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sábado, 30 de noviembre de 2013

30 de noviembre: San Andrés, apóstol

SAN ANDRÉS
Apóstol
(Siglo I)
Patrono de la Iglesia de Constantinopla

Sentada sobre el lago de Genesareth estaba Cafarnaúm, y junto a Cafarnaúm, Corozaím y Bethsaida. Bethsaida y Corozaím, pequeñas aldeas de pescadores y campesinos, miraban con envidia a Cafarnaúm, que poco a poco se había ido convirtiendo en una ciudad populosa y comercial. Situada en el camino de las caravanas que desde Damasco se dirigían al mar, había llegado a ser un punto de cita para artesanos, traficantes, mercaderes, comisionistas, soldados, recaudadores y funcionarios. De los pueblos limítrofes le llegaban sin cesar gentes deseosas de ganarse la vida o de ocupar un puesto en las covachuelas del fisco. Así habían llegado dos pescadores de Bethsaida: Simón, hijo de Jonás, y su hermano Andrés. Pero Simón venía empujado por el amor, pues al llegar a Cafarnaúm se había establecido con su mujer en casa de su suegra.

En la ciudad, lo mismo que en la aldea, los dos hermanos viven de la pesca; pero tanto como las carpas y los boquerones, les interesan las cuestiones religiosas. En las noches serenas, mientras aguardan a que los peces vengan a meterse en la red, hablan en voz baja del último capítulo de los Profetas, leído por el rabino en la sinagoga, y se preguntan si el Mesías no estará a punto de aparecer. Cuando Juan Bautista empieza a bautizar en el Jordán, los dos hermanos se entusiasman con aquel movimiento teocrático, y Andrés, que está más libre, se marcha de casa en busca del Profeta. Es una naturaleza ardiente, un corazón sencillo, un hombre que busca lealmente el reino de Dios. Juan le admite entre sus discípulos. Una tarde estaba Andrés con su maestro cerca del agua, cuando oyeron ruido de pasos. Delante de ellos caminaba un hombre cuya frente aparecía aureolada por una serenidad divina. El Bautista levantó la cabeza, clavó en el transeúnte una mirada de admiración y respeto, y dijo a su discípulo: «He aquí al Cordero de Dios.»

Estas palabras impresionaron tan vivamente al joven pescador, que, dejando a Juan, echó a correr detrás del desconocido.

—¿Qué quieres?—preguntó éste, volviendo la cabeza; y había tal dulzura en su voz, que Andrés se atrevió a decirle, como pidiéndole una entrevista;
—Rabbí, ¿dónde moras? Y el Rabbí le contestó:
—Ven conmigo y lo verás.

Este fue el primer encuentro de Andrés de Bethsaida y Jesús de Nazareth.

Sin duda, el Señor habitaba entonces algunas de las casitas que se alzaban en las riberas del Jordán, tal vez una choza formada de ramas de terebinto y de palmera, sobre la cual el viajero arrojaba su manto de piel de cabra. Eran las cuatro de la tarde cuando Andrés entró en la morada de Jesús, y se quedó con Él todo el día. «¡Oh día dichoso!

—exclamaba San Agustín—. ¡Quién pudiera decirnos lo que en aquellas horas aprendió el afortunado discípulo.»

Loco de alegría con su descubrimiento, Andrés fue a anunciárselo a su hermano.

—He hallado al Mesías—le dijo.

Y, cogiéndole del brazo, le llevó a donde estaba Jesús. El Señor miró al hombre rudo, tostado por los aires y los soles del lago, y viendo en él la roca inmutable sobre la cual construiría su Iglesia, le dijo: «Tú eres Simón, hijo de Jonás; pero en adelante te llamarás Pedro.»

Después Jesús se volvió a Galilea, y los dos discípulos siguieron echando sus redes en el agua. Pero al poco tiempo el Profeta de Nazareth estaba de vuelta en Cafarnaúm, «su ciudad», como dice San Mateo. Por las tardes solía vérsele a la orilla del lago, viendo llegar las barcas con la vela hinchada por la brisa y saludando a los hombres, que descendían con los pies descalzos, llevando las viejas redes goteando o las cestas donde brillaba la plata de los peces agonizantes. Pero a veces las cestas estaban vacías, y entonces las palabras del Nazareno curaban el mal humor de los corazones, amargados por la brega infructuosa. Y sucedió que un atardecer volvió a ver Jesús a los dos hermanos, que desde su barca arrojaban las redes en el mar; y hablándoles desde la orilla, les dijo: «Venid en pos de Mí, que Yo os haré pescadores de hombres.» Era la vocación definitiva. En el mismo instante, Simón y Andrés dejaron la barca y las redes y siguieron a Jesús.

Durante tres años, Andrés recogió los secretos del corazón del Maestro, asistió a sus milagros, escuchó con avidez su doctrina, y fue testigo de su Pasión y muerte. De todos los Doce fue el primero en seguir a Jesús; y aquel primer entusiasmo no desmaya nunca, ni en los caminos de Galilea, ni en los silencios del desierto, ni ante los muros enemigos de Jerusalén. Oye con los demás Apóstoles el mandato divino: «Id y predicad a todas las gentes»; y cuando llega la hora de lanzarse a través del mundo a predicar la buena nueva, deja para siempre su tierra y el lago inolvidable donde había brillado para él la luz de la verdad, y camina a través del mundo romano, enarbolando intrépidamente la antorcha divina: del Asia Menor al Peloponeso, del Peloponeso a Tracia, de Tracia a las regiones del Ponto Euxino. No le detiene el Cáucaso, ni las fronteras del Imperio. Donde ha renunciado a pasar el soldado de Roma, allá llega él armado de la cruz. La región misteriosa de la Escitia, cuna de hordas salvajes y de conquistadores bárbaros, le mira como su primer Apóstol. Los helenos, acostumbrados a la música poética de Sófocles, escuchan ahora con respeto esta voz que tiene rudezas semitas, pero que trae la luz a los espíritus y el calor a los corazones. En Patras, ciudad de Acaia, la multitud rodea al sabio que predica la filosofía de la cruz.

Andrés es un apasionado de la cruz. La cruz es su bandera, su espada y su armadura. Llevado a presencia del prefecto, le dice: «Oh Egeas; si tú quisieses conocer este misterio de la cruz, y cómo el Creador del mundo quiso morir en el madero para salvar al hombre, seguramente creerías en él y le adorarías.»

Tal vez Egeas era uno de aquellos hombres escépticos que pululaban en el Imperio romano durante el gobierno de los primeros cesares, y que veían en la religión oficial una tradición de belleza, íntimamente unida con la grandeza de Roma. Recibió despectivo la invitación del Apóstol y le ordenó que sacrificase a los dioses. Es bellísima la respuesta de Andrés: «Cada día ofrezco a Dios todopoderoso un sacrificio vivo, no el humo del incienso, ni la sangre de los cabritos, ni la sangre de los toros; mi ofrenda es el Cordero sin mancha, cuya carne es verdadera comida, y cuya sangre es verdadera bebida con que se alimenta el pueblo creyente; y, a pesar de esto, después de la inmolación persevera vivo y entero, como antes de ser sacrificado.»

Estas misteriosas palabras provocaron, como era natural, la cólera del magistrado. Condenado a muerte, Andrés vio levantarse ante sí una cruz en forma de aspa. Era el instrumento del suplicio. Lleno de júbilo, cayó delante de ella, prorrumpiendo en aquellas palabras que la Iglesia ha recogido en su liturgia: « ¡Oh cruz amable, oh cruz ardientemente deseada y al fin tan dichosamente hallada! ¡Oh cruz que serviste de lecho a mi Señor y Maestro, recíbeme en tus brazos y llévame de en medio de los hombres para que por ti me reciba quien me redimió por ti y su amor me posea eternamente!» Así Andrés, «el primogénito de los Apóstoles», como le llama Bossuet, fue elegido para dar al mundo un ejemplo heroico de amor al signo adorable de la cruz.


Audiencia general de S.S Benedicto XVI, presentando a San Andrés, apóstol. 
Andrés, el protóclito

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la medida en que nos lo permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca también a los otros once Apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón Pedro, san Andrés, que también era uno de los Doce.

La primera característica que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como se podría esperar, sino griego, signo notable de que su familia tenía cierta apertura cultural. Nos encontramos en Galilea, donde la lengua y la cultura griegas están bastante presentes. En las listas de los Doce, Andrés ocupa el segundo lugar, como sucede en Mateo (Mt 10, 1-4) y en Lucas (Lc 6, 13-16), o el cuarto, como acontece en Marcos (Mc 3, 13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 13-14). En cualquier caso, gozaba sin duda de gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.

El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios: "Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Seguidme, y os haré pescadores de hombres"" (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). El cuarto evangelio nos revela otro detalle importante: en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la realidad de la presencia del Señor.

Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como "el cordero de Dios" (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó "cordero de Dios". El evangelista refiere: "Vieron dónde vivía y se quedaron con él" (Jn 1, 37-39).

Así pues, Andrés disfrutó de momentos extraordinarios de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: "Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró él luego a su hermano Simón, y le dijo: "Hemos hallado al Mesías", que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús" (Jn 1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.

Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de "Protóklitos", que significa precisamente "el primer llamado". Y no cabe duda de que por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas. Para subrayar esta relación, mi predecesor el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde, según la tradición, fue crucificado el Apóstol.

Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, que nos permiten conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea, cuando en aquel aprieto Andrés indicó a Jesús que había allí un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces: muy poco —constató— para tanta gente como se había congregado en aquel lugar (cf. Jn 6, 8-9). Conviene subrayar el realismo de Andrés: notó al muchacho —por tanto, ya había planteado la pregunta: "Pero, ¿qué es esto para tanta gente?" (Jn 6, 9)— y se dio cuenta de que los recursos no bastaban. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharlo.

La segunda ocasión fue en Jerusalén. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: "Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse" (cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él nos da.

Los Evangelios nos presentan, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos o personas que tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el evangelio de Juan, pero precisamente así se revela llena de significado. Jesús dice a los dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24).

¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con algunas personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el "grano de trigo muerto" —símbolo de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo; será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.

Según tradiciones muy antiguas, Andrés, que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino también el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas tradiciones nos dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos; una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.

Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama "cruz de san Andrés".

Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado "Pasión de Andrés", en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes palabras: "¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!... Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!".

Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender aquí una lección muy importante: nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.

Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a cultivar con él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los feligreses de las parroquias de San José de Utrera, San Miguel Arcángel de Lima y Emmanuel de Santiago de Chile. Como el apóstol Andrés, seguid a Cristo con prontitud, anunciadlo con entusiasmo, cultivad con él una relación de verdadera familiaridad, conscientes de que las cruces y los sufrimientos adquieren su verdadero sentido si se acogen como parte de la cruz de Cristo.

(En polaco) En la víspera de la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor dirijamos nuestro corazón a Cristo presente en el misterio de la Eucaristía. Con fe en sus palabras: "Esto es mi Cuerpo... Esta es mi Sangre", acerquémonos a esta fuente de gracia, agradeciendo a Dios tan gran signo de su amor. Que la Comunión y la adoración eucarística nos santifiquen a todos.

(En lengua checa) En este mes de junio pidamos a Jesús, que es manso y humilde de corazón, que transforme nuestro corazón según el suyo.

