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martes, 30 de abril de 2013

30 de abril: San José Benito Cottolengo

José Cottolengo nació en Bra, un pueblo al norte de Italia. Fue el mayor de doce hermanos y estudió en Turín hasta conseguir el diploma de doctorado en Teología. Fue muy devoto de Santo Tomás.

Ordenado sacerdote, celebraba Misa a las tres de la mañana para que los campesinos pudieran asistir antes de ir a trabajar, acuñó una frase que solía repetir a menudo: “La cosecha será mejor con la bendición de Dios”.

Al ser nombrado canónigo en Turín, tuvo que asistir impotente a la muerte de una mujer que dejaba varios huérfanos, porque le habían negado los auxilios más urgentes debido a su condición de extrema pobreza.

Esta experiencia le dio la idea de fundar una casa para aliviar el dolor de los más necesitados y de condición más humilde. Para ello vendió todas sus pertenencias y consiguió cinco piezas que le permitieron comenzar su obra bienhechora, que se inauguró dando albergue gratuito a una anciana paralítica.

“No importa, todo lo pagará la Divina Providencia”, era una de sus frases de cabecera cada vez que se daba asilo una persona sin recursos.

Cuando en 1831 estalló una epidemia de cólera en Turín, las autoridades del gobierno ordenaron cerrar la Casa del Padre Cottolengo con el argumento de que con tantos enfermos juntos el lugar se iba a convertir en centro de propagación de la enfermedad.

“A las hortalizas, para que crezcan más, las trasplantan. Así nos va a suceder a nosotros. Nos trasplantamos y así creceremos más”, exclamó San José Benito, y sin desanimarse partió de Turín hacia las afueras de la ciudad, a un barrio llamado Valdocco, donde fundó “La Pequeña Casa de la Divina Providencia”, en cuya entrada escribió una frase de San Pablo: “La Caridad de Cristo nos anima”.

Poco a poco se fueron levantando varios edificios donde se recibían toda clase de enfermos incurables. Una casa fue construida para personas con retraso mental, a quienes llamaba “mis queridos amigos”. Otra para atender a sordomudos y una para los inválidos.

Los huérfanos, los desamparados, los que eran rechazados en los demás hospitales, eran recibidos sin discriminación en la “Pequeña Casa de la Divina Providencia”.

Era admirable la fe ciega que el Padre Cottolengo tenía en la Divina Providencia, en ese cuidado paternal que Dios tiene de nosotros. Siempre repetía a sus ayudantes: “Nos podrán fallar las personas, nos fallarán los gobiernos, pero Dios no nos fallará jamás, ni siquiera una sola vez”.

El Padre José Benito Cottolengo, agotado de tanto trabajar, murió a los 56 años el 30 de abril del año 1842, cerca de Turín, Italia. Sus últimas palabras antes de morir fueron aquellas del salmo 122: “Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”. El Papa Pío XI lo declaró santo en 1934, junto con su gran amigo y vecino, San Juan Bosco.

Su “Pequeña Casa” se amplió enormemente y con el tiempo se fue conociendo como la ciudad del amor y de la caridad. El Papa Pío IV la llamaba “La Casa del Milagro”. Don Orione se inspiró en la Obra de este Santo para continuar su apostolado de caridad. Hoy el mundo la conoce con el nombre de “Cottolengo”.

(fuente: www.cottolengodonorione.org.ar)

lunes, 29 de abril de 2013

29 de abril: San Antonio Kim Song-u

Hoy, 29 de abril, conmemoramos a San ANTONIO KIM SONG-u, Mártir.

SAN ANTONIO KIM SONG-U (1795-1841) nació en Gusan, Corea del Sur; murió martirizado en Tangkogae, en ese mismo país.

La evangelización de los países del Lejano Oriente fue una labor ardua que exigió resignación y perseverancia a lo largo de siglos, y que costó también la vida de numerosos hombres y mujeres que fueron martirizados a causa de sus convicciones cristianas.

Corea no fue la excepción. Sin embargo, cuando llegaron al país los primeros misioneros franceses en la década de 1830, se encontraron con la agradable sorpresa de que ya existía ahí una comunidad cristiana relativamente numerosa.

Cuarenta años antes, un grupo de coreanos que se encontraba en China tuvo contacto con misioneros cristianos. Algunos coreanos fueron bautizados, y al regresar a Corea, por sí mismos comenzaron a compartir y propagar su nueva fe.

Por desgracia, cuando la influencia del cristianismo empezó a ser palpable en la sociedad, las autoridades vieron reflejada en la Iglesia la influencia cada vez mayor de Occidente, y como reacción se desataron persecuciones contra los cristianos.

Uno de los principales catequetas de Corea fue San Antonio Kim Song-u, quien desde muy joven se formó en la fe cristiana. Cuando su religión fue proscrita, él reunía en su casa de manera clandestina a numerosos devotos de Jesús, para apaciguarlos con sus palabras y mostrarles el ejemplo de su religiosidad.

La fama de estas secretas reuniones llegó eventualmente a oídos de sus persecutores, y San Antonio fue arrestado y torturado en prisión. Sus verdugos lo mataron mediante estrangulamiento.

Juan Pablo II canonizó a San Antonio Kim Song-u en 1984.

SAN ANTONIO KIM SONG-U nos ofrece un ejemplo de las vicisitudes que tuvieron que afrontar los evangelizadores del Lejano Oriente.

(fuente: santoral-virtual.blogspot.com.ar)

domingo, 28 de abril de 2013

28 de abril: San Luis María Grignon de Montfort

"A quien Dios quiere hacer muy santo, lo hace muy devoto de la Virgen María". - San Luis de Montfort

El libro de San Luis, Tratado de la verdadera devoción a la Virgen María, se ha propagado por todo el mundo con enorme provecho para sus lectores. El Papa Juan Pablo II tomó como lema una frase que repetía mucho este gran santo: "Soy todo tuyo Oh María, y todo cuanto tengo, tuyo es".


SU VIDA

Es el fundador de los padres Montfortianos y de las Hermanas de la Sabiduría. Nació en Montfort, Francia, en 1673. Era el mayor de una familia de ocho hijosDesde muy joven fue un gran devoto de la Santísima Virgen. A los 12 años ya la gente lo veía pasar largos ratos arrodillado ante la estatua de la Madre de Dios. Antes de ir al colegio por la mañana y al salir de clase por la tarde, iba a arrodillarse ante la imagen de Nuestra Señora y allí se quedaba como extasiado. Cuando salía del templo después de haber estado rezando a la Reina Celestial, sus ojos le brillaban con un fulgor especial.

Luis no se contentaba con rezar. Su caridad era muy práctica. Un día al ver que uno de sus compañeros asistía a clase con unos harapos muy humillantes, hizo una colecta entre sus compañeros para conseguirle un vestido y se fue donde el sastre y le dijo: "Mire, señor: los alumnos hemos reunido un dinero para comprarle un vestido de paño a nuestro compañero, pero no nos alcanza para el costo total. ¿Quiere usted completar lo que falta?". El sastre aceptó y le hizo un hermoso traje al joven pobre.

El papá de Luis María era sumamente colérico, un hombre muy violento. Los psicólogos dicen que si Montfort no hubiera sido tan extraordinariamente devoto de la Virgen María, habría sido un hombre colérico, déspota y arrogante porque era el temperamento que había heredado de su propio padre. Pero nada suaviza tanto la aspereza masculina como la bondad y la amabilidad de una mujer santa. Y esto fue lo que salvó el temperamento de Luis. Cuando su padre estallaba en arrebatos de mal humor, el joven se refugiaba en sitios solitarios y allí rezaba a la Virgen amable, a la Madre del Señor. Y esto lo hará durante toda su vida. En sus 43 años de vida, cuando sea incomprendido, perseguido, insultado con el mayor desprecio, encontrará siempre la paz orando a la Reina Celestial, confiando en su auxilio poderoso y desahogando en su corazón de Madre, las penas que invaden su corazón de hijo.

Con grandes sacrificios logró conseguir con qué ir a estudiar al más famoso seminario de Francia, el seminario de San Suplicio en París. Allí sobresalió como un seminarista totalmente mariano. Sentía enorme gozo en mantener siempre adornado de flores el altar de la Santísima Virgen.

Luis Grignon de Montfort será un gran peregrino durante su vida de sacerdote. Pero cuando él era seminarista concedían un viaje especial a un Santuario de la Virgen a los que sobresalieran en piedad y estudio. Y Luis se ganó ese premio. Se fue en peregrinación al Santuario de la Virgen en Chartres. Y al llegar allí permaneció ocho horas seguidas rezando de rodillas, sin moverse. ¿Cómo podía pasar tanto tiempo rezando así de inmóvil? Es que él no iba como algunos de nosotros a rezar como un mendigo que pide que se le atienda rapidito para poder alejarse. El iba a charlas con sus dos grandes amigos, Jesús y María. Y con ellos las horas parecen minutos.

Su primera Misa quiso celebrarla en un altar de la Virgen, y durante muchos años la Catedral de Nuestra Señora de París fue su templo preferido y su refugio.

San Luis Maria de MonfortMontfort dedicó todas sus grandes cualidades de predicador y de conductor de multitudes a predicar misiones para convertir pecadores. Grandes multitudes lo seguían de un pueblo a otro, después de cada misión, rezando y cantando. Se daba cuenta de que el canto echa fuera muchos malos humores y enciende el fervor. Decía que una misión sin canto era como un cuerpo sin alma. El mismo componía la letra de muchas canciones a Nuestro Señor y a la Virgen María y hacía cantar a las multitudes. Llegaba a los sitios más impensados y preguntaba a las gentes: "¿Aman a Nuestro Señor? ¿Y por qué no lo aman más? ¿Ofenden al buen Dios? ¿Y porqué ofenderlo si es tan santo?".

Era todo fuego para predicar. Donde Montfort llegaba, el pecado tenía que salir corriendo. Pero no era él quien conseguía las conversiones. Era la Virgen María a quien invocaba constantemente. Ella rogaba a Jesús y Jesús cambiaba los corazones. Después de unos Retiros dejó escrito: "Ha nacido en mí una confianza sin límites en Nuestro Señor y en su Madre Santísima". No tenía miedo ni a las cantinas, ni a los sitios de juego, ni a los lugares de perdición. Allí se iba resuelto a tratar de quitarse almas al diablo. Y viajaba confiado porque no iba nunca solo. Consigo llevaba el crucifijo y la imagen de la Virgen, y Jesús y María se comportaban con él como formidables defensores.

A pie y de limosna se fue hasta Roma, pidiendo a Dios la eficacia de la palabra, y la obtuvo de tal manera que al oír sus sermones se convertían hasta los más endurecidos pecadores. El Papa Clemente XI lo recibió muy amablemente y le concedió el título de "Misionero Apostólico", con permiso de predicar por todas partes.

En cada pueblo o vereda donde predicaba procuraba dejar una cruz, construida en sitio que fuera visible para los caminantes y dejaba en todos un gran amor por los sacramentos y por el rezo del Santo Rosario. Esto no se lo perdonaban los herejes jansenistas que decían que no había que recibir casi nunca los sacramentos porque no somos dignos de recibirlos. Y con esta teoría tan dañosa enfriaban mucho la fe y la devoción. Y como Luis Montfort decía todo lo contrario y se esforzaba por propagar la frecuente confesión y comunión y una gran devoción a Nuestra Señora, lo perseguían por todas partes. Pero él recordaba muy bien aquellas frases de Jesús: "El discípulo no es más que su maestro. Si a Mí me han perseguido y me han inventado tantas cosas, así os tratarán a vosotros". Y nuestro santo se alegraba porque con las persecuciones se hacía más semejante al Divino Maestro.

Antes de ir a regiones peligrosas o a sitios donde mucho se pecaba, rezaba con fervor a la Sma. Virgen, y adelante que "donde la Madre de Dios llega, no hay diablo que se resista". Las personas que habían sido víctimas de la perdición se quedaban admiradas de la manera tan franca como les hablaba este hombre de Dios. Y la Virgen María se encargaba de conseguir la eficacia para sus predicaciones.

San Luis de Montfort fundó unas Comunidades religiosas que han hecho inmenso bien en las almas. Los Padres Montfortianos (a cuya comunidad le puso por nombre "Compañía de María") y las Hermanas de la Sabiduría.

Murió San Luis el 28 de abril de 1716, a la edad de 43 años, agotado de tanto trabajar y predicar.


