de profecía. En efecto, varias veces predijo graves calamidades que habían de golpear a su patria. Predijo la feroz persecución de los calvinistas contra sacerdotes, religiosos y fieles. Nadie podría sustraerse a ella sin renegar de su fe. A los débiles en la fe les sugería ocultarse o en sus propias casas o en los bosques. En cambio él, fuerte en la fe y confiado en la ayuda divina, no pensó ni en huir ni en ocultarse. Fue arrestado por los gueusos y llevado junto con los otros cohermanos al martirio, que para él se prolongó por varias horas. El verdugo llevó a cabo la infame ejecución en medio de la noche. El lazo mortal, en vez de apretarle la garganta, se le enredó en la cabeza, y el mártir tuvo que sufrir por largas horas el espantoso suplicio. Tenía 50 años de edad.

(fuente: franciscanos.net)

otros santos 21 de junio:

- San Luis de Gonzaga

viernes, 20 de junio de 2014

20 de junio: San Inocencio de Mérida

Inocencio de Mérida o simplemente Inocencio fue obispo de Mérida desde el año 606 y su pontificado duró hasta cerca de 616. Sabemos de este obispo por lo que escribió de él el diácono emeritense Paulo en el último capítulo de su obra. De él decía que era un hombre de gran santidad y costumbres inocentes por lo que su forma de ser va muy ligada a su nombre porque a nadie hizo mal alguno. Cuando murió su antecesor todos miraron hacia él, que estaba en el Orden de los Diáconos pero como en último lugar.

En el año 610 llegó a Toledo el rey Gundemaro y allí concurrieron bastantes obispos a recibirle pues estos se encontraban allí, entre ellos estaba Inocencio, para asistir a al «Concilio de Toledo» al que solo se había convocado a los obispos de la Metrópoli cartaginesa. Sin embargo, el rey quiso que tomasen parte de este concilio los demás prelados presentes que eran San Isidoro, Inocencio a los que les siguieron los de Tarragona y Narbona con otros veintidós obispos más.

Inocencio fue ordenado obispo inmediatamente después de la muerte de su antecesor San Masona, conclusión a la que llega Enrique Flórez después de efectuar numerosos cálculos y manejas diferentes hipótesis. Así mismo, calcula que la duración de su pontificado no debió de ser mayor de diez años.

(fuente: wikipedia.org)

otros santos 20 de junio:

- Mártires Ingleses

jueves, 19 de junio de 2014

19 de junio: San Romualdo

Abad
(951-1027)
Fundador de los Camaldulenses

Al fin de sus días solía decir con frecuencia: «Si queréis la vida del Cielo y la de la tierra, ayunad y haced penitencia»; y para probarlo, no necesitaba más que el ejemplo de lo que en él sucedía. Acercábase a los ochenta años y su cuerpo aún estaba firme. Era un hombre de férrea contextura física y moral. Cierto, tenía los ojos hechos llagas de tanto llorar; estaba flaco y macilento; tenía una calva perfecta, y el color de su piel se había vuelto verdoso, a semejanza de la piel del lagarto. Pero aún podía emprender un viaje a través del Apenino, dirigir multitud de monasterios por todas partes desparramadas, y hacer frente a los que manchaban la pureza de la Iglesia de Cristo.

Durante medio siglo había realizado los más arduos trabajos en medio de austeridades inconcebibles: medio siglo de luchas con los príncipes, los obispos, los clérigos, con sus propios discípulos, con las potestades del infierno y con sus propias pasiones; medio siglo de peregrinaciones apostólicas por las provincias de Italia, por Francia, Alemania, Hungría, predicando a los pueblos, confundiendo a los impíos, reformando y levantando monasterios; medio siglo al cabo del cual veía floreciente la Regla de San Benito, que había encontrado olvidada y él interpretaba a su manera, después de haber fundado más de cien monasterios, desde los cuales había enviado al Cielo legiones de santos, como Pedro Urselo, el antes ambicioso dux de Venecia, convertido por él a la humildad; como Bonifacio, el mártir, que por su mandato había ido a Rusia para predicar la fe de Jesucristo; como Sergio, su padre, que de comerciante opulento y afortunado duelista se había transformado en manso cordero y despreciador de las riquezas.