(En lengua croata) Queridos hermanos, testimoniad vuestra fe visitando con frecuencia a nuestro Señor Jesucristo, presente en el Misterio en los sagrarios de las iglesias, para que, llenos de paz y amor, progreséis en la santidad.

(En italiano) Dirijo, por último, un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados aquí presentes. La fiesta del "Corpus Christi" es una ocasión propicia para profundizar la fe y el amor a la Eucaristía. Queridos jóvenes, alimentaos a menudo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nuestro pan espiritual, y progresaréis por el camino de la santidad. Que la Eucaristía sea para vosotros, queridos enfermos, apoyo, luz y consuelo en la prueba y en el sufrimiento. Y vosotros, queridos recién casados, encontrad en este Sacramento la energía espiritual para vivir el gran amor que Cristo nos manifestó dándonos su Cuerpo y su Sangre.

Mañana, fiesta del "Corpus Christi", como todos los años, celebraremos a las siete de la tarde la santa misa en la plaza de San Juan de Letrán. Al final, seguirá la solemne procesión que, recorriendo la vía Merulana, concluirá en Santa María la Mayor. Invito a la comunidad cristiana a unirse a este acto de profunda fe en la Eucaristía, que constituye el tesoro más valioso de la Iglesia y de la humanidad.

© Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana

(fuentes: www.divvol.org; www.vatican.va)

viernes, 29 de noviembre de 2013

29 de noviembre: Beata María Magdalena de la Encarnación

(1770-1824)

Nació en Porto Santo Stefano (Italia) el 16 de abril de 1770, en el seno de una familia fervientemente católica. Fue bautizada al día siguiente con los nombres de Catalina María Francisca Antonia.

Creció en un ambiente impregnado de religiosidad ejemplar. Su padre, Lorenzo Sordini, promovió que en la iglesia parroquial se expusiera a la veneración pública, en circunstancias especiales, con espíritu de amor y reparación, el Santísimo Sacramento, como por ejemplo el jueves de carnaval. Así, desde su adolescencia, Catalina pasaba horas en adoración junto a Jesús sacramentado.

A los 17 años recibió una propuesta de matrimonio de parte de Alfonso, joven de posición acomodada que le regaló preciosas joyas. En una ocasión, adornada con ellas, al mirarse en un espejo se le apareció el rostro doloroso de Jesús crucificado que la invitaba a entregarse totalmente a él y le decía: "Catalina, ¿me abandonas por un amor humano?". En febrero de 1788 ingresó en el monasterio de las Terciarias Franciscanas de Ischia di Castro. Al vestir el hábito religioso tomó el nombre de sor María Magdalena de la Encarnación.

El 19 de febrero de 1789, jueves de carnaval, en el refectorio vio a "Jesús como en un trono de gracia en el Santísimo Sacramento, rodeado de vírgenes que lo adoraban" y oyó una voz que le decía: "Te he elegido para instituir la obra de las Adoratrices Perpetuas, que día y noche me ofrecerán su humilde adoración para reparar las ofensas y las ingratitudes de la humanidad e impetrar gracias y ayudas de mi divina misericordia". Aquel día se convirtió para ella en el "día de la luz".

El 20 de abril de 1802 fue elegida abadesa, cargo que ocupó hasta 1807, cuando, siguiendo la voluntad de Dios que deseaba un nuevo instituto —y escritas las Constituciones—, se trasladó a Roma, con algunas hermanas y la bendición de Pío VII, para fundar el primer monasterio de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, en el convento de San Joaquín y Santa Ana, en Quattro Fontane. La fundación tuvo lugar el 8 de julio de 1807. Por iniciativa suya la iglesia se abrió a la adoración de los fieles laicos.

Gracias a su unión con Dios cada vez más íntima, a su gran espíritu de fe y a su intensa oración en tiempos muy difíciles, por la invasión de los franceses después de la Revolución, logró realizar muchas obras, en beneficio del monasterio y también de muchas personas que recurrían a ella.

La madre María Magdalena profetizó al Papa Pío VII la deportación a Francia: "Pero no tenga miedo; nadie le podrá perjudicar y volverá glorioso a Roma". También llegó la cruz para las Adoratrices, en forma de supresión del instituto; y ella fue exiliada a Florencia.

Caído el régimen napoleónico, en el año 1814 la madre volvió a Roma con algunas jóvenes florentinas y el 18 de septiembre de 1817 vistió el nuevo hábito religioso, que había visto en visión el "día de la luz": sayo blanco y escapulario rojo, símbolos del candor virginal y del amor a Jesús crucificado y eucarístico.

El 10 de marzo de 1818 la Santa Sede reconoció oficialmente la congregación, que la madre María Magdalena puso bajo el patrocinio de la Virgen de los Dolores.

Murió el 29 de noviembre de 1824 en Roma, donde reposan sus restos.

El instituto cuenta hoy con más de noventa monasterios esparcidos por todo el mundo.

(fuente: www.vatican.va)

jueves, 28 de noviembre de 2013

28 de Noviembre: Santa Catalina Laboure

Catalina nació el 2 de mayo de 1806, en Fain-les-Moutiers, Borgoña (Francia) de una familia campesina, en 1806. Al quedar huérfana de madre a los 9 años le encomendó a la Sma. Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le aceptó su petición. "A Ti he elegido por mi Madre", dijo Catalina a María.

Como su hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse al frente de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto no pudo aprender a leer ni a escribir.

A los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía: "Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". La imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria.

Al fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de San Vicente de Paúl y se dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad.

Entró a la vida religiosa con la Hijas de la Caridad el 22 de enero de 1830 y después de tres meses de postulantado, 21 de abril, fue trasladada al noviciado de París, en la Rue du Bac, 140.

Fue destinada al hospicio de Enghien, en la calle de Reuilly de París. Durante cuarenta y cinco años se dedicó a oficios humildes: de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.

El 27 de noviembre de 1830 estando Santa Catalina rezando en la capilla del convento, la Virgen María se le apareció totalmente resplandeciente, derramando de sus manos hermosos rayos de luz hacia la tierra. Ella le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen María "M", y una cruz, con esta frase "Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla y recen esa oración.

En 1865 muere el padre Aladel, su confesor y quien cnoce todo de las aparciones y cualquiera puede pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.

Otro sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.

Sor Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.

Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.

La virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.

El confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones.

La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.

En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.

Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.

Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.

Hoy sus reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo.

El papa Pío XI la beatificó el 28 de mayo de 1933 y Pío XII el 27 de julio de 1947 la canonizó. Su fiesta se celebra el 27 de noviembre.

(fuente: www.corazones.org)

miércoles, 27 de noviembre de 2013

27 de noviembre: San Teodosio

Etimológicamente significa “don de Dios”. Viene de la lengua griega.

Nunca en el Evangelio, Cristo invita a la tristeza o a la melancolía. Todo lo contrario, hace accesible una alegría apacible, e incluso un júbilo en el Espíritu Santo.

Este joven anacoreta murió en 1363. Se le conoce gracias a una amplia “Vida” escrita por el patriarca de Constantinopla Calixto I(1350-1363).

Fue su amigo hasta la muerte. Es posible que fuera originario de Bulgaria y que naciera en Turnovo.

Desde joven entró en el monasterio de san Nicolás, en el que mostró un gran sentido de la obediencia, humildad y tenacidad.

Buscando mayor perfección personal, se fue al de la Señora situado en la Montaña Sagrada.

Sus deseos no se vieron cumplidos y entonces fue pasando de uno a otro hasta que se enteró que había venido un monje santo procedente de del monasterio del Monte Atos.

Este monje tuvo que huir de las invasiones turcas. Se estableció en Paroria y construyó un centro de espiritualidad.

Junto a él encontró la alegría con que soñaba. Fue uno de sus amigos más íntimos y fiel seguidor de sus reglas para, con ellas, alcanzar la santidad.

Le encantaba la invocación frecuente a Jesús.

Poco a poco aprendió a orar con total inmovilidad, buscando la unión perfecta con Dios.

A pesar de los ataques turcos, él no perdía la calma. Más de una vez, por mandato de sus superiores, tuvo que ir al rey de Bulgaria pidiendo ayuda y protección. Lo hicieron abad pero por poco tiempo. Lo suyo seguía siendo la inquietud de buscar siempre el lugar idóneo para desarrolla su santidad. Fundó el monasterio de Kafaralevo, verdadera escuela y centro de literatura búlgara.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

(fuente: es.catholic.net)

martes, 26 de noviembre de 2013

26 de noviembre: San Humilde de Bisignano

Humilde de Bisignano, laico franciscano, pertenece al pueblo de los pequeños en quienes Dios se complace y a quienes revela sus misterios. No hizo estudios, pero su discreción y discernimiento de espíritu hizo que lo buscaran como consejero espiritual incluso los Papas. Desempeñó los oficios domésticos de su convento, a la vez que era hombre dado a la oración y a la caridad, extático y carismático, de quien Dios se sirvió para obras extraordinarias.

Hijo de Giovanni Pirozzo y de Ginevra Giardino, nació el 26 de agosto de 1582 en Bisignano, ciudad de Calabria (Italia), y recibió en el bautismo el nombre de Luca Antonio. Desde su niñez causó admiración por su extraordinaria piedad: participaba diariamente en la santa misa, comulgaba en todas las fiestas y oraba meditando la pasión del Señor incluso mientras estaba trabajando en el campo.

Ingresado en la Cofradía de la Inmaculada Concepción, solía ser indicado a los miembros de la misma como modelo de todas las virtudes. En los procesos canónicos se recuerda que su respuesta a alguien que le dio un solemne bofetón en la plaza pública, fue simplemente presentar con humildad la otra mejilla. Hacia los dieciocho años sintió la llamada de Dios a la vida consagrada, pero, por diversas causas, tuvo que retrasar nueve años la realización de su propósito, retraso que no le impidió empeñarse en una vida más austera y fervorosa.

A los veintisiete años ingresó en el noviciado de los frailes menores de Mesoraca (Catanzaro), y tomó el nombre de Humilde de Bisignano para significar el programa de toda su vida religiosa. La formación de los jóvenes estaba encomendada a dos santos religiosos: el P. Antonio de Rossano, maestro de novicios, y el P. Cósimo de Bisignano, guardián del convento. Emitió la profesión religiosa el 4 de septiembre de 1610, tras superar, por intercesión de la Virgen, a la que profesaba una tierna devoción, no pocas dificultades.

Ejerció con simplicidad y diligencia las tareas típicas de los religiosos no sacerdotes, como la portería, la sacristía, la cocina, ir a pedir limosna, atender el servicio de la mesa de la comunidad, cultivar el huerto y otros trabajos manuales que le encomendaron los superiores.

Desde el noviciado se distinguió por su madurez espiritual y por su fervor en la observancia de la Regla. Se entregó con denuedo a la oración, y Dios ocupó siempre el centro de sus pensamientos. Fue obediente, humilde y dócil, y compartió con alegría los diversos momentos de la vida de comunidad. Después de la profesión religiosa intensificó su empeño en el camino de la santidad. Multiplicó las mortificaciones, los ayunos y el celo en el servicio de Dios y de la comunidad. Su caridad lo hizo amado de todos: de los frailes, del pueblo y de los pobres, a quienes ayudaba distribuyéndoles cuanto recibía de la Providencia. Los dones carismáticos con que estuvo abundantemente dotado los empleó para gloria de Dios, para construir el Reino de Cristo en las almas y para consuelo de los necesitados.