ORACIÓN 

San Luis Grignon de Montfort, ruega a la Virgen Santísima que nos envíe muchos apóstoles que, como tú, se dediquen a hacer y a amar más y más a Jesús.


Sobre la tumba de San Luis de Montfort dice:

¿Qué miras, caminante? Una antorcha apagada, un hombre a quien el fuego del amor consumió, y que se hizo todo para todos, Luis María Grignon Montfort.

¿Preguntas por su vida? No hay ninguna más íntegra, ¿Su penitencia indagas? Ninguna más austera. ¿Investigas su celo? Ninguno más ardiente. ¿Y su piedad Mariana? Ninguno a San Bernardo más cercano.

Sacerdote de Cristo, a Cristo reprodujo en su conducta, y enseñó en sus palabras. Infatigable, tan sólo en el sepulcro descansó, fue padre de los pobres, defensor de los huérfanos, y reconciliador de los pecadores.

Su gloriosa muerte fue semejante a su vida. Como vivió, murió. Maduro para Dios, voló al cielo a los 43 años de edad.

(fuente: www.ewtn.com)

sábado, 27 de abril de 2013

27 de abril: Beato Jaime de Bitetto

Religioso de la Primera Orden (1400•1490) Clemente XI aprobó su culto.

Nació en Dalmacia (de ahí el sobrenombre de Ilírico), más probablemente en Zara (según otros en Estridonio) hacia 1400, hijo de Leonardo y Beatriz Varinguer. De unos veinte años de edad entró a la Orden de los Hermanos Menores en Zara, en calidad de hermano religioso.

En 1438 acompañó a Italia a su provincial; al llegar a Bari, pidió y obtuvo el poder permanecer en dicha provincia. Vivió doce años en diversos conventos y luego fue destinado a Bitetto, donde, salvo breves temporadas, permaneció hasta su muerte, por lo cual se le apoda también de Bitetto. Ejercitó principalmente el oficio de limosnero, y de esta forma ejerció un fructuoso apostolado; se distinguió por su caridad heroica durante la peste de 1482. Obró prodigios, algunos de ellos un tanto extraños y dignos del mundo de las «Florecillas». Los habitantes de la Apulia del siglo XV, durante 40 años vieron y admiraron al humilde penitente fray Jaime recorrer sus caminos, tocar de puerta en puerta, para pedir la limosna en el nombre del Señor y dar a cambio una palabra de aliento que brotaba de su gran corazón rebosante de caridad divina.

Sólo Dios sabe cuánto bien hizo él con el buen ejemplo y con la palabra sencilla y persuasiva. El nombre de nuestro Beato ha permanecido ligado a la gruta de nuestra Señora llamada «La Bendita», no muy lejos del convento.

Enamoradísimo de la celestial Madre, pasaba largas horas en oración ante la imagen de María; muchas veces fue visto arrobado en dulcísimos éxtasis.

Dotado de espíritu profético, predijo muchas cosas que luego se cumplieron, entre ellas la curación o la muerte de personas enfermas que recurrían a él. Estos y muchos otros hechos prodigiosos glorificaron la santidad del humilde hermano limosnero y cocinero, quien en su vida nada buscó, nada pidió, nada amó sino a Dios.

Era ya muy anciano y su cuerpo estaba desgastado por las prolongadas penitencias. En los últimos años tenía que ayudarse con el bastón para sostenerse en pie.

Finalmente vino la hermana muerte a invitarlo al reposo eterno. Siempre había vivido en el silencio y en la humildad y así su muerte fue rodeada de oración y de silencio. Una antigua pintura lo representa recostado en la dura estera, rodeado de sus cohermanos y de los fieles llorando. El rostro del moribundo está rodeado de una misteriosa luz, el gozo de los santos en el acto solemne de recibir el premio eterno. El Beato Jaime de Bitetto murió el 27 de abril de 1490. Tenía 90 años.

(fuente: www.vidasejemplares.org)

viernes, 26 de abril de 2013

26 de abril: Beato Estanislao Kubista

«Espíritu josefino de un mártir verbita»

Madrid, 26 de abril de 2013 (Zenit.org) Nació en Kotuchna, en la Silesia polaca, el 27 de septiembre de 1898. Fue el quinto de nueve hermanos que recibieron de sus padres, Stanislaw, un honrado trabajador forestal, y de Franciszka, la madre, una sólida formación en la fe. En familia se rezaba el rosario y se compartía la devoción a María ante un pequeño altar que presidía el hogar. El matrimonio fue bendecido por Dios con varias vocaciones a la vida religiosa entre sus vástagos, uno de ellos Estanislao. Éste, sensibilizado por lo que acontecía en su entorno, era enormemente receptivo hacia todo aquello que reportase un bien. Sería la base sobre la que Dios iba a trabajar. La semilla ya había germinado y crecería frondosa en una excelente tierra. Puso en su camino a un hermano perteneciente a la Sociedad del Verbo Divino (SVD) de Nysa que distribuía las revistas misioneras y la literatura polaca. Y lo que podía haber quedado en una acción ordinaria, a la que apenas se presta atención aunque solo fuese por la costumbre, en su caso adquirió tintes nuevos. La presencia de esta persona y la actividad que llevaba a cabo fue tan sumamente importante para él que, influenciado por ello, se sintió atraído casi a la par por la vida misionera y por la literatura.

Bien es verdad que tuvo la fortuna de tener cerca a un gran sacerdote. Era el coadjutor de Mikolow, P. Michatz. Llevado por su afán apostólico, al darse cuenta de que el joven tenía vocación, le prestó su ayuda para que pudiera ingresar en el seminario menor de la SVD de Nysa. Sin embargo, la guerra impidió que pudiese culminar los estudios. No le quedó más remedio que servir en el frente. Fue telefonista y telegrafista en el cuartel de Szczecin hasta la primavera de 1919. Como tantas familias, la suya también quedó herida por la barbarie. Su hermano mayor fue una de sus víctimas. Al volver Estanislao retomó el camino que había quedado cercenado por la contienda. Prosiguió sus estudios, hizo el noviciado en Mödling y profesó como religioso de la SVD. Era una persona algo introvertida. Pero sus formadores apreciaron su sentido del deber, el rigor que se imponía, así como la humildad y la fidelidad que le hacían acreedor de confianza. Fue ordenado sacerdote en 1927. Gozaba de buena salud, y explícitamente lo hizo notar en el escrito que presentó sometiéndolo al juicio de sus superiores junto a una lista de países lejanos a los que podría partir si lo consideraban oportuno. Ellos tuvieron muy en cuenta lo que dijo. Pero en el otoño de 1928 lo trasladaron a Górna Grupa. Hay consejos que jamás se olvidan. La emocionante despedida de su madre fue: «hijo, permanece fiel al camino que elegiste». Así lo hizo.

Sus cualidades literarias y soltura en el dominio de la lengua le hacían apto para la docencia. Pero él se inclinó a la creación literaria más que a la enseñanza, todo ello sin descuidar la labor misionera y pastoral. En la responsabilidad que le encomendaron: llevar como ecónomo una residencia de 300 personas, fue sumamente eficaz, al punto de que al año siguiente pusieron bajo su tutela la economía regional de la Orden. Sucesivamente fue el redactor de las revistas «El Pequeño Misionero» y «El Tesoro Familiar». En 1937 dio un salto cualitativo y él mismo fundó la revista «El Mensajero del Corazón de Jesús», que puso bajo el amparo de san José, por el que experimentaba gran devoción y al que no dudaba en encomendar cualquier necesidad que surgía. Así, al Santo Patriarca atribuía haber podido erigir el edificio que albergaba la imprenta equipándola convenientemente. Su actividad imparable dio también como fruto la publicación de artículos de temática teológica y pedagógica con trasfondo espiritual. Se convirtió en fértil autor de relatos, novelas y obras teatrales, todas ellas sumamente instructivas. Tenían único objetivo: «colaborar con Jesús en la salvación de las almas».

La tarea que llevaba a cabo guardaba estrecho paralelismo con el ejercicio de su misión pastoral que desplegaba con todos, especialmente con los seminaristas que hallaron en él un confesor ideal. Su fidelidad, junto a un carácter disciplinado y servicial, ponían de relieve su madurez espiritual. Cuando estalló la guerra en 1939, valerosamente se enfrentó a la Gestapo en defensa de los débiles. En un primer momento se salvó de una más que segura represalia, lo cual atribuyó a san José. Pero no pudo impedir que destruyeran lo que con tanta ilusión había puesto en pie: la imprenta. Sufrió viendo cómo arrasaron lo que hallaron al paso. Perdieron entonces todo lo que tenían para sustento de la gran comunidad. La tragedia, que no hizo más que comenzar, continuó in crescendo, con el arresto de los sacerdotes y la confiscación de los bienes. De nuevo san José le ayudó a encontrar una salida, que fue momentánea, para poder alimentar a todos, hasta que fueron detenidos en febrero de 1940 y conducidos de Stutthof a Sachesenhausen. Estanislao, que había disfrutado de excelente salud, confinado en el bloque 29 destinado a los tuberculosos, enfermó a fuerza de tantas carencias, inclemencias meteorológicas y el trato vejatorio e inhumano que no cesaron de infligirles a todos ellos. Tan solo el Jueves Santo de ese año pudieron celebrar la Eucaristía y recibir la comunión de forma clandestina. El organismo del beato, cada vez más debilitado, entró en una aguda fase de deterioro ante la pasividad de los vigilantes que, por si fuera poco, se encarnizaron con él. Le obligaban a realizar trabajos forzados en claro intento de llevarlo a la muerte. Lo recluyeron en un retrete donde estuvo tres días, y vio que su fin se acercaba: «Esto ya no durará mucho. Estoy muy debilitado. ¡Dios mío, cómo quisiera regresar a Górna Grupa. Pero Dios por lo visto tiene otros planes. Que se cumpla su voluntad». El 26 de abril de ese año, el jefe de la barraca se dirigió a él. Con manifiesta brutalidad, espetó: «Ya no tienes por qué vivir» al tiempo que le aplastaba el pecho y la garganta con el pie.

Juan Pablo II lo beatificó el 13 de junio de 1999.

(26 de abril de 2013) © Innovative Media Inc.

jueves, 25 de abril de 2013

25 de abril: San Pedro de San José Betancur

«Sabio en misericordia»

Madrid, 25 de abril de 2013 (Zenit.org) El humilde «Hermano Pedro», gran apóstol de América central, nació en Vilaflor, Tenerife, Islas Canarias, España el 21 de marzo de 1626, en el seno de una familia dedicada al pastoreo y a la agricultura. Tuvo cinco hermanos que, como él, recibieron de sus padres la preciada herencia de la fe. De niño hincaba el cayado en el suelo con la idea de que le sirviera como reloj de sol. De ese modo podía controlar los momentos en los que debía abstenerse de comer y beber a fin de guardar el ayuno eucarístico. Ya entonces hacía penitencia y oraba de rodillas con los brazos en cruz, alabando a Dios, sin medir el tiempo. Al perder a su padre se ocupó de gestionar el modesto patrimonio que poseían. Un pariente suyo, fray Luis, trajo noticias de las misiones y de la labor evangelizadora que se llevaba a cabo allende los mares. Pedro sintió grandes ansias de partir allí. No eran los planes de su madre, que soñaba en su matrimonio, pero su inclinación era servir a la Iglesia. Con todo, sometió a Dios su voluntad. Tenía una tía a la que calificaba como «mujer de Iglesia», y habiendo tomado un tiempo para orar quiso conocer su parecer. Ella le señaló las Indias: «Debes salir al encuentro de Dios, como Pedro sobre las aguas».Poco tiempo después, otro anciano venerable ratificó este juicio. Pedro partió a La Habana donde llegó con 23 años. Trabajó como tejedor, pero no identificaba el lugar de misión y se trasladó a Honduras. Al oír hablar de Guatemala tuvo la certeza de que era su destino.

