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sábado, 31 de mayo de 2014

31 de mayo: Beato Mariano de Roccacasale

(1778-1866)

Hermano laico profeso de la Orden de Frailes Menores. Su vida, tanto de seglar como de fraile, se puede resumir en dos palabras: oración y trabajo. En el convento desempeñó diversos oficios domésticos, sobre todo el de portero, que le dio la oportunidad de practicar la caridad con los peregrinos, viajeros y pobres, y de edificarlos con su ejemplo y sus palabras. Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.

Nació el 14 de junio de 1778 en Roccacasale, pueblo de la provincia de L'Áquila (Italia). En su bautismo recibió el nombre de Domingo. Sus padres, Gabriel De Nicolantonio y Santa De Arcángelo, agricultores y pastores, profundamente creyentes, educaron a sus hijos en los valores cristianos. Domingo fue precisamente el que se quedó con sus padres, después de que los demás se casaron. Le tocó cuidar el rebaño. La soledad de los campos y majadas formó el temperamento del joven Domingo para la reflexión y el silencio, haciendo resonar en él la voz del Señor: comprendió que el mundo no era para él. Tenía entonces veintitrés años. No podía resistir a esta fuerza interior. Y decidió dedicarse con más radicalidad al seguimiento de Cristo.

El 2 de septiembre de 1802 vistió el sayal franciscano en el convento de Arisquia y tomó el nombre de fray Mariano de Roccacasale. Terminado el año de noviciado se consagró definitivamente a Cristo con la profesión de los votos. Permaneció en ese convento doce años.

Su vida se puede resumir en dos palabras: oración y trabajo; eran como dos cuerdas en las que vibraba su existencia. Cumplía escrupulosamente los múltiples encargos que se le confiaban: carpintero hábil y valioso, hortelano, cocinero y portero.

Pero su aspiración a la santidad no encontraba en Arisquia el ambiente favorable, no por culpa de los compañeros o de los superiores, sino porque aquella época no era propicia para la vida religiosa y los conventos.

En 1814, tras el regreso del Papa a Roma, la vida conventual pudo rehacerse lentamente en medio de dificultades sin número. Hicieron falta varios años para que todos los religiosos regresaran a sus conventos, y la vida de oración y de apostolado volviera a florecer con regularidad en los claustros.

En ese momento llegó a los oídos de fray Mariano el nombre del Retiro de San Francisco en Bellegra. La fama de la vida regular y austera que desde hacía tiempo se había instaurado en ese convento por obra de santos religiosos ya corría por los alrededores. Fray Mariano acogió aquella voz como una invitación del Señor. Los superiores aceptaron su petición de dirigirse a Bellegra en peregrinación. Así fray Mariano dejó el convento de Arisquia por el Retiro de Bellegra. Tenía treinta y siete años.

Poco tiempo después, recibió del superior el encargo de la portería, oficio que desempeñó durante más de cuarenta años y que se convirtió en su medio de santidad. Abrió la puerta a muchos pobres, peregrinos y viandantes, y convirtió muchos corazones, cerrados hasta entonces a la gracia divina. Para todos tenía una sonrisa, que acompañaba siempre con el saludo franciscano: «¡Paz y bien!»; les besaba los pies, los instruía en las verdades de la fe y rezaba con ellos tres avemarías; después se ocupaba del cuerpo: les lavaba los pies; si hacía frío, les encendía el fuego y les distribuía la sopa, mientras les daba consejos. Jamás se lamentaba del trabajo ni daba signos de cansancio; siempre sereno, afable, sonriente. La fuente de tanta virtud era, sin duda, la oración. Todo el tiempo que le quedaba libre de sus ocupaciones lo dedicaba a la adoración eucarística y a la participación en la misa. Era también muy devoto de la pasión del Señor.

Falleció el 31 de mayo de 1866, jueves del «Corpus Christi». Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.


De la homilía de Juan Pablo II en la misa de beatificación (3-X-1999)

Respecto a la vida y a la espiritualidad del beato Mariano de Roccacasale, religioso franciscano, se puede decir que se resumen de manera emblemática en la afirmación del apóstol san Pablo a la comunidad cristiana de Filipos: «El Dios de la paz estará con vosotros» (Flp 4,9). Su existencia pobre y humilde, siguiendo las huellas de san Francisco y santa Clara de Asís, estuvo constantemente orientada al prójimo, con el deseo de escuchar y compartir las penas de cada uno, para presentarlas después al Señor en sus largas horas de adoración ante la Eucaristía.

El beato Mariano llevó por doquier la paz, que es don de Dios. Ojalá que su ejemplo y su intercesión nos ayuden a redescubrir el valor fundamental del amor de Dios y el deber de testimoniarlo mediante la solidaridad con los pobres. Es un ejemplo para nosotros, particularmente en el ejercicio de la hospitalidad, tan importante en la actual situación histórica y social, y muy significativo desde la perspectiva del gran jubileo del año 2000.


Del discurso de Juan Pablo II a los peregrinos que fueron a Roma para la beatificación (4-X-1999)

El beato Mariano vivió desde su juventud el espíritu de pobreza, tan propio de la tradición franciscana. Habiendo vivido en tiempos difíciles a causa de las persecuciones y la supresión de muchas instituciones religiosas, encontró en el Retiro de Bellegra un lugar para redescubrir el silencio de la naturaleza y del corazón, a fin de vivir con mayor radicalismo el seguimiento de Cristo pobre y crucificado.

Su vida sencilla, hecha de contemplación y acogida de los pobres y participación en sus sufrimientos, de unión con Dios y solidaridad con sus hermanos, constituye para todos los creyentes un luminoso ejemplo de fidelidad evangélica.

Cuán útil es para todos nosotros conocer e imitar la experiencia espiritual de los humildes franciscanos que unieron sabiamente oración y trabajo, silencio y testimonio, paciencia y caridad. Que ellos nos ayuden con su intercesión a vivir también hoy el espíritu de auténtica conversión y acogida del Evangelio, que los caracterizó.

Textos de L'Osservatore Romano
(fuente: www.franciscanos.org)

otros santos 31 de mayo:

viernes, 30 de mayo de 2014

30 de mayo: Santa Juana de Arco

SANTA JUANA DE ARCO
Virgen y Mártir
(1412-1431)
Patrona de Francia y Doncella de Orleáns

En la infancia, nadie hubiera podido adivinar la vidente ni la heroína. Tal vez lo único que la distinguía a los ojos de sus convecinos era lo que ellos llamaban exceso de piedad: el rezar largo tiempo con la frente apoyada en la tierra, el permanecer en la iglesia con los ojos fijos en el crucifijo o en el Cielo y el comulgar con bastante frecuencia, con demasiada frecuencia, según apreciación del párroco, Por lo demás, sabía reír, jugar con sus compañeras y hacer con esmero todas las labores que se le encargaban en casa. En su pueblo de Domremy, en aquel rincón humilde de Lorena, el tema sempiterno de las conversaciones era la guerra, la guerra que se prolongaba año tras año entre Francia e Inglaterra. El reino de Francia parecía próximo a desaparecer. Todo el oeste era inglés; los borgoñones, amigos de los invasores, eran dueños de Flandes y de la Picardía; París estaba también en su poder, y el descendiente de San Luis, Carlos VII, el pobre rey de Bourges, como decían unos con ironía, el delfín, como le llamaban otros, porque no había podido consagrarse en Reims, andaba huyendo de ciudad en ciudad, traicionado por sus ministros, odiado por su madre, abandonado por sus caballeros.

Tal es el ambiente en que creció la Joven predestinada: un hogar pobre y cristiano, una pequeña aldea y un tiempo de humillaciones para su patria. De cuando en cuando llegaban los heridos contando escenas de horror; los disparos de las culebrinas y los silbidos de las saetas de los terribles arqueros ingleses se oían en los alrededores, y un día la iglesia y las casas de Domremy fueron saqueadas e incendiadas. Santiago de Arco se refugió durante unas semanas en un mesón de las cercanías con sus hijos y sus ganados; pero ese apego invencible que tiene el labrador al hogar de sus antepasados le llevó de nuevo a Domremy. Juana siguió trabajando, siempre dócil a cualquier indicación de sus padres: «hilaba, conducía el arado, guardaba los animales y abrazaba solícita cualquier tarea propia de las mujeres». De repente, un día de estío, mientras cosía en él jardín de su casa, oyó una voz que venía del lado de la iglesia, acompañada de una gran claridad. El susto de la niña fue tal, que no pudo darse cuenta de nada. Pero los días siguientes la aparición se reprodujo, y pudo distinguir a un guerrero al lado, que con la mano izquierda embrazaba el escudo y con la derecha levantaba un estandarte. Era San Miguel, que venía a manifestarle su misión de libertar a Francia del poder de los ingleses. Juana tenía entonces trece años; pero, hija del campo, parecía ya una mujercita.

Al poco tiempo, el arcángel no se deja ver más; pero en su lugar vienen dos mujeres de belleza espléndida, vestidas de regios mantos y ceñidas de coronas de oro. Según su propio testimonio, son Santa Catalina y Santa Margarita. La muchacha tiene con ellas frecuentes conversaciones, las ve con claridad, siente el perfume que exhalan sus cabellos, las abraza, y, cuando se alejan, llora; pero ellas no tardan en volver, a fin de prepararla a su gran destino. La aconsejan, la dirigen, la reprenden y forman su espíritu en el sufrimiento y en el sacrificio. Ante la perspectiva del futuro que se descorre a su vista, Juana tiembla, lucha consigo misma, y, deshecha en lágrimas, se esfuerza por sacudir aquella responsabilidad. Entonces las Voces se irritan, amenazan y gritan:

—Hija de Dios, ve, ve, ve; nosotras estaremos a tu lado.
—Pero si no soy más que una pobre ignorante—dice la joven—; no entiendo de guerra; no sé montar a caballo.
—La audacia te basta—replican sus consejeras
—. Y nosotras—añaden—te daremos un signo por el cual se crea en tu misión.

Juana se deja convencer, y, como signo de su aceptación, hace voto de virginidad en presencia de los ángeles y en manos de Santa Margarita, quien le pone en el dedo una anillo de bronce donde estaban grabados los nombres de Jesús y de María.

Cinco años duró aquel noviciado celeste, años de prueba, de oración y de recogimiento. Algo de aquellas prodigiosas apariciones empezaba a correr por el pueblo, y Juana empezaba a ser objeto de veneración para unos, y para otros de burla. El más obstinado en la incredulidad fue su mismo padre. Un día, viendo que sus hijos comentaban estas cosas en el hogar, dijo, lleno de irritación: «Si yo supiese que eso es verdad, quisiera que la ahogaséis; y si no lo hicieseis vosotros, yo mismo la arrojaría al Mosa.» La muchacha callaba y lloraba, vigilada en casa como una reclusa, hasta que un pariente de la familia vino a Domremy para pedir a Santiago de Arco que le permitiese llevarse a la joven por una temporada. El duro campesino accedió, pensando que no le vendría mal a su hija un cambio de aires.