Desde la juventud tuvo el don de continuos éxtasis, hasta el punto de ser llamado el «fraile extático». Estos éxtasis le ocasionaron una larga serie de pruebas y de humillaciones, a las que le sometieron sus superiores con el fin de tener la certeza de que provenían realmente de Dios y no había en ellos engaño diabólico. Tales pruebas, felizmente afrontadas y superadas, acrecentaron la fama de su santidad entre los hermanos de hábito y entre los extraños.

Estuvo adornado también con extraordinarios dones de lectura de los corazones, de profecía, de milagros y, sobre todo, de ciencia infusa. Aunque era analfabeto y sin estudios, respondía a preguntas sobre la Sagrada Escritura y sobre cualquier punto de la doctrina católica con una precisión que asombraba a los teólogos. Varias veces fue examinado por una asamblea de sacerdotes seculares y regulares, presidida por el Arzobispo de Reggio Calabria, que le presentaban dudas y objeciones; por varios profesores de la ciudad de Cosenza; por el inquisidor Mons. Campanile, en Nápoles, en presencia del P. Benedetto Mandini, teatino; y por otros. Pero fray Humilde respondía siempre con tanta sabiduría que sorprendía a sus examinadores.

Es fácil comprender la estima que le rodeaba por doquier. El P. Benigno de Génova, Ministro general de la Orden, lo llevó como acompañante en su visita canónica a los frailes menores de Calabria y de Sicilia. Gozó de la confianza de los sumos pontífices Gregorio XV y Urbano VIII, que lo llamaron a Roma y, tras un riguroso examen, se sirvieron de su oración y de su consejo. Permaneció bastantes años en Roma, donde vivió casi siempre en el convento de San Francisco a Ripa y, algunos meses, en el de San Isidoro. También vivió algún tiempo en el convento de la Santa Cruz, en Nápoles, donde se prodigó difundiendo el culto al Beato Juan Duns Escoto, venerado especialmente en la diócesis de Nola.

Alrededor de 1628 pidió poder ir a padecer en tierra de misiones. Habiendo recibido de los superiores una respuesta negativa, siguió sirviendo al Reino de Dios entre su gente, atendiendo a los más necesitados, a los marginados y a los olvidados.

Su vida fue una oración incesante por todo el género humano. Sus oraciones eran simples, pero brotaban del corazón. A la pregunta del P. Dionisio de Canosa, su confesor durante muchos años y su primer biógrafo, sobre qué era lo que pedía al Señor durante tantas horas de oración, respondió: «Lo único que hago es decir a Dios: ¡Señor, perdóname mis pecados y haz que te ame como estoy obligado a amarte; y perdona los pecados a todo el género humano, y haz que todos te amen como están obligados a amarte!».

Siempre dispuesto a obedecer con prontitud, valeroso en la pobreza, acogedor en la vivencia alegre de la castidad, fray Humilde recorrió un camino de luz que lo llevó a la contemplación de la Luz divina: murió el 26 de noviembre de 1637, en Bisignano, es decir, «allí donde había recibido el espíritu de gracia» y desde donde «ilumina el mundo con multitud de milagros», como dicen San Buenaventura y Celano hablando de San Francisco.

El misterio de la vida del San Humilde es ciertamente el misterio de un Dios que hace cosas grandes en la criatura que cree en él y se confía por entero a su amor, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos y dedicándose enteramente a su servicio.

Pero su vida, en la que resplandece el fulgor de la santidad de Dios, es también un misterio de disponibilidad de esta criatura que, en su profunda y convencida humildad, repite con frecuencia: «Todas las criaturas alaban y bendicen a Dios; yo soy el único que lo ofende».

Humilde de Bisignano, invitado por Cristo a dejar todo y a arriesgar todo por el Reino de Dios, sintió la fascinación del Evangelio de las bienaventuranzas y aceptó ponerse al servicio del plan de Dios sobre él, consagrándose a vivir como Francisco de Asís «en obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1,1).

En efecto, a imitación de María, que cumplió plenamente la voluntad del Padre, los pobres están libres de tantos lazos que atan a las cosas que pasan y de tantas ambiciones que sólo producen desilusiones amargas, y tienen el espíritu pronto y disponible. El alma verdaderamente pobre no se preocupa ni se agita ni se disipa enredada en muchas cosas, sino mira hacia arriba y se deja fascinar por Dios y por el Evangelio de su Hijo.

Es la sorprendente sabiduría que se nos revela, tantos años después de su tránsito, en el testimonio de fe del San Humilde de Bisignano.

Hoy día nuestra mirada contempla asombrada al gran hijo de Calabria, tierra donde la santidad ha florecido de tantas formas a lo largo de los siglos marcando su gloriosa historia. Con él cantamos la misericordia infinita de un Dios que es fuente de alegría para cuantos caminan en su alabanza. ¡Siguiendo su ejemplo acojamos la llamada a la conversión y a la santidad que nos llega a través de su testimonio de fidelidad gozosa al Evangelio!

Humilde de Bisignano fue canonizado por Juan Pablo II el 19 de mayo del 2002.

[Texto de los servicios informativos del sitio web de la Santa Sede]

* * *

De la homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (19-V-2002)

«Paz a vosotros» (Jn 20,19.21), dijo Jesús al aparecerse a los Apóstoles en el Cenáculo. La paz es el primer don del Resucitado a los Apóstoles. Esa paz de Cristo, principio inspirador también de la paz social, la difundió constantemente Humilde de Bisignano, digno hijo de la noble tierra de Calabria. Compartió con Ignacio de Santhià el mismo compromiso de santidad en la espiritualidad de San Francisco de Asís, dando a su vez un singular testimonio de caridad para con los hermanos.

En nuestra sociedad, en la que con demasiada frecuencia parecen borrarse las huellas de Dios, fray Humilde representa una gozosa y estimulante invitación a la mansedumbre, a la benignidad, a la sencillez y a un sano desprendimiento de los bienes efímeros del mundo.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 24-V-02]

lunes, 25 de noviembre de 2013

25 de noviembre: Santa Catalina de Alejandría

SANTA CATALINA DE ALEJANDRÍA
Virgen y mártir
(† 307)

Brilla, entre el coro de los sabios alejandrinos, una mujer en quien el fuego de la rosa se junta a la blancura de la nieve. Tiene sangre leal como Cleopatra, y con la alcurnia, que invita al poder, la belleza, que deslumbra los corazones. Pero no piensa en brillantes gasas tejidas de perlas, ni en serviles reverencias de eunucos, ni en requiebros de emperadores. Su pasión es buscar la verdad. Alejandría es la ciudad de las escuelas y de los pensadores. Tiene el Didascáleo, donde enseñó Orígenes; el Museo, donde aún queda el eco de la voz cálida de Plotino, y la iglesia de los cristianos, ennoblecida ahora por la palabra apostólica de Pedro el Patriarca. La hija de antiguos reyes, Catalina, la pura, la blanca, recorre todas las escuelas, pregunta a todos los sabios y lee todos los libros; alimenta su espÌritu en las fuentes del idealismo platónico, recoge la savia panteísta de la Encéadas, de Plotino, y escucha con avidez a los catequistas evangélicos. Discute, analiza, rechaza. La mitología pagana repugna a su espíritu, más aristocrático que su sangre; el misticismo neoplatónico parece hacer vibrar a ratos las delicadas fibras de su sentimiento; pero más que nada le cautiva le enseñanza del obispo Pedro; aquella moral tan pura, aquel profeta tan sublime, aquel sermón de la Montaña y aquella Virgen Madre, de tan divina grandeza. Es cristiana de corazón, aunque no ha recibido la gracia bautismal. Pero hela aquí inquieta por un sueño nocturno: ha visto a la Virgen de que le hablaban en la asamblea de los cristianos, teniendo en los brazos a su Hijo. La Madre le sonríe dulcemente; pero el Niño parecía retirar su dulce mirada, como si hubiese en ella algo que le disgustase: «Sí -debió decirse la joven-, es la mancha del pecado original. » E inmediatamente fue a lavarse en las aguas bautismales.

El emperador Diocleciano acababa de retirarse a cultivar filosóficamente sus jardines de Salona; Maximiano Hércules, su colega, se entregaba a los más innobles placeres en sus palacios de Lucania; pero al frente del Imperio habían dejado unos dignos continuadores de su política anticristiana. Maximino Daia gobernaba en Siria y Egipto. Era un hombre semibárbaro, una fiera salvaje del Danubio, que habían soltado en las cultas ciudades del Oriente. El mundo -dice Lactancia- era para este cesar unSanta Catalina de Alejandría, virgen y mártir juguete. El carácter de su persecución se distingue por los ultrajes hechos a las mujeres. Cuantas habían tenido la desgracia de agradarle, eran arrancadas a sus maridos y a sus padres para aumentar su serrallo. Por dondequiera que pasaba iba sembrando la vergüenza y la desolación. En Alejandría sus atentados fueron horribles e innumerables; las más nobles matronas, deshonradas por Èl. Tal vez Catalina pudo pasar inadvertida entre la multitud de los letrados, de la ciudad; pero su corazón ardiente e incapaz de dominar una generosa indignación y de soportar aquellas infamias, la llevó a traicionarse, presentándose al emperador para echarle en cara sus crímenes y demostrarle la vanidad de la religión pagana. Dado el carácter de Maximino, a la provocación parece que debiera haber respondido con la violencia; pero el ardor de la joven, su hermosura, su distinción, su elocuencia, le inspiraron el medio de conseguir una victoria más completa. «En estos enemigos de Cristo-escribe Lactancio-la vanagloria se juntaba a la envidia. No podían sufrir que los mártires tuviesen el honor de haberlos vencido, ni por el espíritu ni por los tormentos. » Este sentimiento es el que movió a que los perseguidores se fijaran, sobre todo, en los hombres de letras. En España. Osio daba testimonio de fe; el doctor Pánfilo gemía en las cárceles de Cesarea, y en la misma Alejandría el noble Edesio, que vestía el manto de los filósofos, acababa de ser arrojado al mar.

Ahora se necesitaba ganar para el paganismo a aquella joven intrépida, y si no era fácil convencerla, al menos se la podría confundir. Organizóse una disputa pública. Atraídos tanto por la gracia de la doncella como por la vanidad científica, aparecieron los más famosos maestros de las escuelas alejandrinas: secuaces de Pitágoras, comentaristas de Platón, continuadores de Jámblico y Plotino, librepensadores a estilo de Porfirio. Catalina desenmascaró los absurdos de la mitología pagana, escuela de corrupción y origen de confusión en el terreno de la filosofía. La tarea fue fácil, porque nadie creía ya en Zeus, ni en Juno, ni en Venus, ni en el cojo Vulcano. La verdadera dificultad estaba en rebatir aquel deísmo ondulante y seudomístico que dominaba entonces en la escuela de Alejandría; aquella filosofía de Porfirio, que analizaba los libros santos con la sutil ironía de Renán, y citaba las palabras de Jesús como oráculos de un hombre bueno, de un sabio, de un inmortal; y recogía su moral austera, declarando al mismo tiempo guerra de exterminio a los cristianos. Aquí estaba el campo de la lucha ideológica entre el paganismo y el cristianismo, y aquí es donde brilló con toda su agudeza el genio filosófico de Catalina. Contestaba con rapidez, desentrañaba los argumentos, deshacía los sofismas, y los versos de Homero se juntaban en sus labios con las sentencias de Platón y los textos de los profetas. Fue una victoria completa coronada por los aplausos de la multitud y por la conversión de casi todos sus enemigos.