Entró en Santiago de los Caballeros de Guatemala, la antigua capital, el 18 febrero de 1651 rezando la Salve Regina. Ese día tembló la tierra y fueron incontables los damnificados. Él mismo, agotado, cayó enfermo y fue ingresado en hospital real de Santiago. Solo, sin referencias, ni medios, tuvo ocasión de convivir con los pobres y abandonados, muchos de ellos indios y negros. Cuando sanó, entró en contacto con los terciarios franciscanos. Las buenas amistades que iba amasando le prestaban libros piadosos. Aprendió a leer y a escribir. Y a finales de 1653 ingresó en la Congregación mariana de los jesuitas y se hizo hermano de la cuerda de San Francisco. Al año siguiente se unió a la hermandad de la Virgen del Carmen. Ya tenía 27 años y acariciaba el sueño de ser sacerdote, pero el latín se le resistía. Tras diversas peripecias desistió de este anhelo y se fue a Petapa. En la ermita de los dominicos rezó ante la imagen de la Virgen del Rosario. Salió con dos ideas claras. Una, olvidarse del tema del sacerdocio. Otra, que debía regresar a Guatemala. Su confesor, el P. Espino, le sugirió que viviese en el Calvario. Y el 8 de julio de 1656 fue recibido en la Orden Tercera franciscana. Le vetaron ciertas penitencias que quiso realizar con afán de mortificación, y se sometió humildemente al juicio de sus superiores: «Más vale el gordo alegre, humilde y obediente, que el flaco triste, soberbio y penitente»,decía. Alguien le preguntó qué es orar, y respondió: «estar en la presencia de Dios» […}.«Estarse todo el día y la noche alabando a Dios, amando a Dios, obrando por Dios, comunicando con Dios». Una vez, viéndole a pleno sol, quisieron saber por qué no se cubría. En su réplica estaba la clave: su familiaridad con las Personas Divinas: «Bien está sin sombrero quien está en la presencia de Dios».

Le encomendaron la tutela de la ermita del Calvario, cercana al convento, y fue su sacristán. En 1658, de la nada, confiando en la providencia, abrió la «casita de la Virgen» que puso bajo el amparo de Santa María de Belén. Rememoraba con ella el modesto lugar donde Cristo nació. Allí inició una labor asistencial impregnada de misericordia. Las humildes moradas de los pobres, las cárceles y los hospitales comenzaron a sentir el influjo de la presencia de este gran apóstol. Se ocupó de los emigrantes que se hallaban sin trabajo, así como de los numerosos adolescentes que vagaban sin rumbo fijo y sin instrucción, cebo predilecto para desaprensivos, abocados a toda clase de males. Eran blancos, mestizos y negros. Los peligros no distinguen el color; acechan a cualquiera. De modo que pensando en tantos desheredados, puso en marcha una primera fundación para acogerlos. La formación humana y espiritual que les proporcionó seguía una línea pedagógica novedosa que continúa llamando la atención. Pedro no se conformó con esta acción apostólica. Construyó una escuela, una enfermería, un hospital para convalecientes, un oratorio y una posada para estudiantes universitarios y clérigos que iban de paso. Dos colectivos a los que les venía bien hallar alojamiento económico y seguro. La Eucaristía, la Pasión y el Nacimiento de Belén eran, junto a la oración, pilares de su vida. Buscaba, sobre todo, yacer oculto en Dios y desde esta centralidad suplicaba la conversión de los pecadores. Solía buscarlos por las calles de noche y de día con un mensaje transparente y directo: «Acordaos, hermanos, que un alma tenemos y, si la perdemos, no la recobramos».

En 1665 el obispo le permitió llamarse Pedro de San José. Era tanta su virtud que poco a poco se fueron uniendo al proyecto otros terciarios. Le ayudaban y compartían con él la penitencia y la oración. Viendo que este vínculo establecido en su derredor había dado lugar a una vida comunitaria, escribió unas reglas que no solo les comprometían a ellos sino también a las mujeres encargadas de la educación de los niños. Así floreció las órdenes de los bethlemitas y de las bethlemitas, reconocidas por la Santa Sede en 1673. Los ciudadanos guatemaltecos denominaron a Pedro: «Madre de Guatemala». Eso da idea de la impresión de tutela en todos los ámbitos que había ejercido con ellos con su admirable caridad. Murió el 25 de abril de 1667 debido a una bronconeumonía que atacó a su organismo debilitado por las mortificaciones y los ayunos. Apenas contaba con 41 años. Uno de sus biógrafos lo ha calificado «sabio en misericordia». Juan Pablo II lo beatificó el 22 de junio de 1980, y lo canonizó el 30 de julio de 2002.

(25 de abril de 2013) © Innovative Media Inc.

miércoles, 24 de abril de 2013

24 de abril: Santa María de Santa Eufrasia Pelletier

«El triunfo de la voluntad»

Madrid, 24 de abril de 2013 (Zenit.org) Rosa Virginia nació el 31 de julio de 1796 en la isla de Noirmoutier, Francia en medio de la Revolución francesa. Fue el lugar elegido por sus padres para refugiarse al producirse el levantamiento de La Vendée. Estos valientes defensores de sacerdotes y religiosos, por cuyas acciones en su favor debieron abandonar su lugar de origen, la bautizaron por su cuenta de forma clandestina. Cuando la niña tenía un año, el primer presbítero que desembarcó en la costa confirmó el sacramento. El estrecho vínculo que la familia continúo manteniendo con estos confesores de la fe hizo que Rosa creciera bajo el sólido fundamento de la misma. Al recibir la primera comunión sintió la llamada a la consagración.

En 1805 murió una de sus hermanas y al año siguiente su padre. Entonces su madre decidió enviarla a Tours. Quedó bajo el amparo de la madre Pulchérie fundadora de la Asociación católica. Era una persona estricta con las alumnas. Pero este trato riguroso fue conveniente para la santa, quien a los 17 años, siendo una joven bien parecida, eligió seguir a Cristo. Desde el principio supo que debía salvar el escollo de su fuerte temperamento. Impulsiva y poco dada a la contención verbal, su tendencia a responder con salidas de tono y un apego al propio criterio ponían su voluntad y vocación en peligroso disparadero. El arrepentimiento y la aflicción que llegaban después unido a las penitencias que se imponía revelaban su nobleza. Pero eran caballos de batalla que le dominaban y si deseaba unirse a Cristo tenía que purificar sus tendencias. Su determinación a luchar era incontestable, y así se lo dijo a su hermana: «Será necesario doblegarme, lo sé, pero seré religiosa». Lo que vivió en el centro junto a madre Pulchérie fue un entrenamiento para lo que tendría que asumir.

En esta época tuvo noticias de la existencia del instituto de Nuestra Señora de la Caridad y del Refugio. San Juan Eudes lo había fundado en 1641 con objeto de proporcionar una vida digna a las mujeres descarriadas (llamadas Magdalenas), y a las que podían caer en redes mafiosas movidas por desaprensivos. Rosa ingresó en el convento de Tours en 1814 y se le encomendó ser catequista de las jóvenes. En el momento de profesar decidió tomar el nombre de Teresa. Es lógico pensar que la imponente y arrebatadora personalidad de esta mujer castellana que volcó su pasión en Cristo le sedujese. Que le hiciese creer que con este referente, junto a la gracia, también ella podría escalar las altas cimas de la santidad. Por eso quiso unirla a su persona. Pero a la superiora le pareció excesivo. Teresa de Jesús había sido una santa de tal calibre que juzgó presunción que Rosa Virginia pensase en él para llevarlo en su honor. «¿Teresa? ¿Tú, Teresa? ¿Una mujer tan grande?¡ ¿Por quién te tienes?! ¿Pretendes igualarla, pobrecita aspirante a la perfección religiosa? Ve a buscar en la ‘Vida de los Santos’el nombre más humilde y escondido que haya».Sin mostrar resistencia alguna, humilde y generosa, abrió las páginas del santoral y eligió el nombre de una sencilla mujer que había conquistado la santidad: Eufrasia.

A los 29 años fue designada superiora de la Orden. Pero, poco a poco, iba viendo que la Institución no era para ella. Intuía que debía moverse con horizontes más amplios. «Yo no quiero que se diga que soy francesa. Yo soy italiana, inglesa, alemana, española, americana, africana o hindú. Yo soy de todos los países donde hay personas que salvar». En Angers habían solicitado una nueva fundación y allí se trasladó para vivir en una casa refugio existente en la ciudad denominada «El Buen Pastor». Su ímpetu apostólico hizo de este centro un lugar fecundo desde el principio. Movida por él, solía decir: «Nuestra vida debe ser siempre el celo; y este celo debe abrazar al mundo entero». A los cuatro meses tenían más de ochenta nuevas vocaciones, una comunidad de contemplativas y una segunda rama que ha perdurado hasta nuestros días. Debía volver a Tours, pero la gente que la quería se opuso a su partida. Entretanto, se percató de la conveniencia de fundar un generalato. Salía al paso de eventuales dificultades que podrían surgir si cada casa dependía de un prelado distinto. Además, juzgó que si existía una superiora general podría cubrir las necesidades que surgieran trasladando a las religiosas donde fuese conveniente. No tardaron en saltar a la palestra murmuraciones, incomprensiones y signos de desaprobación de quienes no compartían la obra. Fueron especialmente ácidas al ser elegida unánimemente por todas las religiosas como superiora general. «Me habéis nombrado superiora: soy indigna de ello, estoy confusa; pero en fin, ya que soy la superiora, fundaremos las ‘Magdalenas’». La acusaron entre otras cosas, de ambición personal, afán de poder, espíritu de innovación…

Fueron momentos de gran dolor, una prueba que afrontaba confiada en Dios. Una noche escribió al papa: «Si el Santo Padre encuentra dificultad en que yo sea la superiora general, me someto humildemente». Las peticiones para que abriera fundaciones en otros lugares, incluida Roma, no cesaban y el pontífice Gregorio XVI le dio su bendición en 1835: «Ahora voy a ser yo quien va a sostener vuestro Instituto». Con su aquiescencia puso en marcha la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor. Erigió en vida más de cien casas en casi todos los continentes sin viajar, y sin los medios de comunicación que existirían después. Como aquello que se ama es por lo que se lucha y se da la vida, sus hermanas eran sostén y aliento en su dulce caminar junto a Cristo: «Como he dado a luz a mis hijas en la cruz, las quiero más que a mí misma. Mi amor tiene sus raíces en Dios y en el conocimiento de mi propia miseria, pues comprendo que a la edad en que hacen la profesión, yo no hubiese sido capaz de soportar tantas privaciones y un trabajo tan duro».

Murió en Angers el 24 abril de 1868. Pío X la beatificó el 30 de abril de 1933. Y Pío XII la canonizó el 2 de mayo de 1940.

(24 de abril de 2013) © Innovative Media Inc.

24 de abril: San Wilfrido de York

San Wilfrido se distinguió entre los primeros personajes de la Iglesia en Inglaterra por su ardiente defensa de las costumbres y de la disciplina de la Iglesia de Roma y por sus estrechas relaciones con la Santa Sede. Nació el año 634 en Nortumbría; se dice que su ciudad natal era Ripon, pero hasta ahora no está probado. La madre de Wilfrido murió pronto, y su madrastra le trataba con tal rudeza que el niño partió a los trece años a la corte del rey Oswino de Nortumbría. La reina Eanfleda le tomó cariño y le envió a proseguir sus estudios en el monasterio de Lindisfarne. Al cabo de algún tiempo, viendo Wilfrido que en el monasterio no podría alcanzar la perfección que deseaba, pues las costumbres célticas que ahí se observaban no le satisfacían, determinó hacer un viaje por Francia e Italia. En Canterbury se detuvo algún tiempo para estudiar allí la disciplina romana bajo la dirección de san Honorio, y aprendió el salterio en la versión romana, que hasta entonces no conocía. El año 654, san Benito Biscop, paisano de san Wilfrido, pasó por Kent rumbo a Roma, y san Wilfrido partió con él en ese primer viaje.

San Wilfrido pasó un año en Lyon con el obispo de dicha ciudad, san Anemundo, el cual le tomó tanto cariño, que le ofreció la mano de su sobrina y un porvenir muy brillante; pero el joven permaneció inconmovible en su decisión de consagrarse enteramente a Dios. En Roma se puso bajo la dirección del archidiácono Bonifacio, hombre muy piadoso y sabio, que ejercía el cargo de secretario del papa San Martín y tenía positivo placer en instruir a su joven discípulo. Más tarde, san Wilfrido volvió a Lyon, donde pasó tres años; allí recibió la tonsura según la costumbre romana, lo cual era como un testimonio visible de su desacuerdo con los usos célticos. San Anemundo tenía la intención de hacer de él su sucesor en la sede de Lyon, pero fue asesinado repentinamente, y san Wilfrido sólo escapó con vida porque era extranjero. Inmediatamente volvió a Inglaterra. El rey Alfredo de Deira había oído decir que Wilfrido conocía perfectamente las costumbres romanas y le pidió que instruyese en ellas a su pueblo. Dicho monarca había fundado poco antes un monasterio en Ripon, cuyos monjes, entre los que se contaba san Cutberto, habían venido de Melrose. El rey les ordenó que adoptasen las costumbres romanas, pero el abad Eatta, Cutberto y algunos más, prefirieron retornar a Melrose. San Wilfrido fue nombrado entonces abad del monasterio, en el que introdujo la regla de San Benito. Poco después, recibió la ordenación sacerdotal de manos de San Agilberto, quien era entonces obispo de los sajones occidentales.