Fue este pariente el primero que recibió con interés las confidencias de Juana, ofreciéndose a ayudarla para poner en práctica sus planes. Urgía obrar con rapidez. Las tropas francesas iban de derrota en derrota, los enemigos habían cercado a Orleáns y las Voces se hacían cada vez más apremiantes. Ante todo, convenía recibir la aprobación del comandante Roberto de Baudricourt, que representaba en la región al delfín. Este castellano era un hombre violento, brutal y poco escrupuloso. La primera vez que Juana se presentó ante él, soltó la carcajada y aconsejó a su pariente que la metiese en una casa de salud; la segunda vez hizo que un sacerdote echase sobre ella los exorcismos; la tercera vez creyó que aquella joven podría servir de juguete a la soldadesca. Juana, sin embargo, seguía firme en su propósito, suspirando por realizarlo, con una impaciencia que le quitaba el sueño, causaba en ella accesos de fiebre y daba a sus ojos una expresión más profunda. «Estaba como una mujer a punto de dar a luz», decía la señora en cuya casa vivía, no lejos del castillo de Baudricourt. Habíase propuesto no separarse de allí hasta recibir una carta de recomendación para el príncipe. Pero el magnate no quería hacerle caso. «Que me traiga un signo de su misión divina, y entonces veremos», decía con rudeza de hombre de armas. Y un día Juana se presentó a él con el signo requerido. «En nombre de Dios—le dijo ella—, ya tardáis mucho en enviarme a la corte; porque hoy el gentil delfín ha tenido cerca de Orleáns una gran derrota, y pronto sufrirá otra mayor si no me enviáis a él en seguida.» Unos días más tarde se recibió la noticia del desastre de Rouvray. Baudricourt, va convencido, tomó bajo su protección a la joven, puso a sus órdenes una pequeña escolta, hizo que le cortasen la cabellera, dióle una buena armadura, en lugar del sayo rojo que hasta entonces llevaba, y se la envió a Carlos VII. Luego, el viaje desde los confines de la Lorena hasta Chinon, donde estaba el delfín: ciento cincuenta leguas a través de un país ocupado por los borgoñones, entre peligros de bandoleros, caminando día y noche y pasando a nado los ríos, pues los puentes estaban ocupados por el enemigo. La virgen de Lorena caminaba como una walkyria, impaciente por llegar en auxilio de su patria. Fueron diez días de carrera vertiginosa, iluminados por la esperanza de la victoria.

En Chinon, nuevamente las dificultades, las antecámaras, los entorpecimientos. El delfín estaba preso por su Consejo; éste no era partidario de una acción rápida; quería parlamentar, conseguir la paz por las vías diplomáticas, entenderse con el enemigo. Allí estaba La Tremoille, el Mefistófeles de la corte, el genio malo de Carlos VII, vendido a los borgoñones. Largos días de inacción, de impaciencia, de desilusión. Pero el pueblo exige. El pueblo sabe que ha aparecido la libertadora; la mira con entusiasmo y empieza a llamarla la Pucelle, la doncella, la virgen. En boca de todos corre la vieja profecía de Merlín: «Una virgen descenderá sobre la espalda del arquero y protegerá con su sombra las flores de lis.» Y la virgen está allí, dispuesta a blandir la espada y a quebrantar los arcos ingleses. Además, Juana tiene un signo nuevo de su misión: ha prometido conocer al delfín entre todos sus cortesanos. Al fin, consigue ser recibida. Trescientos señores ríen y charlan en la gran sala del castillo. La aldeana entra sin inmutarse, mira en todas direcciones y queda perpleja. Un escudero la señala a un conde lujosamente ataviado, que conversa junto a las gradas del trono. «No—responde—, no es ése.» Y el trono, vacío. De pronto se mueve una cortina, aparece un hombre, y la joven se dirige hacia él, se descubre, se detiene a distancia de una lanza, hace graciosamente las inclinaciones de rúbrica, y saluda:S. Juana de Arco

—Dios te guarde, gentil delfín.
—¿Qué dices?—replica el interpelado—; el delfín está allí, al lado del trono.
—En nombre de Dios—vuelve a decir Juana—, el delfín eres tú, gentil príncipe, y nadie más.

Grande fue la impresión que causó aquel reconocimiento, pero la causa no estaba ganada todavía. Siguieron los exámenes, los interrogatorios, las consultas de los doctores y los cortesanos, la incertidumbre del rey, la incredulidad interesada de los ministros. Por órdenes superiores, dos matronas vinieron a examinar a la Pucelle, y, contra los que se imaginaban ver en ello un genio del mal, testificaron que era mujer y virgen. No obstante, la gente universitaria pedía nuevos signos. «En nombre de Dios—respondía ella—, no he venido aquí para hacer signos; llevadme a Orleáns y os mostraré los signos para los cuales he sido enviada.» Su espíritu triunfaba de todas las dificultades y todas las argucias. La erudición escolástica de sus jueces, cargada de reminiscencias y de distingos inútiles, parecía como un estanque cubierto de hojas muertas, ante la ciencia original, inspirada, espontánea como el chorro de una fuente, de aquella joven que, según su propia expresión, no sabía a ni b, pero tenía una iluminación más alta. «Los libros de nuestro Señor—decía ella—valen bastante más que los vuestros.»

Mientras los doctores discutían, ella se armaba y se preparaba a la lucha. Sabía que todas aquellas dilaciones terminarían con una sentencia favorable. Y así fue. Entonces el rey le encomendó el mando de sus tropas, puso a su disposición pajes, criados, escuderos y caballos, y para que se presentase en el ejército con todo el prestigio de su rango la envió a Tours, donde se hacían las mejores armaduras. Vistiéronle la cota, el casco, el escudo, y cuando fueron a ceñirle la espada, se negó a recibirla.

—¿Sin espada vais a marchar al combate?
—Mi espada será la que Dios ha destinado para mí; se encuentra en el santuario de Santa Catalina de Fierbois.
—Nadie tiene la menor noticia de ella.
—Pues id allá, y en un arca hallaréis la espada santa, que tiene cinco cruces en la empuñadura.

Y la espada milagrosa apareció en un estuche olvidado. Estaba oxidada por los siglos, pero los armeros de Tours la devolvieron el brillo antiguo.

A principios de mayo de 1429 Juana estaba delante de Orleáns. Su primer paso fue preparar el ejército con una misión: los dados y las bolas desaparecieron del campamento, la gente inútil fue despedida, y todos los soldados se acercaron a comulgar. «Ahora—dijo ella—en cinco días echaremos de aquí a los ingleses.» De entre los jefes, nadie quiso creer en esta profecía, pero el soldado tenía fe ciega en sus palabras. Un testigo de vista dice: «Parecía un ángel cuando atravesaba las filas montada en su caballo.» A todos causaba gran maravilla su garbo y gentileza. Ningún contemporáneo nos ha dicho que fuese hermosa, pero en su rostro se reflejaba una luz divina que deslumbraba. Era bien proporcionada de cuerpo, el color moreno, los pechos abultados, ágil, esbelta y de una gran viveza, que la hacía estallar en santas cóleras. Pero al mismo tiempo tenía un alma muy sensible; lloraba en la oración, cuando se confesaba, cuando recibía una herida en el combate, cuando la injuriaban sus enemigos en lo que una mujer tiene más precioso, cuando pensaba en la pérdida de las almas. Todos sus compañeros de armas estaban admirados de su resistencia en la fatiga. A veces permaneció seis días seguidos sin quitarse la armadura. En las batallas se la ve por todas partes; galopa infatigablemente, y en pocas semanas rinde a los mejores caballos. Parecía flexible como una lámina de acero, y tan ligera en las operaciones, que rara vez podían seguirla sus escuderos. En su trato, jovial; en su conversación, fina y graciosa. A su lado y como asesor, estaba el duque de Alenzon, a quien ella llamaba siempre «mi bello duque», y al conde de Dunois le decía bromeando: «Avísame cuando lleguen los ingleses; si no, corre peligro tu cabeza.» Cuando las gentes se le presentaban pidiéndole que tocase algún rosario, decía a los que la rodeaban: «Tocadlo vosotros, porque es igual.»

Cinco días bastaron para libertar a Orleáns, según la promesa de la heroína. Una mañana la Pucelle se despertó gritando sobresaltada: «En nombre de Dios, la sangre corre; ¿dónde están mis escuderos?» Llega un paje con el caballo, otro pone en sus manos la bandera, y ella sale volando hacia la orilla del Loira. Allí, un grupo de franceses empieza a ceder ante el empuje del enemigo. Ha sido un combate imprevisto; pero misteriosamente ella ha oído en sueños el silbar de las flechas. Ahora alienta a los que desmayan, manda colocar las escalas, y a las pocas horas el enemigo abandonaba una de sus mejores fortalezas. Al día siguiente cae otro castillo; y Juana anuncia la rendición inmediata de la más fuerte de las posiciones del enemigo. El consejo de los jefes se opone. «Eso—dicen—es una temeridad.» Esta es la razón que dan ellos, pero, en el fondo, es que les duele la popularidad de la heroína. «Decidme lo que habéis resuelto»—les dice ella indignada. «Juana, no te irrites»—responde Dunois el bastardo. Toda oposición parece deshecha; pero al día siguiente, al tiempo de salir al combate, Juana recibe la orden de volver. «Sois unos malvados—responde ella—; pero, queráis o no, los hombres de armas pasarán.» Los hombres de armas siguieron a la heroína, cruzaron el río, se lanzaron al asalto y la fortaleza cayó en su poder. Aquella misma noche los ingleses se retiraban a favor de la oscuridad.

Así quedó libre Orleáns. Cuatro días habían bastado para realizar una empresa que todos consideraban como imposible. Viene después la campaña del Loira. Nuevos heroísmos, seguidos de resonantes victorias. Juana de Arco se revela no solamente como una amazona, impenetrable al miedo, sino también como un jefe experimentado. No asiste a los consejos de guerra, pero tiene intuiciones bélicas, que logra imponer con su don de someter las voluntades. Los castillos y las plazas se rinden, los enemigos huyen, y la doncella vencedora puede llevar hasta Reims a su delfín y convertirle, por la consagración, en el rey Carlos VII. «Aún no es hora», le dicen a veces los contemporizadores, los amigos de las negociaciones diplomáticas, los que no saben lo que es el amor patrio; pero ella contesta resuelta; «La mejor hora es la de Dios.» Más de una vez cae herida en medio de la lucha. Entonces llora un momento, pero se levanta luego llena de coraje, monta a caballo, trepa por la escala, tremola el estandarte sobre el muro, y los guerreros la siguen al triunfo. «Ve, ve, hija de Dios—le dicen las Voces—; a tu lado estamos.» En cierta ocasión, una piedra cae sobre su cabeza; presa del vértigo, cae al foso, se sienta en él un momento y sube de nuevo como si tuviese alas, gritando a su hueste amedrentada: « ¡Arriba, compañeros, en el nombre del Señor!» Los defensores quedan aterrados; ceden, huyen. El comandante llega diciendo: «Me rindo a la Pucelle.»

Pero el diplomático es siempre enemigo del guerrero. Allí está La Tremoille, conjurando siempre, tratando siempre con los borgoñones, poniendo siempre obstáculos a las inspiraciones de la virgen victoriosa. La intriga tiende sus lazos en torno suyo. Se empieza a desconfiar de ella, se la condena a la inacción. Esto la entristece y la acongoja. Ya habla de morir, y no han pasado más que unos meses después de los triunfos de Orleáns. « ¡Oh! —exclama—. ¡Si mi Criador quisiera que pudiese ir de nuevo a servir a mi padre y a mi madre, guardando con mi hermana las ovejas!» Al fin, después de muchas vacilaciones, se decide la marcha hacia París. Juana vuelve a recobrar sus primeros entusiasmos. Camina alegre, sembrando el optimismo en torno suyo, y apenas divisa la ciudad, cuando da la orden del asalto. Su hueste avanza, el pánico cunde por el interior; ya son suyos los arrabales; sus gentes trabajan en cegar ios fosos, cuando cae herida por una flecha. Desde este momento, la lucha se amortigua, el enemigo se envalentona y los suyos empiezan a retirarse. Pero ella vuelve, infundiendo valor. « ¡Adelante!—clama—. ¡París es nuestro, me lo dicen mis Voces!» Es tarde. La Tremoille acaba de dar orden de retirada. Sólo ella continuaba luchando, hasta que unos brazos hercúleos la aprisionan y la llevan al campamento. «Entraremos mañana», decía para consolarse; pero al día siguiente el rey daba la orden de retirada. La camarilla de los diplomáticos había triunfado.

