(714-755)
Dos hombres subían tranquilamente la pendiente de Montecasino. El uno era gigante y fuerte, pero de cara apacible y bondadosa; el otro, más bajo de estatura y de rasgos menos finos, tenía aires de ser su criado. Vestian igual: calzas militares, túnica corta y sencillo tahalí. Distinguía al más alto la opulenta cabellera blonda que le caía por la espalda y estaba apresada por una cinta roja alrededor de la cabeza. Parecía tener unos treinta y cinco años.
Detuviéronse frente al monasterio, admirando la mole blanca que acababa de levantar con gran riqueza el abad Petronax. Luego, se sentaron para cobrar aliento y prepararse al instante definitivo.
— Alardo—dijo el gigante—, ya salimos del bullicio y de la sangre. Desde hoy en adelante no seremos más que hermanos. Pero voy a pedirte una cosa.
—¿Cuál es, señor? Haréla con la misma fidelidad de siempre.
—Hermano mío, sólo quiero que nunca digas quién soy. O si algo quieres decir, di que soy un homicida, un ladrón, un hombre que ha hecho derramar muchas lágrimas.
Los dos viajeros se quedaron pensativos. Alardo tenía los ojos fijos en la cabellera dorada de su amigo, sobre la cual caía el polvo de oro del sol muriente.
Poco después sonaba un campanillo.
—Benedicite—respondía dentro una voz suave.
—¿Podrían dos francos hallar refugio en el monasterio de San Benito?
Habían pasado muchos días. Alardo cavaba y su companero regaba. Ya no vestian las túnicas cortas del soldado, sino la túnica larga del monje, y en los hombros el escapulario del trabajo. La rica cabellera había desaparecido también.
—Allá teníamos la guerra; aquí, la paz—decía Alardo a su companero, interrumpiendo el trabajo.
Pero ni el uno ni el otro estaban acostumbrados a aquellos menesteres. Los pobres trabajaban mucho, pero la huerta estaba mal cultivada. Entonces el abad envió a Alardo a la panadería para que aprendiese a hacer pan, y encomendó al gigante—así llamaban al otro franco muchos monjes—el cuidado de las ovejas del monasterio.
El gigante pasaba los días en las cumbres y en las faldas del Casino guardando su rebaño. A todas las ovejas las conocía por su nombre, las quería como hermanas, y cuando alguna estaba fatigada o coja, llevábala a casa en sus hombros. Aquellos animalitos mansos le recordaban días antiguos que le ensombrecían el alma, un alma dulce y evangélica, que había caído herida en medio del mundo bávaro en las orillas del Rin. Ante sus ojos pasaban, llenándole de turbación, escenas de combates, de robos, de incendios, de invasiones, y lloraba y araba y hacía penitencia entre los viejos árboles, entre las altas rocas…
Cierto día vio venir a unos ladrones y se acordó de su antiguo heroísmo. Defendió rabiosamente a sus ovejas con el cayado y los puños; pero al fin cayó rendido, y aquellos hombres, además de muchas ovejas, le quitaron el hábito. El se volvió a casa desnudo, malherido y triste, con el resto del rebaño. El abad le reprendió porque sentia mucho la pérdida, y los monjes le consideraron como un hombre completamente inútil.
Después de esta aventura, le pusieron en la cocina. Pero, ¿qué iba a saber él de la ciencia de los cazos y los peroles? Si le hubieran mandado adobar la cabeza de un jabalí, tal vez acertara. El gigante hacía lo que sabía y podía, con la mejor voluntad; pero, aunque se susurraba que ángeles rubios como él habían bajado para enseñarle a quitar los hilos de las habas y cosas semejantes, no tomaba el tino para condimentar la sencilla comida monacal, Todos los hermanos estaban de acuerdo en que sus potingues eran insoportables. El cocinero mayor rabiaba y maltrataba al pobre franco de mil maneras. Un día llegó a abofetearle repetidas veces. El gigante callaba, con extraña mansedumbre; pero Alardo, el panadero, que presenciaba la escena, no se pudo contener. Cogió furioso un badil y le molió las costillas al verdugo de su compatriota.
Aquello fue un verdadero escándalo. Al día siguiente, Alardo comparecía en el capítulo delante del abad y de la comunidad entera. Preguntado por qué se había descompuesto de manera tan indigna de un monje, respondió: «Porque vi a un vil esclavo, al más perverso de todos los hombres, injuriar y maltratar al hombre mejor y más noble del mundo.» Y contó cómo aquel monje, a quien llamaban el gigante, era Carlomán, antiguo duque de Austria, que había dejado el reino y la gloria por amor de Cristo y para hacer penitencia de la sangre derramada en unas expediciones que se habían visto obligados a hacer contra los enemigos de sus subditos, los francos orientales.
Desde entonces se oscureció la alegría de los ojos azules del príncipe cocinero. Ya no le despreciaban ni le golpeaban; al contrario, desde el abad hasta el último monje, le distinguían con su respeto y cariño. Hasta le quitaron de la cocina. Estaba muy triste. Pero se puso más triste todavía cuando su abad le dijo, de parte del Papa, que tenía que ir a la corte de su hermano Pipino, rey de todos los francos, para animarle que pasase a Italia a reprimir las demasías de los lombardos. En la corte le era imposible vivir. Lloraba de ternura recordando los días de los bosques, del huerto y de la cocina. Al poco tiempo de llegar enfermó de pena, y, apartado de su querido remanso claustral, se fue a buscar remanso más seguro en el Cielo.
(fuente: www.divvol.org)
otros santos 17 de agosto:
- Beato Ángel Agustín Mazzinghi
- San Jacinto de Cracovia
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