Y vino después la victoria de la sangre: promesas halagadoras, azotes sangrientos, y aquella rueda armada de cuchillos, aquel complicado artilugio que debía desgarrar su cuerpo, y que se hace pedazos al contacto de su carne virginal, y, finalmente, la muerte por la espada, que hace brotar la sangre inocente, más elocuente aún que su palabra.

(fuente: www.divvol.org)

domingo, 24 de noviembre de 2013

24 de noviembre: Mártires de Vietnam

Mártires de Vietnam (+1745-1862)

 - Andrés Dung-Lac, presbítero
- Tomás Thien y Emanuel Phung, laicos
- Jerónimo Hermosilla, Valentín Berrio Ochoa, O.P. y otros 6 obispos
- Teofano Venard, presbítero M.E.P. y 105 compañeros, mártires


 LA IGLESIA DEL VIETNAM FECUNDADA CON LA SANGRE DE LOS MÁRTIRES

 El trabajo de evangelización, llevado a cabo desde el inicio del siglo XVI y consolidado con los primeros Vicariatos apostólicos del Norte (Dáng-Ngoái) y del Sur (Dáng-Trong) en el 1659, ha tenido en el trascurso de los siglos un admirable desarrollo.

Actualmente, las Diócesis son 25 (10 en el Norte, 6 en el Centro y 9 en el Sur) y los católicos son, apróximadamente, 6 millones (casi el 10% de la población); la Jerarquía Católica Vietnamita ha sido constituida por el Papa Juan XXIII el 24 de noviembre de 1960.

Este resultado se debe al hecho que, desde los primeros años, la semilla de la Fe se ha mezclado, en el territorio vietnamita, con la abundante sangre de los Mártires, tanto del clero misionero como del clero local y del pueblo cristiano de Vietnam. Juntos han soportado las fatigas del trabajo apostólico, como si se hubiesen puesto de acuerdo, han afrontado incluso la muerte para dar testimonio de la verdad evangélica. La historia religiosa de la Iglesia vietnamita señala que han existido un total de 53 Edictos, firmados por los Señores TRINH y NGUYEN o por los Reyes que, durante más de dos siglos, en total 261 años (1625-1886), han decretado contra los cristianos persecuciones una más cruel que la otra. Son alrededor de unas 130.000 las víctimas caídas por todo el territorio nacional.

A lo largo de los siglos, estos mártires de la Fe ha sido enterrados en forma anónima, pero su recuerdo permanece vivo en el espíritu de la comunidad católica. Desde el inicio del siglo XX, 117 de este gran grupo de héroes, martirizados cruelmente, han sido elegidos y elevados al honor de los altares por la Santa Sede en 4 Beatificaciones:

en el 1900, por el Papa León XIII, 64 personas
en el 1906, por el Papa S. Pío X, 8 personas
en el 1909, por el Papa S. Pío X, 20 personas
en el 1951, por el Papa Pío XII, 25 personas

clasificadas así:
11 españoles: todos Dominicos: 6 Obispos, 5 Sacerdotes;
10 franceses: todos de las Misiones Extranjeras de París: 2 Obispos, 8 Sacerdotes;
96 vietnamitas: 37 Sacerdotes (11 de ellos dominicos) y 59 Cristianos (entre ellos: 1 seminarista, 16 catequistas, 10 terciarios dominicos y 1 mujer).

"Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero" (Apoc 7, 13-14), según el siguiente orden cronológico:

2 caídos bajo el reinado de TRINH-DOANH (1740-1767)
2 caídos bajo el reinado de TRINH-SAM (1767-1782)
2 caídos bajo el reinado de CANH-TRINH (1782-1802)
58 caídos bajo el reinado del Rey MINH-MANO (1820-1840)
3 caídos bajo el reinado del Rey THIEU-TRI (1840-1847)
50 caídos bajo el reinado del Rey TU-DUC (1847-1883)

Y en el lugar del suplicio el Edicto real, colocado junto a cada uno de los ajusticiados, precisa el tipo de sentencia:

75 condenados a la decapitación,
22 condenados a ser estrangulados,
6 condenados al fuego, quemados vivos,
5 condenados al desgarro de los miembros del cuerpo,
9 muertos en la cárcel debido a las torturas.


LISTA DE LOS 117 MÁRTIRES DE VIETNAM

1 Andrés DUNG-LAC, Sacerdote 21-12-1839
2 Domingo HENARES, Obispo O.P. 25-06-1838
3 Clemente Ignacio DELGADO CEBRIAN, Obispo O.P. 12-07-1838
4 Pedro Rosa Ursula BORIE, Obispo M.E.P. 24-11-1838
5 José María DIAZ SANJURJO, Obispo O.P. 20-07-1857
6 Melchor GARCIA SAMPEDRO SUAREZ, Obispo O.P. 28-07-1858
7 Jerónimo HERMOSILLA, Obispo O.P. O1-11-1861
8 Valentín BERRIO OCHOA, Obispo O.P. 01-11-1861
9 Esteban Teodoro CUENOT, Obispo M.E.P. 14-11-1861
10 Francisco GIL DE FEDERICH, Sacerdote O.P. 22-O1-1745
11 Mateo ALONSO LECINIANA, Sacerdote O.P. 22-O1-1745
12 Jacinto CASTANEDA, Sacerdote O.P. 07-11-1773
13 Vicente LE OUANG LIEM, Sacerdote O.P. 07-11-1773
14 Emanuel NGUYEN VAN TRIEU, Sacerdote 17-09-1798
15 Juan DAT, Sacerdote 28-10-1798
16 Pedro LE TuY, Sacerdote 11-10-1833
17 Francisco Isidoro GAGELIN, Sacerdote M.E.P. 17-10-1833
18 José MARCHAND, Sacerdote M.E.P. 30-11-1835
19 Juan Carlos CORNAY, Sacerdote M.E.P. 20-09-1837
20 Vicente DO YEN, Sacerdote O.P. 30-06-1838
21 Pedro NGUYEN BA TUAN, Sacerdote 15-07-1838
22 José FERNANDEZ, Sacerdote O.P. 24-07-1838
23 Bernardo VU VAN DUE, Sacerdote 01-08-1838
24 Domingo NGUYEN VAN HANH (DIEU), Sacerdote O.P. 01-08-1838
25 Santiago Do MAI NAM, Sacerdote 12-08-1838
26 José DANG DINH (NIEN) VIEN, Sacerdote 21-08-1838
27 Pedro NGUYEN VAN TU, Sacerdote O.P. 05-09-1838
28 Francisco JACCARD, Sacerdote M.E.P. 21-09-1838
29 Vicente NGUYEN THE DIEM, Sacerdote 24-11-1838
30 Pedro VO BANG KHOA, Sacerdote 24-11-1838
31 Domingo TUOC, Sacerdote O.P. 02-04-1839
32 Tomás DINH VIET Du, Sacerdote O.P. 26-11-1839
33 Domingo NGUYEN VAN (DOAN) XUYEN, Sacerdote O.P. 26-11-1839
34 Pedro PHAM VAN TIZI, Sacerdote 21-12-1839
35 Pablo PHAN KHAc KHOAN, Sacerdote 28-04-1840
36 Josée DO QUANG HIEN, Sacerdote O.P. 09-05-1840
37 Lucas Vu BA LOAN, Sacerdote 05-06-1840
38 Domingo TRACH (DOAI), Sacerdote O.P. 18-09-1840
39 Pablo NGUYEN NGAN, Sacerdote 08-11-1840
40 José NGUYEN DINH NGHI, Sacerdote 08-11-1840
41 Martín TA Duc THINH, Sacerdote 08-11-1840
42 Pedro KHANH, Sacerdote 12-07-1842
43 Agustín SCHOEFFLER, Sacerdote M.E.P. 01-05-1851
44 Juan Luis BONNARD, Sacerdote M.E.P. 01-05-1852
45 Felipe PHAN VAN MINH, Sacerdote 03-07-1853
46 Lorenzo NGUYEN VAN HUONG, Sacerdote 27-04-1856
47 Pablo LE BAo TINH, Sacerdote 06-04-1857
48 Domingo MAU, Sacerdote O.P. 05-11-1858
49 Pablo LE VAN Loc, Sacerdote 13-02-1859
50 Domingo CAM, Sacerdote T.O.P. 11-03-1859
51 Pedro DOAN LONG QUY, Sacerdote 31-07-1859
52 Pedro Francisco NERON, Sacerdote M.E.P. 03-11-1860
53 Tomás KHUONG, Sacerdote T.O.P. 30-01-1861
54 Juan Teofano VENARD, Sacerdote M.E.P. 02-02-1861
55 Pedro NGUYEN VAN Luu, Sacerdote 07-04-1861
56 José TUAN, Sacerdote O.P. 30-04-1861
57 Juan DOAN TRINH HOAN, Sacerdote 26-05-1861
58 Pedro ALMATO RIBERA, Sacerdote O.P. 01-11-1861
59 Pablo TONG VIET BUONG, Laico 23-10-1833
60 Andrés TRAN VAN THONG, Laico 28-11-1835
61 Francisco Javier CAN, Catequista 20-11-1837
62 Francisco DO VAN (HIEN) CHIEU, Catequista 25-06-1838
63 José NGUYEN DINH UPEN, Catequista T.O.P. 03-07-1838
64 Pedro NGUYEN DicH, Laico 12-08-1838
65 Miguel NGUYEN HUY MY, Laico 12-08-1838
66 José HOANG LUONG CANH, Laico T.O.P. 05-09-1838
67 Tomás TRAN VAN THIEN, Seminarista 21-09-1838
68 Pedro TRUONG VAN DUONG, Catequista 18-12-1838
69 Pablo NGUYEN VAN MY, Catequista 18-12-1838
70 Pedro VU VAN TRUAT, Catequista 18-12-1838
71 Agustín PHAN VIET Huy, Laico 13-06-1839
72 Nicolás BUI DUC THE, Laico 13-06-1839
73 Domingo (Nicolás) DINH DAT, Laico 18-07-1839
74 Tomás NGUYEN VAN DE, Laico T.O.P. 19-12-1839
75 Francisco Javier HA THONG MAU, Catequista T.O.P. 19-12-1839
76 Agustín NGUYEN VAN MOI, Laico T.O.P. 19-12-1839
77 Domingo Bui VAN UY, Catequista T.O.P. 19-12-1839
78 Esteban NGUYEN VAN VINTI, Laico T.O.P. 19-12-1839
79 Pedro NGUYEN VAN HIEU, Catequista 28-04-1840
80 Juan Bautista DINH VAN THANH, Catequista 28-04-1840
81 Antonio NGUYEN HUU (NAM) QUYNH, Laico 10-07-1840
82 Pietro NGUYEN KHAC Tu, Catequista 10-07-1840
83 Tomás TOAN, Catequista T.O.P. 21-07-1840
84 Juan Bautista CON, Laico 08-11-1840
85 Martín THO, Laico 08-11-1840
86 Simón PHAN DAc HOA, Laico 12-12-1840
87 Inés LE THi THANH (DE), Laica 12-07-1841
88 Mateo LE VAN GAM, Laico 11-05-1847
89 José NGUYEN VAN Luu, Catequista 02-05-1854
90 Andrés NGUYEN Kim THONG (NAM THUONG), Catequista 15-07-1855
91 Miguel Ho DINH HY, Laico 22-05-1857
92 Pedro DOAN VAN VAN, Catequista 25-05-1857
93 Francisco PHAN VAN TRUNG, Laico 06-10-1858
94 Domingo PHAM THONG (AN) KHAM, Laico T.O.P. 13-01-1859
95 Lucas PHAM THONG (CAI) THIN, Laico 13-01-1859
96 José PHAM THONG (CAI) TA, Laico 13-01-1859
97 Pablo HANH, Laico 28-05-1859
98 Emanuel LE VAN PHUNG, Laico 31-07-1859
99 José LE DANG THI, Laico 24-10-1860
100 Mateo NGUYEN VAN (NGUYEN) PHUONG, Laico 26-05-1861
101 José NGUYEN DUY KHANG, Catequista T.O.P. 06-11-1861
102 José TUAN, Laico 07-01-1862
103 José TUC, Laico 01-06-1862
104 Domingo NINH, Laico 02-06-1862
105 Domingo TORI, Laico 05-06-1862
106 Lorenzo NGON, Laico 22-05-1862
107 Pallo (DONG) DUONG, Laico 03-06-1862
108 Domingo HUYEN, Laico 05-06-1862
109 Pedro DUNG, Laico 06-06-1862
110 Vicente DUONG, Laico 06-06-1862
111 Pedro THUAN, Laico 06-06-1862
112 Domingo MAO, Laico 16-06-1862
113 Domingo NGUYEN, Laico 16-06-1862
114 Domingo NHI, Laico 16-06-1862
115 Andrés TUONG, Laico 16-06-1862
116 Vicente TUONG, Laico 16-06-1862
117 Pedro DA, Laico 17-06-1862
_______________________
O.P. : Orden de los Predicadores (Dominicos)
T.O.P.: Terciario de la Orden de los Predicadores
M.E.P.: Sociedad de las Misiones Extranjeras de París