Juana de ArcoPocos días después, Juana, persiguiendo a las mujeres de mal vivir, «locas de su cuerpo», que seguían a los soldados, rompió sobre una de ellas su espada, la espada santa de Fierbois, la que sabía dar tan duros golpes y tan buenos tajos. Todos vieron en el suceso un mal presagio, y ella, aunque no era supersticiosa, empezó a llenarse de triste presentimiento. De pronto, el velo del porvenir se descorre ante sus ojos. Fue en la primavera de 1430, ante los muros de Melun, después de una gran victoria. Sus Voces le aseguraron que antes de San Juan sería hecha prisionera. El anuncio la sobrecogió. Dócil, sin embargo; a la voluntad divina, se sometió a la prueba, rogando solamente que la cautividad fuese corta. «Dios te ayudará», le dijeron solamente las Voces. No obstante, seguía luchando con el denuedo de sus primeros días. Algo después volaba en socorro de Compiegne. Nunca había manifestado tanta audacia como en este momento. Sin embargo, el abismo se presentaba cada día con más claridad ante sus ojos. Gustábale comulgar al lado de los niños y conversar con ellos; y a ellos es a quienes más fácilmente se confiaba. « ¡Oh mis buenos amigos—les dijo un día en el pórtico de una iglesia de Compiegne—, mis queridos pequeñuelos, rogad a Dios por mí! Pronto seré entregada a la muerte. Me han vendido, me han traicionado.» Pocos días después, uno de los últimos de mayo, habiendo llevado su gente contra el enemigo que asediaba la plaza, se vio rodeada de un ejército de ingleses, flamencos y borgoñones. Viendo el peligro, sus hombres de armas huyeron a encerrarse dentro de las murallas. Ciega de rabia, ella siguió combatiendo, y cuando quiso entrar en la ciudad era ya tarde; el puente estaba levantado, Alguien le gritó que se rindiese, y ella le contestó: .Mi fe la tengo dada a otro.» Y se defendía valientemente contra un grupo de enemigos. Pero uno tiró fuertemente de la toca de oro que flotaba bajo el casco y la arrojó al suelo. Así terminaba la carrera victoriosa de la heroína. Era prisionera del conde de Luxemburgo.

Después, la venta, los interrogatorios interminables, el proceso de Rouen, la hoguera. Un año entero de padecimientos, de injurias, de cautividad. Los ingleses quieren vengar sus derrotas, y han comprado muy cara a la Pucelle, para no satisfacer en ella sus venganzas. Cien jueces forman el tribunal: doctores de la Universidad de París, obispos, abades, frailes y arciprestes. Pedro Cauchon, obispo de Beauvais, un obispo escéptico, cortesano y sin conciencia, alma de Caifás, los preside. Hay también tipos de Judas: clérigos que se introducen en la prisión donde yace Juana encerrada en una caja de hierro, y haciéndose pasar por amigos suyos, la engañan y la confiesan para descubrir misteriosos secretos. Detrás están las espadas de Inglaterra. El juez que no condene será asaeteado o arrojado al Sena. Se acusa a Juana de brujería, de herejía, de sacrilegio. Lo que importa, sobre todo, es hacerle confesar que todo cuanto ha hecho lo ha hecho con ayuda del demonio. Pero ella permanece siempre fiel a sus Voces. Sus respuestas son admirables por la precisión y la claridad. Ni las discusiones públicas la intimidan. Delante del potro responde: «Aunque llegaseis a destrozar mis miembros hasta hacerme morir, no os diré otra cosa que lo que os he dicho.» Hay, sin embargo, en sus últimos días un momento de vacilación. Es en una audiencia pública. «Si no firmas esta cédula—le dice Cauchon-—, serás inmediatamente quemada. «Es inútil, no puedo», dijo ella; pero el pueblo, que la quería, no cesaba de invitarla a ceder. Y cedió. Se trataba de un cédula que era la retractación de toda su vida. De vuelta en la prisión, volvió otra vez a confesar sus Voces.

—¿Crees—le pregunto el obispo—que esas Voces son las de Santa Catalina y Santa Margarita?
—Sí, vienen de parte de Dios.
—¿Y te han hablado estos últimos días?
—Sí.
—¿Qué te han dicho?
—Me han declarado la gran miseria de la gran traición que cometí al abjurar por salvar la vida. Si yo dijese que no es Dios quien me ha enviado, me condenaría. Es verdad, es Dios quien me ha enviado. Todo lo que hice el otro día lo hice por temor del fuego.

No necesitaba otra cosa Pedro Cauchon para encender la hoguera. Al margen de esa declaración mandó escribir estas palabras: «Respuesta de muerte»; y luego marchó murmurando: «Farewell.» Era el desenlace de la siniestra tragedia. Al día siguiente reunió al tribunal y le expuso la situación. Todos declararon que la Pucelle debía ser entregada al brazo secular; rogando, añadieron unos, que se le trate benignamente; aunque otros, menos compasivos o más sinceros, protestaron de esta última cláusula. Era lo mismo. Aquello significaba que Juana iba a ser quemada. Dos frailes entraron en la prisión para notificarle la sentencia. La impresión fue terrible en la pobre doncella. Sollozaba profundamente, se arrancaba los cabellos con gestos convulsivos e inconscientes, y gritaba: « ¡Ay, ay! ¡Qué horriblemente me tratan! Este cuerpo, que nunca fue corrompido, va a ser reducido a cenizas. Apelo al tribunal de Dios, al gran Juez de vivos y muertos.» Pasada la crisis, se confesó durante largo rato, y por una contradicción extraña, a pesar de ser condenada por herética, le permitieron comulgar.

—¿Dónde estaré yo esta tarde?—preguntaba a su confesor.
—¿No tienes esperanza?
—Sí—replicó ella—; con la gracia de Dios, estaré en el paraíso.

Luego chirrió un carro a la puerta de la cárcel, aparecieron unos soldados ingleses y se la llevaron. Antes de subir a la hoguera pidió perdón a todos, y sus palabras hicieron saltar las lágrimas de muchos ojos. El mismo Cauchon lloraba. Después, dos verdugos la ataron a un poste, otro prendió fuego a las ramas; las llamas iluminaron el aire, y, en medio de un silencio profundo, se oyó a la mártir que clamaba con grito desgarrador: « ¡Jesús, Jesús, Jesús!»

(fuente: www.divvol.org)
otros santos 30 de mayo:

- San Humberto de Lieja 

- San José Marello

jueves, 29 de mayo de 2014

29 de mayo: Santos Félix y Voto

No es banal, desde luego, recuperar la mirada católica sobre España y la Humanidad entera. Pero tal mirada supera nuestros límites –¡los hombres sólo podemos construir ídolos que nos ciegan!–, es un don. No cambiemos la realidad de las cosas. El camino de la vida y de la libertad, del único futuro a la medida del hombre, no es encerrarse y separar. Es, sencillamente, el catolicismo. Lo dejó bien claro Juan Pablo II al final de su despedida en la madrileña plaza de Colón: «¡España evangelizada, España evangelizadora! ¡Ése es el camino! No descuidéis la misión que hizo noble a vuestro país en el pasado y que es el reto intrépido para el futuro».

Todo Aragón, con Zaragoza, está dominado por los sarracenos que hace más de medio siglo llegaron a España. Los cristianos sobreviven como pueden su fe en una situación nueva que aún no está del todo clarificada. Ahora resulta que los cristianos de siempre, los discípulos de Jesucristo de toda la vida, tienen que pagar tributos especiales al moro si quieren seguir haciendo las prácticas cristianas. Así, disgustados y humillados como muchos otros, viven los hermanos Voto y Félix que son gentes pertenecientes a la nobleza, piadosas y buenas con los pobres.

Voto es amante de la caza. Ha herido a un ciervo en el monte, y recorre el terreno revolviendo arbustos y mirando en la maleza para atraparlo. Alertado por los ladridos, ve a los perros acosando al animal que va huyendo; espolea a su caballo y se una a la persecución. El ciervo se despeña por un precipicio y, cuando Voto quiere darse cuenta, se le ha desbocado el caballo. Se encomienda a san Juan Bautista en su apuro y el caballo se inmoviliza, sin saber cómo, al mismo borde de la sima. (Aún hoy los vecinos devotos del lugar se atreven a mostrar en la peña las huellas que dejaron allí los hierros del animal).

Entre asustado y agradecido, inspecciona Voto el lugar, encontrando entre las matas y arbustos una ermita dedicada a san Juan Bautista que en su interior tiene un hombre muerto y una escritura donde se lee: «Yo, Juan, eremita en este sitio, habiendo despreciado al mundo, fundé como pude esta ermita en honor de san Juan Bautista, y aquí descanso en paz. Amén.». En una situación como la suya está aturdido y no sabe qué hacer ¡son tantas las cosas sucedidas en tan poco tiempo!... decide dar sepultura al muerto y, terminada la obra de piedad, regresa a su casa con el alma encogida y ansiando poner al corriente de los acontecimientos a su hermano Félix.

De la conversación deducen que el muerto bien pudiera ser Juan, el de Atarés, de quien nadie daba razón desde hacía años, después que desapareció; si acertaran en su conjetura, todo se explica por el retiro a una vida solitaria y santa. Ahora todo se les junta en la cabeza: la presencia de los moros y las dificultades para ser hombres íntegros de fe; lamentan el tiempo desperdiciado en cazas y naderías, conversan sobre el sentido de la vida; no se les va de la cabeza el milagroso parón del caballo a punto de despeñarse y el descubrimiento del solitario, muerto y ya enterrado, de la ermita... «¿No estará en todo esto hablándonos Dios?».

Deciden repartir sus bienes entre los pobres y se marchan al monte Panno; construyen dos ermitas junto a la que ya había y comienzan un retiro en paz. Allí contemplan con piedad la Pasión de Cristo, meditan animosamente las verdades eternas; es parco su alimento de raíces, hierbas y frutos que da el campo, en alguna trampa caen animales y, de tarde en tarde, sorbetean algunos huevos de nidadas salvajes; uno y otro se sienten movidos, además, a añadir mortificación por los pecados propios y ajenos. No les faltan momentos de tentaciones, se sienten a veces con ganas de volver a la civilización; uno alienta al otro cuando manifiesta debilidad o cansancio y juntos se apoyan con la oración.

Descubierta su presencia por otros que van ocupando el monte huyendo de la esclavitud que supone convivir con los discípulos del Profeta, van agregándose gentes que construyen otras cabañas donde vivir en la proximidad y abrigo de los eremitas. Recordando las gestas de don Pelayo en Asturias se aprestan a organizar una posible defensa en caso de necesidad; eligen como capitán a don García Jiménez que es militar y tiene experiencia en la lucha contra los mahometanos; en todo este nuevo modo de vivir, Voto y Félix ayudan con su aprobación sin abandonar su principal cometido orante. Voto muere primero, el día 29 de mayo, algo después se despidió Félix de este mundo y su fiesta se celebra el mismo día por la unión mantenida en el sitio, tiempo y modo de santidad.

(fuente: www.conocereisdeverdad.org)

otros santos 29 de mayo:

- Santa Úrsula Ledóchowska

miércoles, 28 de mayo de 2014

28 de mayo: Beato Lanfranco de Canterbury

Obispo
(1005-1069)

Dejando sus riquezas, Herluíno, un gran señor de Normandía, se retiró a un valle escondido, y en él empezó a construir un monasterio. Hoy es frecuente ver los señoríos que dejan a los señores; pero en aquellos siglos lejanos sucedía lo contrario todos los días. Tampoco vemos en nuestros tiempo muchos profesores que, cansados de decir vaciedades, se consagren al silencio.

Un día, cuando Herluíno estaba ya terminando el edificio monacal, se presentó delante de él un extranjero.