Era una naturaleza excepcional, pero había en tomo suyo un poder misterioso que le preservaba. Tiene el don de arrastrar a los hombres, pero no sabe hacerse querer. Los atentados le pusieron en peligro muchas veces: un día quieren despeñarle los monjes de San Apolinar de Ravena, que no estaban conformes con sus extremos de austeridad; otra vez, en Cuxá, junto al Pirineo, los paisanos quieren matarlo fanáticamente para tener la suerte de poseer sus huesos; en otra ocasión, un abad aseglarado le aprieta la garganta con las manos y está ya a punto de sofocarlo; un monje perverso coloca a la puerta de su celda un dardo, de suerte que se hiera cuando vaya a entrar en ella; descuájase un árbol y cae sobre él, pero se retira cuando va a aplastarlo. Dios vela sobre su vida y lo libra siempre; lo libra de los accidentes de la naturaleza, de la malicia de los hombres, hasta de sí mismo.

Aquel cuerpo no tenía mayor enemigo que su propio dueño. Trabajo, mucho; regalo, ninguno; dormir, poco; vestir, mal; comer, peor: una escudilla de un pisto de harina o unas hierbas; semanas enteras sin probar bocado; cuaresmas pasadas entre las nieves de las montañas; años continuos de reclusión en una ermita de cuatro codos en cuadro, como eran todas las ermitas primitivas de la Congregación Camaldulense, por él fundada. Camina de desierto en desierto, practicando y exigiendo en todas partes los mayores rigores a que puede llegar la naturaleza. Le gusta vivir entre las emanaciones pantanosas de Comacchio, y cuando reaparece, es casi imposible reconocerle. Vuelve hinchado, comido por la fiebre, el color amarillento, el cabello caído, enrojecidos los ojos. Su vida es algo milagroso. Lleva sin cesar un cilicio y no se lava nunca. Muchos de sus discípulos, que no tienen su misma resistencia, mueren o lo abandonan. Bruno de Querfurt, futuro apóstol entre los esclavos, le dijo un día que era mejor marcharse a Polonia y vivir entre paganos que morirse inútilmente en una choza levantada sobre un lago; y añadía: «¿Quién, joven o viejo, no está enfermo entre nosotros? ¿Qué puede hacer en una celda aquel cuyos pies están tan débiles que al llegar el domingo no puede ir a la iglesia para comulgar?» Las protestas se manifestaban a veces de una manera violenta. Los monjes de Bagno echaron de casa al fundador después de apalearle. En otro monasterio prendieron fuego al ramaje que cubría su choza. En un desierto, cerca de Fonte Avellana, un monje, para vengarse de un castigo, acusó a Romualdo de una falta grave. Los demás le creyeron, y, llenos de ira, hablaban ya de colgar en un árbol al hipócrita o de quemarle vivo. Al fin se contentaron con castigarle a no decir misa en adelante; y él se sometió humildemente, hasta que, seis meses más tarde, pudo verse que todo aquello era una vil calumnia.

Cerca de ochenta años tenía ya el terrible asceta cuando se puso en camino para ir a tierra de infieles a derramar su sangre predicando la fe. Acostumbraba decir que le gustaban más los mártires, a pesar de su actuación ruidosa, que los confesores con su virtud escondida; y es verdad que él, miembro de una de las familias más ricas y más nobles de Ravena, había conservado una pequeña tendencia hacia lo extraordinario, hacia lo teatral. Quería acabar su vida, aquella vida larga y llena, con el martirio. Pero Dios le dio a entender que le era más agradable el martirio cotidiano del eremitorio. Su carácter huracanado, amigo de las soluciones imprevistas, se muestra desde el comienzo de su vida religiosa. Siente el llamamiento entre las orgías de una juventud disoluta y aventurera; y toma el hábito a consecuencia de un duelo en que su padre mata al adversario. Fue tan grande la impresión que le produjo este suceso, que se creía salpicado por la sangre del muerto. Después va de monasterio en monasterio buscando reglas difíciles, y como ninguna le satisface, crea una que las supera a todas en rigor. Dos años en San Apolinar, cuatro años en el desierto con un rudo ermitaño sin la menor formación ascética; cuatro años en San Miguel de Cuxá, junto al abad Garín, que le pone en contacto con la observancia de Cluny, le enseña a leer y escribir y le da a conocer los escritos de los Santos Padres, y sobre todo de Casiano. Pero nada puede apartarle de su ideal solitario. Abandona los montes pirenaicos, vuelve a su patria y empieza sus fundaciones sobre riscos y lagunas. Fonte Avellana, a orillas del Ceseno (992), es el primer eslabón de aquella larga cadena. Camándula, la ciudad monástica que dio nombre a la reforma, nace en 1012.

