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lunes, 31 de agosto de 2015

31 de agosto: San Aidano de Lindisfarne

Obispo

Martirologio Romano: En Lindisfarne, de Northumberland, san Aidano, obispo y abad, varón de suma mansedumbre, piedad y recto gobierno, que, llamado del monasterio de Iona por el rey Osvaldo, estableció allí su sede episcopal y un monasterio, para dedicarse con eficacia a la evangelización de aquel reino (651).

Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Todo lo que se conoce de la figura de Aidano, monje, abad y obispo de Lindisfarne, muerto el año 651, está asociado a su obra como misionero en el reino de Northumbria, y puede hallarse tan sólo en las páginas que Beda le dedica es su Historia.

Oswald, reconquistará el trono de Northumbira en el año 633, luego de vivir su destierro como huésped del monasterio de Iona, donde además de ser bautizado, aprendió la lengua de los celtas y recibió una instrucción básica. Una vez en el trono decide evangelizar su reino, para lo que pide ayuda al monasterio en que conoció a Cristo, y tras el fracaso del primer misionero, Corman, es elegido Aidano.

En el año 635 es consagrado obispo, y con una pequeña comunidad de monjes se asienta en Lindisfarne, una isla del Mar del Norte a poca distancia de la costa, frente a la cual está la fortaleza de Bamburgh, residencia del rey.

La colaboración entre rey y el abad-obispo es maravillosa. El rey entrega en donación tierras y ayudas para fundar monasterios, oratorios y lugares de culto, y además acompaña a su obispo en los viajes por las distintas partes del país, y a menudo el rey se presta a hacer de traductor de la predicación de Aidano.

Beda, nos dice que Aidano «estaba particularmente dotado de la gracia de la discreción, que es la madre de las virtudes». Junto a esta gracia brillan en Aidano la mansedumbre, el sentido del deber, el celo incansable, la generosidad con los pobres y el gusto por la oración contemplativa hecha en la soledad, según la más canónica tradición del monaquismo céltico. Para practicarla solía retirarse a los inaccesibles acantilados de la islita de Inner Farne, más lejos de tierra firme. Es interesante observar que, además de la amabilidad y mansedumbre Aidano sabe encontrar la fuerza de hablar abiertamente y sin temor ante los ricos y poderosos que no cumplen con su deber. Logra alternar el ayuno y la participación, si se le invita, a los banquetes en el palacio del rey. No usa el dinero para comprar la protección de los poderosos; pero si lo tiene o lo recibe, lo emplea para los pobres, sobre todo para el rescate de los esclavos, que a menudo después, acogidos en sus monasterios, se convierten en discípulos suyos: algunos, educados e instruidos por él, llegan incluso al sacerdocio.

Beda, señala que el obispo solía moverse a pie, quizá por humildad, cabe deducir, que esto le daba la oportunidad de detenerse a hablar con las personas que se encontraba, si eran paganos, los exhortaba a la conversión, si se trataba de creyentes, le gustaba leer con ellos un pasaje de la Escritura al objeto de reforzar su fe.

En concordancia con todo un estilo de vida, Aidano exhala su último aliento es una especie de tienda apoyada a la pared lateral de una iglesia, no lejos de la fortaleza real de Bamburgh. Es el 31 de agosto del 651.

Bibliografía: Diccionario de los santos
C. Leonardi, A. Ricardi, G. Zarri
Volumen I
Editorial San Pablo ISBN: 84-285-2258-8
(fuente: catholic.net)

otros santos 31 de agosto:

- San Aristide Marciano
- Beato Pedro Tarres

domingo, 30 de agosto de 2015

30 de agosto: Beato Juan de Mayorga

BEATO JUAN DE MAYORGA Y CUARENTA COMPAÑEROS MÁRTIRES
 († 1570)

Bien ganado tenía la madre Teresa de Jesús este conventual sosiego con que se regala en Avila después de las andaduras y desventuras de aquel año 1570.

La fundación de Pastrana le puso el corazón en aprietos de sangre ante el dramático destino de sus pobres monjas, entregadas al turbio albedrío de la princesa de Éboli. Con su único ojo bello, inquietante y sutil, quiso doña Ana Mendoza de la Cerda envolver sus extravíos en el lirio celeste de la blanca capa del Carmelo. Y como todo eran embelecos de fantasía y antojos de viuda, aún verde, muy pronto colgó penitencias, silencios y hábito. Pero ni aun así placían la devoción y el recogimiento en aquel Carmen, acosado, desde fuera, por las impertinencias priorales de la Éboli. Total, que la Santa procuró "por cuantas vías pudo, suplicando a Perlados, que quitaran de allí el Monasterio", como se hizo. Y Teresa de Jesús, baldada de carretas y de muleros, dio con su amargura en la Encarnación de Avila, peregrinando penosamente los caminos de Madrid, Toledo y Escalona.

Se entiende muy bien toda su vida, a la luz de aquel ardoroso anhelo de San Pablo: "suplir, con el sacrificio de su carne, lo que resta a la Pasión de Jesucristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia". Y a tan altos arrobos le sube su corazón enamorado —su "muero porque no muero"— que muchas veces refresca los ardores de su angustia con la memoria de aquel ansia adolescente de martirio que le empujaba a irse para cristianizar las tierras de moros. ¡El martirio!

Y ahora, en el silencio de su clausura apacible, cuando el verano implacable de Castilla pone los cielos transparentes, como el purísimo cristal donde se mira la gloria de Dios. 15 de julio de 1570. Teresa canta los finos latines del salterio de Vísperas, en honra de su Madre del Carmen, que es también la Virgen Capitana del mar. Y es su oración tan honda y tan quieta, que luego se sale, sí, extática y luminosa, a la contemplación de los divinos secretos inefables. Jesucristo le va a compensar sus fracasos de Pastrana. Y, de pronto, le muestra una falange de jesuitas, con sus estolas de sangre y sus palmas de martirio, que suben glorificados a la eterna beatitud del cielo. Queda la Santa absorta, enajenada de gozo, embebida en la luz del cortejo, que viene desde la mar océana, desconocida y distante; y aun le parece que la espuma de las olas pone un escabel de pleitesía a los bienaventurados; que canta con ellos un tedéum de oro y de cristal, hasta que se pierden en la gloria de Dios.

Cuando torna en sí confiere a su confesor y consejero, padre Baltasar Alvarez, el regalo de aquella visión misteriosa que tan altas consolaciones le diera: porque la sangre de los mártires —lo sabe ella muy bien— ha sembrado en el mundo el buen trigo de Dios para colmar los graneros de la Iglesia. Pero ni fraile ni monja atinan a esclarecer el mensaje de la visión. Pasaría aún mucho tiempo hasta que Lisboa y Madrid conocieran la aventura de un navío que, por las mismas rutas del Descubrimiento, dio testimonio de los destinos misionales de España, para vergüenza de muchos colonialismos que vendrían después. Y esta historia admirable os la voy a referir muy puntualmente, para la mayor gloria de Jesucristo.

Todo el negocio anda entre santos. La primavera de 1569, recibe San Francisco de Borja, en su curia generalicia romana, al padre Ignacio de Acevedo, jesuita portugués, insigne por su piedad y sabiduría. Retorna, desde el Brasil, a traer informes sobre la encomienda de visitador que el tercer general de la Compañía le diera en 1566. Sus noticias son francamente alentadoras.

Durante los tres primeros meses de su residencia en la capital —Bahía de Todos Santos— se había detenido el padre para reavivar el verdadero espíritu de Loyola entre sus hermanos jesuitas de la primitiva fundación, hecha diecisiete años antes. "En aquel tiempo —leemos en una crónica antigua— la provincia misionera del Brasil recibió, con Acebedo, el alma de la Compañía, ya que hasta entonces había regido según criterio de los distintos superiores, diferentes en talentos y espíritu, y con diverso influjo sobre los súbditos." Como es natural, le costó muchas penas y trabajo esta reforma interior, hasta configurarles con la imagen de San Ignacio, que él guardaba fielmente en la norma de su corazón y de su vida. Y lo hizo, según las viejas memorias, "con suma prudencia, celo ancho y encendida caridad", virtudes poco comunes a su edad joven.

Tenía asegurada la base inconmovible de aquellas difíciles misiones: los obreros de la mies. Pero la mies era mucha: una selva virgen que escondía terribles misterios de sangre. Los fundadores se habían establecido cautamente, a los principios, por todas las orillas del mar, en la desembocadura de los grandes ríos, donde la presencia de los soldados portugueses les guardaba de morir entre las bocas hambrientas y salvajes de los antropófagos. Algunos, sin embargo, cristianizaban la selva. Y a todos visitó Acevedo, superando las penalidades de tantos caminos arriesgados. Fundó escuelas de enseñanza, y aquellas magníficas "reducciones", como primera conquista del orden social, para alivio de pobrezas y estímulo del trabajo. Con licencias del rey don Sebastián erigió en Río de Janeiro el Colegio Real, de altos estudios, verdadero martillo de la herejía calvinista, que contaba allí con innumerables prosélitos.

Y ahora, en esta dulce primavera romana de 1569, entrega a Francisco de Borja el brillante informe de su visita al Brasil. Hay una petición justa, celosa, instante. Que se le autorice una leva de misioneros portugueses y españoles, como urgente estrategia para la conquista cristiana de las tierras recién descubiertas. Accede Borja, porque la Compañía sólo busca la mayor gloria de Dios. Y, para que esta recluta de soldados de la Iglesia cuente con las máximas bendiciones del cielo, le presenta al papa San Pío V, que emocionadamente acoge aquella empresa de la catolicidad española. Hay un detalle misterioso. El Pontífice concede a Acevedo la licencia singularísima de sacar dos copias de aquella Madona de San Lucas venerada en Santa María la Mayor, para que les acompañe. Y mediante estas imágenes, la Señora, que es Reina de los apóstoles, va a jugar en la aventura marina del martirio el papel protagonista de "Columna de toda fortaleza".

Al retorno de Roma encontramos a Acevedo en Zaragoza, en plenas faenas de completar su expedición de sesenta y nueve voluntarios jesuitas. No viene perdido, sino atado a la fama de virtudes y enorme temple de un coadjutor humilde, que le llegó hasta la Ciudad Eterna. Se trata de Juan de Mayorga, el navarro. Y diciendo "navarro" ya se comprende la reciedumbre de un carácter, decidido a las más duras conquistas y batallas por la defensa de la fe. Mucho tiempo estuvo abierta una disputa histórica sobre su origen incierto. Pero las recientes investigaciones del insigne padre Pérez Goyena han devuelto a Mayorga su bautismo de navarro verdadero. La controversia tenía sus razones. Porque precisamente en el mismo año en el que nace —1530—, en San Juan de Pie de Puerto, nuestro césar Carlos abandona el regimiento de aquella Sexta Merindad, atribuida siempre a la Corona de Navarra. Bastante lógico que los historiadores franceses, con muy débiles argumentos, le hicieran francés. Pero ahora son abrumadoras sus credenciales de legitimidad navarra y española.