(fuente: www.vatican.va)

sábado, 23 de noviembre de 2013

23 de noviembre: San Clemente I

SAN CLEMENTE I
Papa y mártir
(† 100?)

La unión es el principio fundamental que inspira el Evangelio de la buena nueva: unión de las inteligencias por una sola fe y unión de los corazones por la caridad. Resumiendo la doctrina de los tres años de su vida pública, decía Jesús en el discurso de la última Cena: «Padre, haz que sean uno, como Tú lo eres en Mí y Yo lo soy en Ti; que sean uno en Nosotros, que sean consumados en la unidad.» Para destruir esta unidad habían de nacer en la sociedad fundada por Cristo dos fuerzas disgregadoras: la herejía y el cisma; pero, con el fin de ampararla. Cristo dejaba en su Iglesia, además de una inspiración común, una organización jerárquica, cuya representación suprema quedaba vinculada en el Pontífice romano. Roma será siempre el foco y la fuente de la unidad.

Treinta años después del martirio de San Pedro ocupaba su puesto en la ciudad de los cesares un hombre cuya gloria consiste en haber sido el apóstol de esa unidad cristiana. Cuando la persecución y la herejía multiplicaban sus estragos, la escisión empezaba a desgarrar las comunidades cristianas. El fermento obraba ya vigoroso desde los primeros días de la Iglesia, y los Apóstoles se vieron obligados a intervenir, pero sin lograr arrancar la cizaña. Ahora en Corinto se acababa de levantar un conflicto ruidoso: hubo alborotos y disputas; varios miembros del colegio presbiteral fueron depuestos, y el desorden podía propagarse a otras partes de Grecia. El espíritu helénico, particularista, ondulante y muy pagado de sí mismo, se sometía con dificultad a la ley fundamental que establece la jerarquía como principio de doctrina y de gobierno, y esto era lo que en Corinto tenía que combatir la nueva religión. Ya en tiempo de San Pablo, los corintios manifestaban este apego a sus tendencias nacionales, al decir: «Yo soy de Pablo, de Pedro o de Apolo»; lo mismo que pudieran haber dicho: «Yo pertenezco al Pórtico, al Liceo o a la Academia.» Para aplastar al cisma en sus comienzos, se necesitaba algo más que las exhortaciones de un doctor o de un profeta; se necesitaba la decisión de un jefe supremo o de un juez soberano. He aquí por qué hubo de intervenir el sucesor de Pedro, San Clemente. Lo hizo en una carta en que se revela al mismo tiempo un espíritu admirable de sabiduría y la conciencia de una autoridad indiscutible.

Esta carta, este grande y admirable escrito según expresión de Eusebio de Cesarea; este documento precioso, que Orígenes citaba con veneración y que los primeros cristianos llegaron casi a poner en la categoría de las Sagradas Escrituras, es una fervorosa alabanza de aquel espíritu de unidad que Cristo había pedido para los suyos. «Es preciso—dice Clemente—someterse con humildad al orden establecido. Hermanos, seamos humildes de espíritu, depongamos la soberbia, enemiga de la armonía.» El mundo físico, el «cosmos», como decían los griegos, es decir, la belleza en la creación, no tendría encanto para nosotros sin esa sujeción al orden establecido en todas las cosas. «El mar tiene sus leyes, las estaciones se suceden unas a otras sin violencias... El gran artífice, el dueño del mundo, ha querido que todo sea ordenado en una conformidad perfecta.» El mismo designio en el funcionamiento del organismo humano: la cabeza no es nada sin los pies, pero, a su vez, los pies serían inútiles sin la cabeza.» Y Roma, ¿porqué ha conquistado al mundo? Por la disciplina de sus ejércitos: «¡Con qué sumisión ejecutan los soldados las órdenes del príncipe! No todos son tribunos, ni centuriones, ni pentacontarcas; cada uno permanece en su puesto cumpliendo las funciones que le han sido asignadas por el general. Ni los grandes pueden existir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes.»

Es verdad que la sociedad cristiana no es solamente un ejército, se apresura a decir Clemente, sino también un rebaño, guiado por Cristo; más aún, es el mismo cuerpo de Cristo, cuyos miembros no deben ser apartados de su cabeza; pero la consecuencia es la misma: «Todos deben estar sometidos a los ancianos; nadie puede levantarse contra la disciplina... Las ofrendas y los ritos litúrgicos han de celebrarse, no a voluntad de cada uno y sin orden, sino en horas determinadas v conforme a lo ordenado por el Maestro... Abandonemos las investigaciones hueras y vanas, sigamos el canon venerable y glorioso de nuestra tradición, conservemos el muro fraterno de la caridad.» Hablando de la caridad. Clemente tiene bellísimas expresiones, que nos recuerdan las de San Pablo: «El amor—dice—supone la concordia: la concordia no puede existir sin la unión. ¿Quién podrá describir la suavidad de esa unión divina? ¿Dónde encontrar palabras para celebrar su hermosura y su magnificencia? Jamás podremos medir la altura a que nos levanta la caridad. Nos lleva hasta Dios, nos une a Él, cubre la muchedumbre de nuestros pecados, y nos da fuerzas para sufrir todos los trabajos. Por ella subieron los santos a la perfección; sin ella nada es agradable a los ojos divinos. El amor es el que hizo que Nuestro Señor Jesucristo, obediente a la voluntad de su Padre, ofreciese su sangre por nosotros, su carne por nuestra carne y su alma por las nuestras.»

Esta carta no lleva fecha, pero fue escrita en el año 96. Las primeras palabras son una alusión evidente a la persecución de Domiciano. «Hemos estado afligidos—dice el santo Pontífice—por una serie de calamidades que han caído sobre nosotros de una manera imprevista. » Clemente había podido salvar la vida en aquella tormenta; pero un sucesor de Pedro debía estar preparado a morir de un momento a otro. El panegirista de la unidad del amor tenía frente a sí al adorador de la unidad de la fuerza. Domiciano había visto en el cristianismo un medio para llenar las arcas exhaustas por sus locuras; Trajano le considera como el mayor enemigo de la civilización de Roma, entendida a la manera pagana. El cristiano «es un objeto de odio para todo el género humano». Hay una aparente anomalía en la historia de las persecuciones, y es que los mayores perseguidores no son siempre los monstruos que mandaban a Roma sino los más amantes del Estado, los que consideraban la unidad de Roma como una especie de divinidad a la cual hay que sacrificarlo todo. Tal fue el caso del español Trajano. El amor a Roma le hizo perseguidor de la Iglesia, y una de sus víctimas fue Clemente. A causa de una sedición popular, desterróle al Quersoneso, en la extremidad oriental del Imperio. Dos mil cristianos se hallaban allí condenados a trabajar en las canteras de mármol. El número aumentó con la presencia del Pontífice; construyéronse iglesias, y el paganismo estaba a punto de desaparecer de la región. Llegaron al emperador estas nuevas, y como Clemente se negase a sacrificar a Júpiter, fue arrojado al mar con un áncora atada a su cuerpo.

Ya que no pudo enriquecerse con sus reliquias, Roma veneró su memoria en la casa donde él reunía a los cristianos. Está entre el monte Celio y el Esquilmo. En la parte superior se ve el templo románico del siglo XII; por él se baja a la basílica cristiana de los días de Constantino. Es el tipo de la basílica primitiva: un patio con la fuente para purificarse, reemplazada en nuestras iglesias por la pila de agua bendita; un pórtico, desde donde los catecúmenos asistían a la primera parte de la misa; una nave central con el pulpito en medio; dos naves laterales para hombres y mujeres, y en el fondo, el ábside, el lugar de los presbíteros, el presbiterio, con la cátedra pontificia junto al muro, y el ara bajo el arco triunfal. Pero bajo este edificio hubo en días de persecución un templo de Mitra, y el templo del dios persa se levantó sobre una casa del siglo primero, la casa-oratorio de San Clemente.

(fuente: www.divvol.org)

viernes, 22 de noviembre de 2013

22 de noviembre: Santa Cecilia de Roma

SANTA CECILIA
Virgen y Mártir
(† 179?)
Patrona de los músicos

Tenemos delante una casa patricia de la Roma imperial. Yergue su arrogancia en un ángulo del campo de Marte, no lejos del mausoleo de Augusto y tan cerca del Estadio, que en los grandes días se distinguen con claridad los gritos de la multitud aclamando a sus favoritos. Por una ventana—así aparece en un cuadro de Pinturichio—se ve el Tíber, que arrastra sus aguas cenagosas entre praderas verdes y colinas onduladas. Detrás, sobre un altozano, se alza la fachada del Panteón, y a mano derecha, contenido por una verja de hierro, avanza un ángulo del jardín. Hay un pórtico sostenido por capiteles corintios, y en el interior un patio alegre, rodeado de elegante peristilo y poblado de estatuas, figuras de dioses y de héroes, de ilustres mujeres y de generales famosos, pertenecientes a la «gens» nobilísima de los Cecilios: Quinto Cecilio, el vencedor de Yugurta; Cecilio Metelo, famoso en las guerras de España; Cecilia Tanaquil, reina de Roma en tiempo de los Tarquines; Cecilia Cornelia, mujer del gran Pompeyo, famosa por su afición a las letras y sus condiciones musicales.