San Wilfrido empleó toda su influencia para atraer al clero del norte de Inglaterra a las costumbres romanas. La principal dificultad era la fecha de la Pascua, que los celtas observaban erróneamente. Por ejemplo, se cuenta que el rey Oswino y la reina Eanfleda, originarios ambos de Kent, solían observar la Cuaresma y la Pascua en fechas diferentes en la misma corte. Para poner fin a ese estado de cosas, el año 663 o 664, se reunió un sínodo en el monasterio de San Gildas en Streaneshalch (hoy Whitby), al que asistieron los reyes Oswy y Alfrido. En aquel momento era obispo de Lindisfarne san Colmano, defensor de las costumbres celtas; el sínodo terminó con el triunfo de los partidarios de la disciplina romana, y san Colmano se retiró a lona. Tuda fue consagrado entonces obispo para suceder a Colmano; pero Tuda murió poco después, y el rey Alfrido elevó a san Wilfrido a la sede episcopal. Nuestro santo, que equivocadamente consideraba como cismáticos a los obispos del norte que no habían adoptado la disciplina romana, fue a Compiégne a recibir la consagración episcopal de manos de su antiguo amigo san Agilberto, quien había vuelto a su país natal. san Wilfrido, que tenía entonces unos treinta años, permaneció algún tiempo en Francia y, por causas de un naufragio, se dilató aún más su retorno a Inglaterra. Entre tanto, el rey Oswy había enviado a san Chad, abad de Lastingham, a recibir la consagración episcopal de manos de Wino, obispo de los sajones occidentales, y le había nombrado obispo de York. A su vuelta a Inglaterra, San Wilfrido encontró su sede ya ocupada y se retiró calladamente a un monasterio en Ripon. El rey Wulfhero solía convocarle frecuentemente a Mercia para que confiriese la ordenación sacerdotal a los candidatos. En una ocasión, el rey Egberto le invitó a Kent por la misma razón; San Wilfrido volvió de Kent con un monje llamado Eddio Stephanus, quien llegó a ser su amigo íntimo y su biógrafo.

El año 669, san Teodoro, que acababa de ser elegido arzobispo de Canterbury, descubrió durante la visita de su arquidiócesis que la elección de san Chad había sido irregular y le destituyó de la sede de York; en su lugar nombró a san Wilfrido. Con la ayuda de Eddio, quien había ocupado un cargo de importancia en Canterbury, san Wilfrido estableció el canto romano en las iglesias del norte, restauró la catedral de York y desempeñó sus funciones episcopales en forma ejemplar. Hizo a pie la visita de su extensa diócesis y consiguió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo, pero no el del príncipe Egfrido, sucesor de Oswy. El año 659, Egfrido había contraído matrimonio con santa Etelreda, hija del rey Anna de Anglia del este. La reina se negó a consumar el matrimonio durante diez años; san Wilfrido, a quien apeló la reina cuando su marido quiso hacer valer sus derechos, apoyó su causa y la ayudó a abandonar el palacio y a ingresar en el monasterio de Coldingham. Ante esa actitud del santo, Egfrido se sintió ofendido y dio rienda suelta a su resentimiento. Cuando corrió la noticia de que San Teodoro tenía el proyecto de dividir la extensa diócesis sufragánea de Nortumbría, el rey apoyó el proyecto; por otra parte, se dedicó a crear obstáculos a San Wilfrido y pidió que fuese depuesto. Según parece, Teodoro prestó oídos a las quejas de Egfrido, dividió la diócesis de York y consagró a tres obispos en la propia catedral de san Wilfrido. Este apeló al juicio de la Santa Sede el año 677 o 678. Fue el primer caso de apelación de la Iglesia de Inglaterra a Roma. San Wilfrido emprendió el viaje a la Ciudad Eterna; pero los vientos contrarios arrojaron la nave a la costa de Frieslandia, y el santo pasó allí el invierno y la primavera del año siguiente, predicando y bautizando a los habitantes de la región. Tal fue el comienzo de la misión que san Wilibrordo y otros apóstoles llevarían a feliz término más tarde.

Después de pasar algún tiempo en Francia, san Wilfrido llegó a Roma a fines del año 679. El papa san Agatón estaba ya al corriente de los sucesos en Inglaterra, gracias a los informes de un monje a quien Teodoro había enviado a Roma con unas cartas. Para discutir el asunto, el papa reunió un sínodo en Letrán. El sínodo dispuso que san Wilfrido debía ser restituido a su diócesis y que a él tocaba elegir a sus coadjutores o sufragáneos. En cuanto llegó a Inglaterra, san Wilfrido, que había asistido en Roma al Concilio de Letrán que condenó la herejía monotelita, se presentó ante el rey Egfrido y le dio a leer los documentos pontificios. El monarca gritó que san Wilfrido había obtenido esos decretos del Pontífice con soborno y mandó que le encarcelaran durante nueve meses. Cuando salió de la prisión, el santo se dirigió a Sussex pasando por Wessex. Aunque aún había muchos paganos entre los sajones del sur, el rey Etelwaldo, que había sido bautizado recientemente en Mercia, le acogió con los brazos abiertos. El santo convirtió con su predicación a la mayoría de los habitantes y evangelizó también la isla de Wight. En Sussex devolvió la libertad a 250 esclavos. Cuando llegó a Sussex, el hambre y la sequía asolaban la región; pero el día en que bautizó a los primeros neófitos cayó una lluvia muy abundante. San Wilfrido enseñó también al pueblo a pescar, lo cual resultó muy benéfico, pues en la región sólo se conocía la pesca de anguilas. Los acompañantes del obispo adaptaron las redes utilizadas para atrapar anguilas de manera que sirviesen para los peces y, en la primera salida pescaron trescientas piezas. San Wilfrido regaló cien peces a los pobres, dio otros cien a quienes le habían prestado las redes y guardó los cien restantes para su comitiva. El rey le regaló entonces una parcela de tierra, donde el santo estableció un monasterio, que se convirtió más tarde en cabecera de una diócesis, que después se cambió a Chichester.

San Wilfrido tenía su residencia en la península de Selsey. Durante los cinco años siguientes, hasta la muerte del rey Egfrido, san Teodoro, que era ya muy anciano y estaba enfermo, le rogó frecuentemente que fuese a verle en casa del obispo de Londres, san Erconwaldo. Cuando por fin tuvo lugar la reunión, san Teodoro confesó toda su vida a sus dos hermanos en el episcopado y dijo a san Wilfrido: «Lo que más me duele es haber consentido en vuestra deposición sin que vos me hubieseis dado causa alguna para ello. Confieso mi crimen a Dios y a san Pedro y los pongo por testigos de que haré cuanto esté en mi mano por reparar mi falta y reconciliaros con los reyes y señores que son amigos míos. Sé que no viviré hasta el fin de este año y, antes de morir, quiero dejaros establecido como sucesor mío en mi diócesis». San Wilfrido replicó: «Que Dios y san Pedro perdonen todas nuestras disputas. En cuanto a mí, os prometo que pediré siempre por vos. Escribid a vuestros amigos que me restituyan a mi diócesis, según lo disponen los decretos de la Santa Sede. Más tarde, una asamblea estudiará el asunto de vuestro sucesor». Así pues, san Teodoro escribió a Alfrido, sucesor de Egfrido, a Etelredo, rey de Mercia, a santa Elfleda, quien había sucedido a santa Hilda en el gobierno de la abadía de Whitby y a algunos otros. Alfrido restituyó a san Wilfrido en su diócesis el año 686 y le devolvió el monasterio de Ripon.

La historia del desarrollo de los sucesos en el norte es muy oscura y complicada; el hecho es que, cinco años después, surgieron ciertas dificultades entre Alfrido y san Wilfrido, y éste fue nuevamente desterrado, el año 691. Entonces se refugió en los dominios de Etelredo de Mercia, quien le confió la administración de la sede vacante de Lichfield, y el santo desempeñó ese oficio durante cinco años. El nuevo arzobispo de Canterbury, san Bertwaldo, a quien no simpatizaba san Wilfrido, convocó el año 703 un sínodo en el cual se decretó, a instancias de Alfrido, que san Wilfrido renunciase a su diócesis y se retirase a la abadía de Ripon. San Wilfrido, en un discurso conmovedor, recordó todo la que había hecho por la Iglesia en el norte y apeló nuevamente a la Santa Sede. El sínodo se disolvió, y el santo, que tenía ya setenta años, emprendió su tercer viaje a Roma. También sus enemigos enviaron representantes a la Ciudad Eterna, donde se examinó el asunto en varias sesiones consecutivas. Naturalmente, la comisión encargada de estudiar el caso estaba influenciada por la decisión anterior de san Agatón. Por otra parte, los enemigos de san Wilfrido admitían que su vida había sido siempre irreprochable y que es imposible deponer a un obispo contra el que no se puede probar ninguna acusación canónica. La comisión resolvió que, si era necesario dividir la sede de san Wilfrido, había sido injusto proceder a ello sin consultar al santo y sin reservarle una de las diócesis nuevas, y que sólo un sínodo provincial podía haber decretado la división de la diócesis. Además, como san Wilfrido era el mejor conocedor de los cánones de la Iglesia de Inglaterra, según lo había reconocido san Teodoro, consiguió meter en aprietos a muchos personajes de la corte. En efecto, es interesante observar que el santo jamás había exigido la jurisdicción de un metropolitano sobre la sede de York, ya que el palio había sido concedido a san Paulino y no a él. San Wilfrido encontró en Roma la protección y la aprobación que merecía su heroica virtud. El papa Juan VI escribió a los reyes de Mercia y Nortumbría y encargó al arzobispo Bertwaldo que convocase un sínodo para hacer justicia al santo; al mismo tiempo, amenazó con emplazar a los enemigos de san Wilfrido, si no cumplían sus órdenes.

A pesar de todo, el rey Alfrido mantuvo su oposición a san Wilfrido cuando éste retornó a Inglaterra, pero el monarca falleció el año 705 y, durante su última enfermedad, se arrepintió de todas las injusticias que había cometido contra él, según testificó su hermana santa Elfleda. Habiendo reivindicado así los cánones y la autoridad de la Santa Sede, san Wilfrido no tuvo dificultad en aceptar un compromiso; en efecto, cedió la sede de York a san Juan de Beverley y se contentó con la diócesis de Hexham, que administró prácticamente desde su monasterio de Ripon. Eddio escribe a propósito de la toma de posesión de san Wilfrido: «Ese día se abrazaron y besaron todos los obispos, unos a otros, partieron el pan y comulgaron juntos. Una vez que dieron gracias a Dios por el feliz suceso, retornaron a sus respectivas diócesis llenos de la paz de Cristo». El año 709, san Wilfrido visitó los monasterios de Mercia que él mismo había fundado y falleció en uno de ellos, el de Oundle, en Northamptonshire., después de haber repartido sus bienes entre sus monasterios, sus iglesias y sus antiguos compañeros de destierro. Su cuerpo fue sepultado en su iglesia de San Pedro de Ripon. T. Hodkin, en su «Historia de Inglaterra durante la conquista de los normandos», confiesa que «la vida de san Wilfrido, con su extraña sucesión de triunfos y desventuras, es uno de los problemas más complejos de la historia del primer período anglo-sajón». Pero el mismo autor añade: «San Wilfrido preguntó justamente una y otra vez: '¿De qué crímenes me acusáis?' Y, a lo que parece, sus enemigos no podían acusarle de ninguno». Por otra parte, el historiador Hodgkin no vacila en describir al santo como «un valeroso anciano» y «el más grande de los personajes eclesiásticos» de Nortumbría. Aunque las tempestades se acumularon sobre san Wilfrido, nunca perdió el ánimo ni insultó a sus perseguidores. Su amigo y biógrafo, Eddio, le describe como un hombre «cortés con todo el mundo, muy activo, caminante infatigable, siempre dispuesto a hacer el bien, sin desalentarse jamás». Su fiesta se celebra en la mayoría de las diócesis inglesas y la oración que le corresponde en el breviario está tomada del antiguo oficio de la diócesis de York.