Después de una vida tan inquieta, era natural que el cuerpo sintiese las mellas del cansancio; pero el alma continuaba íntegra y fuerte como el primer día. Austero, como cuando pasaba cuarenta días sin comer más que un puñado de habas los domingos; severo, como cuando metía a su padre en un cepo para librarle de vacilaciones en la observancia de la vida religiosa; dulce, como cuando encontraba a un ladrón en la celda de un hermano, y lo ponía en libertad, después de haberlo regalado y abrazado; paciente y humilde, como cuando, al equivocarse en el rezo de los Salmos, recibía los golpes del ermitaño Marino, y le decía, viéndose malherido y sordo del oído izquierdo: «Padre mío, ¿no podrías golpearme también en este otro lado?»

No es extraño que un carácter como éste ejerciese sobre sus contemporáneos una especie de prestigio, al que pocos se podían sustraer. Los simoníacos temblaban delante de él; las muchedumbres le miraban como se mira a un profeta; los potentados dejaban sus palacios para pedirle un rincón en sus eremitorios: los mismos obispos temían el poder de su palabra. El emperador Otón III queda como un hipnotizado al verlo, y a intimación suya, expía un crimen haciendo vida monacal. Llamado por el príncipe, presentóse, poco antes de morir, en la corte de San Enrique. Quedaron pasmados los magnates ante aquel anciano demacrado y desaliñado, que había visto extinguirse las dinastías y sucederse tantos acontecimientos; que, aunque encorvado y apoyado en su bastón de espino, dejando caer su larga barba de nieve sobre el hábito blanco, aún sabía dirigir sin adulación su voz temblorosa a los soberanos del mundo. Levantóse el emperador al verlo, salió a su encuentro, lo abrazó, y aunque lo halló tan quebrantado y deshecho, le dijo: «¡Oh, si mi alma estuviese en tu bendito cuerpo!» Y lo mismo repetía después, estando a solas, entre grandes sollozos. El monje hizo al emperador las reverencias debidas, pero no quiso decir una sola palabra, por respeto al silencio. Sólo en la segunda entrevista se decidió a hablar para responder a algunas consultas del emperador. Al salir, las gentes se le acercaban, arrodillándose ante él, le besaban los pies y le cortaban el hábito para conservar alguna reliquia suya.

Del palacio se dirigió a uno de sus principales monasterios, el de Val de Castro; y habiendo reunido a los hermanos que en él había, les dijo: «Hijitos míos, oíd la última palabra de vuestro padre. Creo que no voy a volveros a ver en este siglo, pues la condición humana no me permitirá ya prolongar mis días. Adiós.» Dichas estas palabras, lo abrazaron todos llorando, y él se retiró a un reclusorio que había cerca de allí, encargando que nadie fuese a visitarle, para no hacerle quebrantar el silencio. Allí oraba, lloraba y repetía aquella su jaculatoria favorita: «Jesús, amado mío, querido mío, miel y dulzura mía, innegable deseo mío, suavidad de los santos, regocijo de los ángeles, dulcísimo Jesús.» Un día la ermita apareció inundada de luz. El santo acababa de morir. Corrieron los monjes, y, como dice San Pedro Damiano, «hallaron pobremente tendida en el suelo la margarita celestial de su cuerpo, que después ha de ser colocada honrosamente en el tesoro del Rey supremo. » Era el 17 de junio.

El contenido de la doctrina de San Romualdo se resume en estos breves consejos: «Vive en tu celda, y considérala como un paraíso; desecha todo recuerdo del mundo; hinca el pensamiento en tu mediación, como un buen pez en el cebo. Camino de salvación es el rezo de los Salmos: no lo abandones. Persevera con temor y temblor en la presencia divina, como quien está delante del rey. Renuncíate a ti mismo y sé como un niño, contento sólo con la gracia de Dios.» Este estilo recuerda el de los primeros monjes del Orienle, y en realidad, la obra de Romualdo está fuertemente influida por el espíritu de los desiertos egipcios.