Sabemos de él que tenía "un subjeto sano y robusto", común entre la raza vasca; que era pintor, y que fue admitido en la Compañía, a la edad de treinta y cinco años, el 22 de julio de 1566. Sería un artista modesto, piadoso desde siempre en su oficio, pues ignoramos los calibres de su maestría, aunque es fama que sus pinturas obraron prodigios, y fueron muy solicitadas, después de su martirio.

No estaba Mayorga huérfano de paisanaje en aquella fulgurante leva del padre Acevedo por España y Portugal. En el colegio de Plasencia se alistó entre los misioneros otro navarro —Esteban de Zudaire—, puro en sus diecinueve años, como un lirio de sus ricas montañas de la Améscoa. Entonces precisamente salía de unos fervorosos ejercicios espirituales, en los que le fue revelada su vocación al martirio. Era sastre de artesanía. Pero, en aquella empresa de cristianizar a los infieles, un artista podía traerlos a la fe y religión de Cristo con la hermosura y la gracia de sus colores, y el buen sastre cubrir castamente los pecados de la carne pagana y desnuda.

Para marzo de 1570 ya tenía Acevedo asentada en Lisboa la expedición de sesenta y nueve jesuitas, en espera de hacerse a la mar. Como tanto le urgía su arribo inmediato al Brasil, contrata pasaje con el capitán de la carabela Santiago, bajo la promesa de aparejar, en tres semanas, todo lo necesario para tan larga y peligrosa travesía. Los futuros compañeros de viaje eran mercaderes —corazones avaros, sin religión ni justicia—: y se convino en acomodar media nave, a forma de clausura, para que los religiosos, allí, pudieran libremente cumplir sus rezos y su regla. Todo perfecto, admirable. Pero luego saltaron penosas trifulcas con el capitán, dilaciones y dilaciones, a lo largo de cinco meses.

El 5 de junio la Santiago se hacía a las aguas, desde Lisboa, agregada a una flota de ocho carabelas bien armadas, para conducir al mismo destino al nuevo gobernador, don Luis de Vasconcellos. Los misioneros fueron distribuidos de esta suerte: veinte en la nao capitana; tres como ángeles custodios de una turba de niños, huérfanos por la peste de Lisboa, que iban a posesiones de ultramar: siete como capellanes del resto de la flota y treinta y nueve, con el padre Acevedo, en la Santiago. Pero sobre este único y grande camino del mar Dios traza otro misterio de caminos, que se enfilan hacía su gloria. ¿Quién pensara entonces, cuando la primavera madura ponía en la cornisa de las playas lisboetas un triunfo de gaviotas, de rosas de sal y de canciones, que allí arriba, entre las brumas de La Rochelle, un hombre perjuro de su fe católica, cínico y pirata, reunía sus carabelas para cazar a los cristianos? Sólo Dios.

Santiago Soria se tituló "general de los mares" de aquella doña Juana de Navarra, reina sin reino, oprobio de mujeres y calvinista. Era rico, por sus asaltos afortunados a naves venecianas y portuguesas. Pero ahora no le atraían las joyas ni los doblones de oro, sino aquel placer de la venganza. A todo viento de sus velas impacientes planta su flota, como un diabólico atlante, en la misma ruta del gobernador Vasconcellos, y le veja con sus mensajes altaneros y desvergonzados. Es buen estratega, astuto y valiente.

El 13 de junio la expedición cristiana pone sus proas a la isla de Madera, donde se toman un descanso. Los naturales del país avisan a Vasconcellos que el corsario Soria navega por las alturas de la Gran Canaria, y entonces decide detenerse hasta que pasen los peligros de un asalto pirata. Para Acevedo el problema es duro, pavorosa la prueba. Los mercaderes de la Santiago urgen proseguir, porque la suerte de la propia vida pesa menos que los doblones de oro que han de amontonar con el tráfico de sus mercaderías. El bendito padre Ignacio se recoge a ayunos y a oración: celebra ante sus compañeros una misa del Santo Espíritu, declarándoles, en una encendida arenga, los términos reales del peligro que corren si se hacen a la mar de nuevo. Aceptan todos, menos cuatro, que se reemplazan con otros cuatro valientes. Y el 9 de julio boga la Santiago, con buen temple de vientos, hasta la vista de La Palma. Pero entonces, a la luz borrosa del alba, un marinero grita desazonadamente: "¡Naos a la vista!" Es Soria, fanfarrón de sus cuatro carabelas, veloces y fuertes de artillería, que levanta su bandera intimando la rendición de la Santiago. ¡Pero qué española la respuesta! Una seca descarga de morteros y arcabuces, que pone un escalofrío de odio y de rabia en la carne morena del corsario. Después, una rápida maniobra de envoltura al navío cristiano... ¡y al abordaje!, mientras él increpa desde el puente de la nao capitana:

"Perros sarnosos, que abrís por el Brasil juicios de inquisición y de tortura para mis amigos luteranos, ¡A morir sin piedad, sin óleos, como los perros!

Hay un confuso griterío de blasfemias, cruzarse de picas y de espadas, jadeos de sudor, oraciones, crujidos de huesos rotos, entrañas al desnudo, tufo de sangre caliente... ¡Horrible la tortura y las matanzas! ¿Y cómo el cielo permanece azul, apacible, confundido con las aguas quietas que ya son de pura sangre?

Acevedo cayó en primer lugar. Quisieron arrancarle aquella Madona de San Lucas, pero sus manos, como garfios de acero, sostenían en alto la divina imagen. Y allí quedó sobre las olas, para sostener el martirio de los compañeros. A Mayorga le partieron materialmente por la cintura, rotas ya las articulaciones, para que su robustez de Vasco no le salvase, nadando a la desesperada. Y aún bendecía a sus verdugos, con el crucifijo, cuando la tumba piadosa del mar acogía sus despojos sangrientos. La muerte de Zudaire fue más rápida, pero más expresiva: le segaron casi la cabeza del cuerpo, y, cuando le arrojan a las aguas, aquellos labios limpios y jóvenes, que perdonan, cantan un tedéum de triunfo, que luego repiten y agrandan las caracolas, los ángeles y los vientos, para que todos los triunfadores, que oficiaron su propio sacrificio, entren en la gloria de Dios.

¿Por qué Teresa de Avila contempla, este mismo atardecer, el gozo celeste de estos bienaventurados jesuitas? Acaso las voces de la sangre. Porque, al fin de la matanza, indultado el hermano cocinero con el designio de ponerle al servicio del pirata, un sobrinillo del capitán de la Santiago —San Juan de apellido y con estirpe, en su sangre, de la Santa— toma una sotana de los mártires y, revestido de jesuita, se ofrece —como una rosa encendida, su carne de niño— para cerrar la cuarentena de la corona triunfal de este martirio. Como en Sebaste de Armenia, misteriosamente.

Invita a pensar la historia. Estos esforzados atletas de Cristo —obscuros y humildes, como Zudaire y Mayorga— entregaron, en testimonio de su fe, la existencia por la esencia, sin miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no alcanzan a destruir los alcázares inmortales del alma.

Las doctrinas de Cristo en su Evangelio, y su obra de redención, perennemente viva en el alma de su Iglesia, han de padecer hasta el fin. Porque Él se nos ha revelado como el signo de contradicción y piedra de toque para el bien y para el mal.

En nuestro tiempo, junto a sutiles persecuciones y opresiones físicas, que han levantado una muchedumbre de "testigos del Señor Jesús", con el tributo martirial de sangre y haciendas, cunde otro más dramático combate: el del materialismo dialéctico y técnico, que convierte al hombre, descristianizado, en una helada máquina de rencor, de tedio y de angustia. Es llegada la hora de definir nuestra vida en un sentido sacro de testimonio, en defensa de las verdades de nuestra fe, de la moral católica y de los derechos y libertades de nuestra madre la Iglesia.

Testigos de la verdad del Evangelio, el intelectual y el profesional, el artista y el artesano, dentro de la casa y en medio de las trepidaciones angustiosas de nuestra calle moderna.

Como esta noble falange jesuita de mártires del Brasil, que en su lejanía de siglos nos enseñan, con temple muy español, a cuánto nos obliga nuestro bautismo de cristianos.

escrito por Fermín Yzurdiaga Lorca
(fuente: www.mercaba.org)

otros santos 30 de agosto:

- Santa Rosa de Lima
- Beato Eustaquio van Lieshout

sábado, 29 de agosto de 2015

29 de agosto: Beata Sancja Szymkowiak

Religiosa

Martirologio Romano: En Poznan, ciudad de Polonia, beata Sancja (Joanina) Szymkowiak, virgen, de la Congregación de la Hijas de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores, que, en medio de las dificultades de la guerra, se ocupó con gran entrega de los detenidos en las cárceles (1942).

Sor Sancja Szymkowiak, nació el 10 de julio de 1910 en Możdżanów (Ostrów Wielkopolski, Polonia). Fue la última de los hijos que tuvieron Agostino y Maria Duchalska, luego de haber procreado a cuatro varones, de los que uno se hiso sacerdote. El día del bautismo recibió el nombre de Giannina. De su familia, acomodada e intensamente creyente, recibe una sólida educación. Desde la primera juventud se distinguió por la excepcional bondad y la auténtica devoción, fascinando con su serenidad y sencillez. Después de la escuela superior estudió en la Facultad de Lenguas y Literatura Extranjeras en la universidad de Poznan, empeñándose intensamente tanto en el crecimiento intelectual como en el espiritual. Toma parte activa en la Asociación Mariana, desarrollando un apostolado discreto y eficaz y transmitiéndoles a los jóvenes la alegría de vivir. Encuentra tiempo para prestarle atención a todo, de modo particularmente sensible en ayudar a los más débiles y abatidos, se dedica con fervor a las obras de caridad en el barrio más pobre de la ciudad. La eucaristía fue el centro y el manantial de su gran celo apostólico.

Desde joven se sintió llamada a la vida religiosa. En el verano de 1934 partió para Francia y, durante una romería a Lourdes, decide hacerse monja encomendándose a la Virgen Inmaculada. En junio del 1936, superadas muchas dificultades, ingresó al convento de las Hijas de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores, mejor conocidas como las Monjas Seráficas, de Poznan, asumiendo el nombre de María Sancja. Desde el principio se distinguió por el gran celo en la observancia de las Reglas del Instituto y en el ejercicio de los servicios más humildes. Su vida, que no tuvo aparentemente nada excepcional, escondió una profunda unión con Dios, en la completa disponibilidad de atender su voluntad en todo, también en los asuntos más modestos.