Además del detallado relato de Beda, los principales materiales son: una biografía muy completa escrita por su compañero y discípulo, Eddio (traducida al inglés por B. Colgrave en 1927), un poema un tanto ampuloso de Frithegod (c. 945) y algunos documentos posteriores, como la biografía o las biografías de Eadmer. Dichas fuentes se hallan reunidas en el primer volumen de la obra de Raine, Historians of the Church of York (Rolls Series). Sería imposible discutir aquí los múltiples conflictos de la vida de san Wilfrido. Nuestro artículo está basado sustancialmente en los relatos de Beda y de Eddio. Aunque hay razones para sospechar que Eddio suprimió ciertos incidentes que podían ensombrecer un tanto la figura de su biografiado, no existe ninguna prueba de que haya realmente falsificado la historia. Véase R. L. Pool, Studies in Chronology and History (1934), pp. 56-81; F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943); W. Levison, England and the Continent in the Eighth Century (1946); E. S. Duckett, Anglo-Saxon Saints and Scholars (1947). Alistair Campbell editó en 1950 el poema de Frithegod.

fuentes: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI; eltestigofiel.org

martes, 23 de abril de 2013

23 de abril: San Adalberto de Praga, obispo y mártir

Martirologio Romano: San Adalberto (Vojtech), obispo de Praga y mártir, que aguantó dificultades en bien de aquella iglesia y por Cristo llevó a cabo muchos viajes, trabajando para extirpar costumbres paganas, pero al ver el poco resultado obtenido, se dirigió a Roma donde se hizo monje, pero finalmente, vuelto a Polonia e intentando atraer a la fe a los prusianos, en la aldea de Tenkitten, junto al golfo de Gdansk, fue asesinado por unos paganos (997).

Etimológicamente: Adalberto=Aquel que brilla por la nobleza de su espíritu, es de origen germánico.

(959-997) Aún era niño, cuando una enfermedad, que lo puso a las puertas de la muerte, le hizo ver la seriedad de la vida. El problema de su salvación se le presentaba con una insistencia alarmante, y ante él parecíanle verdaderas naderías la belleza angélica de su cuerpo, de todo el mundo alabada; la nobleza de su familia, una de las más poderosas de Bohemia, y la gloria de su saber, que acumulara al lado del obispo de Magdeburgo, Adalberto. Este obispo le dio su nombre; antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de veinte años cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo de Praga. Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos que tanto abundaron en aquella época. Al llegar su última hora, el aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad. "¡Mísero de mí-exclamaba- cómo he perdido mis días, cómo me ha engañado el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y placeres!" Así hablaba en medio de los estertores de la agonía, con la voz ronca y entrecortada, con los ojos extraviados y convulsos los rasgos de su rostro. Cuando murió, parecía sumido en el abismo de la desesperación.

El joven Adalberto salió de la estancia transformado. La sacudida que aquel espectáculo causó en su sensibilidad eslava fue tal, que desde entonces las palabras del moribundo parecían resonar constantemente en sus oídos. La vida se le presentó con los más negros colores, y en sus ojos claros empezó a dibujarse una trágica inquietud. Inmediatamente dejó su túnica de seda, se vistió de un saco grosero, se echó ceniza en la cabeza y empezó a caminar de iglesia en iglesia, postrándose ante las reliquias de los santos, y de hospital en hospital, visitando a los enfermos. En esta forma lo encontraron cuando lo sentaron en la silla episcopal de Praga. Sólo esto le faltaba para hacer de su vida un tormento insoportable. La idea del juicio de Dios le atenazaba el alma. "Es fácil-decía-llevar una mitra de seda y un báculo de oro; lo grave es tener que dar cuenta de un obispado al terrible Juez de vivos y muertos."

Vivía triste y como dominado por una impresión de terror. Diríase que pendía sobre su cabeza el filo de una espada. Y efectivamente, algo más aterrador que una espada de fuego le abrumaba sin cesar: era la duda pavorosa de si llegaría a salvarse. El enigma sombrío le estremecía, le atormentaba y consumía sus carnes. Cuentan que jamás se le vio reír. A los que le preguntaban por qué teniendo un obispado tan rico, que le hacía uno de los más poderosos príncipes del Imperio, no reservaba algunas rentas para los lícitos placeres, contestaba él con una lógica inquietante: "¿No os parece una locura hacer piruetas al borde de un abismo?" No deja de causarnos extrañeza, después de haber sido predicada la suavidad del Evangelio, esta atmósfera de terror en que vive uno de sus más puntuales seguidores; pero Dios tiene muchas vías para llevar al Cielo a sus escogidos, y en el siglo X, tan disoluto y gangrenado por el crimen, convenía la aparición de esta figura ejemplar. Entonces alcanzó toda su realidad aquella palabra de Cristo: "El mundo se alegrará y vosotros os contristaréis."

Pero el mundo, que perdona fácilmente su virtud a algunos santos, porque la juzga más suave, más humana, más condescendiente, guarda un odio irreconciliable para aquellos que directamente, con sus palabras o con su conducta, se oponen a sus alegrías insensatas. Y Adalberto era, en su vida y en sus palabras, lo que era en su rostro. Sus súbditos yacían en la barbarie, sin más que el nombre de cristianos, y él tenía un temple incapaz de ceder. Predicaba, reprendía, excomulgaba, y la gente no veía más que la dureza de su palabra; no veía que todas las rentas de sus tierras se las llevaban los mendigos y los enfermos. Su rigidez de acero se estrelló contra el salvajismo del pueblo. Tres veces dejó su episcopado por juzgar inútil su labor, y otras tantas lo volvió a tomar por consejo de los Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos vistió la cogulla benedictina en el monasterio de San Bonifacio, de Roma. Disfrazado con la máscara de la humildad y de la sencillez, nadie adivinó en el nuevo monje la luz de Bohemia. Vivió desconocido durante cinco años, como el último de los monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a la mesa conventual, y sufriendo las sanciones regulares y las advertencias de los hermanos, porque, como no estaba acostumbrado a aquellos menesteres, rompía con frecuencia las copas y los platos.

Cuando, por última vez, se dirigía a su diócesis, los de Praga le enviaron una embajada diciéndole irónicamente: "Nosotros somos pecadores, gente de iniquidad, pueblo de dura cerviz; tú, un santo, un amigo de Dios, un verdadero israelita que no podrá sufrir la compañía de los malvados." Adalberto comprendió, se dio cuenta de que serían inútiles todos sus esfuerzos, y se encaminó a predicar el Evangelio en Prusia. A la severidad de su palabra añadió Dios el atractivo de la gracia. Ya antes, su predicación había convertido a muchos paganos en Polonia, y el rey de Hungría, San Esteban, había recibido de su boca la enseñanza de la fe. En Prusia, su apostolado tuvo una fecundidad asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig recibieron el bautismo de sus manos. Para atraerlos más fácilmente se vistió como las gentes de aquella tierra, adoptó su manera de vivir y aprendió su lengua. "Haciéndonos semejantes a ellos-decía-, cohabitando en sus mismas casas, asistiendo a sus banquetes, ganando el sustento con nuestras manos y dejando crecer, como ellos, nuestra barba y nuestra cabellera, los ganaremos mejor para Cristo."

Los infieles se alarmaron y le persiguieron de pueblo en pueblo. Sitiado en una casa por una tribu de salvajes, les decía desde la puerta: "Yo soy el monje Adalberto, vuestro apóstol. Por vosotros he venido aquí, para que dejéis esos ídolos mudos y conozcáis a vuestro Creador, y creyendo en Él tengáis la verdadera vida." Nadie se atrevió a tocarle entonces; pero algo más tarde un sacerdote de los ídolos le atravesó con una lanza mientras rezaba el breviario. Adalberto pudo sostenerse un instante de rodillas para orar por sus asesinos. Al caer exánime, una sonrisa de felicidad se posaba por primera vez en sus labios. Su alma, inundada de gloria, volaba hacia Dios, descifrado ya el capital enigma que tantas veces le ensombreciera. Habíase cumplido la promesa del Salvador: "Vuestra tristeza se convertirá en gozo, y vuestro gozo nadie os lo podrá arrebatar."

(fuente: es.catholic.net)

lunes, 22 de abril de 2013

22 de abril: Santa Oportuna

Hoy, 22 de abril, conmemoramos a Santa OPORTUNA de SÉEZ, Abadesa.

En el año 770, nació cerca de Ayesmes, Normandía, en la actual Francia; su familia era muy devota, y en ella encontró inspiración y un ejemplo de vida cristiana.

Desde niña sintió la vocación religiosa, y tomó como modelo la vida de su hermano Crodegano, obispo de Séez, quien llegaría a alcanzar la santidad. En su juventud Oportuna decidió entonces entregar su vida al servicio de Dios.

Acudió para ello precisamente con su hermano, quien personalmente le colocó el Velo de Consagración cuando ingresó a la abadía de Almenèches, de la regla benedictina. Por su bondad y su devoción, muy pronto Santa Oportuna fue electa abadesa por sus hermanas.

Se cuenta que obró un piadoso milagro con un campesino que había robado un burro del convento. El hombre se negaba a admitir el hecho, asegurando que lo había adquirido en el mercado. Santa Oportuna se puso entonces a rezar, y ocurrió que al amanecer el campo de labranza del ladrón apareció cubierto con una capa blanca de salitre.

Asustado ante el fenómeno, y arrepentido, el campesino no sólo restituyó el animal, sino que obsequió el terreno a las hermanas. Desde entonces a esa parte se le conoce como “campo salado”.

Ella estaba tan unida a su hermano, San Crodegango, que cuando éste fue asesinado a traición, ella falleció a los pocos días.

El culto a Santa Oportuna estuvo muy extendido durante toda la edad media. Sus reliquias se conservan en Argentán, Séez, Moussy, París, Senlis y Cluny.

SANTA OPORTUNA DE SÉEZ nos enseña el valor de vivir con abstinencia y austeridad.

(fuente: santoral-virtual.blogspot.com.ar)

domingo, 21 de abril de 2013

21 de abril: San Conrado (Juan Evangelista) Birndorfer de Parzham

«El santo portero de Altötting. Ejemplo de caridad y piedad en la vida ordinaria»

Madrid, 21 de abril de 2013 (Zenit.org) El testimonio de vida de este humilde capuchino nuevamente pone de relieve que la santidad se alcanza en cualquier misión por sencilla que sea. El dintel del convento y la campanilla que avisaba de la presencia de alguien era el escenario cotidiano de Conrado. Ante todo recién llegado al claustro de la ciudad bávara de Altötting con su cálida sonrisa y sencillez dibujaba seductoras expectativas aventurando las bendiciones que podían derramarse sobre ellos en el religioso recinto. Para un santo las contrariedades son vehículos de insólita potencia que les conducen a la unión con la Santísima Trinidad. Él sobrenaturalizó lo ordinario en circunstancias hostiles. Y conquistó la santidad. No hicieron falta levitaciones, milagros, ni hechos extraordinarios, sino el escrupuloso cumplimiento diario de su labor realizada por amor a Cristo. En la portería que tuvo a su cargo durante más de cuatro décadas no olvidó que franqueaba el acceso a su Divino Hermano, especialmente cuando los pobres llegaban a él y les atendía con ejemplar caridad. Con virtudes como la amabilidad, caridad y paciencia, fruto de su recogimiento, forjaba su eterna corona en el cielo, aunque ni sus propios hermanos de comunidad podían sospecharlo.

Nació en Venushof, Parzham, Alemania el 22 de diciembre de 1818 en el seno de una acomodada familia de labradores que tuvieron diez hijos, de los cuales fue el penúltimo. Estos generosos progenitores, con sus prácticas piadosas diarias realizadas en familia, le enseñaron a amar a Cristo, a María y a conocer la Biblia. No era extraño que con ese caldo de cultivo siendo niño le agradase tanto orar y sentirse feliz al hablar de Dios. Su madre advertía en el pequeño una chispa especial cuando narraban las historias sagradas, y le preguntaba: «Juan, ¿quieres amar a Dios?». La respuesta no se hacía esperar: «Mamá, enséñeme usted cómo debo amarle con todas mis fuerzas». Creció aborreciendo las blasfemias y el pecado. Poco a poco se vislumbraba su amor por la oración. A esta edad fue manifiesta su inclinación por el espíritu franciscano. A los 14 años perdió a sus padres y se convirtió en punto de referencia para sus hermanos. Todos siguieron ejercitando las prácticas que ellos les enseñaron. Juan, en particular, aprovechaba la noche para rezar y realizar penitencias que muchas veces solían durar hasta el alba.