Era, por decirlo así, un hermano gemelo de los grandes anacoretas antiguos, de Schnoudi, de Sabas, de Columbiano; corazón ardiente, carácter impetuoso, naturaleza profética, que tronaba contra la corrupción de su tiempo, sin acobardarse ante los mayores peligros. En realidad, su aspiración era renovar en Occidente una forma del antiguo monacato oriental. Le apasionaban las lauras de Palestina, que por aquellos mismos días intentaba trasplantar a Italia un monje bizantino, San Nilo de Grottaferrata. No quería claustros, sino desiertos. Como dijo de él San Pedro Damiano. en su concepto, el monasterio no era una mansión, sino un tránsito; un lugar de paso para los principiantes y los débiles, destinado a ser sustituido por la soledad. Proponía, ciertamente, a sus discípulos la Regla benedictina; pero, en realidad, el movimiento por él encauzado estaba poco conforme con ella. Era preciso interpretarla y superarla. «Más arriba», clamaba un discípulo del reformador; y en esta actitud se encerraba un fondo de desdén para el ideal casinense, excesivamente discreto y condescendiente. «Repréndanse a sí mismos — decía un partidario de la tradición, protestando contra esta tendencia—, callen y llénense de vergüenza esos necios que se imaginan haber descubierto alturas inaccesibles, cuando la verdadera perfección regular sólo Benito la descubrió, y con él los que tratan de asemejarse a él.»

No obstante, Romualdo no era un puro idealista o un visionario; era un organizador, y así, quiso dar a su ideal una forma precisa. Estimaba el orden y la disciplina que había visto en Cuxá, y aunque poco afecto a la interpretación que daba Cluny a la Regla benedictina, no se desdeñó de utilizar en su gobierno los usos de Cluny. Guardóse bien de suprimir la vida común, en la cual debía encontrar el solitario formación y apoyo. El monasterio le preparaba para su ulterior existencia, y, ya en su ermita, le suministraba lo necesario para vivir. Era noviciado y despensa. Sólo después de tres años de probación podía el monje abandonarlo para retirarse a la soledad. Cenobitas y solitarios formaban una sola comunidad y estaban sujetos a un mismo superior, escogido entre los últimos. Y para que el monasterio pudiese facilitar mejor la vida contemplativa a los solitarios, Romualdo organizó una nueva institución, imitada del monasterio griego, la de los hermanos legos.

Entre los ermitaños había algunos que permanecían constantemente en sus eremitorios, y otros que debían juntarse con los cenobitas en algunas partes del rezo; unos que estaban obligados a no hablar una sola palabra en cuarenta días, otros en ciento. A veces, dos religiosos ocupaban una misma celda, como en Siria y la Tebaida. Su ocupación era leer, meditar, rezar y trabajar haciendo redes, cestas o alguna cosa semejante. Además de las horas canónicas, el solitario debía rezar dos veces cada día el salterio, con otras muchas oraciones. Su vestido consistía en un cilicio de pieles. Todos los días, menos el sábado y el domingo, eran de ayuno para él, y durante la cuaresma, ayuno a pan y agua. De cuando en cuando debía presentarse en la comunidad para confesar sus faltas y conocer a los que hacían penitencia cerca de él. Tal es el régimen de vida que organizó San Romualdo, y que, con algunas mitigaciones, siguen observando sus discípulos en nuestros días.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 19 de junio:

- Santa Juliana de Falconieri

miércoles, 18 de junio de 2014

18 de junio: Santos Marcos y Marceliano

Mártires

Martirologio Romano: En Roma, en el cementerio de Balbina, en la Vía Ardeatina, santos Marcos y Marceliano, mártires en la persecución bajo el emperador Diocleciano, a los que hermanó el sufrimiento (c. 304).

Son mártires y patronos secundarios de la Diócesis de Badajoz —hoy Archidiócesis de Mérida-Badajoz—.