—Dios os guarde—dijo el desconocido.
—Él os bendiga—contestó el abad—. ¿Sois lombardo?
—Lombardo soy, y de Pavía.
—Se conoce en el acento. Y ¿qué se os ofrece? ¿Queréis pasar la noche en nuestra compañía?
—Quisiera pasar la vida. Mi deseo es hacerme monje.
—¿Vuestro nombre?
—Lanfranco.
—¡Lanfranco!... En otro tiempo oí hablar de un famoso profesor lombardo que llevaba ese nombre.
—También yo he oído hablar de él—dijo el desconocido con indiferencia.
—Bien—dijo Herluíno—. ¿Y podréis soportar la austeridad de nuestra vida?
—Aún no la conozco del todo; pero confío que, con la ayuda de Dios, podré hacer lo que otros hacen.
—¡Roger!—exclamó el abad, con un acento que recordaba al del caballero del castillo de Brionne cuando llamaba a sus soldados.

Presentóse un monje con la frente negra de sudor y las manos manchadas de cal. El abad le dijo:

—Lávate y trae a este joven el volumen de la Santa Regla.

Roger vino con el libro y lo entregó al extranjero, quien se puso a repasarlo rápidamente, paseando por el bosque cercano. Volvió algún tiempo después al abad y le reiteró su propósito de vestir la cogulla de San Benito. Aquella misma tarde entró en el noviciado.

«Al fin hallé la paz—se decía a sí mismo el nuevo novicio—. No es precisamente lo que yo buscaba; pero es algo mejor.»

Al emprender un camino casi nunca sabemos a dónde nos va a llevar. Y eso le había pasado al joven lombardo. Él era el famoso profesor de quien Herluíno había oído hablar en las fiestas ruidosas de Brionne, y si no lo había confesado, es que no lo creía de mucha utilidad. Pero lo sabían las juventudes de Pavía, que le habían aclamado y adorado. Italia le pareció un campo estrecho para sus triunfos. Pasó los Alpes con la misma arrogancia con que los pasara antaño el general cartaginés. En Avranches recogió nuevos laureles; pero el apetito de la gloria no le dejaba descansar en ninguna parte. Errante de ciudad en ciudad, llegó a la tierra de los normandos.

Unos ladrones le sorprendieron cierto día en el camino; le despojaron, y, tapándole la cara con el capuchón del manto, le ataron a una encina. La noche vino, y, en medio de la oscuridad, profundas reflexiones invadieron el ánimo de aquel peregrino de la ciencia. Quiso rezar, y entonces se dio cuenta de que sabía demasiadas cosas, y las hubiera dado todas por un salmo de David.

—¡Señor!—exclamó—, he pasado mi vida atormentando el cerebro; he gastado mi cuerpo y mi espíritu, y he dejado vacío el corazón... y no sé rezar...; pero salvadme de este peligro, porque os prometo aprenderlo.

Al día siguiente acertaron a pasar a su lado unos viajeros, que se compadecieron de él y le soltaron. Preguntóles si conocían algún monasterio cercano, y ellos le señalaron el de Bec, el que estaba levantando el abad Her-luíno. Así se hizo monje el profesor Lanfranco.

No había hallado la gloria, pero había hallado la paz, que valía más que ella. Los hermanos de Bec, soldados y colonos hasta entonces, no podrían enseñarle cosas nuevas; pero, al menos, le enseñarían la ciencia necesaria de rezar y obedecer. A rezar, el mismo paisaje le invitaba; el paisaje de aquel vallejo silencioso, donde sólo se oía el ruido lejano de los molinos; un vallejo que parecía una concha verde, en cuyo fondo repercute el eco de la inmensidad de Dios, como el caracol marino nos trae sonidos misteriosos de los mares.

Sin embargo, no es posible encontrar un paraíso en la tierra. El abad conoció pronto a su nuevo novicio, y empezó a mirarlo con especial predilección. Harto sabía que en su monasterio se necesitaba una mano sabia que desbastase un poco las inteligencias de aquellos normandos toscos e ignorantes. Por orden suya, Lanfranco empezó a explicar la dialéctica y la Sagrada Escritura. Muchos monjes le escuchaban por obediencia más que por afición. Las sutilezas del profesor eran un tormento para sus cabezas rudas. ¿Es que todo aquello servía de algo para ir al Cielo?

Otros veían mal que un advenedizo que acababa de entrar en la abadía se insinuase tanto en el ánimo del abad, y no recataban su despecho. Lanfranco lo advirtió, y tuvo la idea de retirarse a un desierto.

—Hermano Fulcrán—dijo un día al hortelano—, no sé qué me pasa en el estómago; necesito durante algún tiempo un plato de hierbas como las que se crían en el bosque de Brionne. En la huerta también debe de haberlas.

— ¡ Hem!... ¡ Hem!.... Los sabios tienen cosas raras.
—¡Vamos! ¿Es que también mi querido hermano Fulcrán se ha conjurado contra la ciencia?
—No lo piense usted; nuestro abad dice que es una cosa buena, y es seguro que debe serlo. Pero inútil querer meterla aquí dentro—afirmó Fulcrán, llevando la mano a su calva, negra y curtida por los soles del estío.
—¿Tendré las hierbas?
—Claro que sí; hay que hacer lo que se pueda con un hombre como usted.
—¿Desde mañana?
—Desde mañana.

Lanfranco se retiró tranquilo; pero Fulcrán, que no era tonto, pensaba en su interior: «¿Para qué querrá las hierbas el maestro Lanfranco? En dos días me estragaría yo el estómago con ellas. Y han de ser como las del desierto de Brionne. ¿Querrá marcharse allá?... Se lo diré al abad y que él se entienda. Después de todo, nada se pierde.»

Herluíno vio claramente que el lombardo quería hacer la experiencia de la vida eremítica antes de abandonar el monasterio. Fue a buscarlo, y con lágrimas en los ojos le conjuró que no le abandonase. Y le habló de una manera tan dulce, tan persuasiva, que Lanfranco no pudo resistir a sus palabras.

Entonces empiezan los días más gloriosos de su profesorado el Occidente venían a escuchar su doctrina, y Bec fue por unos años el foco principal de la sabiduría. De sus aulas salieron Pontífices, como Alejandro II y Ernulfo de Rochester; juristas, como Ives de Chartres; escritores y polemistas, como Radulfo, el vencedor de Berengario, y Guitmundo, arzobispo de Aversa; filósofos, como San Anselmo, el gran pensador de los siglos medievales.

Un contemporáneo decía del maestro: «Herodiano hubiera admirado sus conocimientos filosóficos; Aristóteles, su habilidad dialéctica; Cicerón, su palabra elegante; San Agustín y San Jerónimo, su doctrina escriturística. Atenas, en todo su apogeo literario, le hubiera honrado dándole la palma en todos los géneros de la elocuencia y en todas las ramas del saber.»

La herejía de Berengario dió al maestro de Bec ocasión para mostrar su fuerza en la dialéctica. Cuatro veces venció al heresiarca de los Concilios, y el fruto de sus disputas se conserva en el precioso libro que intituló Del Cuerpo y de la Sangre del Señor, joya admirable de la literatura patrística, que con la mayor claridad y profundidad desenvuelve la doctrina de la transustanciación.

Más dolorosa fue para el monje lombardo la lucha con el duque de Normandía. Guillermo había roto con la Santa Sede, y el Pontífice le había excomulgado. Quería el duque tener de su parte la autoridad del profesor de Bec, pero nunca pudo conseguirlo. Disimuló algún tiempo, hasta que un hecho insignificante le dió ocasión de exteriorizar su cólera. Un día, cuando Lanfranco explicaba una cuestión difícil a sus discípulos, vino a sentarse entre ellos Herfasto, capellán del duque, y empezó a hablar contra la doctrina del profesor. Herfasto era un hombre ignorante y lleno de orgullo. Su gran mérito delante de su amo era el decir la misa rápidamente, porque el duque tenía siempre prisa para ir de caza. Lanfranco no quiso entrar en disputa con el capellán, y como única respuesta mandó a uno de sus discípulos que le presentase unas tablillas donde estaba escrito el abecedario. Comprendió la ironía Herfasto, y, saltando de su asiento, salió jurando venganza.

Poco después recibió Lanfranco la orden de salir de Normandía. Los monjes lloraban y los discípulos también; pero él montó sereno en una muía coja y vieja, la única que había en el monasterio, y fue a despedirse del duque. Guillermo y sus gentes se echaron a reír viéndole de aquella manera.

—Ya veis, duque—dijo Lanfranco—, no es decoroso que mandéis así por esos mundos a uno de vuestros monjes.

Guillermo estaba entonces de buen humor; llamó al monje, se reconcilió con él y le prometió arreglar cuanto antes los asuntos que tenía con Roma. Fue tan sincera la reconciliación, que poco después el duque se apoderó de Inglaterra y puso a Lanfranco en la silla primada de Cantorbery.

Lanfranco era más erudito que filósofo; pero valía más todavía como gobernante. Fue durante quince años el verdadero amo de Inglaterra, y fueron quince años de paz, gracias a la fuerza de su carácter y a la flexibilidad de su genio. Sin olvidar los principios cuando estaba interesada su conciencia, era, sobre todo, hombre de expedientes. Delante del conquistador, acostumbrado a subyugarlo todo, incluso a la Iglesia, sabía ceder en cosas pequeñas para evitar grandes males. Gregorio VII le escribía desaprobando aquella política; pero Lanfranco tomaba de las cartas del Pontífice solamente el espíritu. «Si él estuviese aquí —decía—, obraría como yo.» De esta suerte consiguió cuanto quiso del rey.

Aquella política no le hubiera valido con su hijo y sucesor. Cuando Guillermo el Rojo le presentó el testamento en que su padre le dejaba el reino de Inglaterra, Lanfranco dudó de consagrarlo. Conocía muy bien a aquel hombre gordo, pequeño, de ojos atigrados, de vientre prominente y cuadradas espaldas. En él adivinaba un tirano feroz. Pero el destinado a luchar con el Rojo era su discípulo Anselmo. El maestro moría poco después de la consagración.

—No olvides nunca tus promesas — decía entonces al nuevo rey.

Y el rey le respondía:

—¿Quién podrá acordarse de todas las palabras que dice?

(fuente: www.divvol.org)

otros santos 28 de mayo:

- Beato Luigi Biraghi
- San Germán de París

martes, 27 de mayo de 2014

27 de mayo: San Bruno de Würzburg

Obispo

Martirologio Romano: En Wurzburgo, de Franconia, en Alemania, san Bruno, obispo, que reconstruyó la iglesia catedral, reformó el clero y explicó al pueblo las Sagradas Escrituras (1045).

Etimológicamente: Bruno = Aquel que es de piel oscura, es de origen germánico.

Hijo del duque Conrado I y de Matilde de Suevia, pariente del papa Gregorio V y de los emperadores Conrado II y Enrique III, estuvo al frente de la cancillería imperial romana de 1027 a 1034. Obispo de Würzburg de 1034 a 1045.

Reconstruyó la catedral, preocupado por la instrucción del clero, escribió «Expositio in psalmos» comentando cada salmo, con textos de san Agustín y Casiodoro; «Comentario al Cantar de los cantares»; «Comentario al Padrenuestro».

Nadie entendía de dónde sacaba el tiempo el obispo, porque además acompañó en 1040 al emperador Enrique III por Alemania.

En 1042 dedicó muchas horas a conseguir que Inés de Poitou, hija del rey Guillermo de Aquitania, se casara con Enrique III.

En 1045 le acompañaba en una expedición contra Hungría, que resultó fatal. Llegados a Persenberg a orillas del Danubio, se alojaron en el castillo de la condesa Reichilde.

Un día mientras comían, el pavimento se vino abajo: hubo muertos y heridos, entre ellos Bruno. Que murió una semana después, tras una semana de auténtico purgatorio.

Enterrado en su catedral, hizo muchos milagros. Cuando quisieron canonizarle Inocencio IV avisó: «ni los méritos sin milagros, ni los milagros sin méritos, bastan para declarar santo a un cristiano». Pasó el examen con nota excelente.