Durante la ocupación alemana Sor Sancja, no aprovechó el permiso de poder volver a su familia, dado los peligros y los incomodidades de la guerra, se quedó en el convento junto a otras monjas, y fueron sometidas por los militares a duros trabajos. Dócil a la voluntad de Dios, infundía alrededor suyo un aire de paz y esperanza, encarnando, para los afligidos y sufrientes, un efectivo apoyo y un eficaz consuelo. Los prisioneros franceses e ingleses, a los que prestó su personal ayuda en calidad de traductora, la llamaron “ángel de bondad” y “santa Sancja“.

Las enormes fatigas y las difíciles condiciones del convento de Poznan pusieron a dura prueba sus fuerzas y fue víctima de una grave forma de tuberculosis a la laringe. Abandonándose en los brazos cariñosos de Dios Padre ofreció un fulgurante ejemplo de sereno aguante de los sufrimientos. Con gozo profesó los votos perpetuos el 6 de julio de 1942, profundamente unida al Esposo Celestial, en la fervorosa espera de su venida en el momento de la muerte, que ocurrió el 29 agosto del mismo año, cuando tenía solamente treinta y dos años.

Reproducido con autorización de Santiebeati.it
(fuente: catholic.net)

otros santos 29 de agosto:

- Beata Eufrasia Eluvathingal del Sagrado Corazón de Jesús
- Santa María de la Cruz (Juana) Jugan

viernes, 28 de agosto de 2015

28 de agosto: Beato Junípero Serra

Apóstol de Sierra Gorda y California
(1713-1784)

Para facilitar una visión más completa de la figura de Fray Junípero, lo presentamos desde tres perspectivas diferentes pero complementarias: un resumen de su vida, en el que se compendian las notas más destacadas de su personalidad y obra; la carta de despedida que el propio Fray Junípero escribió a sus padres, que es expresión de los ideales que lo animaban; por último, un escrito redactado en forma epistolar, en el que el historiador máximo del Beato Junípero, el P. Maynard J. Geiger, expresa el cariño y admiración que despertaron en él las investigaciones sobre tan extraordinario apóstol y civilizador.

El 24 de noviembre de 1713 nació en Petra (Mallorca), del matrimonio formado por Antonio Serra y Margarita Ferrer, un niño a quien se le impuso en el bautismo el nombre de Miguel José. Vino al mundo en el humilde hogar de una familia sencilla, de modestos labradores, honrados, devotos y de ejemplares costumbres. Tal como iba creciendo y dando los primeros pasos por las calles de su pueblo, sus padres lo iban encaminando por los senderos de la fe católica y el santo amor de Dios. Ellos eran analfabetos, pero trataron de dar a su hijo una mejor formación, llevándole a la escuela del convento franciscano de San Bernardino. Aquí en su pueblo el muchacho aprendió las primeras letras e hizo grandes progresos en su formación, por lo que pronto lo encaminaron hacia Palma para cursar estudios superiores.

A la edad de 15 años empieza a asistir a las clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma y, sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de Septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero.

Cursa con gran brillantez los estudios eclesiásticos, e inmediatamente lo encontramos dictando clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la Cátedra ganada por oposición, con el consenso unánime de todos sus examinadores. Su tarea docente en San Francisco duró de 1740 a 1743, año este último en que pasó a ocupar la cátedra de Teología Escotista en la entonces famosa Universidad Luliana de Palma de Mallorca. Los muchos y notables alumnos salidos de sus aulas con brillantes títulos, son testigos de la alta categoría docente del P. Serra, quien alternaba la docencia y la predicación, campo éste en el que también cosechó abundantes frutos y estima; en cierta ocasión, predicando ante el Claustro de profesores de la Universidad, fue tan grande la admiración causada por su pieza oratoria, que un catedrático y orador de mucha fama exclamó: «Digno es este sermón de que se imprima en letras de oro».

Cuando se había hecho acreedor de los mayores honores y aplausos, decidió dejarlo todo para seguir la vocación misionera. En 1749 estuvo predicando la cuaresma en Petra, su pueblo natal, y cuando ya la estaba terminando le llegó la noticia de que le habían sido concedidos todos los permisos necesarios para trasladarse al Colegio de Misioneros de San Fernando, situado en la capital de México; sólo faltaba contratar el barco, lo que significaba tener que esperar algunos pocos días. Fray Junípero había ocultado siempre a sus padres la vocación misionera que lo animaba, y, terminada aquella cuaresma, se despidió de sus ancianos progenitores sin notificarles su próxima partida hacia América. De momento no quiso disgustarlos, y con el fuerte abrazo, que le desgarraba el corazón, se marchó para no volver a verlos. El 13 de Abril de 1749 embarca hacia Málaga, rumbo a Cádiz, en cuya travesía se enfrenta seria y comprometidamente con el capitán del barco para defender los principios evangélicos; no encontrando argumentos convincentes para defender su postura, el furibundo marino inglés a punto estuvo de tirar al P. Serra a la mar. En Cádiz permanecieron los misioneros más tiempo del previsto, esperando el momento de embarcar, y desde allí escribió Fray Junípero la carta que reproducimos más adelante, dirigida al P. Francisco Serra, que no era familiar suyo aunque tuviera su mismo apellido, residente entonces en el convento franciscano de Petra. El motivo de la carta era consolar y confortar a sus padres, y, como éstos eran analfabetos, se la dirigió al fraile amigo para que éste se la leyera.

Tras una larga y peligrosa travesía de 99 días, llegó a Veracruz en las costas mexicanas. Con otro compañero hizo a pie la caminata de cien leguas, hasta el Colegio de Misioneros de San Fernando en la Capital de México. Durante el trayecto, por causa de la picadura de un insecto, se le formó una llaga en la pierna que le será molesta compañera hasta la muerte.

A los seis meses de su llegada lo vemos ya enrolado, como Presidente, en un grupo de voluntarios camino hacia el corazón de la Sierra Gorda, en donde inicia su brillante carrera misionera. Ocho años estuvo en aquellas inhóspitas tierras, donde tantos otros habían fracasado. Su historial fue muy diferente. Siempre infatigable y emprendedor, aprende la lengua nativa. Enseña a cultivar la tierra. Monta granjas y talleres. Inicia a los indios en los más elementales rudimentos de las ciencias y las artes. Les adiestra igualmente en el comercio. Les instruye particularmente en los principios doctrinales de la fe católica. Los misioneros emulan las iniciativas y logros de Serra.

Fue tal la transformación realizada en aquella zona montañosa que, de un erial infructuoso, sus valles se transformaron en fecundo vergel. Y unos indios semisalvajes y ariscos, quedaron convertidos en sociables ciudadanos, instruidos en los diferentes campos de la actividad humana de aquellos tiempos. De la extraordinaria actividad del P. Serra en este rincón serrano, todavía queda en Jalpan, como testigo elocuente, el esbelto y artístico templo churrigueresco levantado bajo su dirección.

En plena euforia de sus trabajos en Sierra Gorda, es requerido para ocupar las misiones de San Saba, en Texas, devastadas por los apaches, quienes habían flechado a sus misioneros. Acepta contento, aun siendo consciente de que se expone a sufrir el martirio. Pero Dios le tenía reservado otro campo muy distinto. En efecto, no se llevó a cabo el proyecto para el que habían recurrido a Fray Junípero, y éste, al quedar libre de otras obligaciones, se dedica a dar misiones populares por todo el Territorio de la Nueva España, poniendo de manifiesto, una vez más, sus grandes cualidades pastorales y oratorias. Fruto de su fervorosa predicación fueron sonadas conversiones y multitud de penitentes postrados a sus pies para pedir la reconciliación de sus pecados.

Por aquel tiempo se suprimieron los Jesuitas en todos los territorios españoles y, en consecuencia, quedaron abandonadas las misiones de la Baja California. El Gobierno del Virreinato encargó a los franciscanos llenar ese vacío, y de nuevo tenemos al P. Serra, también como Presidente y voluntario, al frente de una expedición de dieciséis religiosos.

El 14 de Marzo de 1769 embarca hacia Loreto, Baja California, y en cuanto toma posesión de su cargo, elabora planes, distribuye el personal y visita varias misiones.

Transcurrido un año en este ministerio, llegan noticias de que los rusos, partiendo de Alaska, pretenden ocupar la costa oeste del norte americano. Para adelantárseles, el Virrey Marqués de Croix encarga al Visitador General D. José de Gálvez que organice una expedición para la conquista de aquellas tierras.

De inmediato Gálvez inicia la operación, tratando el plan con la oficialidad; pero pronto cae en la cuenta de que hay un personaje clave e imprescindible para el feliz éxito de la empresa: el P. Junípero Serra. Gálvez sabía bien que los fusiles y los cañones eran insuficientes para una conquista estable y duradera. Era indispensable conquistar, además del territorio, el corazón de los indios, y esta tarea fundamental sólo se podía afrontar con las armas de la fe y el estandarte de la cruz. Por esto, el Visitador General llama junto a sí al Presidente de los misioneros, y ambos conjuntamente ultiman los planes a seguir. Huelga decir el papel tan importante que desempeñó Serra en el enfoque y desarrollo de los preparativos.

Formando expedición por tierra con el Comandante Portolá, inicia Serra la marcha hacia el norte. La preocupante herida de su pierna ulcerada hacía tan torpe y pesado su caminar, que otros, en su lugar, se hubieran dado por vencidos, quedando a la vera del camino, mientras con nostálgica pena habrían visto cómo los demás compañeros continuaban la marcha. Pero Fr. Junípero no se rinde.

El primero de Julio de 1769 llegan al puerto de San Diego y, mientras las tropas izan la bandera de España y levantan el campamento, el P. Serra enarbola la cruz y funda la primera misión en la Alta California. Terminada de poner la primera piedra de la cristiandad en aquellas lejanas tierras, Fray Junípero, limpiándose el rostro, deja salir un profundo respiro de satisfacción al ver levantada la señal de Cristo en medio de un pueblo completamente pagano.

Al principio, las relaciones con los naturales del país no fueron tan cordiales como hubiera sido de desear. La rapiña y la agresión hicieron acto de presencia sin dilación. Los indios robaban cuanto podían y, en un momento dado, atacaron el desprovisto campamento español. Fruto de la sangrienta lucha, cayó mortalmente herido a sus pies el sirviente indio a quien tanto apreciaba el P. Serra.

Este primer contacto con los naturales del lugar, tan adverso como desagradable, no fue capaz de tronchar la vida misionera de nuestro Beato. Muy al contrario, su espíritu salió reforzado, y aumentó su amor hacia aquellos desaforados y rapaces indígenas, a quienes apreciaba y quería convertir en vasallos de ambas majestades: el Rey de los Cielos y el Rey de España. Sin duda alguna, la tenacidad del P. Serra fue un factor importantísimo para que no fracasara en sus mismos inicios la conquista de la Alta California. Las provisiones de víveres llegaron a escasear de tal forma, que el Comandante Portolá ordena la retirada. Con este paso hacia atrás, Serra veía derrumbarse todos sus afanes de convertir almas paganas para el cielo. Pero sus ruegos lograron que se aplazara la retirada y, en el ínterin, llegó el barco con nuevos recursos.