Un rayo que cayó en el castillo fue la causa del terrible fuego que amenazaba a todas luces alcanzar el polvorín o almacenes de pólvora de la ciudad y cuya explosión hubiera sido una catástrofe tanto en pérdida de vidas humanas como de viviendas y bienes. El apresurado rezo a los santos del día en aquel apuro hizo que milagrosamente se detuvieran las llamas en la misma zona inmediatamente próxima al almacén de munición. Las personas que se supieron protegidas por la intercesión de los santos mártires Marceliano y Pedro pidieron a las autoridades eclesiásticas sea oficialmente reconocida la protección de los santos que les libraron al final de aquella terrible tormente.

Un decreto de la Sagrada Congregación de Ritos faculta al Deán y Cabildo para elegirlos patronos menos principales de la ciudad de Badajoz. Una vez ejecutado, es aprobado por el Obispo Juan Marín Rodezno, el 13 de junio de 1969.

Su celebración es sólo para la ciudad.

(fuentes: Archidiócesis de Madrid; catholic.net)

otros santos 18 de junio:

- Santa Isabel de Schönau

martes, 17 de junio de 2014

17 de junio: San Herveo o Hervé

Eremita
(† Siglo VI)
Patrono de los poetas bretones y protector para todo tipo de problemas de ojos

Los bardos celtas no fueron nunca muy amigos de los monjes, que se reían de sus héroes y les quitaban el prestigio entre los pueblos. Uno de estos defensores del druidismo cantaba lleno de cólera, en presencia de los misioneros de la nueva religión: «Día vendrá en que los hombres de Cristo sean perseguidos y acorralados como bestias salvajes. Entonces la rueda del molino correrá ligera y la sangre de los monjes le servirá de agua.» Pero los monjes, esos hombres que no conocían más amor que el amor celeste, ni más batallas que las que se riñen en el fondo del corazón, traían también su poesía. Muchas veces se les vio reunir a la gente en torno suyo con el sonido de su arpa, antes de hablarles de Jesús, del precepto de la caridad y del perdón de las injurias. El abad Cadoc atravesaba las calles dirigiendo el coro de sus cuarenta discípulos, y tan bien cantaba, que el hijo del príncipe Powis se marchaba tras ellos.

Un bardo fue también San Hervé, cuyo nombre merece figurar entre los más amables recuerdos de la poesía cristiana. Hyvernión, su padre, era un músico ambulante, que, nacido en Gran Bretaña, había cruzado el mar y llegado a la corte del rey de los francos. Childeberto le amaba, porque nadie sabía tantos cantares como él, ni los cantaba con tanta gracia, ni tenía el arte de organizar una fiesta con tanto ingenio y habilidad. El palacio y el castillo resonaban con los aplausos cuando, al terminar los banquetes, Hyvernión celebraba a los héroes de su tierra, acompañado de la rota céltica; las damas le sonreían, los caballeros le alababan y el rey le daba sus joyas y collares. Pero el bullicio de la corte ensombrecía su alma delicada, y las ruidosas fiestas que él alegraba con su gracejo inagotable le llenaban de tristeza. Y un día se despidió del rey y empezó a peregrinar de nuevo, con su arpa al hombro. Y he aquí que un ángel rozó con sus alas blancas su frente y le dijo: «Tu amor está a la orilla del mar. Es una virgen huérfana; la encontrarás en tu camino, al lado de una fuente.»

A los pocos días, caminando a través de la Armórica, encontró Hyvernión una muchacha que descansaba junto a una fuente con el arpa sobre sus rodillas.

—¿Cómo te llamas?—la preguntó.
—Aunque no soy—respondió ella—más que una pequeña flor que crece al borde del agua, me llaman Rivannon, la Pequeña Reina de la Fuente.
—¿Huérfana?
—Huérfana, sí; pero hija de Dios.
—¿Cantas?
—Canto la gloria de los santos de Dios y la felicidad del paraíso.