Pero los mármoles rodaron y las viejas glorias yacen en el olvido. Aquel palacio aristocrático de la Roma de los Antoninos, en la Roma moderna es la iglesia de Nuestra Señora del Divino Amor. Un amor grande y limpio como un sol de primavera ardió allí en los últimos años del siglo II, y hoy no queda más que un nombre: el nombre de Cecilia. Ella es el espejo de la mujer de la nueva Roma restaurada por Cristo, la flor de la juventud femenina, como decían los jóvenes romanos; la abeja industriosa de los panales del Señor, como la llama el Pontífice Urbano. Una abeja golosa de flores de virtudes, que atesora sus mieles en amable silencio. No se envanece de su esclarecida alcurnia; no hace caso de la pompa que la rodea; no hace ostentación de su juventud y hermosura; no mira con ceno a la servidumbre; no manda azotar a los esclavos; no hiere a las esclavas con el punzón de escribir; al contrario, trajina entre ellas, sonriente en todas las tareas de la casa, y luego se encierra en su habitación, una habitación sencilla y alegre, donde no hay Dianas ni Cupidos, ni estuches de cremas y pinceles; pero sí flores y un cofre de plata, donde se guarda el santo Evangelio, aquel Evangelio que la joven lee todos los días y que esconde amorosamente junto a su corazón.

Pero cierto día el palacio de los Cecilios se viste de fiesta. Esclavos y esclavas entran y salen llevando joyas brillantes, telas preciosas y castillos de flores. Es una fiesta nupcial lo que se prepara. Pero va a ser una extraña fiesta: las danzas de rúbrica, un convite íntimo y un ceremonial incompleto. La desposada es la misma Cecilia. Una noche, en la reunión de las catacumbas, el Pontífice ha puesto sobre su cabeza el velo de las vírgenes; es la esposa de Cristo, pero no ha podido vencer la voluntad de su padre; y ahora se pone confiada en las manos del Señor. En la ceremonia se prescinde de los sacerdotes paganos y del sacrificio de la oveja negra que se hacía a Pilumno, la deidad protectora del matrimonio.

Más he aquí que avanza el cortejo. Van delante un niño adornado de verbenas y una niña coronada de rosas. Siguen otras doce niñas vestidas de blanco, con rosas en el pecho y en la frente, y, a guisa de diadema, una cinta amarilla. Entran de dos en dos, describiendo ligeros ritmos de danza, y tras ellas vienen cuatro adolescentes que acaban de vestir la toga pretexta. Cecilia lleva el vestido que manda el ritual: una túnica blanca de lana, con su ceñidor también blanco, y encima un manto de color de fuego, símbolos graciosos de la pureza y del amor. Sobre el manto caen los cabellos, repartidos en seis trenzas, como la cabellera de las vestales. Su esposo, Valeriano, uno de los jóvenes más ilustres de Roma, la lleva de la mano, y los dos se detienen junto al busto de Pilumno. Los jóvenes cantan, las niñas ejecutan sus danzas inocentes; se verifica la ofrenda de la leche y el vino, que a la desposada la hace volver la cabeza con repugnancia; se rompe la torta, símbolo de la unión, y la mano de Cecilia es colocada sobre la diestra de Valeriano.

Algunas horas después, cuando empezaba a brillar el lucero de la tarde, la nueva esposa fue llevada a la morada del esposo. La casa de Valeriano estaba al otro lado del Tíber, donde hoy se alza la iglesia de Santa Cecilia. Las antorchas nupciales preceden al cortejo, aumentando aquí y allá con grupos de chiquillos y curiosos, que gritan celebrando las gracias de la desposada. Cecilia sonríe suavemente a las gratulaciones, pero una angustia infinita le acongoja el corazón. Pasan el puente Sublicio, y a los pocos pasos apareció la casa de Valeriano. En el pórtico, adornado de blancas colgaduras y guirnaldas de hiedra, aguardaba el esposo en el colmo de su felicidad. Cambiaron el saludo tradicional:

—¿Quién eres tú?—preguntó él. Y ella respondió: —Donde tú Cayo, yo Caya.

La alusión tenía ahora un sentido más íntimo, pues esa Caya del rito matrimonial no era otra que Caya Cecilia Tanaquil, la ascendiente real de los Cecilios.

Cecilia atraviesa el umbral. Una esclava se adelanta, presentándole en un cáliz de plata el agua, que figura la limpieza; otra le entrega una llave, símbolo de la administración interior que se le confía; y otra, finalmente, le ofrece un puñado de lana, para recordarle las tareas propias del hogar.

Y pasan al triclinio, donde se va a servir el banquete nupcial. Brillan deslumbradores los candelabros, los lirios de Aecio y Tívoli derraman sus perfumes, caen el chipre y el falerno en las copas de oro, escanciados por jóvenes efebos; resuena la melodía de las arpas y los címbalos, y los comensales aplauden al poeta cuando se levanta para cantar en un epitalamio decadente las venturas de aquella unión. Entre tanto, Cecilia parece como enajenada; sus ojos miran una cosa lejana, que a Valeriano le llena de inquietud; su corazón está suspenso de una música ultraterrena. Entre los acordes de las orquestas, dicen las viejas actas, entre el ritmo de las cítaras y los órganos, Cecilia cantaba también, repitiendo sin cesar la estrofa del salmista: «Que mi corazón y mi carne permanezcan puros, oh Señor, y que no me vea confundida en tu presencia.» La cristiandad ha recogido emocionada estas palabras de la virgen, y para honrar aquel sublime concierto interior la ha proclamado reina y patrona de la armonía.

Cecilia iba a dar el último paso hacia el peligro. Dos matronas guiaron sus pasos temblorosos hacia la cámara nupcial. Arden los candelabros, brillan los tapices y las joyas. Valeriano llega unos instantes después. Se acerca a su esposa con el rostro radiante de dicha; pero ella le detiene con estas palabras:

—Joven y dulce amigo, tengo un secreto que confiarle; júrame que lo sabrás respetar.

Valeriano lo jura sin dificultad, y la virgen añade:

—Mira: Cecilia es tu hermana, es la esposa de Cristo. Hay un ángel que me defiende, y que cortaría en un instante la flor lozana de tu juventud si intentases cualquier violencia contra mí.

El joven palidece, se irrita, grita en el paroxismo de la desesperación; pero poco a poco la gracia le domina, y con la gracia, la dulzura infinita de Cecilia.

—Cecilia—dice al fin—, hazme ver ese ángel si quieres que crea en tus palabras.
—Para ver ese ángel de Dios se necesita antes creer, hacerse discípulo de Cristo, bautizarse. Así se lo dice Cecilia a su esposo.
—Pues bien—responde él—; ahora mismo, esta misma noche; mañana será tarde.

Y con el ímpetu de la juventud y la sierpe de la duda en el alma, deja en la habitación a su esposa y camina envuelto en el silencio de la noche en busca del Pontífice Urbano. Poco a poco, una fuerza desconocida va dominando su alma. Su corazón se aquieta y su inteligencia empieza a comprender.

Unas horas más tarde volvía vestido de la túnica blanca de los neófitos. Prosternada en tierra, Cecilia parecía absorta en la oración; una luz deslumbrante la rodeaba y un ángel de inefable belleza flotaba sobre ella, sosteniendo dos coronas de rosas y de lirios, con que adornó las sienes de los dos esposos. A la conversión de Valeriano siguió la de su hermano Tiburcio, y poco después los dos esposos daban su sangre por la fe que acababan de abrazar.

Reinaba entonces en Roma el emperador filósofo Marco Aurelio, hombre honrado, corazón bueno, hasta la debilidad, alma compasiva, que se rebelaba contra los juegos sangrientos del anfiteatro; sólo fue cruel tratándose de los cristianos. Los diecinueve años de su reinado fueron los más difíciles que atravesó la Iglesia. En su persecución sufrieron Tiburcio y Valeriano, y algo después de ellos la virgen Cecilia. Llevada a presencia del juez, Cecilia manifestó toda la grandeza de una descendiente de los Metelos y toda la dulzura de una discípula de Cristo.

—¿Cuál es tu nombre?—la preguntó el prefecto Almaquio.
— Cecilia—respondió ella.
—¿Cuál es tu condición?
—Libre, noble, clarísima.
—Te pregunto por tu religión.
—Pues tu pregunta no era un modelo de claridad.
—Hablas con demasiada libertad.
—Es la serenidad de una conciencia pura y una fe sin mancha.
—¿Ignoras el poder que tengo?
—El que lo ignora eres tú. ¿Quieres escucharme? Habla.
—El poder del hombre es semejante al de un pellejo lleno de viento; basta pincharle con una aguja para reducirle a la nada.
—Has empezado injuriando, y continúas en el mismo tono.

El interrogatorio se desarrolla con este aire digno, altivo y hasta agresivo. Al fin, Almaquio pone a la acusada en la alternativa de sacrificar a los dioses o negar que es cristiana.

—¡Qué humillante situación para un magistrado!—responde ella—. Quiere que reniegue de un hombre que es el testimonio de mi inocencia y me haga culpable de una mentira. Si quieres condenarme, ¿por qué me exhortas a negar el delito? Si tu intención es absolver, ¿por qué no te molestas un poco para enterarte del supuesto crimen?

Cecilia fue condenada a morir; pero por consideración a su rango, por respeto a su juventud, y acaso por evitar una emoción demasiado viva entre la aristocracia romana, el juez mandó que la encerrasen en la sala de baño de su palacio, a fin de que aspirase la muerte, asfixiada por el ardor violento y continuo del hipocausto. Pero como después de un día y una noche Cecilia respiraba todavía, fue imposible prescindir de la intervención del verdugo. Viole entrar con alegría y presentó su cabeza virginal. El líctor blandió la espada y la dejó caer tres veces, pero con tan mala suerte, que quedó envuelta en su propia sangre luchando con la muerte. Tres días después iba a recibir el galardón de su heroísmo.

Los cristianos recogieron el cuerpo de la mártir y respetuosamente le encerraron en un arca de ciprés, sin cambiar la actitud que tenía en el momento de escapársele la vida. Así se encontró catorce siglos más tarde, en 1599. «Yo vi el arca, que se encerró en el sarcófago de mármol —dice el cardenal Baronio—, y dentro el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños empapados en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro, a pesar de los destrozos que el tiempo había hecho en él. Podía verse, con admiración, que este cuerpo no estaba extendido como los de los muertos en sus tumbas. Estaba la castísima virgen recostada sobre el lado derecho, unidas sus rodillas con modestia, ofreciendo el aspecto de alguien que duerme, e inspirando tal respeto, que nadie se atrevió a levantar la túnica que cubría el cuerpo virginal. Sus brazos estaban extendidos en la dirección del cuerpo, y el rostro un poco inclinado hacia la tierra, como si quisiese guardar el secreto del último suspiro. Sentíamonos todos poseídos de una veneración inefable, y nos parecía romo si el Esposo vigilase el sueño de su esposa, repitiendo las palabras del cántico: «No despertéis a la amada hasta que ella quiera.»

(fuente: www.divvol.org)

jueves, 21 de noviembre de 2013

21 de noviembre: Beata María de Jesús, el Buen Pastor (Franciszka Siedliska)

«Polaca, fundadora de las Hermanas de la Sagrada Familia de Nazaret. Un ejemplo de tenacidad y fe en defensa del ideal religioso. Abrió casas en Europa y Estados Unidos. Es patrona de la misión católica polaca en Inglaterra y Gales»

Madrid, 21 de noviembre de 2013 (Zenit.org) Hoy, festividad de la Presentación de la Virgen María, la Iglesia también celebra la de vida de Franciszka Anna Józef. Nació el 12 de noviembre de 1842 en el castillo polaco de Roszkowa Wola, lugar cercano a Varsovia. Era la primogénita del matrimonio de terratenientes compuesto por Adolf Siedliska y Cecilia Mariana Morawska. Los Siedliska tenían lazos de parentesco con aristócratas polacos que se hallaban en la zona rusa. El abuelo materno de la beata era ministro de finanzas.