Se reanuda la marcha siguiendo el rumbo prefijado, y tan pronto como llegan a Monterrey, Fray Junípero se instala junto al Río Carmelo, donde funda la segunda misión, misión que se convirtió en su residencia habitual, de la que partiría tantísimas veces para ensanchar las fronteras de la conquista espiritual.

Las mayores dificultades que encontró el P. Serra en el desarrollo de su tarea misionera, y las que más le hicieron sufrir, fueron las incomprensiones y la falta de ayuda por parte de los gobernadores de California. La acción de los misioneros estaba supeditada al poder civil y militar, por lo que más de una vez los frailes se vieron oprimidos o limitados por los intereses y caprichos de quienes tenían otros ideales. Continuos y con frecuencia duros fueron estos enfrentamientos.

No obstante sus achaques y las incomodidades de los viajes, Fray Junípero, sin reparar en ellos, toma el camino de la Corte del Virreinato de Méjico, para tratar allí la marcha de las misiones y solucionar las impertinentes y molestas discrepancias habidas con el Gobernador de California. El Virrey D. Antonio María Bucareli recibió con afecto singular al celoso misionero. Escuchó sus razones y quedó persuadido tanto de sus argumentos como de su celo y santidad. Serra actuaba con tal entusiasmo y firmeza, que no sólo convenció y salió airoso de sus gestiones, sino que además pudo volver a sus misiones cargado con abundantes alimentos, telas y utensilios de toda clase.

Con tales refuerzos y amparado en las nuevas normas dictadas para el gobierno de la Provincia de California, elaboradas por él y aprobadas por el Virrey, Junípero inyecta mayores entusiasmos a sus misioneros, y de nuevo se abren más amplios horizontes al celo evangelizador de aquellos hombres.

Ya habían sido fundadas las misiones de San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luis Obispo; ahora se establecerán las de San Francisco, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. Además, se inicia la fundación de Santa Bárbara, que el P. Serra no llegará a ver coronada porque le visitará antes la hermana muerte.

Su celo por las almas y su dinamismo por levantar más obras, lo espoleaban continuamente para trasladarse de cerro en cerro, entre valles y montañas, y así poder congregar al indio disperso y desprovisto de todo, dándole cobijo y sustento junto a la acogedora misión. Miles y miles de kilómetros pisó en su fecunda vida. Cojeando y valiéndose de un bastón, cruza repetidas veces los floridos campos californianos para visitar las misiones y estar con sus hermanos los misioneros. A todos escucha y atiende. Se hace cargo de cada situación concreta. Busca y presenta acertadas soluciones. Da nuevas orientaciones y consejos acertados. Predica, bautiza, confirma, confiesa y aún le queda tiempo, para él el más precioso, en el que se ocupa de los problemas y necesidades de sus queridos indios.

Aquel hombre de temperamento fuerte y de carácter firme, pero afable, de dotes singulares y de ambiciosas iniciativas, nunca cedió ni jamás retrocedió. Pero al fin cayó rendido en el encuentro con la hermana muerte. Su fallecimiento ocurrió el 28 de Agosto de 1784, en la Misión de San Carlos Borromeo, junto al río Carmelo, cerca de Monterrey.

Entonces pasó a gozar de un merecido premio y descanso en el seno del Padre, junto a los indios que él redimió y que le precedieron: sin duda salieron a recibirle en solemne cortejo a las puertas de la eternidad gloriosa, en compañía de la Virgen, los Angeles y los Santos, cuya devoción tantas veces les inculcó.

Los que quedaron a su lado, lloraban desconsolados la pérdida de un verdadero padre. Experimentaban la triste desaparición de su gran bienhechor. Como expresión del más sincero agradecimiento, amortajaron al «Padre viejo», como así le llamaban cariñosamente, con sus abundantes lágrimas de pesar y las flores de aquellos campos, tantas veces hollados por esos pies ahora fríos, desnudos y trabados sin poder dar un paso más.

Además de la inmensa actividad misionera y civilizadora desarrollada durante toda su vida por el P. Serra, a su iniciativa se deben las nueve primeras misiones de las veintiuna fundadas por los franciscanos españoles en la Alta California; aquellas nueve se establecieron mientras Fray Junípero desempeñaba el cargo de Presidente de todos los religiosos residentes en aquellas lejanas tierras. Con razón, su discípulo, amigo y biógrafo, el P. Francisco Palou, dejó grabadas estas proféticas palabras: «No se apagará su memoria, porque las obras que hizo cuando vivía han de quedar estampadas entre los habitantes de la Nueva California».

Desde entonces, su vida, obra y virtudes han merecido la más encomiástica exaltación y gloria, por toda clase de personas, tanto en el orden humano como espiritual. La piedra y el bronce, incluso el cemento, perpetúan su memoria en esbeltos monumentos levantados por donde pasó. La pintura y la escultura han plasmado con variedad de formas y belleza su figura. Las letras no se han quedado en zaga a la hora de transmitirnos sus hazañas y cantar sus glorias.

El 25 de septiembre de 1988, Juan Pablo II, que había visitado la tumba de Fray Junípero en la Misión de San Carlos, lo beatificó solemnemente en Roma.


CARTA DE DESPEDIDA DE FRAY JUNÍPERO

Como ya hemos indicado, Fray Junípero, para no apenar a sus padres, emprendió el viaje a América sin despedirse de ellos. Mientras esperaba en Cádiz el momento de embarcar, escribió esta carta, que va dirigida a sus ancianos padres, pero que, por no saber ellos leer, la envía a un fraile residente en Petra, el P. Francisco Serra, que no es familiar suyo, para que éste se la lea.

«Jesús, María, Joseh».

Carísimo amigo en Cristo Jesús, Padre Francisco Serra. Ésta va de despedida, pues estamos ya para salir de esta ciudad de Cádiz y embarcarnos para México. El día fijo no lo sé, pero están ya cerrados los baúles de nuestros trastillos, y se dice que dentro de dos, o a lo más en 3 ó 4 días, se hará a la vela el navío llamado Villasota, en el que hemos de embarcar. Habíamos pensado que fuera más pronto; por esto os escribí que para cerca de San Buenaventura, pero se ha retardado hasta ahora.

Amigo de mi corazón, me faltan en ésta palabras, aunque me sobren afectos para despedirme y para repetiros la súplica del consuelo de mis padres, a quienes no dudo no les faltará su aflicción. Yo quisiera poder infundirles la gran alegría en que me encuentro, y pienso que me instarían a seguir adelante y no retroceder nunca.

Deben advertir que el cargo de Predicador Apostólico, y máxime adjunto con el actual ejercicio, es lo más que ellos podían desear para verme bien establecido.

Que su vida, como son ya tan viejos, es ya muy deleznable, y casi preciso que sea breve. Y si la saben comparar a la eternidad verán claramente que no puede ser más que un instante. Y siendo así, será muy del caso y muy conforme a la santísima voluntad de Dios que reparen poco en la poquísima ayuda que yo les pueda hacer en las conveniencias de esta vida para merecer de Dios nuestro Señor que, si no nos volvemos a ver en esta vida, estemos juntos para siempre en la Gloria.

Decirles que yo no dejo de sentir el no poder estar más cerca de ellos, como estaba antes, para consolarles, pero pensando también que lo primero es lo primero, y que antes que ninguna otra, lo primero es hacer la voluntad de Dios cumpliéndola; por amor de Dios los he dejado, y si yo por amor de Dios y con su gracia, tengo fuerza de voluntad para dejarlos, del caso será que también ellos, por amor de Dios, estén contentos al quedar privados de mi compañía.

Que se hagan cargo de lo que sobre esto les dirá el confesor y verán que, en verdad, ahora les ha entrado Dios por su casa. Con santa paciencia y resignación ante la divina voluntad, poseerán sus almas, porque alcanzarán la vida eterna.

Que no atribuyan a nadie, sino sólo a Dios Nuestro Señor, lo que lamentan, y verán cómo les será suave su yugo y se les mudará en gran consuelo lo que ahora tal vez padecen como una aflicción. No es hora ya de alterarse ni afligirse por ninguna cosa de esta vida, y así de conformarse en un todo con la voluntad de Dios, procurando prepararse para bien morir, que es lo único que importa de cuantas cosas pueda haber en esta vida, pues alcanzando aquélla, poco importa que se pierda todo lo demás; y si no se alcanza, nada aprovecha todo lo demás.

Que se alegren de tener un sacerdote, aunque malo y pecador, que todos los días, en el Santo Sacrificio de la Misa, ruega por ellos con todas sus fuerzas y muchísimos días aplica por ellos solamente la Misa, porque el Señor los asista, porque no les falte lo necesario para el sustento, les dé paciencia en los trabajos, resignación a su santa voluntad, paz y unión con todo el mundo, valor para resistir a las tentaciones del demonio y, finalmente, cuando convenga, una muerte lúcida y en su santa gracia.

Si yo, con la ayuda de la gracia de Dios, llegase a ser un buen religioso, serían más eficaces mis oraciones y no serían ellos poco interesados en esta ganancia; y lo mismo digo de mi querida hermana en Cristo, Juana, y Miguel mi cuñado: que no piensen en mí por ahora sino para encomendarme a Dios para que yo sea un buen sacerdote y un buen ministro de Dios; que en esto estamos todos muy interesados, y esto es lo que importa. Recuerdo que mi padre, cuando tuvo aquella enfermedad, tan grave que lo extremaunciaron, y yo, que ya era religioso, lo asistía, pensando que ya se moría, estando él y yo a solas, me dijo: «Hijo mío, lo que te encargo es que seas un buen religioso del Padre S. Francisco». Pues, padre mío, sabed que tengo aquellas palabras tan presentes como si en este mismo instante las oyera de vuestra boca. Y sabed también que para procurar ser un buen religioso emprendí este camino.

No estéis afligidos porque yo haga vuestra voluntad, que es también la voluntad de Dios.

De mi madre sé también que nunca se descuidó de encomendarme a Dios con el mismo cariño para que yo fuese un buen religioso. Pues, madre mía, si tal vez por vuestras oraciones Dios me ha puesto en este camino, estad contenta de lo que Dios dispone y decid siempre en todos los trabajos: «Bendito sea Dios y hágase su santa voluntad».