(fuentes: santiebeati.it; catholic.net)

otros santos 27 de mayo:

- San Agustín de Canterbury

lunes, 26 de mayo de 2014

26 de mayo: Beatos Esteban de Narbona y Raimundo de Carbona

Sacerdotes y mártires de la Primera Orden († 1242). Aprobó su culto Pío IX el 6 de septiembre de 1866.

 En los albores del siglo XIII la situación de la Iglesia en Francia meridional, sobre todo en la región de Tolosa era más precaria que nunca por la difusión de la herejía albigense. El 22 de abril de 1234 Gregorio IX nombró a Guillermo Arnaud, dominicano oriundo de Montpellier, primer inquisidor en las diócesis de Tolosa, Albi, Carcasona y Agent, el cual, poniendo de inmediato manos a la obra diligentemente, encontró serias dificultades. Raimundo VII, conde de Tolosa, prohibió a sus súbditos tener cualquier contacto con Fray Guillermo y sus compañeros inquisidores, poniendo guardias en las puertas de los conventos para que no recibieran alimentos, es más, el 15 de noviembre de 1235 fueron expulsados de la ciudad todos los frailes dominicanos, los que se alejaron procesionalmente, cantando himnos sagrados. Al año siguiente pudieron regresar a su claustro, pero entre tanto el odio de los herejes contra los inquisidores crecía y provocaba tumultos.

Raimundo de Alfar, bali de Avignonet, pequeña ciudad a pocos kilómetros de Tolosa, decidió acabar de una vez. Simulando amistad y propósitos de conciliación, invitó a fray Guillermo y a los diez compañeros a su castillo, y después de haberlos encerrado en una gran sala, una noche los hizo asesinar mientras ellos valerosamente cantaban el “Te Deum”.

El 29 de mayo de 1242, vigilia de la Ascensión del Señor, avanzada la noche, cientos de albigenses armados de espadas, hachetas y cuchillos irrumpieron en la ciudad y llegaron al castillo. El traidor Raimundo de Alfar les abrió de par en par las puertas. Atravesaron salas, tumbaron puertas, hasta que llegaron a donde estaban los religiosos, los cuales comprendieron de inmediato que había llegado la hora del martirio. Ninguno pensó en huir, sino que todos, arrodillados entonaron el canto “Te Deum”. Terminada la oración, los albigenses, como hienas feroces, se abalanzaron sobre las inocentes víctimas, que cayeron como corderos mansos en la profesión heroica de la fe. En sus labios sólo tenían palabras de oración y de perdón : “Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen!”. Dios glorificó el heroísmo de sus mártires. En el lugar del martirio y junto a sus tumbas sucedieron prodigios. La crueldad se ensañó principalmente contra fray Guillermo, a quien le fue cortada la lengua.

Entre los once mártires que cayeron por la defensa de la fe, hay también dos hermanos franciscanos: Esteban de Saint Thibery de Narbona y Raimundo Carbonario de Carbona.

Esteban de Narbona nació en Saint Thibery, en la diócesis de Maguelonne, en Francia. Siendo joven aún, dócil a la llamada del Señor, se hizo monje benedictino, para realizar el programa de San Benito “Ora et labora” (Oración y trabajo). Fue también Abad en un monasterio cerca de Tolosa. El mensaje dejado en su tiempo por San Francisco, la vida pobre, humilde y simple de los Hermanos Menores, el ardor apostólico y evangélico de los primeros Santos y de los primeros Mártires lo impresionaron tan profundamente, que pidió a sus superiores formar parte de la nueva Orden. Como San Antonio, en el mismo siglo, dejó la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín para hacerse franciscano, así él dejó la Orden de los Monjes Benedictinos para hacerse Hermano Menor. Hombre docto y santo, trabajó mucho por la defensa de la fe contra los errores de los albigenses. Con diez compañeros, entre ellos su cohermano Raimundo de Carbona, dio valerosamente la vida por amor de Cristo, con el martirio de la decapitación. Los Beatos Esteban y Raimundo fueron sepultados en Tolosa en la iglesia de los Hermanos Menores.

(fuente: www.franciscanos.net)

otros santos 26 de mayo:

- San Felipe Neri

domingo, 25 de mayo de 2014

25 de mayo: San Cristóbal Magallanes Jara

Nació en Totalice el 30 de julio de 1869. Se crió en el seno de una familia muy humilde y hasta los 19 años trabajó en el campo. En 1888 ingresó al seminario de Guadalajara donde se distinguió por su piedad, honradez y aplicación.

Fue ordenado sacerdote en setiembre de 1899 en la iglesia de Santa Teresa en Guadalajara. Desempeñó el cargo de capellán y subdirector de la escuela de artes y oficios en Guadalajara. Fue párroco de Totalice por 17 años hasta que fue fusilado.

Organizó centros de catecismo y escuelas en las rancherías, construyó una presa para favorecer el riego, fundó un asilo para huérfanos, y pequeños fraccionamientos de tierra para ayudar a los pobres.

El 21 de mayo de 1927 el padre iba a celebrar una fiesta religiosa en un rancho cuando se inició una balacera entre los cristeros y las fuerzas federales comandadas por el general Goñi. Fue arrestado y conducido a Totalice donde lo encarcelaron junto a su vicario el P. Caloca.

Luego los trasladaron al palacio municipal de Colotitlán, donde los fusilaron el 25 de mayo de 1927. El P. Cristóbal antes de ser fusilado dijo: "soy y muero inocente; perdono de corazón a los autores de mi muerte y pido a Dios que mi sangre sirva para la paz de los mexicanos desunidos".

Fue beatificado en 22 de noviembre de 1992 y canonizado por el Papa Juan Pablo II el 21 de mayo del 2000.

(fuente: www.aciprensa.com)

otros santos 25 de mayo:

- Santa Magdalena de Pazzi

sábado, 24 de mayo de 2014

24 de mayo: San David de Escocia

Rey de Escocia.

Etimológicamente significa “amigo, tierno”. Viene de la lengua hebrea.

¿Has descubierto, tal vez con asombro, que el Resucitado da un sentido a la vida? No una existencia resuelta y sin riesgos, sino una plenitud. Percibiendo un vacío en tu vida interior, buscas unas fuentes.

Este joven, descubrió con asombro la figura y la realidad feliz en su vida de lo que supone el Resucitado.

Su existencia se sitúa entre los años 1085 y 1153. Era hijo del rey Malcolm III de Escocia y de Margarita.

Cuando llegó a la edad propia de casarse, lo hizo con la joven Matilde, hija de Waldel, duque de aquella región.

Llegó a ser rey de Escocia en el año 1124. Su gloria no le duró mucho tiempo, porque, años más tarde, tuvo que reconocer que la auténtica heredera al trono era Matilde.

Cuando llegó al trono Esteban, David fue capturado cerca de su castillo.

A continuación, invadió Inglaterra, ayudado por el pueblo de Noruega, Dinamarca y Alemania. Las atrocidades de estos años las recuerda la historia para toda la vida posterior.

Cansado de tanta guerra civil, se dedicó a reconstruir Escocia.

Instituyó el régimen feudal en lugar de tribu céltica; un sistema judicial nuevo, y organizó la Iglesia en contacto permanente con la de Roma.

En su funeral decían que había sido un rey para todos: los grandes y los humildes. Fue un hombre entregado y casto; rezaba el Oficio divino, confesaba y comulgaba con frecuencia. En Escocia tiene mucha veneración y reputación.

(fuente: catholic.net)

otros santos 24 de mayo:

- San Vicente de Lérins
- Beato Luis Zeferino Moreau

viernes, 23 de mayo de 2014

23 de mayo: Beato Juan de Prado

Sacerdote franciscano español, misionero y mártir en Marruecos.

Nació de familia noble hacia el año 1563 en el pequeño pueblo de Morgovejo, en las montañas de León, ya en las estribaciones de los Picos de Europa santanderinos y en la cabecera del río Cea. Estudió en Salamanca hasta que, a la edad de 21 años, vistió el hábito de san Francisco en el convento de Rocamador (Badajoz), perteneciente a la Provincia franciscana de San Gabriel. Cumplido el año de noviciado, profesó el 18 de noviembre de 1585. Completados los estudios y ordenado de sacerdote, se dedicó a la vida de oración y penitencia, armonizada con un intenso apostolado. Su buena preparación teológica hizo de él un predicador estimado; además, participó en la controversia en torno a la inmaculada Concepción de María, defendiendo, en sintonía con la escuela franciscana, el gran privilegio concedido por Dios a la Virgen.

Sus cualidades y sus virtudes le ganaron la confianza de los superiores de la Orden, que le confiaron cargos de responsabilidad: maestro de novicios, varias veces guardián de diferentes conventos, dos veces definidor o consejero del Provincial. Cuando el año 1620 la Provincia de San Gabriel se dividió en dos, fue nombrado primer Ministro de la recién formada con el título de San Diego en Andalucía. La gobernó hasta 1623, y ya liberado del cargo, quiso ir a la Isla de Guadalupe para evangelizar a los nativos; hizo las oportunas gestiones, y consiguió tanto la autorización civil como la eclesiástica, pero las múltiples complicaciones surgidas, ajenas a su voluntad, frustraron el proyecto.

La Misión de Marruecos, de tan larga tradición franciscana desde el mismo siglo XIII, consagrada en 1220 y precisamente en Marrakech con la sangre de los protomártires franciscanos, san Berardo y compañeros, y fecundada siete años más tarde en Ceuta por la predicación y martirio de san Daniel y sus compañeros, subsistía a principios del siglo XVI, si bien restringida a la asistencia de los cautivos cristianos. Después, a principios del siglo XVII, quedó interrumpida y se hallaba carente de predicadores evangélicos que atendieran a los esclavos e inmigrados católicos, sujetos a tan adversas circunstancias y a tan grande peligro de abandonar su fe. En estas circunstancias, un caballero y mercader toledano residente en Cádiz, que se llamaba Alonso Herrera de Torres y que tenía un agente de sus negocios en Marruecos, informó a Fr. Juan de la situación de abandono religioso en que se encontraban en Marrakech desde hacía años los cautivos cristianos. Esto impresionó a nuestro Beato y avivó en él la conciencia misionera. Entendió que era Dios quien le habría las puertas para cumplir sus antiguos deseos de ir entre infieles, lo trató con el mencionado Alonso Herrera y éste, mediante su agente, consiguió un salvoconducto y licencia del rey Muley Luali para ir a Marrakech a administrar los sacramentos a aquellos afligidos cristianos que tanta necesidad tenían de ministros del Señor.

Por su parte, fray Juan hizo rápidamente las pertinentes diligencias para obtener las preceptivas licencias de las autoridades civiles, eclesiásticas y de su propia Orden. Con todos los papeles en regla y, además, autorizado y bendecido por el papa Urbano VIII con singulares facultades y privilegios que lo convertían en Prefecto apostólico de las misiones de aquel imperio, el beato Juan de Prado, ya entrado en años, partió el día 27 de noviembre de 1630 de la ciudad de Cádiz, de cuyo convento de Nuestra Señora de los Ángeles era entonces guardián, con dos compañeros, Fr. Matías de San Francisco, sacerdote, y Fr. Ginés de Ocaña, hermano lego. Tras un viaje accidentado, la víspera de la Inmaculada llegaron a Mazagán (El Jadida), entonces plaza portuguesa, situada en la costa atlántica de Marruecos, a unos 90 Km. al sur de Casablanca. Fueron bien recibidos, pues hacía más de cuarenta años que no habían visto allí un hábito franciscano, y los frailes, por su parte, se ganaron la admiración y voluntad de todos por su apostolado y por el ejemplo de sus vidas. Aquella cuaresma, la de 1631, nuestros misioneros la pasaron predicando y confesando, confortando y edificando a los habitantes de la fortaleza con su palabra y su comportamiento.