En 1837 inició su formación con los benedictinos de Metten, Deggendorf. Pero se ve que lo suyo no era el estudio. En una visita que efectuó al santuario de Altötting tuvo la impresión de que María le invitaba a quedarse allí. Sin embargo, en 1841 se vinculó a la Orden Tercera de Penitencia (Orden franciscana seglar). Dios le puso otras cotas que no supo interpretar y las expuso a un confesor después de haber orado ante la Virgen de Altötting. El sacerdote le dijo: «Dios te quiere capuchino». Repartió sus cuantiosos bienes entre los pobres y la parroquia para ingresar en el convento de Laufen en 1851. Tenía 33 años. Allí tomo el nombre de Conrado. Su noviciado estuvo plagado de pruebas y públicas humillaciones que, pese a ser de indudable dureza, aún le parecían nimias para lo que juzgaba merecía: «¿Qué pensabas? –se decía–, ¿creías que ibas a recibir caricias como los niños?». En esos días escribió esta nota: «Adquiriré la costumbre de estar siempre en la presencia de Dios. Observaré riguroso silencio en cuanto me sea posible. Así me preservaré de muchos defectos, para entretenerme mejor en coloquios con mi Dios». Tras la profesión fue destinado a la portería del convento de Santa Ana de Altötting, noticia que le llenó de alegría. Era un lugar donde la afluencia de peregrinos exigía la atención de una persona exquisita como él. En aquel pequeño reducto se santificó durante cuarenta y tres años, viviendo el recogimiento en medio de la algarabía creada por el constante ajetreo de los peregrinos. «Estoy siempre feliz y contento en Dios. Acojo con gratitud todo lo que viene del amado Padre celestial, bien sean penas o alegrías. Él conoce muy bien lo que es mejor para nosotros […]. Me esfuerzo en amarlo mucho. ìAh!, este es muy frecuentemente mi único desasosiego, que yo lo ame tan poco. Sí, quisiera ser precisamente un serafín de amor, quisiera invitar a todas las criaturas a que me ayuden a amar a mi Dios».

Un día advirtió una celdilla casi oculta debajo de la escalera. Tenía una pequeña ventana que daba a la Iglesia. Y su corazón palpitó de gozo: ¡desde allí podía ver el Sagrario! Era un lugar oscuro y reducido. A fuerza de insistencia consiguió que le dejaran habitarla y en esa morada siguió cultivando su amor a Cristo crucificado y a María. Ayudaba a la sacristía y en las primeras misas en el santuario. Sus superiores le autorizaron a comulgar diariamente, algo excepcional en esa época. Nadie le oyó quejarse ni lamentarse. Trataba con auténtica caridad a todos, especialmente a las personas que intentaban incomodarle y socavar su admirable y heroica paciencia. Nunca perdió la mansedumbre. «La Cruz es mi libro, una mirada a ella me enseña cómo debo actuar en cada circunstancia». Fue un gran apóstol en la portería, el hombre del silencio evangélico: «Esforcémonos mucho en llevar una vida verdaderamente íntima y escondida en Dios, porque es algo muy hermoso detenerse con el buen Dios: si nosotros estamos verdaderamente recogidos, nada nos será obstáculo, incluso en medio de las ocupaciones que nuestra vocación conlleva; y amaremos mucho el silencio porque un alma que habla mucho no llegará jamás a una vida verdaderamente interior». Logró convertir a personas de baja calaña, hombres y mujeres, que después se entregaron a Dios en la vida religiosa. En sus apuntes espirituales se lee: «Mi vida consiste en amar y padecer […]. El amor no conoce límites». Sintiéndose morir, tocó la puerta del padre guardián, diciéndole: «Padre, ya no puedo más». Tres días más tarde, el 21 de abril de 1894, falleció. Pío XI lo beatificó el 15 de junio de 1930, y lo canonizó el 20 de mayo de 1934.

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21 de abril: San Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia

Martirologio Romano: San Anselmo, obispo y doctor de la Iglesia, que, nacido en Aosta, fue monje y abad del monasterio de Bec, en Normandía, enseñando a los hermanos a caminar por la vía de la perfección y a buscar a Dios por la comprensión de la fe. Promovido a la insigne sede de Canterbury, en Inglaterra, trabajó denodadamente por la libertad de la Iglesia, sufriendo por ello dificultades y destierros (1109).

Etimológicamente: Anselmo=Aquel que tiene la protección divina, es de origen germánico.

San Anselmo nació en Aosta (Italia) en 1033 de noble familia. Desde muy niño se sintió inclinado hacia la vida contemplativa. Pero su padre, Gandulfo, se opuso: no podía ver a su primogénito hecho un monje; anhelaba que siguiera sus huellas. A causa de esto, Anselmo sufrió tanto que se enfermó gravemente, pero el padre no se conmovió. Al recuperar la salud, el joven pareció consentir al deseo paterno. Se adaptó a la vida mundana, y hasta pareció bien dispuesto a las fáciles ocasiones de placeres que le proporcionaba su rango; pero en su corazón seguía intacta la antigua llamada de Dios.

En efecto, pronto abandonó la casa paterna, pasó a Francia y luego a Bec, en Normandía, en cuya famosa abadía enseñaba el célebre maestro de teología, el monje Lanfranco.

Anselmo se dedicó de lleno al estudio, siguiendo fielmente las huellas del maestro, de quien fue sucesor como abad, siendo aún muy joven. Se convirtió entonces en un eminente profesor, elocuente predicador y gran reformador de la vida monástica. Sobre todo llegó a ser un gran teólogo.

Su austeridad ascética le suscitó fuertes oposiciones, pero su amabilidad terminaba ganándose el amor y la estima hasta de los menos entusiastas. Era un genio metafísico que, con corazón e inteligencia, se acercó a los más profundos misterios cristianos: "Haz, te lo ruego, Señor—escribía—, que yo sienta con el corazón lo que toco con la inteligencia".

Sus dos obras más conocidas son el Monologio, o modo de meditar sobre las razones de la fe, y el Proslogio, o la fe que busca la inteligencia. Es necesario, decía él, impregnar cada vez más nuestra fe de inteligencia, en espera de la visión beatífica. Sus obras filosóficas, como sus meditaciones sobre la Redención, provienen del vivo impulso del corazón y de la inteligencia. En esto, el padre de la Escolástica se asemejaba mucho a San Agustín.

Fue elevado a la dignidad de arzobispo primado de Inglaterra, con sede en Canterbury, y allí el humilde monje de Bec tuvo que luchar contra la hostilidad de Guillermo el Rojo y Enrique I. Los contrastes, al principio velados, se convirtieron en abierta lucha más tarde, a tal punto que sufrió dos destierros.

Fue a Roma no sólo para pedir que se reconocieran sus derechos, sino también para pedir que se mitigaran las sanciones decretadas contra sus adversarios, alejando así el peligro de un cisma. Esta muestra de virtud suya terminó desarmando a sus opositores. Murió en Canterbury el 21 de abril de 1109.

En 1720 el Papa Clemente XI lo declaró doctor de la Iglesia.

(fuente: es.catholic.net)

sábado, 20 de abril de 2013

20 de abril: Santa Inés de Montepulciano, modelo para Catalina de Siena

Madrid, 20 de abril de 2013 (Zenit.org) San Raimundo de Capua, biógrafo de Catalina de Siena, es una de las fuentes principales para conocer a esta santa. Ella no ocultó su impresión al conocer los hechos extraordinarios que Dios hizo por medio de Inés, y la profundísima vida de piedad y penitencia que jalonó su existencia. En su Diálogo escribió Catalina: «La dulce virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma». En Inés fueron palpables los signos de la sencillez e inocencia evangélica, muestra de que un niño no tiene doblez y de que su apertura a los más altos ideales obedece a un patrimonio legado por el Padre celestial, al que jamás se cierra; siempre está presto a manifestarse a poco que se estimule y acompañe en el camino de la fe. Si todavía hay alguien que piense que el rigor y la comprensión de una alta vida espiritual es impropia de esa edad, debería desterrar la idea.

Nació Inés Segni el 28 de enero de 1268 en Gracciano Vecchio, pequeña localidad cercana a Montepulciano. Su familia, poseedora de excelentes recursos económicos, abrazaba el credo que ella heredó, complaciéndose en el rezo de las oraciones que le enseñaron, especialmente el Padrenuestro y el Avemaría. Los recitaba en distintos momentos del día priorizando este fervoroso gesto sobre los juegos infantiles que retomaba después de haber orado devotamente. Muy niña se fijó en el tosco hábito, un «sacco», que llevaban las religiosas de su ciudad natal. Le sedujeron, porque a su corta edad ya experimentaba particular tendencia a lo espiritual. Y a los 9 años ingresó en la comunidad. Tuvo la fortuna de que sus padres se lo permitieran al ver la madurez con la que expuso su anhelo, y de ser acogida y formada por ellas. A los 12 años Inés eran tan capaz y tan virtuosa que pusieron en sus manos la administración de los bienes del monasterio. Y a los 15 fue enviada a Procena en respuesta a una demanda efectuada por las personas que tenían a su cargo el castillo de Montepulciano que solicitaban la presencia de las monjas allí. Para asumir el oficio de abadesa tuvo que ser dispensada por el papa Martín IV. El hecho de ser elegida para esta misión siendo tan joven da idea de su talla humana y espiritual. La clave de su vida era la oración continua. El trato familiar con las Personas Divinas y su devoción por la Virgen María cincelaban su espíritu con los signos indelebles de un amor que iba transfigurándola en Cristo. Era amable, humilde, sencilla, bondadosa, abnegada, con gran visión de gobierno, y mostraba en toda circunstancia paz y alegría. Al encarnar las virtudes evangélicas todo lo que decía era creíble.

Junto a Margarita, que fue su formadora, fundó otro monasterio en Montepulciano a petición de un grupo de caballeros. Con 18 años, el obispo la designó superiora del mismo. Permaneció en ese cargo veintidós años. En este nuevo convento, con su ilimitada entrega, llena de confianza en Dios, el rigor en el cumplimiento de la regla, su oración y pasión por la Eucaristía, siguió arrebatando la gracia de muchísimas vocaciones. Tuvo también preocupaciones y disgustos. En dos ocasiones viajó a Roma. Una de ellas con objeto de cercenar de raíz la ambición y afanes de poder internos. Por si fuera poco, su úlcera de estómago y habituales infecciones intestinales no le dieron excesiva tregua desde 1304, aunque ella mostraba extraordinaria fortaleza de manera incesante soportándolas con paciencia. Las noticias de su excelsa forma de vida y de la bondad que regía el monasterio que se hallaba bajo su responsabilidad fue origen de una tercera fundación que requirieron pusiese en marcha en Montepulciano, erigida con la aprobación del pontífice. Años atrás, la Virgen le había encomendado esta obra sellada con el signo de tres piedras que entregó a la religiosa. Vio en la oración que debía ser destinada a la juventud y, con la contribución económica de amigos, familiares y vecinos, abrió el convento en 1306 en ese monte en cuyas laderas moraban mujeres de vida descarriada. Eligió la regla a seguir después de tener una visión en la que se le presentaron tres santos: Agustín, Domingo y Francisco. Iban navegando en un barco y la invitaron a subir. En medio de la sobrenatural conversación, Domingo vaticinó: «Subirá a mi nave, pues así lo ha dispuesto Dios». Y el espíritu dominicano fue adoptado por ella y sus hermanas. Adornada con diversos carismas, entre otros, el de milagros y éxtasis, que comenzaron a manifestarse en su infancia, recibía también mensajes extraordinarios. En una de estas visiones, narrada por san Raimundo, la Virgen depositó al Niño Jesús en sus brazos, y parece ser que antes de entregárselo de nuevo a María, le quitó la cruz que portaba en el cuello y la conservó. En otra ocasión, tras haber contemplado el gozo del paraíso con la Virgen y los santos que entonaban Vernans Rosa (floreciendo la rosa), apareció una rosa en el lugar donde había estado hincada de rodillas.