Mi hermana Juana ya sabe que no hace mucho que se vio a las puertas de la muerte y el Señor por los méritos e intercesión de María Santísima, le restituyó la salud perfecta. Si hubiera muerto, a estas horas no tendría pena el que yo estuviese o no en Mallorca; pues que dé gracias al Señor y acate lo que Él dispone, ya que lo por Él dispuesto es lo que conviene, y es muy creíble que el Señor le concediese a ella la salud para que pudiera servir de consuelo a los buenos viejos, ya que yo habría de irme.

Alabemos a Dios, que Dios nos ama y nos estima a todos. Cuñado Miguel y hermana Juana: os suplico muy de veras lo que antes os encargué, esto es, que continuéis entre los dos con gran paz y quietud; que procuréis respetar, sufrir y consolar a los viejos, y que tengáis diligentísimo cuidado en la buena crianza de vuestros hijos; y a todos juntamente os encargo que seáis cuidadosos en ir a la iglesia a confesar y comulgar con frecuencia, practicando el ejercicio de la Vía Sacra, y que procuréis totalmente ser buenos cristianos.

Yo confío que así como hasta aquí me han sabido encomendar a Dios para que me asistiese no dejarán de hacerlo igual de aquí en adelante y que suplicando al Señor mutuamente yo por ellos y ellos por mí, el Señor mismo nos asista a todos y nos dé en esta vida su santa gracia y después de esta vida la gloria.

¡Adiós, padre mío! ¡Adiós, madre mía! ¡Adiós, Juana, hermana mía! ¡Adiós, Miguel, cuñado mío! Cuidado con que Miguelito sea buen cristiano y buen estudiante, y que sean buenas cristianas las dos chicas. Y confianza en Dios, que tal vez les valga de algo su señor tío. ¡Adiós, adiós!

Carísimo hermano Padre Serra, adiós. Mis cartas, de aquí en adelante, serán, según dije, más espaciadas; mas en lo que respecta al consuelo de mis padres, hermana y cuñado, atended al buen cariño que os he dicho, a vos primero y sin semejante, y después al Padre Vicario, al Padre Guardián, Padre Mestre, les digo y confío que «epistola mea omnes vos estis» [«todos vosotros sois mi carta», cf. 2 Cor 2,3]. El Padre Vicario y Mestre, si viene bien, que se encuentren presentes cuando se lea esta carta, si lo halla conveniente para mayor consuelo. Y que sea sin la reunión de otras personas, sino a solas, delante de los cuatro: padre, madre, hermana y cuñado.

Y si alguien más haya de oírlo sea la prima Juana, vecina, para la cual añadiréis muchas y cordialísimas memorias, como también a su marido, al primo Roig, la tía Apolonia Boronada Jorja y demás parientes.

Memorias a cada uno de los individuos de esa comunidad de Petra, sin omitir ninguno, y máxime fray Antonio Vives.

Memorias al Dr. Fiol, su hermano; al señor Antonio, su padre y a toda su casa.

Memorias muy especiales al Amon Rafael Moragues Costa y a su esposa; al Dr. Moragues, su hermano y a su señora, y lo mismo al Dr. Serralta; al Señor Vicario Perelló, señor Alzamora, al señor Juan Nicolau y el regidor Bartolomé su hermano y a toda la casa. Y para abreviar, a todos los amigos.

Al Padre Vicario, que confío en que llegará el libro del santo Negro, pues si no ha llegado de Madrid cuando yo saliere ya dejo orden aquí para que cuando vayan los Fornaris a Mallorca se lo lleven. Y que procure inducirle devoción hacia mi señor S. Francisco Solano.

La adjunta va a Mado Maxica, vecina del convento, y es de su hijo Sebastián, que ha llegado de las Indias y me parece que se da buen trato.

Finalmente, el Señor nos junte en la gloria y guarde de presente a Vuestra Reverencia muchos años, como os lo suplico.

De esta casa de la santa misión y ciudad de Cádiz, a 20 de agosto de 1749.

El lector Palóu da a Vuestra Reverencia muchísimas memorias y se las dará de parte de los dos al señor Guillermo Roca y a su casa.

Cordial amigo en Cristo,
Fray Junípero Serra, indignísimo sacerdote.
Reverendo Padre Fray Francisco Serra, Religioso Menor.


CARTA DEL P. GEIGER AL PADRE SERRA

El P. Maynard J. Geiger, franciscano, de la Provincia de Santa Bárbara de California, consagró toda su vida, por disposición de los superiores, a la investigación y estudio de la vida y obra de Fray Junípero Serra. Usando los medios de trasporte a su alcance, incluidas muchas horas de camino a pie, recorrió los lugares por donde había pasado el gran misionero de aquellas tierras, y visitó todos los sitios en que suponía que podía encontrarse algún dato o documento referente a Fray Junípero o que pudiera ayudarle a conocerlo mejor. Tras muchos años de intensa investigación, consiguió reunir más de diez mil documentos que iluminan la figura del P. Serra. Tan prendado quedó de la personalidad de este extraordinario misionero y civilizador, que al final, entusiasmado, le escribió la siguiente carta que, evidentemente, es anterior a la beatificación de Fray Junípero.

Misión Santa Bárbara. California. Noviembre, 1943.

Carísimo Padre Serra:

Creo que ya te conozco tan íntimamente, que a veces me imagino ser tu compañero de viaje, tanto en alta mar como en aquellas largas y laboriosas caminatas tuyas por Méjico y California. Los mismos reportajes y cartas que tú escribías tan llenos de lógica persuasiva, tan repletos de planes para extender el Reino de Dios, tan llenos de visión de largo alcance combinados con un sentido práctico poco ordinario. Todo me parece misivas personales que me escribías, y no sólo tú mismo me revelas tu gran personalidad; también aquel estudiante, compañero y admirador tuyo, Fray Francisco Palou, me cuenta muchas cosas de ti que tu innata modestia te hubiera prohibido decirme.

Tus cartas, en verdad, serían del agrado de San Bernardo, porque se conforman con sus principios: «No disfruto de lo que me escribes a no ser que lleve el eco de Jesús». Tú pensabas en aquel santo nombre en tus horas de vigilia. Frecuentemente lo grababas con amor en las páginas de tus cartas, y mientras dormías, según atestigua el Padre Palou, a menudo exclamabas: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».

Me parece poder seguirte desde la humilde y encantadora Petra hasta el famoso y pintoresco Monterrey, último término de tu terrena peregrinación.

Te veo caminar, con paso todavía débil, acompañado de la mano de tu padre, al templo franciscano de San Bernardino, y oigo allí aquellas primeras notas que salían de tu voz infantil y que más tarde sonaban como trompetas de clarín, aún hasta tu último «Tantum Ergo». Hiciste que la música de Dios se oyera hermosa en dos continentes.

Contemplo cómo vestiste el hábito del Pobrecillo de Asís, y te veo crecer en fervoroso celo y nostálgica oración, mientras siendo novicio en el convento de Jesús Extramuros te vas convirtiendo en misionero en potencia y mártir en deseo. Hiciste tus votos, y nunca te olvidaste de aquel día. «Viniéronme por la profesión todos los bienes», decías. Nunca dejaste de renovar estos votos anualmente, aunque los testigos fueran tan sólo los cactus del desierto, y la única luz, las brillantes estrellas del firmamento.

Al igual que en el caso de otros religiosos, tu vida de preparación para el sacerdocio fue obscura y sin sentido para el mundo exterior; pero allí sembraste la semilla de la futura grandeza. Como estudiante fuiste inteligente; como profesor, tan profundo como popular. Tu consejo era requerido por las altas esferas, al tiempo que eras suficientemente humilde para catequizar al ignorante.

Traigo a la memoria el emocionante acontecimiento de tu encuentro con el P. Palou en tu celda de Palma, cuando mutuamente os revelasteis vuestra vocación misionera, que reconocíais como llamada de Dios; y recuerdo la despedida de tus ancianos padres sin hablarles de tu ulterior destino. Fue duro para ellos, pero quizá más duro para ti, siendo como eras un hijo tan amante; pero no querías que se dijera de ti en el día del juicio: «Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí». Tú no podías escoger el camino de la indecisión.

Defendiste la fe contra las injurias del herético inglés en tu primer viaje en barco, aun cuando te hubiera podido arrojar a la mar. «Quien me confiese ante los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre celestial». Cuando las olas tumultuosas amenazaban tanto a ti como a tus compañeros en un inminente naufragio, noto aquella profunda fe tuya en Dios y en la intercesión de los santos, y cómo llegabas salvo a las playas de tus futuros campos de labor.

Durante el tiempo de tu vida caminaste y caminaste, aun cuando legítimamente hubieras podido haber cabalgado. Trabajaste y trabajaste, cuando razonablemente hubieras podido tomarte un descanso. Ni siquiera aquella pierna tuya dolorida pudo cambiar tus planes ni alteró tu política. Sangrante, fatigado y con dolor caminabas por los campos misionales, como la fiera herida que cojea a través del bosque que ama. No obstante, con todo este dolor, aun te parabas y contemplabas las rosas, aunque sólo por breves momentos, porque el único pensamiento ardiente de tu mente y la única pulsación de tu corazón eran las almas de los indios, pues el ver un aborigen sin convertir te hacía exclamar: «Induimini Dominum Jesum Christum» (Revestíos del Señor Jesucristo).

Penetras en la Sierra Gorda como voluntario de Cristo y conviertes aquella zona montañosa en frondoso jardín, rejuvenecido con el Reino de Cristo. El Salvador Crucificado, su Madre Inmaculada, los Santos Angeles, vinieron a ser los héroes venerables de los Pames.

Viajaste por los anchos caminos y por los estrechos senderos de Méjico, llamando a los pecadores al arrepentimiento, teniendo por nada la hambre y la fatiga, el calor y el frío, con tal de que fuera mejor conocido y amado Cristo el Señor.

Cruzas el Golfo de California y vas a un páramo sembrado de misiones, en donde edificas sobre fundamento de otros. Mas tus anhelos no se satisfacen hasta que das con el corazón del país realmente pagano, donde el nombre de Cristo jamás había sido mencionado, y allí manifiestas tu más genuino celo.

Mantienes fijos los ojos en la estrella del norte celestial, a fin de añadir nuevas tierras al reino cristiano. Si otros hubieran sido tan celosos y dinámicos como tú, hubieras llegado a ser el Apóstol de Alaska, así como lo eres de California. Para ti la tierra no tenía fin. Siempre adelante, siempre adelante, por Cristo.

Las únicas rosas en tu vida fueron las de la orilla del camino; tu cama, una tabla. Cada paso que dabas era un dolor, cada movimiento era una angustia para tu alma, porque aquellos que debían ayudarte gozaban de colocar obstáculos sobre tu camino. Pero como lograste tal éxito, a pesar de la escasa ayuda recibida, la gente hoy te aclama como un héroe y pionero de pioneros. Y porque tu móvil era sobrenatural, la gente ya te aclama como santo y espera con ansias la declaración oficial de la Iglesia que tú amaste.