Hyvernión comprendió que era aquélla la mujer que Dios le destinaba, y desde entonces juntaron sus dos arpas y sus dos corazones. Al poco tiempo les nació un hijo, a quien llamaron Hervé, que quiere decir amor. Aunque ciego, Hervé empezó a cantar desde la cuna. Apenas andaba, cuando se le murió su padre; pero su madre siguió enseñándole las bellas canciones que sabía: gestas guerreras de Bretaña, salmos bíblicos, himnos de la Iglesia. A los siete años iba de pueblo en pueblo con el arpa que Hyvernión había hecho resonar en el palacio del rey de los francos. Cuando pasaba por los caminos, azotado por el viento y herido por el granizo, los chicos se reían de él, diciendo: «¡Qué viene el lobo, cieguecito, que viene el lobo!» El pobre niño sonreía, porque nunca aprendió a maldecir. Un ermitaño tuvo compasión de él, le recibió en su ermita, le enseñó la gramática e hizo de él un maestro en el canto de la Iglesia. Y Hervé fue ermitaño también, y muchos hombres de buena voluntad vinieron a escuchar sus cantos y sus enseñanzas, y su ermita se convirtió en un gran monasterio. Era un maestro de escuela de una bondad inagotable, y en su enseñanza ponía la experiencia de sus viajes. «Quien desobedece al gobernalle—decía—, obedecerá al escollo.» Y con frecuencia repetía este aforismo: «Mejor es que deis al niño educación que riquezas.»

Enseñaba la gramática, el salterio, el canto y la doctrina cristiana; y todo lo enseñaba en verso. En las cocinas de Bretaña dicen todavía las viejas esta canción que él decía a sus discípulos: «Venid a mí, rapazuelos; venid a escuchar una canción nueva, que he compuesto para vosotros: Cuando os levantéis de vuestro pequeño lecho, ofreced vuestro corazón al buen Dios, haced la señal de la cruz y decid con fe, con esperanza y con amor: Dios mío, yo os entrego mi cuerpo y mi alma; haced que sea un hombre honrado o que muera antes de tiempo. Cuando veáis volar un cuervo, pensad que el demonio es negro como él; cuando veáis volar una paloma blanca, pensad que su pureza y su blancura es como la de vuestro ángel.»

Los obispos bretones quisieron sacarle de su retiro para conferirle el sacerdocio, pero él no quiso dejar su morada oculta entre el misterio de los bosques. Nunca tuvo más dignidad que la de exorcista. Aunque ciego, había sido el arquitecto de su pequeña iglesia: y como quería que todo allí estuviese limpio, encomendó el cuidado de ella a una sobrina suya que se llamaba Cristina, «cristiana de corazón; lo mismo que de nombre». La leyenda bretona dice que Cristina era entre los discípulos del santo como una paloma entre una bandada de cuervos. Tres días antes de su muerte, arrebatado en éxtasis, sintió el anciano que se abrían sus ojos, y entonces cantó unas estrofas, que aún se saben las gentes de su tierra: «Yo veo el Cielo abierto, el Cielo, mi patria... Yo quiero volar. Veo a mi padre y a mi madre en la gloria y la belleza; veo a mis hermanos, los hombres de mi país, amadores de Cristo. Coros de ángeles, que se sostienen sobre alas de oro, vuelan sobre sus cabezas como abejas en campo de flores.» Después de esta visión, Hervé dijo a Cristina que le hiciese una cama de piedras y ceniza:

«Cuando venga, a buscarme el ángel de la muerte, quiero que me encuentre en un lecho de penitencia.» La muchacha obedeció y luego dijo al moribundo: «¡Oh padre, si de veras me quieres, pide a Dios que te siga como la barca sigue a la corriente!» Y cuando el anciano expiró, Cristina se arrojó a sus pies y quedó inmóvil para siempre. En un valle de Bretaña se enseña todavía la encina bajo cuyas ramas Rivannón mecía a su pobre ciego con sus cantos.

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 17 de junio:

- Beato José María Cassant
- San Alberto Adamo Chmielowski

lunes, 16 de junio de 2014

16 de junio: Santa Lutgarda

Patrona del pueblo flamenco

Comienza su leyenda con un suceso prodigioso, que nos revela los inexhaustos tesoros de la condescendencia divina. El amor de su padre no se cansaba de amontonar para ella dineros, galas, vestidos y alearías mundanas. Su madre no la quería menos, pero repetíale sin cesar: «Hija, busca la paz de un convento, porque en el mundo vas a ser desgraciada» Estas palabras se hicieron más insistentes cuando hizo bancarrota el comerciante en cuyas manos pusieron sus padres un pequeño capital para asegurar el porvenir de la niña. Lutgarda recibía más contenta las joyas de su padre que los consejos de su madre. Ella, Lutgarda de Flandes, no era como Lutgarda de Wittichen, la virgen alemana, que vivía poco después y no podía consolarse de ser fea. Lutgarda de Wittichen había oído hablar de la belleza de los santos de Dios, y cuando un día vio en una fuente que era bisoja y tenía el cuello torcido, empezó a llorar, diciendo: «¡Ay. pobre de mí, que no puedo llegar a ser santa con esta cara tan disforme y este cuello torcido! » Y siempre que pasaba junto a una muchacha hermosa y bien vestida, se creía abandonada de Dios, porque ella no tenía galas que ponerse. Pero un día logró ponerse un delantal nuevo y hallóse casi satisfecha; fue sólo un instante; asaltada por el primer descontento, arrojó al suelo la vistosa percalina, diciendo casi desesperada: «Soy fea, irremediablemente fea, y no puedo gustar a Dios.»

Pero Lutgarda de Tongres era hermosa. Ella lo sabía y los demás lo sabían también en todo el país de Lieja. En torno suyo levantábase un murmullo de asombro cuando aparecía en público, realzada su gentileza por las sedas y joyeles con que su padre la engalanaba a costa de muchos sacrificios. «No se cansaban de mirarla», dice el biógrafo. Un caballero quiso raptarla en un camino; pero ella pudo escapar y esconderse en el bosque; un enamorado quiso darla un beso, pero Cristo puso su mano entre ambos. Cristo había guardado para Sí aquel corazón. Admitida en el colegio de benedictinas de Saint-Troud, cerca de su ciudad natal, siguió Lutgarda su vida de pasatiempos y devaneos juveniles. Entre sus admiradores había un mancebo rico y noble, con quien la colegiala de Tongres pasaba largas horas en amorosa conversación. Estaba una noche a la ventana aguardando su venida, cuando sintió que se abría la puerta de su cámara. No era el terreno amante; era otro galán de infinita belleza y mirada irresistible, que, abriendo su túnica y mostrándola el pecho ensangrentado, le decía: Sta. Lutgarda, virgen

«No busques más los halagos de un inepto amor. Mira este corazón; yo te aseguro que en él encontrarás, con un amor inviolable, divinos placeres, llenos de pureza.» De repente, una sombra en el jardín, ruido de pasos y una voz tímida y acariciadora: «¡Lutgarda!» Era el joven de otras veces. La doncella acudió con paso resuelto y tuvo valor para decir: «Huye de aquí, pábulo de muerte; ya has sido suplantado por otro amador.» Luego cerró la ventana y cayó de rodillas inundada por una súbita iluminación.

Tenía entonces Lutgarda dieciocho años, una juventud radiante y llena de promesas, que con toda la generosidad de su alma apasionada consagró a Cristo en aquel monasterio de Santa Catalina de Saint-Troud. Cristo fue para ella el más delicado de sus esposos. Un día le daba a beber de su mismo pecho el más dulce de todos los licores; otro desclavaba un brazo de la cruz y apretaba el rostro de su amada contra su corazón; otro se le aparecía en figura de blanquísimo cordero, dejándose acariciar de sus manos virginales. El águila del discípulo amado cayó en cierta ocasión a sus pies palpitante y acariciante, trayendo mensajes de luz y de amor. Lutgarda correspondía a tantas finezas con todo el amor que puede caber en una criatura. Deseaba ardientemente ser martirizada por Cristo; y la vehemencia del deseo hizo que se le rompiese una vena junto al corazón, quedándole una llaga que le hizo sufrir grandes dolores hasta su muerte.

Había recibido la gracia de curar todas las enfermedades con su saliva; pero como las muchedumbres acudían a ella, estorbando su recogimiento, pidió al Esposo que le hiciese otro regalo más útil para su salvación. «¿Qué es lo que quieres?», le dijo el Señor. «Entender las Sagradas Escrituras», respondió ella. Vio al poco tiempo que era preferible la humilde ignorancia a la luz que se le había concedido, y presentándose otra vez al Señor, le dijo:

—¿Qué necesidad tiene una pobre monja de penetrar los secretos de las palabras divinas? Esto podéis darlo a los clérigos y a los obispos; yo os pediría una gracia mejor.