En 1316 por sugerencia de las religiosas aceptó recibir tratamiento para sus enfermedades en las termas de Chianciano. Allí siguieron obrándose prodigios. Empeoró y regresó a Montepulciano. Los últimos meses de vida los pasó animando y confortando espiritualmente a sus hermanas. Quienes la acompañaban en los postreros instantes no podían evitar la emoción. Pero Inés las consoló, diciéndoles: «Si en verdad me aman, alégrense de que voy al Padre Dios a recibir su herencia eterna. No se afanen, que desde la eternidad las encomendaré siempre». Falleció el 20 de abril de 1317. Catalina de Siena, que la denominó «madre gloriosa»,acudió a venerar sus restos treinta años más tarde. El cuerpo se hallaba (y se encuentra) incorrupto. Según narra san Raimundo, cuando Catalina hizo ademán de arrodillarse, uno de los pies de Inés cobró vida y se puso a su alcance, hecho milagroso que fue contemplado por los que se encontraban allí.

Clemente VIII beatificó a Inés en 1608. Benedicto XIII la canonizó el 10 de diciembre de 1726.

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viernes, 19 de abril de 2013

19 de abril: Beato Conrado de Ascoli, obediencia y fidelidad de un insigne franciscano

Madrid, 19 de abril de 2013 (Zenit.org) Nació el 18 de septiembre de 1234 en Ascoli Piceno, Italia. Formaba parte de una reconocida familia de ilustre abolengo: los Miliani. Uno de sus amigos de infancia era Jerónimo Masci, futuro general de la orden franciscana y papa (Nicolás IV), descendiente también de una relevante familia de la burguesía de Ascoli.

Se cuenta que Conrado intuía el futuro que aguardaba a su compatriota porque siendo niños algunas veces se arrodillaba ante él. Y como ese gesto fuera apreciado por otras personas que, como es natural, quisieron saber qué lo impulsaba, con toda naturalidad explicó que veía en él al sucesor de Pedro. Incluso vislumbraba en sus manos las llaves, símbolo de la Iglesia, una apreciación que solo podía provenir de lo alto. Pues bien, esta feliz circunstancia que conllevaba su estrecha convivencia superó lo anecdótico ya que ambos compartieron su vocación por la vida franciscana. Vistieron el hábito de la Orden a la par en el convento de Ascoli, y siguieron una formación paralela realizando su noviciado en Asís. Pero la providencia fue preparando a Jerónimo para encarnar misiones de gobierno que marcaron el inicio de dos caminos divergentes entre estos hermanos. Ahora bien, unidos siempre por el ideal de Cristo, y además, en una misma vocación, no dejaron de estar el uno en el corazón del otro. Y Jerónimo acudiría a Conrado en otras circunstancias. Antes, desde 1255 a 1273, aquél pasó por las Marcas y el Lacio, siendo lector de teología y predicador en Dalmacia-Croacia, a instancias de san Buenaventura que apreciaba su valía. Seguro que Conrado tuvo noticias también de su fructífera intervención diplomática en Constantinopla, labor que fue ensalzada porque la situación creada entre la iglesia greco-bizantina y la católica era altamente delicada.

Mientras la vida de Jerónimo discurría por esta senda, Conrado se había trasladado a Perugia donde se doctoró, enseñó teología y se dedicó a evangelizar. Ambos fueron ejemplo de humildad y obediencia. Luego en el transcurso del capítulo general de Lyon, el 19 de mayo de 1274, Jerónimo fue designado ministro general de la Orden. El último había sido san Buenaventura, pero el Seráfico Doctor desde 1273 asumía la dignidad de cardenal. Murió el 17 de julio de ese año 1274. Una vez que Jerónimo tomó posesión de su nuevo oficio autorizó la partida de Conrado a tierras africanas, concretamente a Libia. Fue el primer misionero de Cirenaica. En esa época Francia quería invadir España y el papa Nicolás III intervino para impedirlo a través de Masci, asignándole como compañero de tan delicada misión a Conrado. Logrado este propósito, regresaron a Roma donde Masci fue nombrado cardenal en 1278.

El beato pasó dos años en Roma, y después fue enviado a París donde impartió teología en su universidad. Pero cuando Jerónimo fue elegido pontífice en 1288 sucediendo a Honorio IV, lo reclamó de nuevo. Tuvo en cuenta su autorizado juicio y estaba seguro de que sería un excelente consejero. La vida de Conrado, celoso e incansable apóstol de Cristo, había estado marcada por la humildad y la penitencia. Se le veía revestido de un áspero hábito, caminaba con los pies descalzos, descansaba solamente unas pocas horas en una rígida tabla, ayunaba a pan y agua cuatro de los siete días de la semana, y alentaba a todos a la conversión. Tenía una gran devoción por la Santísima Trinidad y la Pasión de Cristo. Fue un aspirante al martirio y siempre quiso unir sus sufrimientos a los del Redentor. Fue agraciado con el don de milagros y el de profecía. Entre la gente había cundido la idea, fraguada en lo que veían, de que se hallaban ante un santo.

Nicolás IV sabía que era un religioso de singular valía, y pensó designarlo cardenal. Cuando este deseo llegó a oídos de Conrado, que se sentía llamado a encarnar el espíritu de anonadamiento, experimentó un hondo sentimiento de desagrado. Pero se dispuso a obedecer. Es lo que había hecho Jerónimo cuando fue elegido para desempeñar las altas misiones que le encomendaron: asumir su contrariedad y abrazarse a la cruz. Llegado el momento de la despedida de los fieles, las palabras que pronunció Conrado en la predicación no eran más que el signo de lo que anidaba en su corazón. Glosó maravillosamente las virtudes cristianas, ensalzando de forma especial el valor de la vida oculta en Cristo. En esos momentos, su salud estaba ya muy debilitada. Por eso, un viaje, que entonces era extenuante, le afectó sobremanera. Y yendo camino de Roma no le quedó más remedio que detenerse en Ascoli para gozo de todos, como él mismo pudo comprobar a través de las muestras de afecto que le dispensaron. Le quedaba únicamente un mes de vida. Hallándose en su ciudad natal, cayó enfermo. Sabía que se encontraba a punto de entregar su alma a Dios porque le fue dado a conocer de antemano el día y hora de su deceso. Pudo prepararse para ese momento tan anhelado, y el día 19 de abril de 1289 ingresó en el cielo. La noticia produjo una especial consternación porque ya era aclamado por su fama de virtud. Su hermano, compañero y amigo, pontífice Nicolás IV, no ocultó su dolor develando que, efectivamente, había pensado nombrar cardenal a este entrañable y fiel hermano. Después, profundamente conmovido, mandó erigir un mausoleo sobre la sepultura en San Lorenzo alle Piagge de Ascoli Piceno.

El 28 de mayo de 1371 los restos de Conrado fueron depositados en la iglesia de San Francisco en la misma ciudad. Pío VI determinó concederle Oficio y Misa en su honor el 30 de agosto de 1783.

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jueves, 18 de abril de 2013

18 de abril: Beato Andrés Hibernón, una sencilla vida de entrega, colmada del amor de Dios

Madrid, 18 de abril de 2013 (Zenit.org) Este fraile franciscano pasó su adolescencia y juventud dedicada a liberar a su familia de la pobreza en la que malvivían con las limosnas que obtenían, aunque la situación había sido bien distinta cuando él vino al mundo. Sus padres se establecieron en Alcantarilla, Murcia, España. Pero Andrés nació en la capital en 1534 en casa de un tío canónigo, lugar donde se hallaba su madre temporalmente. Unos días más tarde regresaron a la localidad.

Creció familiarizado con Dios, cultivando la devoción a María y amando los principios de la fe que le inculcaron. Su padre tenía origen noble, pero una crisis económica suscitada por una pertinaz sequía le desposeyó de sus bienes. Al perder su estatus le enviaron a Valencia junto a un tío para que pudiera labrarse un porvenir. Allí trabajó como pastor de ganado hasta los 20 años. Luego decidió volver a casa. El dinero que había ganado lo reservó para la dote que su hermana precisaba para desposarse conforme a la costumbre de la época. Pero en el viaje de regreso al domicilio paterno, unos ladrones le golpearon y le esquilmaron lo que llevaba dejándole con lo puesto. En este hecho vio con claridad lo que ya se había fraguado en su espíritu: que debía ser religioso. Su trabajo en el campo no fue impedimento para que frecuentase las visitas al Santísimo, por el que tuvo gran devoción, ni mermó sus ansias de penitencia. Estaba forjado en el ayuno y en las mortificaciones; es decir, que había comenzado ya una vía de perfección. Sus virtudes eran manifiestas para quienes le conocían: mansedumbre, humildad y diligencia, entre otras muchas.

Antes de comprometerse pasó unos días en Granada acompañando a un regidor de Cartagena, alguacil mayor del Santo Oficio, que le tenía en gran estima y confianza, tanto que puso bajo su custodia cuantiosos bienes. Pero un día, sin despedirse de él, temiendo que pudiera influir en su decisión de consagrarse, partió para ingresar en el convento franciscano de Albacete perteneciente a la provincia de Cartagena donde hizo el noviciado. Aunque lo conocía, al regidor le impactó su honradez cuando vio que el beato había mantenido intactas sus valiosas pertenencias. Andrés profesó en 1557. Permaneció seis años en esa comunidad tras los cuales eligió la reforma de san Pedro de Alcántara porque tenía unas reglas más severas. Se le asignó la residencia de San José de Elche donde llegó en 1563. Acostumbrado a la pobreza y a la mendicidad, no tuvo duda de que había elegido el lugar idóneo para él.

La peculiar sensibilidad de los santos descubre la finura y profundidad de la vida espiritual cuando pasa por su lado. Sus hermanos san Pascual Bailón y san Juan de Ribera, que fue arzobispo de Valencia, al ver actuar a Andrés constataban su espíritu evangélico percibiendo su grandeza en cualquier detalle. A todos les cupo la gracia de vivir esos primeros instantes de instauración del movimiento renovador. Andrés siempre encontraba unos minutos para hincarse en tierra y rezar fuera labrando la huerta, en la portería o mendigando. Era obediente, responsable, austero, prudente, discreto, puntual, abnegado incluso a pesar de la edad y los achaques, y poseía un gran sentido del honor. Su gran temple y confianza en la providencia fue especialmente ostensible en circunstancias de catástrofe en las que actuó con admirable entereza. Sentía gran veneración por los sacerdotes y debilidad por los pobres y los enfermos. Y había obtenido de sus superiores el permiso para recibir frecuentemente la comunión, algo inusual en la época.

La fama de santidad le precedía. Su piedad traspasaba los muros del convento. Era estimado por las gentes, y personas ilustres que le conocían le abrían su corazón porque era un gran maestro y confesor. Desconocía lo que era tener un minuto de ocio, sin que le reportase celestes ganancias. En una ocasión, cuando le preguntaron si la vida espiritual le había resultado tediosa alguna vez, respondió que «jamás lo sentía, porque había hecho hábito de nunca estar ocioso, con lo cual siempre se hallaba apto para la oración o contemplación». Pasó por varios conventos, todos en la zona del Levante español.

Tuvo en la limosna un fecundo campo apostólico. Los pobres vieron en él un amigo y asesor; les orientaba en la búsqueda de un trabajo digno. También asistía a los que estaban en trance de morir, y contribuyó a la conversión de musulmanes a quienes conmovía con su palabra y ejemplo. Cuando le llamaban «santo viejo», respondía humildemente, sin falsa modestia: «¡Oh, que lástima! Viejo loco, sí, insensato e impertinente, pero de santo no, no».

Se caracterizaba por su capacidad contemplativa, fue agraciado con muchos éxtasis y raptos que le sobrevenían en cualquier lugar, aunque suplicaba a Dios que en esos momentos le preservase de miradas ajenas. Además, recibió distintos dones: el de la bilocación y el de profecía, así como el de milagros (curación de enfermos) y la multiplicación de alimentos. Vaticinó el día y hora de su muerte cuatro años antes de que se produjera. La antigua lesión de estómago y «fluxión» ocular que venía padeciendo le causaron muchos sufrimientos. Los hermanos que permanecían a su lado cuando se encontraba en su lecho de muerte, afligidos por los dolores que soportaba, aunque los encajaba con admirable fortaleza, hubieran deseado compartirlos con él. Y al hacérselo saber, el venerable religioso manifestó: «Esto no, mis carísimos hermanos, porque estos dolores me los ha regalado Dios, y los pido y quiero enteramente para mí. Creedme, hermanos, que no hay cosa más preciosa en este mundo que padecer por amor de Dios».

La devoción que tuvo en vida a María le acompañó en el momento de entregar su alma a Dios. Su deceso se produjo en el convento de San Roque de Gandía, Valencia el 18 de abril de 1602. Pío VI lo beatificó el 22 de mayo de 1791. Su cuerpo incorrupto desapareció en la Guerra Civil española. Localizados sus restos, se llevaron a Alcantarilla siendo trasladados con posterioridad a la catedral de Murcia donde se veneran.