El ambiente que rodeó su infancia, tal como le ocurrió a la mayoría de sus contemporáneos, cedía al influjo de las ideologías políticas del momento. El aire que se respiraba en su hogar estaba teñido por un cierto liberalismo en el que la fe ocupaba un papel muy secundario. Ella y su hermano Adam simplemente recibieron la educación que correspondía a su alcurnia. Sin embargo, Franciszka no era ajena al hecho religioso. Su institutriz le había familiarizado con la oración y de alguna forma fue su guía hasta que se produjo su muerte. Con esta sensibilidad espiritual en carne viva, cuando tenía 9 años al ver a su madre gravemente enferma no dudó en solicitar insistentemente la gracia de su curación a la Virgen de Czestochowa. Y poco tiempo después, en 1854, tuvo la fortuna de tomar contacto con el P. Leander Lendzian, un capuchino lituano que residía en Varsovia ciudad en la que Cecilia se encontraba en periodo de restablecimiento, residiendo en casa de sus padres.

Este religioso, que tuvo gran influencia en la vida de Franciszka (fue su director espiritual hasta 1879), la preparó para recibir los sacramentos de la comunión y la confirmación, momento en que decidió consagrarse. La noticia cayó como un jarro de agua fría en el hogar de los Siedliska; sus padres tenían planes diametralmente opuestos a los suyos. En particular, su progenitor no le daba otra alternativa que la de contraer matrimonio con una persona de similar posición. Aparentemente la joven se plegaba a su voluntad; les acompañó en un largo viaje por Europa en el transcurso del cual se perfilaban claramente los puntos de vista de uno y de otra. Adolf, su padre, insistió hasta la saciedad en la tesis del ventajoso matrimonio, y ella, que había heredado su fuerte carácter, replicó mostrando su férrea decisión a seguir a Cristo.

Tanta carga de tensión emocional terminó por afectarle a su madre y a ella. En su caso se temió que hubiera podido contraer la tuberculosis. Mientras visitaban médicos afamados y recibía tratamientos en balnearios de Alemania, Austria, Francia y Suiza, hubo una insurrección que obligó a su padre a dejar Polonia. Fue el momento de la conversión de la beata. Su hermano Adam falleció en 1860, parece que a consecuencia de un accidente. Cuatro años más tarde, hallándose en Cannes a la espera de que su padre la autorizara a dar el paso hacia la vida religiosa, Franciszka privadamente consagró a Cristo su castidad. Cuando pudieron regresar a su domicilio se comprometió como terciaria franciscana. Adolf murió en 1870 y ella tenía vía libre para materializar su consagración, alentada por Lendzian. Nuevo veto, en este caso debido a su mala salud, le impidió dar el paso que anhelaba. En abril de 1873 por sugerencia de este capuchino, que veía clara la voluntad de Dios sobre ella, inició la fundación de la Congregación de las Hermanas de la Sagrada Familia.

Dio los primeros pasos secundada por su madre y dos terciarias franciscanas de avanzada edad. Iniciaron una labor catequética, teniendo como centro de su consagración la adoración de Jesús Sacramentado. En otoño, una vez que vio frustrados los intentos de poner en marcha la obra en Polonia y Lourdes, contando con la ayuda del P. Piotr Semenenko, superior general de los resurreccionistas, viajó a Roma y recibió la bendición de Pío IX quien les dio vía libre para que pudieran establecerse allí. La fundación vio la luz en 1875. El P. Semenenko contribuyó también con su experiencia a la redacción de los estatutos. Ambos asistían a los emigrantes. El lema de Franciszka fue el fiat: «hágase tu voluntad». La primera comunidad tenía como modelo a la Sagrada Familia, con un claro compromiso eclesial, de unión con el Santo Padre y la determinación a vivir la caridad que debía plasmarse en la acción apostólica. El P. Semenenko las asistía espiritualmente.

En 1881 Franciszka fundó en Cracovia, y tres años más tarde profesó, tomando el nombre de María de Jesús, el Buen Pastor. Las religiosas se dedicaban a enseñar el catecismo preparando a los niños para recibir los sacramentos. Progresivamente fueron abriendo otros campos con la dirección de residencias e internados, el trabajo en escuelas, en el ámbito sanitario, ayuda a los emigrantes e incluso la acogida y crianza de niños de diversas nacionalidades, entre otras acciones. En 1885 se fundó Chicago respondiendo a la petición de prelados y sacerdotes para que asistieran a compatriotas polacos. Cuando Franciszka murió el 21 de noviembre de 1902 a causa de una peritonitis, dejaba 28 casas extendidas por distintos países, entre ellos, además de los Estados Unidos, las ciudades de París y Londres. Fue beatificada por Juan Pablo II el 23 de abril de 1989. En 1996 fue proclamada patrona de la misión católica polaca en Inglaterra y Gales.

(21 de noviembre de 2013) © Innovative Media Inc.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

20 de noviembre: Beata María Fortunata Viti

«Benedictina. Una vida heroica, llena de religiosa belleza. Durante setenta años supo ofrecer a Dios cotidianamente el néctar de rutinarias labores, esas que nunca brillan al exterior pero están presentes en la vida ordinaria»

Madrid, 20 de noviembre de 2013 (Zenit.org) Que la santidad no precisa ostentación alguna, ni tiene por qué venir acompañada de gestas relevantes lo prueba la vida de muchos insignes seguidores de Cristo. Para el que aspira a alcanzar la mejor morada en el cielo, pasar por este valle de lágrimas envuelto en el anonimato, oculto en Dios, es contar con uno de los grandes regalos del que ya puede disfrutar en la tierra. A fin de cuentas, vivirá eternamente prendido del amor de Dios con absoluta exclusividad entre la pléyade de bienaventurados que le aguardan. Llegamos al mundo sin atavíos de ningún tipo y esa misma desnudez que nos acompañará en la muerte, solo la habrá podido cubrir, en el máximo sentido de la expresión, la misericordia divina.

El mérito incuestionable de esta beata italiana radica en haber sabido cumplir día a día su misión con plena fidelidad a las humildes tareas que le encomendaron, en el silencio del claustro, sin otra aspiración que la de ser santa, único tesoro por el que se entregó en su vida consagrada. Harta proeza, sin duda alguna. Hay un halo de innegable grandeza en haber logrado realizar las dignas labores de hilar, lavar, coser y remendar, que son tan rutinarias, con el gozo y sencillez con que ella lo hizo durante setenta años. Es decir, que sobrenaturalizó lo ordinario, como han hecho otros santos y santas que han desfilado en este santoral de ZENIT.

Nació en la localidad italiana de Veroli, región del Lazio, el 10 de febrero de 1827. Su hogar estaba regido por un padre que no era precisamente un dechado de virtudes. La ludopatía y el alcohol hundieron el negocio de Luigi Viti, un próspero comerciante, y arruinó la vida de su esposa Anna Bono y de sus nueve hijos. Anna Felicia fue la tercera de los hermanos. A los 14 años perdió a su madre –su corazón no había resistido tanta desdicha y claudicó cuando tenía 36 años de edad– y ella debió sustituirla en el cuidado de la numerosa prole. La situación era de grave carencia en todos los ámbitos, una difícil situación a las que los vicios de su padre les había conducido. Para contrarrestar tanta miseria y el hambre que padecían, ya que su progenitor continuaba atrapado en sus adicciones, Anna Felicia trabajó como empleada doméstica al servicio de una familia de Monte San Giovanni Campano. En ese momento su trabajo era prácticamente la única vía de ingresos que entraba en el hogar. Y este fue el escenario de su vida hasta los 24 años.

Se le presentó la ocasión de desposarse con un ciudadano de Alatri que la cortejó y que le ofrecía un futuro esperanzador, ya que poseía cuantiosos bienes, pero la generosa joven soñaba con la vida religiosa y lo rechazó. Tantos sufrimientos habían acrisolado su amor a Cristo y con Él había sido capaz de rogar diariamente la bendición de su padre, a quien besaba respetuosamente las manos sin censurar en su corazón ese despojo humano en el que se había convertido, apresado por las flaquezas, y dominado por su mal carácter.

El 21 de marzo de 1851, a la edad de 24 años, cuando vio que sus hermanos estaban bien encaminados, Anna Felicia ingresó con las benedictinas en el monasterio de Santa María, de Veroli. Al profesar tomó el nombre de María Fortunata. Las penosas circunstancias en las que había transcurrido su vida le impidieron formarse adecuadamente. De modo que al ingresar en el convento era una completa iletrada. No pudiendo ocuparse de tareas litúrgicas en el coro, fue destinada a realizar labores domésticas que llevaba a cabo con el firme anhelo de conquistar la santidad. Fue la resolución que le condujo al convento y así lo expresó al llegar: «quiero hacerme santa». Era una mujer de palabra, porque es fácil comprometerse verbalmente, pero hay que demostrar la autenticidad de lo expresado cada segundo del día. Lo dice el refrán: «del dicho al hecho, hay un gran trecho». Ella no olvidó nunca el objetivo que se había trazado.

Viviendo heroicamente el «ora et labora» benedictino, en su entorno ignoraban la aridez que padecía esta humilde religiosa cuya jornada se iniciaba en las primeras horas de la madrugada para realizar cada día y con el mismo marco, sin abandonar jamás la clausura, las repetitivas tareas que tenía encomendadas. Obediente, amable y servicial, humilde, sencilla y caritativa, con una intensa vida de oración y silencio, María Fortunata se postraba ante el Santísimo Sacramento, al que tenía gran devoción, dando ejemplo de fidelidad y entrega. Fue agraciada con los dones de milagros y de profecía. Ella dejaba traslucir la ternura de Dios que se derrama sobre sus dilectos hijos, alumbrando ese camino que recorren los que han encarnado en su vida las bienaventuranzas: sencillez, limpieza de corazón, humildad, mansedumbre, etc.

Dios no quiso que quien había pasado más de setenta años en el anonimato, yaciera oculta en la sepultura común de la clausura en la que fue enterrada sin ningún honor y con cierta precipitación al advertir su muerte acaecida el 20 de noviembre de 1922 cuando contaba con 95 años, a los que llegó aquejada por el reumatismo, y apresada en su lecho con ceguera, sordera y parálisis. Como los milagros comenzaron a producirse ante la tumba, trece años más tarde sus restos tuvieron que ser extraídos y enterrados en la iglesia, a demanda del clamor popular. El 8 de octubre de 1967 fue beatificada por Pablo VI quien ensalzó su edificante vida de perfección.

(20 de noviembre de 2013) © Innovative Media Inc.

martes, 19 de noviembre de 2013

19 de noviembre: San Rafael de San José

Rafael de San José (en el siglo: Rafael Kalinowski), nació en Vilna de familia polaca el 1º de septiembre de 1835 y murió en Wadovice el 15 de noviembre de 1907. Laureado en ingeniería por la Academia del Cuerpo Militar en san Petrsburgo, fue designado a la fortaleza de Brest Litowski y promovido a capitán del ejército ruso. No obstante su voluntad de abandonar la vida militar, se adhirió a la insurrección por salvar del poder zarista de ocupación a Polonia, aceptando el nombramiento de ministro de la guerra en Vilna. La noche del 24 de marzo de 1864 fue arrestado y conducido a la cárcel, donde fue condenado a muerte, sentencia que le fue conmutada por diez años de trabajos forzados en la Siberia. En 1874 obtuvo la libertad y fue repatriado.