A través de tus cartas sé cuan tenaz, cuesta arriba, esforzada y cuajada de obstáculos fue tu carrera, pues en ellas reflejas los dolores de cabeza y corazón de aquellos tempranos días de labor por Cristo.

Yo comparto contigo tus alegrías y tus penas; tus temores y tus momentos de victoria. Siempre que poso sobre la colina del Presidio de San Diego, sobre aquel lugar el más sagrado de California, te veo arrodillado en oración, con la cruz del Crucificado en una mano y en la otra la imagen de Nuestra Señora, rezando en voz alta mientras la flecha india hiere la mano del Padre Vizcaíno y mata a tu sirviente indígena.

Te veo alborozado en San Antonio cuando suenas las campanas misionales recién levantadas, a fin de que el mundo entero conozca y acuda a Cristo.

Yo te acompaño de vuelta a Méjico para interceder por la causa de las misiones, cuando veías que podían frustrarse tus planes más nobles. Te oigo denunciar a los soldados inmorales y me pongo a tu lado, cuando igualas tu ingenio al de los astutos gobernantes. Te veo enrojecer con ira justificable, porque eres hombre y no ratón. San Pablo era así. Dicen que eras manso. Sí, lo fuiste, pero tu mansedumbre jamás degeneró en debilidad. Tenías un Amo a quien servir y almas a quienes salvar. Tu espíritu dinámico era necesario a los ojos de Dios para ganar las victorias que conquistaste. En este aspecto siempre te defenderé.

A lo largo de la dorada playa, veo levantarse nueve misiones blancas y hermosas que la gente aclama como lo más pintoresco de California. Puedes haber reconocido esto, pero tus pensamientos fueron para las almas indias. Un indio sin redimir hacía sangrar tu corazón; la misión sin fundar espoleaba tu celo, mas con todo tú eras paciente y prudente. Los niños de piel cobriza de los desfiladeros y los llanos se acercaban confiados a ti, porque veían en ti al ser sin egoísmos e interesado sólo por ellos. A sus almas dispensabas el alimento espiritual de los Santos Sacramentos y a sus cuerpos dabas comida y vestido.

Tu labor terminada, tu cuerpo roto, pero tu espíritu valiente hasta el fin lo recuerdo en la escena tuya en el Santo Carmelo. Tan única y edificante que ha sido plasmada en lienzo e inmortalizada en la literatura. Ningún hombre murió como tú. Y entonces en un vuelo abres tu camino hacia Dios, para gozar del primer y verdadero descanso. Quienes te enterraron y para quienes fuiste caballero y asceta hasta lo último, creen que fuiste derecho a Dios. Esto lo testificaron en tantísimas palabras, cuando escribieron a Méjico y a España, declarando que eras un santo. Sus declaraciones las tengo siempre a mi lado. Serán valiosos testimonios cuando sea voluntad de Dios tu canonización. Tu sepulcro es glorioso y los pueblos vienen y se postran en donde tú pasaste al Creador. Te llaman Padre Serra, hombre de hombres, hombre de Dios.

Querido Padre, tu gloria futura entre hombres está en las manos de Dios. Sus caminos no son nuestros caminos. Quizá nuestras oraciones no son aún bastante fervorosas, nuestra fe no sea la fe que mueve montañas. Si a través de tu intercesión se engendra en nosotros una fe verdadera y un fervor profundo, entonces se habrá logrado un glorioso comienzo.

Hace mucho tiempo que moriste, y aun cuando eres mejor conocido, van surgiendo tantos obstáculos en el camino de promover tu causa, que he llegado a la conclusión de que tu camino hacia los altares ha sido algo paralelo a tu carrera en la tierra: un período de olvido, un período de incomprensión y negligencia, un período de batalla y después el tiempo coronará el logro y la victoria. Contigo exclamo: «¡Paciencia, paciencia! ¡Fiat voluntas Dei!», «¡Hágase la voluntad de Dios!».

Tengo a San Antonio en la pista de tus cartas, aquel a quien tú llamabas «mi amado San Antonio». Tu ejemplo y tu intercesión suministrarán la paciencia y el celo invencibles, necesarios para proseguir tu causa a despecho de la guerra, la miopía humana y la «demora de la ley», inevitable en tu caso a consecuencia de las muchas cosas que escribiste, dijiste e hiciste. Pero la fe que tengo en tu causa nunca se obscurecerá, así como tu fe en el éxito de tu misión en California nunca disminuyó.

Tu progreso hacia los altares puede ser lento, pero cuando llegues allí yo aseguro un rejuvenecimiento espiritual del que California está necesitada. Tenemos una tierra de hermosura que mana leche y miel. Tenemos por tu causa ricas tradiciones espirituales, negadas a otros lugares. Sin embargo, no somos tan ricos en los valores del espíritu como deberíamos serlo. Quizá pensamos demasiado en términos de Hollywood, yates y magníficas autopistas. Sabes que ya no hacemos muchas caminatas y si guardamos vigilias hay luces de neón en la vecindad.

Cuando se coloque la aureola en torno a tu cabeza, el sacrificio de sí mismo, el amor al prójimo, la búsqueda primero del Reino de Dios significarán mucho más para todos los californianos. Estoy seguro. Carmel será entonces la meta de nuestros caminos terrenos y, de allí en adelante, muchos comenzarán a pisar el sendero estrecho, como el de tu propio Camino Real de antaño, hacia la playa de la eternidad.

Tu amigo,
Fr. Maynard.

escrito por Salustiano Vicedo, o.f.m.
(fuente: www.franciscanos.org)

otros santos 28 de agosto:

- San Agustín
- Santa Fiorentina de Cartagena

jueves, 27 de agosto de 2015

27 de agosto: Beato Fernando González Añón

Presbítero y Mártir

Nació en Turís (Valencia) el 17 de febrero de 1886. Ya desde muy niño mostró su vocación en sus juegos y hasta en las pláticas que dirigía a sus vecinas y a los niños de la escuela. Acabados sus estudios de Perito Mercantil en los HH. Maristas, ingresó en el Seminario Conciliar, donde se distinguió por su piedad, aplicación y jovialidad. Fue ordenado presbítero en marzo de 1913. El pueblo de Alcácer (Valencia) fue su primer destino. Ejerció después en Macastre (Valencia) y más tarde, como capellán de la Hidroeléctrica, en el Salto de Rambla Seca (Valencia). Estuvo de Cura Regente en Anna (Valencia) y en la parroquia de San Juan de la Ribera, de la ciudad de Valencia. Se distinguió como apóstol del Sagrado Corazón de Jesús y de los obreros, a quienes socorrió sin medida. En 1931 fue trasladado a su pueblo, Turís. Allí impulsó el culto al Santísimo Sacramento y a la Virgen de los Dolores, patrona de la Parroquia, y también la catequesis y la labor apostólica con los pobres. Se esmeró en la atención a los enfermos.

Poco antes de los acontecimientos de julio de 1936 fue detenido por el Ayuntamiento, por no consentir los atropellos cometidos con la iglesia y otros lugares sagrados de Turís. En la fiesta de la Inmaculada de 1934, día en que fueron martirizados los seglares católicos de Valencia, Perles y Perpiñá, hizo un ofrecimiento a la Virgen que repitió en estos días: “Madre de Dios de los Dolores, si queréis mi sangre para salvar a Turís, tomadla”. El 27 de agosto de 1936, entre pistoleros a sueldo de paisanos suyos, fue obligado a dejar la casa rectoral y lo condujeron al martirio, que tuvo lugar en la carretera de Picasent a Turís, a siete kilómetros de aquel pueblo, en su término municipal. Uno de los que se ufanaban de haber asesinado al párroco de Turís, decía: “Después de unos tiros en el vientre, revolcándose por el suelo, aún gritaba: perdónalos, Señor. ¡Viva Cristo Rey!”. Se sabe también que las últimas palabras fueron: “¡Señor mío y Dios mío!”. Tenía 50 años de edad. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Picasent (Valencia), pero sus restos no han podido ser localizados.

Beatificado en Roma el 11 de marzo de 2001.

En: González Rodríguez, Mª E., Los primeros 479 santos y beatos mártires del siglo XX en España. Quiénes son y de dónde vienen. Editorial EDICE, Madrid 2008, pp.330-331.

(fuente: www.annussacerdotalis.org)

otros santos 27 de agosto:

- Santa Mónica
- Beata María del Pilar Izquierdo Albero

miércoles, 26 de agosto de 2015

26 de agosto: Beato Ceferino Namuncurá

La santidad de Ceferino es expresión y fruto de la espiritualidad juvenil salesiana, una espiritualidad hecha de alegría, de amistad con Jesús y María, de cumplimiento de los propios deberes y de entrega por los demás. Ceferino representa la prueba más convincente de la fidelidad con la que los primeros misioneros mandados por don Bosco lograron repetir aquello que él había hecho en el Oratorio de Valdocco: formar jóvenes santos. Este sigue siendo nuestro compromiso de hoy, en un mundo que necesita jóvenes impulsados por un claro sentido de la vida, audaces en sus opciones y firmemente centrados en Dios mientras sirven a los demás.

La vida de Ceferino es una parábola de tan sólo 19 años, pero rica de enseñanzas.

Nació en Chimpay el día 25 de agosto de 1886 y fue bautizado, dos años más tarde, por el misionero salesiano don Milanesio, que había mediado en el acuerdo de paz entre los mapuches y el ejército argentino, haciendo posible al papá de Ceferino conservar el título de "gran cacique" para sí, y también el territorio de Chimpay para su pueblo. Tenía 11 años cuando su padre lo inscribió en una escuela estatal de Buenos Aires, pues quería hacer del hijo el futuro defensor de su pueblo. Pero Ceferino no se encontró a gusto en aquel centro y el padre lo pasó al colegio salesiano "Pío IX". Aquí inició la aventura de la gracia, que transformaría a un corazón todavía no iluminado por la fe en un testigo heroico de vida cristiana. Inmediatamente sobresalió por su interés por los estudios, se enamoró de las prácticas de piedad, se apasionó del catecismo y se hizo simpático a todos, tanto a compañeros como a superiores. Dos hechos lo lanzaron hacia las cimas más altas: la lectura de la vida de Domingo Savio, de quien fue un ardiente imitador, y la primera Comunión, en la que hizo un pacto de absoluta fidelidad con su gran amigo Jesús. Desde entonces este muchacho, que encontraba difícil "ponerse en fila" y "obedecer al toque de la campana", se convirtió en un modelo.

Un día —Ceferino ya era aspirante salesiano en Viedma— Francesco De Salvo, viéndolo llegar a caballo como un rayo, le gritó: "Ceferino, ¿qué es lo que más te gusta?". Se esperaba una respuesta que guardara relación con la equitación, arte en el que los araucanos eran maestros, pero el muchacho, frenando al caballo, dijo: "Ser sacerdote", y continuó corriendo.