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miércoles, 17 de abril de 2013

17 de abril: Santa Kateri Tekakwitha, el lirio de los Mohawks

Madrid, 17 de abril de 2013 (Zenit.org) Esta primera indígena canonizada, conocida como «El lirio de los Mohawks», nació en Ossernenon, estado de Nueva York, en 1656. Su padre pertenecía a la tribu Mohawk de la cual era jefe, y su madre a la Algonquin. La familia la completaba un hermano varón. Los tres murieron en 1660 a consecuencia de una epidemia de viruela que atacó ferozmente a todo el pueblo, diezmándolo. Kateri también contrajo la enfermedad que respetó su vida, pero le desfiguró el rostro y le afectó a la vista. Una vez arrasada la aldea, que fue pasto de las llamas, se trasladó a Kahnawake y quedó bajo la tutela de dos tíos y una tía que no tenían descendencia. Uno de estos familiares no ocultaba su desprecio por la religión. La llamaban Tekakwitha por su significado: «la que pone las cosas en orden», nombre que se ganó con su eficiente trabajo sirviendo a la esposa del tío que la acogió en su casa.

En los pocos años que convivió con su madre Tagaskouita –que había conocido el catolicismo antes de ser raptada y obligada a desposarse tras una guerra entre clanes tribales–, le habló de Dios. Ella sufrió la hostilidad de su marido, que era pagano, y su inquina hacia los religiosos jesuitas. Y vivió apenada por ver a sus hijos maniatados y sin libertad de decisión para optar por el credo católico. Pero mantuvo firme su fe contra viento y marea. Kateri recordaba canciones religiosas que su madre sabía, y que entonaban juntas en casa de sus parientes. En 1667 unos jesuitas fueron huéspedes de su tío y, aprovechando que tenía en sus manos la misión de atenderles, pudo profundizar en ese Dios amor que le bullía dentro porque ellos le hablaban de Jesús y de María. Sin embargo, no tuvo ocasión de confiarse y manifestar cuán grandes eran sus deseos de ser bautizada. Pero en 1674 otro de los jesuitas que había fundado la misión de San Pietro en Caughuawaga, el P. James de Lamberville, llegó a su tribu para evangelizar. Y Kateri vio el momento de cumplir su ardiente anhelo de convertirse en cristiana. De hecho, aunque sus tíos la prometieron a un joven guerrero, había rehusado casarse con él porque algo había en su interior, que no sabía descifrar, y que la empujaba a cumbres más altas. La ruptura del acuerdo establecido hacia años causó gran conmoción en su entorno y la mayor parte de la tribu no se lo perdonó.

Una oportuna lesión en el pie le permitió abrir su corazón al jesuita en casa de su tío, y pedirle secretamente la gracia del bautismo. Le explicó que su madre y la amiga de ella, Anastasie Tegonhatsihongo, al ser cristianas le habían enseñado algunos principios de fe, pero tenía sed de profundizar en ellos. No había dado antes este paso por temor a su familia. El sacerdote constató que Kateri no era precisamente una párvula del amor divino, sino que en la joven latían fuertemente virtudes que conforman la santidad; es decir, que el Espíritu Santo estaba actuando dentro de ella conduciéndola por el sendero de la perfección. Y en la Pascua de 1676, siempre en medio de gran cautela, la bautizó en la misión de San Pedro, cercana a la aldea. En ese momento le dieron el nombre de Kateri (Catalina). La decisión tomada por la joven atrajo la hostilidad de la gente. Fue objeto de insultos e incluso vio amenazada su vida. Cuando el P. Lamberville se percató de que la situación que rodeaba a la muchacha era insostenible, se ocupó de sacarla de allí. Anastasie se encontraba ya en la conocida pradera de la Magdeleine en Nueva Francia, más allá del río san Lorenzo, y la esperaba con los brazos abiertos. En 1677 Kateri huyó abandonando a su tío con la ayuda de unos amigos. Logró llegar a la misión aunque para ello había tenido que recorrer más de 300 km. caminando por el bosque. Los jesuitas la consideraron un tesoro. Anastasie la instruyó en la fe y logró materializar su sueño de entregarse a la oración y a la penitencia. Le horrorizaba el pecado y se flagelaba sin compasión afligida por las faltas que hubiera podido cometer.



Convirtió los campos de maíz en el escenario ideal para rezar el rosario burlando los rigores climatológicos, sin tener en cuenta el esfuerzo que ello suponía. Mientras, en las riberas del río hacía cruces de madera. Para no importunar a quienes le daban cobijo, y llevada de su gran amor a la Eucaristía y a Jesús crucificado, se mantenía discretamente cercana a la capilla, esperando su apertura desde la madrugada. Luego permanecía allí hasta que culminaba la última misa que se oficiaba. En 1677, año en el que recibió la primera comunión, la misión de San Francisco Javier se trasladó a Sault St. Louis, cerca de Montreal en Canadá. En 1678 conoció a Marie-Thérèse TekaiaKentha, que se había convertido al catolicismo, compartiendo ambas similares anhelos de penitencia. Todo lo realizaban en común bajo la atenta mirada de su director espiritual, el P. Pierre Cholenec. En 1679 Kateri emitió su voto de virginidad, una decisión que tenía un peso importante al proceder de una persona aborigen. Con ella dio un gran testimonio. Después de visitar un convento de religiosas en Montreal consultó si podría poner en marcha una fundación con algunas amigas, pero su confesor le hizo ver que no estaba preparada para tal empresa. Su misión fue catequizar a los niños y prestar impagable ayuda a los enfermos y ancianos; todo ello sin dejar de mortificarse. Su débil organismo no resistió tantos envites, pese a que el P. Cholenec había tenido que poner coto a sus excesos porque se temía lo peor. Y así fue. Al final, contrajo una tuberculosis que segó su vida el 17 de abril de 1680, cuando tenía 24 años. Sus últimas palabras fueron: «¡Jesús, te amo!». La muerte liberó su rostro de las huellas de la viruela. En todo momento había dado pruebas de fe, esperanza y caridad. Fue heroica en su paciencia, resignación y alegría en el sufrimiento. Juan Pablo II la beatificó el 22 de junio de 1980, y Benedicto XVI la canonizó el 21 de octubre de 2012. Junto a san Francisco de Asís se la considera patrona de la naturaleza y de la ecología.

(17 de abril de 2013) © Innovative Media Inc.

martes, 16 de abril de 2013

16 de abril: Beato Joaquín de Siena

Nació en Siena alrededor del año 1258. A los 13 años fue recibido en la Orden de los Siervos de María por san Felipe Benicio. Vivió en los conventos de Siena y de Arezzo dando un admirable ejemplo de devoción a la Virgen, de humildad y caridad. Su gran amor al prójimo le impulsó a pedir a Dios la gracia de padecer de por vida, en su propio cuerpo, la enfermedad de un epiléptico al que no había logrado confortar con sus palabras. Murió en el año 1305. El culto del beato Joaquín -la Misa y el Oficio - fue aprobado por el papa Pablo V en 1609.

Joaquín nació en el seno de una familia noble en la ciudad de Siena. Ya desde su infancia, cuando iba a la escuela, daba muestras de una especial devoción a la Virgen María: todo lo que podía tomar a hurtadillas de su casa, lo repartía luego entre [...] los que se lo pedían en el nombre y por amor de la Virgen. Toda planta de Dios ya desde el principio [...] da señales de su buena cepa, y así, nuestro Beato, ya desde su niñez, manifestó su gran inclinación a la virtud y dio claros indicios de que buscaba, por encima de todo, el honor de la santísima Virgen; todos le tenían casi por santo y, como si adivinaran su futuro, se decían: «Este niño, si vive, llegará a ser un gran santo».

A la edad de catorce años tuvo 'un sueño en el que vio a la Virgen, nuestra Señora, que le decía: «Hijo dulcísimo, ven a mí: sé cuán grande es el amor que me tienes, y por esto te he tomado para siempre a mi servicio». Al despertar del sueño, movido por esta visión, determino firmemente entrar en la Orden de los Siervos de María.

Por aquel entonces, en el convento de Siena resplandecía aquella luz admirable que fue el bienaventurado Felipe, superior general de la Orden, hombre de gran santidad; él recibió a Joaquín en la Orden y le pregunto qué nombre quería adoptar. El muchacho, que se llamaba Claramonte, por su ferviente devoción a la Virgen, eligió el nombre de Joaquín, padre de la Virgen María, con el propósito de estar más íntimamente unido a ella.

Así pues, habiendo ingresado en la Orden, el siervo de Dios Joaquín, se dio totalmente a la práctica de una profunda humildad: olvidándose de su noble linaje y comportando se, a pesar de su corta edad, como un hombre adulto, manifestó siempre una inclinación particular a realizar los trabajos más humildes y despreciables. Reconfortaba a los afligidos, serbia a los enfermos y ejecutaba con sus propias manos, con gran espíritu de entrega, los menesteres que a los demás les repugnaban.

Amó con intensidad la obediencia, a la que llamaba «alimento del alma», conforme a las palabras del Salvador: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Jn 4, 34).

San Felipe lo mandó al convento de Arezzo, donde vivió un año entero. Sucedió que, acompañando una vez por la ciudad a fray Acquisto de Arezzo, hombre muy famoso, les sorprendió de noche un fuerte temporal y buscaron guarecerse en un hospicio. Había allí un hombre afligido por una larga y grave enfermedad. Joaquín oyó que se quejaba y le dijo: «Hermano, ten paciencia, porque esta enfermedad será para ti motivo de salvación». El enfermo le contestó: «Buen hermano, ponderar las ventajas espirituales de la enfermedad no cuesta nada, pero otra cosa es soportarla». Entonces Joaquín añadió: «Pues yo pido a Dios todopoderoso que te libre de esta enfermedad y la haga recaer sobre mí, su siervo, durante toda la vida, para que lleve continuamente la pasión de Cristo». Al instante, el enfermo se levantó de su lecho completamente curado, mientras que Joaquín contrajo allí mismo la epilepsia que lo atribuló toda la vida y el la aceptó como un martirio. Plugo al Altísimo coronarlo, además, con otra enfermedad: algunas partes de su cuerpo fueron cubiertas por llagas purulentas, una corrosión que le llegaba hasta los huesos y en la que pululaban los gusanos. Ello ocultaba en lo posible a los hermanos, pero cuando éstos se dieron cuenta les causó un profundo dolor, y le suplicaban que pidiese a Dios por su propia curación; el siervo de Dios les respondía: «Queridos hermanos, eso no me conviene, porque esta enfermedad es la expiación de mis pecados y la fortaleza de mi alma, según aquella sentencia del Apóstol: Cuando soy débil, entonces soy fuerte (2Co 12, 10).

Sabiendo por revelación divina que se acercaba el día de su muerte, pidió al Altísimo que lo llamara el mismo día en que el Salvador pasó de este mundo al Padre. Y el jueves santo, un día antes de su muerte, hallándose junto a él todos los frailes, les dijo: «Hermanos muy queridos, he estado con vosotros durante treinta y tres anos, los mismos que el Señor vivió en este mundo. He recibido de vosotros innumerables atenciones, y me habéis ayudado con gran solicitud, siempre que lo he necesitado. No encuentro palabras para expresaros mi agradecimiento: Jesucristo, el Señor, os recompense todo lo que habéis hecho por mí. Yo, por mi parte, mariana me separaré de vosotros. Os pido que roguéis al Señor por mí, pecador, a fin de que pueda entrar en su morada. Antes de separarme de vosotros, quiero que nos expresemos un gesto de mutua caridad». Y a continuación bebió con ellos un poco de vino.

El viernes santo, mientras se cantaba la pasión del Señor, llamó al prior y le dijo: «Reverendo padre, dentro de poco el Señor me llamara de este mundo: aunque ya ayer recibí el cuerpo del Señor con vosotros, reunid junto a mí a los hermanos y administrarme los sacramentos, porque no quiero marcharme sin veros antes». El prior no dio mucha importancia a estas palabras; no obstante, por lo que pudiera pasar, mandó llamar a cuatro frailes. Joaquín no cesaba de orar, y mientras se cantaba la pasión del Señor, a las palabras: Inclinando la cabeza, entrego el espíritu (Jn 19,30), elevando los ojos al cielo, en presencia de dichos hermanos, entregó su alma al Creador altísimo.

(fuente: servitascarmona.blogspot.com.ar)
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