Sin impacientarse por este exceso de confianza, díjole Cristo de nuevo:

—¿Qué es lo que quieres?

Y Lutgarda respondió:

—Soy muy ambiciosa, Señor: quiero vuestro mismo corazón.

Y al pronunciar estas palabras escondió la cabeza entre las manos, como avergonzada.

—Yo quiero el tuyo—añadió el divino amador.

—Bueno—replicó ella—; tomadlo, purificadlo por las llamas del fuego increado; guardadlo en vuestro sagrado pecho, y que yo no lo posea sino en Vos y para Vos.

De esta manera se verificó un trueque tan inefable, que la gloriosa virgen jamás volvió a sentir el menor amago de tentación. Y como su vida era tan angélica, los ángeles bajaban a vivir con ella, los santos la acompañaban mientras rezaba y cosía, y la Reina de los ángeles y los santos venía muchas veces a su habitación.

Sta. LutgardaSe ha dicho que la santidad es egoísta, y sucede precisamente todo lo contrario. Aun aquellos santos que han vivido lejos del mundo y en más intimidad con Dios, se han preocupado de la felicidad de los hombres sus hermanos. Entre estos elegidos del silencio, Lutgarda ocupa un lugar preeminente, y, sin embargo, llena de compasión por todas las miserias, ponía en remediarlas toda la influencia que tenía con Cristo. Se resistió a curar cuerpos con su saliva, pero quiso salvar almas con su oración. «Dame almas, Señor—decía, como Santa María Magdalena de Pazzis—, tantas como letras tiene mi breviario, tantas como latidos dé mi corazón en este día.» Ayunó siete años a pan y cerveza por la conversión de los albigenses; luego otros siete a pan y legumbres por sus, pobres pecadores, como ella decía, y al fin de su vida empezó otro septenio de ayunos más rigurosos para alejar un peligro que se cernía sobre la cristiandad. Las almas que sufrían en el purgatorio, conocedoras de su misericordia, acudían a ella pidiendo que les librase de las penas, y Lutgarda paseaba por aquellas prisiones abriendo cerrojos y desatando cadenas.

Aquella vida fue un sacrificio cotidiano por todo el mundo, primero entre las monjas negras de Saint-Troud, después entre las monjas blancas de Aywieres. En sus éxtasis, en sus coloquios con los ángeles, con los santos, con la Madre de Dios y con Dios mismo, recibía la mística virgen a manos llenas los dones del Cielo, para derramarlos luego sobre todos los desgraciados. En su corazón se encontraban los dolores y miserias terrenas que subían al Cielo, y los consuelos y alegrías celestes que bajaban a la tierra. Unos años antes de morir, la mirada de su alma se hizo más poderosa e intensa al tiempo que se extinguía la luz de sus ojos. Sólo por una cosa sentía haberse quedado ciega: por no poder ver a los hombres de Dios que vivían en este mundo. Pero sus ojos se iluminaron en su última hora para despedirse de sus santos amigos y para ver un coro de bienaventurados que venían a llevarla consigo a los jardines del Esposo. Y el Esposo le dio un trono entre las legiones de sus mártires, junto a Inés de Roma y Catalina de Alejandría.

Lutgarda fue contemporánea de Clara de Asís, y, como ella, exhaló el perfume de su virginidad en el huerto cerrado del Esposo. No confundió su vida con la de sus prójimos, como Catalina de Siena; no intervino en la vida social ni en los sucesos políticos de su tiempo; pero nunca olvidó en su vida aquello que decía Cristo a la sienesa: «El alma que me ama verdaderamente, ama a su prójimo, porque el amor a Mí y el amor al prójimo son una sola y misma cosa, y la medida de vuestro amor al prójimo es la medida del amor hacia Mí.» Su grito entre el silencio del claustro, en los estremecimientos del rapto y en las tareas humildes de su existencia monacal fue el mismo que por aquellos mismos días lanzaba por las plazas y los campos italianos el taumaturgo de Padua: «¡Almas, almas, Señor, dadme almas!»

(fuente: www.divinavolonta.org)

otros santos 16 de junio: 

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