Fue precisamente durante aquellos años de crecimiento interior cuando enfermó de tuberculosis. Lo hicieron volver a su clima natal, pero no bastó. Monseñor Cagliero pensó entonces que en Italia encontraría mejores atenciones médicas. Su presencia no pasó inadvertida en la nación, pues los periódicos hablaron con admiración del príncipe de las pampas. Don Rúa lo hizo sentar a la mesa con el consejo general. Pío X lo recibió en audiencia privada, escuchándole con interés y regalándole su medalla "ad principes". El día 28 de marzo de 1905 tuvo que ser internado en el Fatebenefratelli (Hermanos de San Juan de Dios) de la isla Tiberina, donde murió el día 11 de mayo siguiente, dejando tras de sí una impronta de voluntad, diligencia, pureza y alegría envidiables.

Era un fruto maduro de espiritualidad juvenil salesiana. Sus restos se encuentran ahora en el santuario de Fortín Mercedes, de Argentina, y su tumba es meta de peregrinaciones ininterrumpidas, porque goza de una gran fama de santidad entre el pueblo argentino.

Ceferino encarna en sí los sufrimientos, las angustias y las aspiraciones de su gente mapuche, la misma gente que a lo largo de los años de su adolescencia encontró el Evangelio y se abrió al don de la fe bajo la guía de sabios educadores salesianos. Hay una expresión que recoge todo su programa: "Quiero estudiar para ser útil a mi pueblo". En efecto, Ceferino quería estudiar, ser sacerdote y volver entre su gente para contribuir al crecimiento cultural y espiritual de su pueblo, como había visto hacer a los primeros misioneros salesianos.

Al santo nunca se le puede comparar con un meteoro que atraviesa imprevistamente el cielo de la humanidad, sino que más bien es el fruto de un largo y silencioso engendro de una familia y de un pueblo que quieren plasmar en aquel hijo sus mejores cualidades.

La beatificación de Ceferino es una invitación a creer en los jóvenes, también en los que apenas han sido evangelizados, y a descubrir la fecundidad de Evangelio, que no destruye nada de aquello que es verdaderamente humano, y la aportación metodológica de la educación en este estupendo trabajo de configuración de la persona humana que llega a reproducir en sí la imagen de Cristo.

Quien piense que la fe religiosa es una forma de adaptación o de falta de compromiso por el cambio social, se equivoca, pues es totalmente lo contrario, ya que se convierte en la energía que hace posible la transformación de la historia. La santidad, que para algunos evoca la singularidad de una condición considerada poco adherente a la vida cotidiana, significa, por el contrario, la plenitud de la humanidad puesta en práctica. El santo es una persona auténtica, realizada y feliz. Los testimonios de los contemporáneos de Ceferino son unánimes al afirmar la voluntad de su corazón y la seriedad de su compromiso. "Sonríe con los ojos", decían los compañeros. Era un adolescente admirable, santo, que hoy puede —debe— ser propuesto como modelo y ejemplo a los jóvenes. Toda la Familia Salesiana de Argentina, reconocida a Dios por el extraordinario don que le ha concedido en Ceferino, tiene la obligación de sentirse responsable de mantener viva su memoria, y de estar convencida de que puede continuar proponiendo a los jóvenes itinerarios concretos de santidad.

Mientras alabamos y damos gracias al Señor por este nuevo pequeño baldosín del bello mosaico de la santidad salesiana, renovemos nuestra fe en los jóvenes, en la inculturación del Evangelio y en el sistema preventivo.

escrito por D. Pascual Chávez Villanueva, s.d.b 
Rector Mayor 
(fuente: www.vatican.va)

otrossantos 26 de agosto:

- Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars

martes, 25 de agosto de 2015

25 de agosto: San Luis IX

Rey de Francia
(1214-1270)

San Luis, rey de Francia, es, ante todo, una Santo cuya figura angélica impresionaba a todos con sólo su presencia. Vive en una época de grandes heroísmos cristianos, que él supo aprovechar en medio de los esplendores de la corte para ser un dechado perfecto de todas las virtudes. Nace en Poissy el 25 de abril de 1214, y a los doce años, a la muerte de su padre, Luis VIII, es coronado rey de los franceses bajo la regencia de su madre, la española Doña Blanca de Castilla. Ejemplo raro de dos hermanas, Doña Blanca y Doña Berenguela, que supieron dar sus hijos, más que para reyes de la tierra, para santos y fieles discípulos del Señor. Las madres, las dos princesas hijas del rey Alfonso VIII de Castilla, y los hijos, los santos reyes San Luis y San Fernando.

En medio de las dificultades de la regencia supo Doña Blanca infundir en el tierno infante los ideales de una vida pura e inmaculada. No olvida el inculcarle los deberes propios del oficio que había de desempeñar más tarde, pero ante todo va haciendo crecer en su alma un anhelo constante de servicio divino, de una sensible piedad cristiana y de un profundo desprecio a todo aquello que pudiera suponer en él el menor atisbo de pecado. «Hijo -le venía diciendo constantemente-, prefiero verte muerto que en desgracia de Dios por el pecado mortal».

Es fácil entender la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos de una tan buena y tan delicada madre. Tanto más si consideramos la época difícil en que a ambos les tocaba vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los más desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de tropelías. Contra éstas tuvo que luchar denodadamente Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a su hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las decisiones más importantes. En este mismo año, y por su consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita, hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería la compañera de su reinado y le ayudaría también a ir subiendo poco a poco los peldaños de la santidad.

En lo humano, el reinado de San Luis se tiene como uno de los más ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita, las Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en la política interior como en la exterior San Luis ajustó su conducta a las normas más estrictas de la moral cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades obedecieran solamente a esta idea: el hacer el bien buscando en todo la felicidad de sus súbditos.

Desde el principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días administra justicia personalmente, atendiendo las quejas de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones especiales fueron encargadas de recorrer el país con objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias. Como resultado de tales informaciones fueron las grandes ordenanzas de 1254, que establecieron un compendio de obligaciones para todos los súbditos del reino.

El reflejo de estas ideas, tanto en Francia como en los países vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a él recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo. Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una vez la perturbación que sembraban por los pueblos y ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal a cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San Luis combate contra ellos y derrota a los ingleses en Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó más su generosidad con los ingleses: el tratado de París de 1259 entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y Périgueux, a fin de que en adelante el agradecimiento garantizara mejor la paz entre los dos Estados.

Padre de su pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los títulos que más han de brillar en la corona humana de San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende, sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el emperador Federico II y el Papa por causa de las investiduras y regalías, San Luis asume el papel de mediador, defendiendo en las situaciones más difíciles a la Iglesia. En su reino apoya siempre sus intereses, aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San Pedro y de la Jerarquía. Para hacer más eficaz el progreso de la religión en sus Estados se dedica a proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con sus leyes y decisiones.

Personalmente da un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en las fiestas y ceremonias religiosas. En este sentido fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de espinas, que con su propio dinero había desempeñado del poder de los venecianos, que de este modo la habían conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego, Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a París y construye para ella, en su propio palacio, una esplendorosa capilla, que de entonces tomó el nombre de Capilla Santa, a la que fue adornando después con una serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de la lanza con que fue atravesado el costado del Señor.

A todo ello añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y de sacrificios. Tenía una predilección especial para los pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su cuenta recorre los hospitales y reparte limosnas, se viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en este espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña Blanca, va educando también a sus hijos, cumpliendo de modo admirable sus deberes de padre, de rey y de cristiano.

Sólo le quedaba a San Luis testimoniar de un modo público y solemne el gran amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces iban a luchar por su Dios contra sus enemigos, con ocasión de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído mucho el sentido noble de estas empresas, y que él vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz y del sacrificio.

En un tiempo en que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al mejor de los reyes, en quien podía confiar para organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de no sufrir bastante por Él, se muestra cuando le llega la hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este momento va a vivir siempre con la vista clavada en el Santo Sepulcro, y morirá murmurando: «Jerusalén».

En cuanto a los anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares, había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en 1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en 1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de algunos centenares de prisioneros.

Ante la invasión de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a ponerse al servicio del sultán de Egipto y en septiembre de 1244 arrebataron la ciudad de Jerusalén a los cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la voz del Vicario de Cristo.

Luis IX, lleno de fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de 1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.

El 17 de septiembre los hallamos en Chipre, sitio de concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno, pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El 15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen hacia Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un cronista- y el yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta el sobaco», San Luis, saltando de la nave, arremetió contra los sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el santo rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de atacar a Alejandría, se decide a internarse más al interior para avanzar contra El Cairo. La vanguardia, mandada por el conde Roberto de Artois, se adelanta temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado Mansurah, siendo aniquilada casi totalmente, muriendo allí mismo el hermano de San Luis (8 de febrero de 1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero éstos se habían apoderado de los caminos y de los canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército, atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos, cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales caballeros (6 de abril).

Era la ocasión para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En medio de su desgracia aparece ante todos con una serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que con harta pena para el Santo llevaba consigo la renuncia de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en Palestina fortificando las últimas plazas cristianas y peregrinando con profunda piedad y devoción a los Santos Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná. Sólo en 1254, cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se decidió a volver a Francia.

A su vuelta es recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue administrando justicia por sí mismo, hace desaparecer los combates judiciarios, persigue el duelo y favorece cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés especial por los religiosos, especialmente por los franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no pocas veces hace en ellos oración, como un monje más de la casa.

Sin embargo, la idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando ya a los cristianos de Oriente. Los mamelucos les molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos reductos. Por si fuera poco, en 1261 había caído a su vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba entonces el feroz Bibars (la Pantera), mahometano fanático, que se propuso acabar del todo con los cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por su hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles y prelados, se decide a luchar contra los infieles.

En esta ocasión, en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos misioneros de aquellas tierras. En un convento de dominicos de Túnez parece que éstos mantenían buenas relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo llegó a confiarse de estas promesas, esperando encontrar con ello una ayuda valiosa para el avance que proyectaba hacer hacia Egipto y Palestina.

Pero todo iba a quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para el ejército del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces empezaron los ataques violentos de los sarracenos.

El mayor enemigo fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir los soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más tarde el legado pontificio y el 25 del mismo mes la muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre, se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de edad y cuarenta de reinado.

Pocas horas más tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió la dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia, para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de París. Desde este momento iba a servir de grande veneración y piedad para todo su pueblo. Unos años más tarde, el 11 de agosto de 1297, era solemnemente canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII en la iglesia de San Francisco de Orvieto (Italia).