Mientras tanto, cuando Fr. Juan llegó con sus compañeros a Mazagán, había muerto el rey que le había enviado el salvoconducto, por lo que el gobernador de la plaza, temiendo la crueldad del nuevo rey, les aconsejó que no llevaran adelante sus propósitos. Pero un buen día, empujados por sus ansias misioneras, Fr. Juan y Fr. Matías salieron disimuladamente de la fortaleza, dejando allí a Fr. Ginés para mayor disimulo. Cuando se enteró el gobernador, salió a buscarlos, los encontró y, con la promesa de que los enviaría con más facilidades y medios, los devolvió a Mazagán. Y en efecto, no tardó en enviar a los tres frailes con gente que los acompañaron hasta junto a Azamor, lugar de moros, distante unas seis leguas de Mazagán. Los misioneros se despidieron con amor y ternura de sus acompañantes a la vista de muchos moros, y fray Juan puso un paño blanco en su bordón convirtiéndolo en bandera de paz. Era el 2 de abril de 1631. Los moros los llevaron al alcaide, que los recibió bien porque llevaban una carta del gobernador de Mazagán en la que le decía al alcaide que los religiosos tenían salvoconducto y licencia del rey para pasar a Marruecos.

Luego, el alcaide le dijo a Fr. Juan que el rey que le había dado el salvoconducto había muerto y que, por tanto, él y sus compañeros eran cautivos del nuevo rey, y mandó que los llevaran a su presencia presos. Hicieron el viaje con las incomodidades y trabajos fáciles de imaginar. Cuando llegaron a Marrakech, entonces capital del reino, los presentaron al rey, que los recibió con buen semblante y los mandó llevar a la Sagena, que era la cárcel de los cautivos. Días después, el rey mandó llamar a Fr. Juan y le hizo algunas preguntas acerca de su viaje, a lo que el siervo de Dios respondió con humildad y libertad cristiana. Pasados pocos días, llamó a los tres frailes y, en presencia de otras autoridades del reino, preguntó a Fr. Juan a qué había ido sin licencia suya. El siervo de Dios le respondió que había ido con licencia de su hermano, ya difunto, a administrar los santos sacramentos a los cristianos cautivos. Y como el rey le preguntase cuál era mejor, la ley de los cristianos o la ley de Mahoma, Fr. Juan le respondió que la de Mahoma no era verdadera ley, y que sola la de los cristianos era la verdadera ley por la que se salvaban los fieles que creyéndola hacían buenas obras guardando lo que en ella se mandaba. Se enojó el rey y lo mandó azotar cruelmente en su presencia. Los volvieron a encerrar en prisión estrecha, oscura y húmeda, entregados a un guardián, renegado y cruel, que se ensañaba con ellos; y los tuvieron muchos días obligados a moler sal con la que luego se fabricaría pólvora. Allí se encontraron con Francisco Roque Bonet, natural de Vic, hombre importante con el anterior rey y que, una vez liberado, contaría lo que había presenciado. Los frailes soportaban con paciencia y humildad los malos tratos, y Fr. Juan, con devotas y fervorosas palabras, exhortaba a sus compañeros y los animaba a padecer por Dios tantas penalidades.

Volvió el rey a llamar a nuestro Beato, y después de discutir con él largo rato sobre cuestiones de fe sin conseguir doblegar su firmeza, lo mandó azotar de nuevo con tanta crueldad que lo dejaron como para expirar, tras de lo cual lo devolvió a la prisión. Aquella noche la pasó el siervo de Dios con sus hermanos en oración, bendiciendo y alabando al Señor. Antes del amanecer, dijo misa, dio la comunión a los que estaban con él en la mazmorra y les dirigió una devotísima y fervorosa plática espiritual exhortándolos y animándolos a padecer por Dios y por su fe. Por la mañana, fueron los funcionarios reales y se llevaron a Fr. Juan y a sus dos compañeros a la presencia del rey, el cual hizo varias preguntas a nuestro Beato y luego trató de persuadir a sus hermanos de la falsedad de la secta cristiana. Entonces el siervo de Dios, levantando la voz, dijo al rey: «¡Tirano, que quieres hacer prevaricar las almas que Dios crió para sí!». El rey montó en cólera e hirió con su alfanje a Fr. Juan en la cabeza. También los servidores del rey lo hirieron en la boca con sus armas porque seguía predicando. Ordenó el rey que le trajeran un arco y saetas, y le tiró cuatro, malhiriéndolo. Luego mandó que lo llevasen a las puertas de su palacio y allí lo quemaran vivo. El siervo de Dios estaba tan debilitado, que no se podía tener en pie. Los cautivos cristianos, a quienes les ordenaron que lo llevasen, por lástima se excusaban y no querían, por lo que les daban muchos palos. El siervo de Dios les decía com amor y ternura: «¡Ea, hijos!, llevadme que no ofendéis a Dios al llevarme; mirad que me lastima el que os traten mal, llevadme». Y lo llevaron a la puerta principal del palacio real. El rey salió a una ventana para verlo. Trajeron al lugar mucha leña y, mientras la apilaban y lo disponían todo, un moro le propinó tales golpes con un palo grueso, que dio con él en tierra. Luego lo pusieron sobre la leña y le prendieron fuego mientras el bendito fraile aún estaba predicando. Los moros presentes le tiraron muchas piedras y así, torturado, apedreado y quemado vivo, acabó su dichosa vida en Marrakech el 24 de mayo de 1631.

Después recogieron lo que quedó de sus huesos con los tizones y cenizas y lo echaron en el sumidero que había cerca del lugar en que lo inmolaron. Los cristianos recogieron como reliquias los huesos que pudieron, y los guardaron escondidos. Los compañeros del beato, Fr. Matías y Fr. Ginés, continuaron encarcelados, y el rey tuvo con ellos reiteradas disputas, particularmente con el P. Matías, a quien el soberano mandó azotar una y otra vez con tal crueldad, que Fr. Ginés y Francisco Roque llegaron a tenerlo por muerto.

Pero las cosas cambiaron pronto. Un hermano del rey, a quien éste tenía encarcelado, se amotinó apoyado por los renegados y mató al tirano, proclamándose nuevo rey. Éste dio la libertad a algunos cautivos y a los dos religiosos les dio la facultad de marcharse y de continuar administrando libremente su iglesia. Con la mediación del duque de Medina Sidonia, los restos del beato Juan se trajeron a España, vía Mazagán, llegando a Sanlúcar de Barrameda; luego reposaron primero en Sevilla y a partir de 1888 en Santiago de Compostela. Fray Juan fue beatificado por el papa Benedicto XIII el 24 de mayo de 1728.

[Se han tomado datos de J. M. Pou y Martí, Martirio y beatificación del B. Juan de Prado, restaurador de la Misiones de Marruecos, en Archivo Ibero-Americano 14 (1920) 323-343]
(fuente: www.franciscanos.org

otros santos 23 de mayo:

- San Juan Bautista de Rossi

jueves, 22 de mayo de 2014

22 de mayo: Beato Juan Forest

Sacerdote y mártir de la Primera Orden (1471‑1538). León XIII el 9 de diciembre de 1886 aprobó su culto.

Juan Forest nació en 1471, probablemente en Oxford, Inglaterra; a los diecisiete años vistió el hábito de los Hermanos Menores en Greenwich. Nueve años después fue enviado a Oxford para los estudios teológicos, realizados los cuales fue ordenado sacerdote y regresó al convento de origen. Del cardenal Wolsey recibió el encargo de predicar en la iglesia de San Pablo de Londres y al mismo tiempo fue escogido por la reina Catalina de Aragón primero como capellán, luego como confesor.

Gozó de la estimación y la amistad de Enrique VIII, hasta cuando Juan se declaró por la validez del matrimonio del rey, que quería disolverlo sosteniendo la invalidez de las primeras nupcias.

Juan Forest, guardián del convento, advirtió a los cohermanos en un capítulo de 1532 que el rey quería suprimir la Orden. Desde el púlpito de la iglesia de San Pablo había defendido enérgicamente la validez de las nupcias puesta en discusión y había hablado abiertamente contra Cromwell e indirectamente contra el rey. La condena papal de 1534 indignó a Enrique VIII, que suprimió los conventos de los franciscanos y les ordenó dispersarse en otros conventos. Al Beato Juan Forest, lo encontramos en prisión en Newgate, hasta 1534.

En 1538 Juan se encontraba en el convento de los Conventuales, en Smithfield. En aquella especie de confinamiento pudo mantener con la reina Catalina, con su dama de compañía Elisabeth Hammon y con el Beato Tomás Abekl una correspondencia que se conserva todavía por lo menos en parte. Escribió también un tratado contra Enrique VIII, que usurpaba el título de cabeza espiritual de la nación. Este tratado irritó al rey, que ordenó fuese arrestado. Conducido al tribunal, fue víctima de un juego de astucia. Se quería que él aceptase en bloque algunos artículos sometidos a su firma, pero cuando pudo leerlos uno por uno, entendió claramente que uno de ellos conllevaba un acto de apostasía. Los rechazó todos juntos y por esto fue condenado a la hoguera. La ejecución tuvo lugar en Smithfield el 22 de mayo de 1538. En el lugar del suplicio, fue invitado a pedir perdón al rey y a hacer juramento de fidelidad, pero el mártir resistió impávido: antes bien, quiso añadir una bellísima profesión de fe católica: “Creo en la Iglesia, una, santa, católica, apostólica, romana. Juro que no me apartaré jamás del Papa, Vicario de Cristo, sucesor de San Pedro y Obispo de Roma. Aunque bajase un ángel del cielo y me insinuase algo distinto de esto que he creído por toda mi vida, aunque debiera ser despedazado parte por parte, miembro por miembro, quemado, ahorcado o se me infligiera cualquier otro dolor, no me apartaré de mi fe”. Fue atado de los costados y suspendido sobre las llamas. Murió a fuego lento orando e invocando el nombre del Señor. Tenía 67 años.

(fuente: www.franciscanos.net)

otros santos 22 de mayo:

- Santa Rita de Casia

miércoles, 21 de mayo de 2014

21 de mayo: San Ivo de Bretaña

Sacerdote de la Tercera Orden (1253‑1303). Canonizado por Clemente VI el 19 de mayo de 1347.

El primero y más célebre patrono de los abogados es San Ivo, para quien fue acuñado por primera vez el apodo de “abogado de los pobres”. En realidad no sólo fue abogado sino amigo, hermano, bienhechor y padre de los pobres. San Ivo nació en Bretaña, Francia, el 17 de octubre de 1253 y en medio de la despreocupada y a menudo alocada juventud de la época, estudió con seriedad y rápido provecho primero en Orleans, luego en París en las célebres escuelas de teología y derecho.

Muy joven pudo así tener la delicada responsabilidad de juez eclesiástico, que desempeñó con gran consagración y suma prudencia, y sobre todo con profunda humildad, a veces rayana en humillación, llamándose a sí mismo “el más mezquino de los siervos de Cristo”. Pero lo que hizo de él un santo no fue tanto su diligente humildad cuanto su luminosa caridad. En efecto, cuando estaba en París, se supo que había dejado su propia cama a dos jóvenes huérfanos recogidos y hospedados por él. El cotizado juez eclesiástico dormía en el suelo, sobre un montón de paja, con un cilicio en la cintura.

El obispo de Tréguier, su región natal, quiso tener consigo al extraordinario jurista, convenciéndolo de que aceptara la ordenación sacerdotal. Y como sacerdote, San Ivo continuó con mayor celo y más profunda caridad su profesión de abogado, sobre todo de los pobres. También decidió hacerse terciario franciscano vistiendo el hábito de la penitencia.

Dejando el tribunal, contento de haber defendido la justicia y de haber protegido a los débiles y desheredados volvía a su casa, un tiempo señorial y digna, ahora transformada en hospital, orfanato, asilo, comedor y hasta baño público de todos los pobres, los desgraciados, los enfermos y los huérfanos de la región.