Habiéndosele prohibido la residencia en varias ciudades polacas, aceptó el oficio de preceptor del joven príncipe Ven. Augusto Czartoryski, con residencia habitual en París. En 1877 entró en el Carmelo. Ordenado sacerdote en 1882, se dedicó sobre todo al ministerio de la confesión, en la dirección espiritual y lleno de celo ecuménico trabajó ardientemente por la unidad de la Iglesia. Devotísimo de la Virgen hizo florecer en Polonia la Orden del Carmelo Teresiano. Fue canonizado por Juan Pablo II el 17 de noviembre de 1991.

(fuente: ocarm.org)

lunes, 18 de noviembre de 2013

18 de noviembre: Santa Rosa Filipina Duchesne

Rosa FILIPINA DUCHESNE nació el 29 de agosto de 1769 en Grenoble, Francia. Fué bautizada en la iglesia de San Luis, y le dieron el nombre de San Felipe apóstol, y el de Santa Rosa de Lima, primera santa del nuevo continente. Educada en el Convento de la Visitación de Ste. Marie-d'en-Haut, y atraída por la vita contemplativa, entró en ese monasterio a los 18 años.

La comunidad se dispersó durante la Revolución Francesa. Filipina regresó a su familia y se dedicó a cuidar a los presos y a todos los que sufrían. Intentó reconstruir el monasterio de Ste. Marie después del Concordato de 1801 con algunas compañeras, pero no lo logró. En 1804 Filipina oyó hablar de una nueva congregación, la Sociedad del Sagrado Corazón, y pidió a la fundadora Magdalena Sofía Barat ser admitida, ofreciendo su monasterio. La Madre Barat visitó Ste. Marie en 1804 y recibió a Filipina y sus compañeras como novicias en la Sociedad.

La vida contemplativa alimentó en Filipina el deseo de ir a las misiones. Atraída por la Eucaristía desde su juventud, pasó la noche de un Jueves Santo en oración. Escribió a la Madre Barat: «Pasé la noche entera en el Nuevo Continente llevando el Santísimo Sacramento por todas partes... Tenía que hacer tantos sacrificios: una madre, hermanas, parientes, mí montaña ... Cuando me diga: "Te envío", responderé en seguida: "Voy"». Sin embargo, tuvo que esperar otros 12 años.

En 1818 el sueño de Filipina se vió realizado. El Obispo del territorio de Louisiana buscaba una congregación de religiosas para ayudarle a evangelizar los niños franceses e indios de su diócesis, y Fílipina fue enviada a responder a esta llamada. En St. Charles, cerca de St. Louis, Missouri, fundó la primera casa de la Sociedad fuera de Francia, en una cabaña de troncos. Allí vivió todas las austeridades de la vida de frontera: frío extremo, trabajo duro, falta de dinero. Nunca llegó a aprender bien el inglés. Las comunicaciones eran muy lentas: a veces no le llegaban noticias de su querida Francia. Luchó por mantenerse estrechamente unida con la Sociedad del Sagrado Corazón en Francia.

Filipina y otras cuatro Religiosas del Sagrado Corazón trazaron un camino. En 1818 abrió la primera escuela gratuita al oeste del Mississippi. En 1828 había fundado ya seis casas. Estas escuelas eran para las jóvenes de Missouri y Louisiana. Las amó y trabajó para ellas, manteniendo siempre en el fondo de su corazón el anhelo de ir a los Indios americanos. Cuando Filipina tenía 72 años, se abrió una escuela para los Potowatomies en Sugar Creek, Kansas. Aunque muchos pensaban que Filipina estaba demasiado enferma para ir, el jesuita que dirigía la misión insistió: "Tiene que venir: quizás no podrá hacer mucho trabajo, pero con su oración alcanzará el éxito de la misión, y su presencia atraerá muchos favores del cielo para la obra".

Estuvo sólo un año entre los Potowatomies, pero su valor pionero no flaqueó, y sus largas horas de contemplación inspiraron a los indios el llamarla " La mujer que siempre reza ".

Su salud no pudo resistir el régimen de vida en el poblado. Volvió a St. Charles en julio de 1842, aunque su corazón valiente nunca perdió el deseo de las misiones. "Siento el mismo anhelo por las Montañas Rocosas que sentía en Francia cuando pedí venir a América ... ".

Filipina murió en St. Charles, Missouri, el 18 de noviembre de 1852, a la edad de 83 años.

(fuente: www.vatican.va)

domingo, 17 de noviembre de 2013

17 de noviembre: Santa Isabel de Hungría

«Princesa de Hungría, landgrave de Turingia. Joven esposa, madre y viuda. El rostro de la ternura hacia los enfermos y los pobres. Patrona de la Tercera Orden franciscana, de Bogotá y de las enfermeras españolas, entre otras»

Madrid, 17 de noviembre de 2013 (Zenit.org) El 17 de noviembre de 2007 Benedicto XVI dio inicio al año internacional dedicado a esta santa que vivió experiencias intensísimas de amor y de dolor en su corta existencia. Es muy venerada y querida. Patrona de la Tercera Orden franciscana, de Bogotá, de las enfermeras españolas, de las niñas y mujeres alemanas, proclamación esta última efectuada por León XIII. Ostenta el patronazgo de la Orden Teutónica, junto a María y san Jorge. Tiene dedicadas numerosas iglesias y capillas, y el arte ha multiplicado su imagen y milagros. Su primera biografía la publicó en 1237 el cisterciense Cesáreo de Heisterbach y han seguido proliferando otras muchas.

Nació en 1207, puede que en el castillo de Sàrospatak, Hungría; no hay más datos. Era hija del monarca Andrés II, dueño de gran fortuna, y de Gertrudis de Andechs-Merania descendiente de reyes; tenía dos hermanos prelados. En el árbol genealógico de Isabel había ejemplos de excelsa virtud. Santa Eduvigis de Silesia fue su tía materna, y lazos de sangre la vinculaban a santa Isabel de Portugal. Además, su propia hija Gertrudis, abadesa de Altenberg, es beata. Acordado su matrimonio por razones de estado cuando tenía 4 años, con Hermann, hijo del landgrave de Turingia, la trasladaron allí para instruirla; era la costumbre.

Enseguida se desencadenaron trágicos acontecimientos. En 1213 su madre fue asesinada, en 1216 murió su prometido y al año siguiente lo hizo el landgrave, que le profesaba gran afecto. Entonces quedó en manos de Sofía Wittelsbach de Baviera, la segunda esposa de éste. Tanto a ella como a Hermann les agradaba la cultura haciendo de la corte un escenario perfecto para artistas y poetas. Entretanto, Isabel había dado muestras de piedad, una tendencia muy marcada a ejercer la caridad y alejamiento de los oropeles de palacio. Implicada en un entramado político, aunque estaba muy lejos de conflictos, se decidió que regresara a su país, pero Luís IV, nuevo landgrave tras la muerte de su padre, que había tenido ocasión de tratarla en palacio, se desposó con ella en 1221.

La idílica compenetración entre ambos sembró sus vidas de inenarrable felicidad. Isabel había hallado en Luís su alma gemela, un hombre generoso, desprendido de sí mismo, que respetó en todo momento sus intensas prácticas de oración y piedad. Velaba sus noches de vigilia de forma solícita teniendo cuidado de que las penitencias de su esposa no minaran su salud. Y mostraba público reconocimiento hacia sus constantes gestos de caridad con los necesitados defendiéndola de las críticas que alguna vez llovieron sobre ella por parte de quienes no supieron apreciar su proverbial espíritu de pobreza y magnanimidad, que Dios bendecía ya con signos extraordinarios. La idea en la que se inscribe el momento en el que Isabel portaba panes para los pobres, asegurando que un desconfiado Luís le pidió que le mostrara lo que llevaba, y solo vio rosas, es fruto de la leyenda, como otras que se han tejido en torno a la santa.

Los nobles sentimientos que vinculaban a la pareja elevaban el espíritu de Isabel, que por encima de todo ansiaba unirse con Dios. «Si yo amo tanto a una criatura mortal, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?», confidenció a una de sus damas. Lo que vivía en su hogar junto al piadoso landgrave no era más que una simple imagen de ese otro amor con mayúsculas que ardía en su interior. Tuvieron tres hijos: Sofía, Gertrudis y Hermann, que murió en 1241. Gertrudis vino al mundo en 1227 al poco de fallecer su padre a causa de la peste cuando iba a embarcarse como cruzado junto al emperador Federico II. Isabel tenía 20 años cuando afrontó esta nueva tragedia que laceró su corazón: «El mundo con todas sus alegrías está ahora muerto para mí».

Desde que los frailes se afincaron allí a finales de 1221, estaba vinculada a la espiritualidad franciscana. En 1223 comenzó a ser dirigida por ellos. Al enviudar la acompañaba en este itinerario Conrado de Marburgo. En aras de la obediencia que prometió, como tenía vía libre para hacer uso de sus bienes, siguió sembrando la estela de caridad entre los pobres. Con la excusa de que dilapidaba su fortuna siendo inepta para el gobierno, su cuñado Enrique Raspe la expulsó de la corte en pleno invierno. Buscó cobijo en un humilde granero. Y al clarear el alba se dirigió al convento de los franciscanos, entonando a Dios un Te Deum en acción de gracias. Luego en Eisenach vivió en una modesta cabaña construida en la rivera del río, y continuó socorriendo a los pobres con el fruto de su trabajo: costura e hilado. Cuando su tía materna, abadesa de las benedictinas de Kitzingen, supo de sus penalidades, la confió a su hermano Eckbert, obispo de Bamberg. La idea de su tío era que Isabel contrajese nuevo matrimonio, pero ella se negó en aras de la promesa que hizo al enviudar.

Se afincó en el castillo de Pottenstein. A su tiempo, sus hermanos le restituyeron la dote y se estableció en Marburgo, seguida por su riguroso director espiritual. Su heroico ejemplo de caridad sería ya imborrable. Fue artífice de dos hospitales, en uno de los cuales, abierto en su castillo, procuró atención cotidiana a centenares de indigentes; el otro lo mandó erigir en la colina de Wartburg. En 1228, año en que tomó el hábito gris de los penitentes en la capilla de los franciscanos de Eisenach, impulsó un tercer hospital en Marburgo y allí sirvió a los enfermos, muchos de los cuales estaban aquejados de graves úlceras, sin temer al contagio. Los pobres y los desvalidos, hospitalizados o no, en quienes siempre vio el rostro de Cristo, nunca cesaron de recibir sus tiernos consuelos. Ella misma, dando muestras de su amor al carisma franciscano, había hecho de la pobreza su forma de vida, desprendida de todo, hasta que murió con fama de santidad en Marburgo, presa de altas fiebres, la madrugada del 17 de noviembre de 1231. Gregorio IX la canonizó cuatro años después, el 27 de mayo de 1235, ante la presencia de miles de fieles, entre otros, el emperador Federico II.

(17 de noviembre de 2013) © Innovative Media Inc.
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