San Luis IX es el Patrono de la Tercera Orden Franciscana u Orden Franciscana Seglar.

escrito por Francisco Martín Hernández, 
San Luis Rey de Francia, en Año Cristiano, Tomo III, Madrid, 
Ed. Católica (BAC 185), 1959, pp. 483-489.
(fuente: franciscanos.org)


otros santos 25 de agosto:

- Beata María del Tránsito de Jesús Sacramentado Cabanillas
- Beata María de Jesús Crucificado

lunes, 24 de agosto de 2015

24 de agosto: Beata Juana Antida Thouret

Juana Antida Thouret, nace el 27 de noviembre de 1765 en Sanceyle-Long, diócesis de Besançon, Francia. Desde niña se enfrenta a las dificultades debido a su madre enferma, que muere cuando Juana tiene 14 años y le obliga a hacerse totalmente responsable de su casa, motivo por el que no puede estudiar.A los quince años una empleada doméstica le descubre el camino de entregar su corazón y se compromete por voto secreto a vivir en virginidad al sentirse llamada a consagrarse por entero a Dios.

A los 22 años, dudando entre las Comunidad de Hermanas Hospitalarias y las Carmelitas, conoce a las Hijas de la Caridad y es admitida a hacer su postulantado en el Hospital de Landres, siendo admitida en la Compañía de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl al ingresar al Noviciado en París el día 1 de noviembre de 1787.

Temiendo la rechazasen debido a sus problemas de salud, así oraba: «Te ruego, Señor, que tengas piedad de mí. Mira mis penalidades… estoy contenta de sufrir… pero se trata de la vocación que me has dado… te ruego, Dios mío, que no permitas a los Superiores que me rechacen y dame tu Gracia para vivir y morir en esta Vocación que Tú me has dado» Y a San Vicente le decía: «Gran Santo, eres Padre mío, deseo ser hija tuya».

Al terminar esta primera etapa de Formación a fines de octubre de 1788, es enviada a servir a los pobres a la casa de Alise-Sainte-Reine. En 1789 estalla la Revolución Francesa y en enero de 1790, en plena revolución es enviada a Sceaux, donde conoce al clero juramentado y poco después va a los «incurables» en París encontrándose con 44 hermanas desorientadas y divididas por la situación política que atravesaba el País. Las Hijas de la Caridad habían quedado expuestas a la agresión revolucionaria. Los Superiores se vieron forzados a vivir en la clandestinidad o a escapar. Cuando en 1793 la Compañía fue dispersada, ella se propone salir de Francia con la intención de llegar a Suiza, para emprender la vida comunitaria como Hija de la Caridad, pero fue detenida en Sancey por atender a los enfermos. Durante la persecución, no cesó de ejercer la caridad, mediante la asistencia a los pobres.

Amainada la Revolución, el Vicario General y otros sacerdotes la animan a que busque algunas muchachas para formarlas y aunque se resistía a la propuesta, el 11 de abril de 1799 funda la «Congregación de las Hermanas de la Caridad» en Besançon e inicia el Instituto de las Hermanas de la Caridad, conocido como «Las Hermanas del caldo de la pequeña escuela.» Al pasar el tiempo se le unieron otras compañeras y tuvieron que buscar un nombre que no provocara confusión ya que al principio se llamaron «Hijas de San Vicente de Paúl«, luego «Hermanas de la Caridad de Besançon«, después «Hijas de la Caridad bajo la protección de San Vicente de Paúl» y por fin: «Hermanas de la Caridad bajo la protección de San Vicente de Paúl»

Como las hermanas de París no le quisieron ceder la «Regla«, sola con Dios, escribió un texto en 1802 en Dole, insistiendo en considerar a San Vicente como «nuestro Fundador, nuestro Protector especial, nuestro Padre» y en la introducción afirma: «Estas reglas, en su mayor parte las recogemos de los usos que vimos observar en las Hijas de la Caridad, donde permanecimos mucho tiempo. Estos usos, atestiguamos, debieron ser establecidos, en su mayor parte, por el mismo San Vicente de Paúl«. Estas «Reglas» fueron aprobadas por el Arzobispo Lecoz el 26 de septiembre de 1807. Después de haber fundado varias casas en Francia, en 1810, llamada por el rey, fue a Nápoles con algunas Hermanas, iniciando fundaciones también en Italia.

Después de sufrir múltiples contrariedades, con una profunda fidelidad al Papa, muere en Nápoles el 24 de agosto de 1826. Su cuerpo reposa en la iglesia «Regina Coeli» de esa ciudad. Fue beatificada por Pío XI el 13 de mayo de 1926 y canonizada el 14 de enero de 1934 por el mismo Papa, coincidiendo su canonización con la de Santa Luisa de Marillac.


Mensaje

El amor para con los pobres. En casa de los Thouret regía la regla de que, cualquier pobre que llegase a su puerta, nunca debía marchar sin haber recibido algo. Sobre esta base descansa la espiritualidad vicenciana que Juana Antida aprende en París, la que la lleva a asistir a los pobres por doquier y hace se sienta descaminada, cuando las situaciones no prometen interés por ellos; espiritualidad que, haciendo eco a expresiones de san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac, la induce a exhortar: «Acuérdate de mirar nada más a Jesucristo en la persona de los pobres. Sírveles siempre como le serviríais a Él, esto es con humildad, compasión y caridad».

La búsqueda de la voluntad de Dios. Emplazarse en la voluntad de Dios, he ahí lo que le importa: «No quiero otra cosa, sino tu voluntad. Haz que conozca tu voluntad, tus designios y todo cuanto deseas que haga, y lo haré». «Creí ver la voluntad de Dios…», «oímos la voz de Dios…», son algunas de las frases propias del modo como la santa se expresa.

Sobre todo ante el sufrimiento que le causa la desunión sobrevenida al Instituto tras la aprobación romana, escribe: «Dejemos, pues, a la misericordia de Dios el cuidado de este asunto, ya de tiempo atrás puesto en sus manos; hágase su santa voluntad y que todo redunde en gloria suya: he ahí los sentimientos que inundan mi corazón».

Un testimonio que se escribe no bien ha muerto, dice que «habría atravesado los mares, hubiera llegado al fin del mundo, de haber creído que Dios así lo quería para su gloria».

Puede decirse que esta actitud de constante búsqueda de la voluntad de Dios se muestra asimismo en la que fue su divisa: «Adelante siempre y por Dios solo». Aunque de frágil constitución física, luchó con gran fortaleza interior, desde la juventud hasta la muerte: «No me desaniman las dificultades», escribía desde Nápoles en 1810; «Hemos cumplido hasta ahora con nuestro deber, y con él seguiremos cumpliendo. Es lo que Dios exige de nosotras».

La fuerza de perdonar. Juana Antida se halla una y otra vez frente a posturas de oposición, de franca hostilidad hacia ella. ¿Cómo reacciona? Trata caritativamente a una Hermana que, celosa y ambiciosa, la denigra; deja a ésta en la misma casa, y no la expulsa del Instituto, como habría merecido. He aquí un apunte que hace: «Continué teniendo misericordia, demostrándole bondad y confianza: la puse al frente de una casa particular, y la llamé a Besançon para que me representase en mis ausencias…» Cuando la persecución arrecia, y sabe ella muy bien que el trance es «resultado de las calumnias puestas en circulación por la misma Hermana que todavía hoy me calumnia, y motiva en gran parte lo que al presente estoy sufriendo», llega a decir: «La he perdonado y la perdono de nuevo, pues en primer lugar precisa que use de misericordia quienquiera desea se use de misericordia con él». Y escribe aún: «No sólo perdonar, sino amar con un amor ardiente, sobre todo a nuestros enemigos… La misericordia y el perdón nos merecerán de Dios perdón y misericordia». Pero ¿cómo se hace posible todo esto? «Es a los pies de Jesús crucificado, donde obtengo toda la fuerza que necesito…»

(fuente: somos.vicencianos.org)

otros santos 24 de agosto:

- Santa María Micaela del Santísimo Sacramento
- San Bartolomé, apóstol

domingo, 23 de agosto de 2015

23 de agosto: Beato Gabriel de Aróstegui (Lorenzo Ilarregui Goñi)

MADRID, 22 Abr. 13 / 05:34 pm (ACI/EWTN Noticias).- Gabriel de Aróstegui (Lorenzo Ilarregui Goñi), es uno de los miles de mártires españoles asesinados en España durante la Guerra Civil. Su historia de martirio comenzó con una paliza e insultos por negarse a blasfemar contra Dios. Será beatificado el próximo 27 de octubre en Tarragona (España).

En un diálogo con ACI Prensa el postulador de la causa de Canonización, H. Alfonso Ramírez Peralbo, religioso del convento de los Capuchinos de Sevilla, relató la estremecedora historia del futuro beato.

El Hermano Gabriel nació el 10 de agosto de 1880, en Aróstegui (Navarra). Tenía cuatro hermanos, Sus padres lo bautizaron como Lorenzo, pero eligió Gabriel para ingresar en el convento de los Hermanos Capuchinos de Monte Hano (Santander), donde el 31 de diciembre de 1910, vistió el hábito, y dos años más tarde hizo la profesión de fe.Luego fue destinado al convento de El Pardo (Madrid), donde, después de vivir grandes tormentos a causa de su fe, fue asesinado.

El 21 de julio de 1936, los milicianos asaltaron el convento. La excusa era acusar a los religiosos de posesión de armas. Los religiosos intentaron huir, entre ellos el H. Gabriel, quien saltó por las tapias de la huerta para huir, pero, apenas puso los pies en tierra, fue detenido por los milicianos.

Después de insultarlo y maltratarlo, bajo amenaza de muerte, le exigieron blasfemar, “si no lo hacía le matarían allí mismo”.El religioso fiel a su fe dio un no por respuesta: “Hagan de mí lo que quieran; mátenme, pero yo no blasfemo”.

“Aquí comenzó su martirio y aquí también su clara y valiente confesión de fe”, explica el postulador.

Unos días más tarde, el 25 de julio, fue puesto en libertad y se escondió en casa de unos amigos.

Diez días después, los milicianos lo encontraron y fue juzgado por un comité en el pueblo que lo sentenció a la muerte. Sin embargo, un guardia decidió que no se procediese a la ejecución y lo liberaron por segunda vez.

Gabriel volvió a su trabajo en el colegio del convento, siempre vigilado por milicianos con fusil. El 23 de agosto de ese mismo año, 1936, después de sus faenas, un miliciano lo invitó a salir. Apenas atravesó la puerta, tres milicianos del pueblo, dispararon contra él. Murió desangrado y su cuerpo fue enterrado en una fosa común que aún no ha sido localizada.

El postulador de la Causa de Canonización, que también se ha encargado de otros muchos martirios de la Guerra Civil Española, y actualmente prepara un libro: “Treinta y dos testigos de la Fe. Mártires Capuchinos de España en el Siglo XX”.

otros santos 23 de agosto:

- Beato Ladislao Findysz
- Santa Tidfil
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