El santo dormía en medio de ellos, pero con la cabeza apoyada sobre un grueso volumen de derecho. Su vida laboriosa y combatida, y sobre todo las ásperas penitencias, lo agotaron prontamente, por lo cual debió renunciar a la profesión y dedicarse enteramente a los pobres. Pronto se enfermó y no pudiendo ayudarles más materialmente, favoreció a los necesitados con los continuos milagros que brotaban de su cuerpo cansado y llagado.

Y los pobres fueron los primeros en llorarlo, no como sabio jurista, ni como su abogado, sino como su padre, cuando murió el 19 de mayo de 1303, sin cumplir aún los cincuenta años. Es uno de los Santos más populares en el norte de Francia y Patrono de los hombres de leyes.

(fuente: www.franciscanos.net)

otros santos 21 de mayo:

martes, 20 de mayo de 2014

20 de mayo: San Bernardino de Siena

(1380-1444)

San Bernardino de Siena fue uno de aquellos predicadores de penitencia que en el siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron eficazmente a la reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y apostólico y su oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos vivientes del celo y de la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos predicadores del siglo XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y otros.

Nacido en 1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de los Albiceschi, recibió Bernardino en Siena una educación completa en las ciencias eclesiásticas. En 1402 vistió el hábito de San Francisco; en 1404 recibió la ordenación sacerdotal y un año después fue destinado a la predicación.

Pero transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le ayudaban a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas como, por otra parte, se distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece el año 1417 como guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues, de una manera inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere que recibió la orden divina, transmitida por un novicio: «Hermano Bernardino, ve a predicar a Lombardía».

El hecho es que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y comienza aquella carrera de grandes misiones o predicaciones populares, cuya característica era un intenso amor a Jesucristo, que llegaba al interior de sus oyentes y arrancaba lágrimas de penitencia. Este amor a Jesucristo lo sintetizaba en el anagrama del nombre de Jesús, tal como, precisamente desde entonces, se ha ido popularizando cada vez más: I H S. Llevábalo a guisa de banderín y procuraba fuera grabado en todas las formas posibles, en estampas de propaganda, en grandes carteles y, sobre todo, en los testeros de las iglesias, casas consistoriales y domicilios particulares de las poblaciones donde misionaba. Aquello debía servirles de recuerdo perenne de las verdades predicadas y de las decisiones tomadas. De ello pueden verse, aun en nuestros días, multitud de ejemplos en los territorios donde él predicó.

Efectivamente, en 1418 predica la Cuaresma en la iglesia principal de Milán, donde el último de los Visconti daba el triste ejemplo de una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se revela un orador popular de cualidades extraordinarias. El pueblo se siente transformado por el fuego de su predicación. Vuelve al año siguiente y se repiten los mismos resultados de grandes conversiones y reforma de costumbres. De 1419 a 1423 recorre las poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces predica en la misa, otras durante el día; unas veces organiza una misión, otras es un sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación de las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza taumatúrgica. Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a conducirle al otro lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie sorprende tan estupendo milagro, pues todos son testigos de su ascetismo extraordinario y del abrasado amor de Dios que respira en su predicación.

Pero el fruto de su apostolado no se limita a la transformación de costumbres y reforma de vastos territorios. En Venecia, donde predica en 1422, obtiene la fundación de una cartuja y de un hospital para infecciosos. Predica de nuevo en Verona en 1423, y de nuevo nos relatan los cronistas del tiempo un milagro estupendo obrado por él, cuando hace retornar a la vida a un hombre muerto en un accidente. La fama de su santidad y de la fuerza arrebatadora de su predicación toma proporciones nunca oídas. A partir del año 1424 llega a su apogeo. Ya no bastan las mayores iglesias para contener las grandes masas, ansiosas de escuchar la palabra ardiente de un santo. En Vicenza habla en la plaza pública a una multitud de veinte mil personas. En Venecia desarrolla en 1424 una actividad extraordinaria y acude la población entera a las plazas públicas para escucharle. Los grandes carteles, en que ostenta el anagrama de Jesús, producen un efecto admirable. De allí pasa a Ferrara, donde consigue tocar el corazón de sus habitantes, que renuncian en masa al lujo y a las diversiones pecaminosas.

Parece imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un trabajo tan agotador, sobre todo si se tiene presente que lo acompaña con una vida extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos lo transmitieron los más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo del ascetismo más exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su obra apostólica. Predica la Cuaresma en Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el romano pontífice Martín V (1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo pintar el nombre de Jesús en las cartas que se emplean. El pueblo y el mercader que se compromete en esta empresa la miran con recelo; pero, al fin, terminan todos por entusiasmarse con el invento, que trae consigo una transformación completa de la ciudad. Siguiendo la llamada de los florentinos, predica en Florencia durante el verano de 1424, y esta ciudad, prototipo de la elegancia y del lujo más exagerados, termina la misión organizando grandes hogueras, a las que las damas de la más elegante sociedad arrojan los objetos más preciados de sus vanidades. Más aún. Como recuerdo de tan importantes acontecimientos se hace pintar el anagrama de Jesús y se coloca en la fachada de la iglesia de la Santa Cruz.

En medio de esta carrera de predicación en grande estilo de San Bernardino no podía faltar su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después de predicar la Cuaresma en Prato, en 1425, llega a Siena a fines de abril, y allí derrocha tesoros de su más ardiente palabra apostólica durante cincuenta días. Entre sus oyentes se encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II (1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama de Jesús en el testero del Palazzo publico. En Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva todas las maravillas de su predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde predica la Cuaresma y ataca duramente la usura, una de las plagas del tiempo.

Esta campaña de 1418-1427, extraordinariamente fecunda en frutos de conversiones, renovación de costumbres y reforma fundamental de vida, constituye la primera etapa de la gran obra reformadora realizada por San Bernardino de Siena. Ahora bien, para conocer las características de la predicación de este gran orador cristiano debemos poner a la cabeza de todas su eminente santidad y austeridad de vida, que fascinaba a las multitudes y arrastraba con la fuerza irresistible del ejemplo. Mas, por lo que se refiere a la estructura literaria de sus sermones, no podemos tomar como ejemplos los esquemas latinos que se nos han conservado y podemos leer en sus obras, por ejemplo, en la edición crítica de las mismas, que se ha publicado en nuestros días. Porque su palabra viva y ardiente era completamente diversa de estos esbozos eruditos, a manera de tratados teológicos. De la verdadera elocuencia de su lenguaje popular y vivo nos dan una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus oyentes copió en su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente publicados. Aquí es todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el auditorio. El orador, sin perder de vista el objeto primordial de su discurso, sigue la inspiración del momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su discurso con frecuentes diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes exclamaciones y apóstrofes, lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y divino, que lleva la convicción a las almas y arranca de sus oyentes lágrimas de compunción y propósitos de reforma.

Es admirable la maestría de esta oratoria, eminentemente popular y profundamente teológica y cristiana. Conserva siempre la dignidad de la cátedra apostólica; adáptase, en cuanto le es posible, a los oyentes que le escuchan y a las circunstancias del tiempo; fustiga las divisiones de partidos y los vicios más típicos de la época, sobre todo la usura, la sensualidad, el despilfarro, la vanidad, el espíritu pendenciero; pero siempre en una forma tan digna y elevada que aparecen su espíritu verdaderamente apostólico y las entrañas de misericordia de Dios, siempre dispuesto a acoger en sus brazos a los que de veras se arrepienten de sus vicios y pecados. En particular se observa que, a diferencia de Jerónimo Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda significación política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun civiles.

Esto no obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue citado y tuvo que presentarse en Roma ante el Papa Martín V. Habíase elevado una acusación contra él por la novedad que ofrecía su predicación sobre el nombre de Jesús y la propaganda que hacía de las estampas, tabletas e inscripciones de su anagrama. Al llegar a Roma se le prohibió subir al púlpito y fue obligado a mantenerse recluido hasta que se examinara y decidiera su causa. El Santo, lleno de la más humilde resignación y con la confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna especie de resistencia. Pero entonces mismo llegó su inseparable amigo y discípulo predilecto, San Juan de Capistrano, quien supo exponer su causa en tal forma que el Papa se convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no ofrecía ninguna dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte eficaz para fomentar la devoción del pueblo. La respuesta a los acusadores se dio públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma durante ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce sermones.

Puesta así de relieve la santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente la popularidad y reputación de su compaisano, los sienenses suplicaron al Papa que nombrara obispo de Siena a San Bernardino. El Papa accedió a tan justificados ruegos, pero el Santo se resistió. En cambio, entonces precisamente dio él comienzo a la segunda etapa de su vida apostólica. Desde agosto del mismo año 1427 desarrolla una intensa campaña en Siena, desgarrada entonces por las más encarnizadas divisiones. Los cuarenta y cinco sermones que entonces predicó, tomados literalmente por un copista y publicados en nuestros días, son la más clara prueba de la elocuencia popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y aun mística de su predicación.

Luego siguió un amplio recorrido por la Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su criterio y experiencia, la eximia santidad de su vida y la aureola de reputación que lo acompañaba, todas estas circunstancias juntas producían un efecto sin precedentes. Nada se resiste a su arrolladora elocuencia. Así, con su palabra de fuego, consigue fácilmente detener a los sienenses en su ya iniciada guerra contra Florencia. Precisamente en esta ocasión el emperador Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la más íntima amistad, y en abril de 1433 le lleva consigo a Roma.

Desde 1433 se inicia la última etapa de la vida de San Bernardino. Retirado al convento de Capriola, se dedica tres años al trabajo de redacción de sus obras.

En 1436 dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es nombrado vicario general de los conventos de la observancia, y en inteligencia con Eugenio IV (1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde entonces en fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido, la carta dirigida el 31 de julio de 1440 a todos sus súbditos. Con la anuencia de Eugenio IV toma como ayudante en esta obra de reforma regular a San Juan de Capistrano, su más insigne discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la eximia santidad de su vida. En esta forma visita las provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un nuevo campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.

Finalmente, en 1442, admite el Papa su renuncia a este cargo. Parece que podía entonces dedicarse al descanso. Pero su espíritu apostólico no se lo permite. Agotado por las fatigas de tantos años de predicación y por una vida de continuas austeridades y la observancia más estricta de la disciplina religiosa, siente reanimarse su espíritu entregándose de nuevo a la predicación. Así lo vemos en Milán, en el otoño de 1442, donde combate la herejía de un tal Amadeo; predica en Padua en 1443 una serie de sesenta sermones, que, copiados literalmente por uno de sus oyentes, constituyen una de las mejores joyas de la elocuencia sagrada; tiene que negarse a predicar en Ferrara, y aparece luego en Vicenza. A principios de 1444 tiene un breve descanso en su querido convento de Capriola, donde acaba de revisar algunas de sus obras, en particular sus Discursos sobre las Bienaventuranzas. Al exponer el Bienaventurados los que lloran da suelta a su tierno corazón por la honda pena que acaba de experimentar por la muerte del hermano Vicente, compañero suyo inseparable durante veintidós años. «Débil de cuerpo –exclama–, con frecuencia yo he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era imprevisor, olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado, oh Vicente? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?»

Tal es San Bernardino al final de su vida: el gran predicador popular, que ha transformado con su palabra y ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran propagador de la devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó escritos maravillosos; el gran entusiasta de la devoción a María; el gran reformador y defensor de la observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su padre, San Francisco de Asís. Es un sol que se halla en su ocaso. Todavía quiere predicar a Cristo. Sacando fuerzas de flaqueza, se decide a ir a predicar a Nápoles. En el camino predica en varios lugares; obra varios milagros; se detiene en Asís, en Santa María de los Angeles; pero, llegado a Áquila, rendido al cansancio, muere el 20 de mayo, víspera de la Ascensión. Seis años después, el 24 de mayo de 1450, el papa Nicolás V (1447-1555), cediendo a los clamores del pueblo cristiano, le eleva al honor de los altares.

San Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos del siglo XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular cristiana, uno de los más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor de Cristo, tan característico de su padre San Francisco de Asís y del espíritu franciscano de todos los tiempos.

escrito por Bernardino Llorca, S. I., 
San Bernardino de Sena, en Año Cristiano, Tomo II, 
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 436-443.
(fuente: www.franciscanos.org)

otros santos 20 de mayo:

- San Alcuino de York
- San Arcángel Tadini

lunes, 19 de mayo de 2014

19 de mayo: San Dunstán

Obispo y abad de Glastonbury
(923-988)

Un joven de gran gentileza, túnica roja, daga al cinto, gorro de pieles, detiénese delante del palacio episcopal de Cantorbery, preguntando nervioso por el primado Athelmo. Athelmo es un anciano bondadoso y un buen prelado, como había pocos en aquella época. En cuanto vio aparecer al mancebo, reconoció en él los rasgos de su hermano Herstán. Efectivamente, aquél era hijo de su hermano. Se llamaba Dunstán.

—Tío, aquí vengo a ponerme bajo tu dirección—dijo Dunstn.

—Pero ¿qué te voy a enseñar yo? ¿No estabas mejor con aquellos buenos monjes de Glastonbury?—le dijo el buen arzobispo.

—Toda Inglaterra—contestó el sobrino—sabe que tiene el mejor maestro de la virtud en el jefe de su Iglesia. Yo, después de haber aprendido las letras, quiero que me enseñes a servir a Dios.

—Bueno, ¿y qué letras te han enseñado los benedictinos de Glastonbury?

—Puedes creerme que están orgullosos de su discípulo. Tal vez exageren, pero al partir me dijeron: «Vete en paz, hijo; sabes ya más latín que nosotros, más retórica que nosotros, más filosofía que nosotros; en cuanto a música, a pintura, a modelar los metales, no habrá nadie que te aventaje.»

Athelmo pudo ver que aquellos Padres no habían exagerado; y lo pudo ver, sobre todo, en lo que se refiere a la dialéctica. Tenía empeño en que su sobrino tomase el hábito, y le pintaba con hermosos colores las excelencias de la vida monástica; pero él se resistía torciendo los argumentos. «Es más perfecto—decía—vivir en el mundo como monje, que obedecer en un monasterio por necesidad.» Athelmo se lo negaba y añadía que, aun supuesto fuese más perfecto, era lo más peligroso y difícil; pero inútilmente. En vista de esta repugnancia, Athelmo lo dejó en paz y aun le envió a la corte con una carta en que decía al rey: «Recomiendo ante vuestra alteza a este joven, que es sobrino mío y tiene también algún parentesco con la familia real, a fin de que esté constantemente en vuestra presencia y oiga las palabras de la boca de mi señor, el rey. Me daréis en ello una prueba del favor que tantas veces me habéis mostrado y que espero seguiréis mostrándome en adelante.»

Era entonces rey de aquella parte de Inglaterra Athelstán, el que mandó traducir la Biblia al idioma sajón. Hizo al joven la más graciosa acogida, y bien pronto le tomó tal cariño, que no consentía se apartase de su lado, ni siquiera cuando juzgaba las causas de sus vasallos o entraba en los templos para encomendarse a Dios. Dunstán, por su parte, lo recreaba hablando de lo mucho que sabía, cantando o tocando varios instrumentos músicos, pues era muy diestro en ese arte.

Estas habilidades, tan por encima de los hombres de su época, así como sus vastos conocimientos y el verlo con frecuencia revolviendo códices viejos, celtas, latinos y sajones, le rodearon a los ojos de la gente cortesana de una aureola sobrenatural. Algunos envidiosos empezaron a pensar que aquel joven tenía tratos con el demonio, y apoyaban sus pensamientos en algunos sucesos milagrosos con que Dios había protegido la infancia de Dunstán. Un caso singular vino a confirmar, según ellos, sus sospechas. Dunstán poseía también admirablemente el arte de la pintura. Una matrona ilustre rogóle un día que fuese a su casa para que le hiciese el dibujo de una casulla que quería hacer para el culto divino. Dunstán accedió, y a la vez que los pinceles llevó el arpa, que dejó colgada en la pared. Estaba abstraído en la operación del dibujo, cuando el arpa, sin que nadie la pulsase, empezó a tocar de una manera prodigiosa aquella conocida antífona del Oficio de los Mártires: Gaudent in coelis...

El ama de la casa, las hijas y las criadas contaron el suceso, haciéndose lenguas del santo joven; pero sus émulos de la corte lo interpretaron siniestramente, y lograron retirarle el favor del rey. Dustán observó un día y otro que el rey estaba serio con él, y esto le movió a dejar aquel lugar de intrigas y retirarse a Glastonbury, donde había nacido y estudiado.

Allí, junto al monasterio de Santa María, construyó una celdilla que tenía cinco pies de largo, dos y medio de ancho, y de alto la talla de un hombre. En ella se consagró a la más estrecha penitencia, a la más encumbrada oración y a labrar objetos piadosos para iglesias, modelando alhajas delicadísimas en esmalte, repujado, pintura y orfebrería. Su minúscula habitación veíase constantemente rodeada de muchedumbres.

El diablo se le aparecía en formas diversas. Un día vino, sucesivamente, en figura de oso, de lobo y de zorra. La primera vez lo ahuyentó con la señal de la cruz; la segunda siguió cantando salmos, sin hacer caso de él, y la tercera, le dijo riendo: «Ahora has acertado; esa es la figura que te conviene.» Marchó, mas para venir luego en forma humana a asomarse a la ventanilla... El santo, en cuanto lo ve, coge unas tenazas ardientes que tenía para trabajar el hierro, le agarra con ellas la cara, y, a fuerza de tirar, le introduce en la celda. El otro chillaba y forcejeaba, hasta que logró escapar diciendo: « ¡Oh, qué cosas hace este calvo!» Eso de calvo era una calumnia del enemigo, porque Dunstán tenía una hermosa cabellera, aunque muy suave y entonces poco crecida. «Pobre de mí, pecador—dice su biógrafo—; yo confieso que vi la celda donde pasaron estas cosas; que toqué con mis manos pecadoras muchas joyas por él fabricadas; que las llevé a mis ojos; que las regué con mis lágrimas y que las adoré doblando las rodillas. Tal fue la casa del joven, tal fue su lecho; ningún palacio se les puede comparar; pues gracias a tales estrecheces reciben consuelo los enfermos y los desgraciados.»

Entre tanto, Athelstán había muerto, y su hermano Edmundo reinaba en su lugar. Y Edmundo, no solamente obligó a Dunstán a volver a su palacio, sino que le hizo el hombre de toda su confianza, le nombró su canciller y le dio la abadía más antigua de Inglaterra: la de Glastonbury. En ella y en otras cinco por él levantadas introdujo Dunstán todo el rigor de la Regla benedictina. Como canciller, aconsejaba al monarca en todos los negocios y escribía los documentos particulares y públicos y los confirmaba. En ellos aparece su firma en esta forma; «Yo, Dunstán, abad, aunque indigno, compuse esta carta y la escribí con mis propios dedos.» Esto era por los años de 945.

Una época de prosperidad moral y religiosa empieza entonces para Inglaterra. Una prosperidad basada en los principios de la diplomacia cristiana. La mitad de las ideas políticas del canciller estaban resumidas en aquella frase del salmo: «Si el Señor no defiende la ciudad, en vano vigilan las atalayas.» Dunstán procuraba el engrandecimiento de su pueblo; aconsejaba a los reyes, dirigía los negocios del Estado; sabio y artista, fomentaba el cultivo de las artes y de las letras, mantenía en respeto a los pueblos vecinos, levantaba santuarios magníficos y procuraba por todos los medios el bienestar material de los súbditos. Pero toda su política estaba ordenada a Dios. Su ideal de gobernante no se reducía a que en todas las mesas del reino se pudiese comer con seguridad una gallina gorda, sino que ambicionaba para todos los ingleses la tranquilidad de conciencia y la alegría del espíritu, sin las cuales poco vale todo el bienestar material. De esta manera pudo resolver la gran cuestión que después de él traerá revuelto al reino: la armonía de los intereses del Estado con los de la Iglesia, a la que representaba como arzobispo de Cantorbery.

Cerca de cuarenta años realizó este programa sublime de gobierno. En su tiempo los caminos estaban seguros, los nobles vieron enmohecerse sus armas en sus castillos, los clérigos observaron los cánones y los reyes se olvidaron de abusar del Poder.

Nada puede compararse a la energía de Dunstán. Los revoltosos pusieron todos los medios para derribarlo: conjuraciones, emboscadas, artificios. La calumnia le persiguió hasta Roma. Varias veces estuvo a punto de perder la vida, pero nadie podía quebrantar su voluntad. Sólo un instante se retiró de la corte, porque el rey Edwy no quería seguir sus consejos. Edwy era un joven disoluto. El mismo día de su coronación se levantó del convite para acudir al lado de una mala mujer. Los grandes y los prelados mordieron la injuria en silencio; sólo Dunstán se atrevió a ir en busca del rey, y arrancándole de los brazos de su querida, lo arrastró hasta la sala del banquete. Esta hazaña le valió el destierro.

La tempestad pasó pronto. Al año, el nuevo rey Edgar lo llamaba a su lado. Edgar era todo lo contrario de su antecesor. Sin embargo, también él tuvo que escuchar el non licet del arzobispo-canciller. Habiendo ido una vez a visitar un monasterio, quedó perdidamente enamorado de una novicia, y no se detuvo ante el obstáculo del sacrilegio. Cuando Dunstán lo supo, marchó corriendo a palacio. Edgar le tendió la mano, pero el canciller se la rechazó. El rey, arrepentido, confesó su pecado. Entonces Dunstán lo abrazó imponiéndole una penitencia de siete años. Caracteres como éste era lo que necesitaban aquellos reyes, prontos a abusar de su poder absoluto; aquellos condes indómitos y avariciosos y aquellos clérigos habituados a saltar por encima de los cánones.

A pesar de todas sus exigencias y de todas las resistencias, Dunstán se ganó el amor del pueblo inglés. Buenas pruebas recibió de ello poco antes de morir. El día de la Ascensión del 988, el arzobispo dijo la misa solemne delante de la muchedumbre. Después del Evangelio, predicó con más unción que nunca, y su rostro parecía tan transformado, que todos creían ver el rostro de un ángel. En la ternura de su voz presentían algo triste; los rostros se ensombrecían, y bien pronto por toda la basílica no se oían más que sollozos. El santo anciano se volvió otras dos veces al pueblo durante la misa para consolarle con sus piadosas palabras. Las mismas escenas se repitieron en el Oficio de la tarde; y cuando los ministros se dirigían a la habitación contigua para descansar, según costumbre del verano, vieron al santo prelado levantarse en el aire, y quedar un gran rato suspendido. Ya pensaban que iba a subir al Cielo como el profeta Elías, cuando cayó de nuevo, con la misma suavidad con que ascendiera. Luego habló al pueblo, diciendo entre otras cosas:

«Hijos míos, ovejuelas del redil del Hijo de Dios, ya habéis visto a donde soy llamado y arrastrado. Conocéis mi camino y las obras que he practicado durante mi vida. Sólo me queda deciros, por lo que más améis, que hagáis vosotros lo mismo. Pido al Dios de las misericordias, el que me ha señalado el camino, que dirija vuestros cuerpos y vuestros corazones en paz y según su voluntad.» Todos respondieron: «Amén», y se quedaron llorando.

(fuente: divvol.org)

otros santos: 19 de nayo:

- San Teófilo de Corte
- Santa María Bernarda Bütler
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