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lunes, 30 de septiembre de 2013

30 de septiembre: San Francisco de Borja

«Ante el cadáver de una emperatriz, este gran jesuita con numerosos títulos nobiliarios, que también fue ejemplar esposo y padre, comprendió la futilidad de la vida y se convirtió. Fue el tercer prepósito general de la Orden»

Madrid, 30 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Como es sabido, la memoria de Francisco de Borja viene celebrándose en España el 3 de octubre, pero las biografías ofrecidas en esta sección de ZENIT se rigen rigurosamente por las fechas insertas en Santi, beati e testimoni que le incluye en el día de hoy (también lo hace el Martirologio romano), por lo cual se respeta el mismo criterio seguido en otros casos similares al suyo.

Era hijo del III duque de Gandía, Valencia, España, donde nació el 28 de octubre de 1510, y bisnieto del papa Alejandro VI. Tuvo seis hermanos de padre y madre, y cuando su progenitor contrajo segundas nupcias, engendró doce vástagos más. Así que formaba parte de una larga descendencia. Perdió a su madre a la edad de 9 años, cuando ya habían apreciado en él virtudes singulares para su edad, marcada por la inocencia y la piedad. Precisamente los dones que advirtió en él, indujo a su tío materno Juan de Aragón, arzobispo de Zaragoza, a llevárselo con él proporcionándole una excelente formación integral.

Por deseo de su padre llegó a la corte cuando tenía 12 años. Contrajo matrimonio con la portuguesa Eleanor de Castro a los 19, y de esta unión nacieron ocho hijos. Con la prematura muerte de la emperatriz Isabel de Portugal a la que había servido fielmente, se produjo una inflexión en su acontecer. Tras contemplar el rostro marchito, cuando yacía en su lecho mortuorio, profirió esta apasionada exclamación: «¡No serviré nunca más a un señor que se pueda morir!». Era más que una declaración de intenciones. Habiendo comprendido la futilidad de la vida, selló su acontecer. Él mismo lo recordaba periódicamente en su diario: «Por la emperatriz que murió tal día como hoy. Por lo que el Señor obró en mí por su muerte. Por los años que hoy se cumplen de mi conversión».

En 1539 –el mismo año en el que falleció Isabel, y siendo ya marqués de Lombay– el emperador lo designó virrey de Cataluña. Sin embargo, ni estos títulos, y otros que obtuvo, como el ducado de Gandía y el de Grande de España, ni la vanidad de la corte, ensombrecieron su piedad, la que en su infancia le hizo aspirar a la vida monástica, anhelo truncado por sus padres que lo destinaron a servir en Tordesillas. Por eso, tal circunstancia, aparte de la experiencia que le deparó y del vínculo conyugal que le unió a Eleanor, como no disipó sus anhelos, permanecieron vivos en su interior. Así, al establecerse en Barcelona, tomó contacto con san Pedro de Alcántara y con el beato jesuita Pedro Fabro. Este religioso fue decisivo en su vida. Puede que al conocerlo recordara el doloroso episodio que había presenciado en Alcalá de Henares cuando tenía 18 años. El hecho que le impactó fue ver a un hombre conducido ante la Inquisición; se trataba de Ignacio de Loyola.

Francisco se convirtió en bienhechor de la Compañía y además fundó un colegio en Gandía. Su conducta evangélica chocaba con el ambiente; sus convicciones suscitaban recelos entre algunas personas relevantes que quizá pensaron que no era oportuno mezclar la fe con el trabajo. Pero seguía el dictado de su espíritu y nada de ello hizo mella en él. Enfermó Eleanor y suplicó al cielo por ella. Una locución divina le advirtió: «Tú puedes escoger para tu esposa la vida o la muerte, pero si tú prefieres la vida, ésta no será ni para tu beneficio ni para el suyo». Con mucho dolor y lágrimas, expresó: «Que se haga vuestra voluntad y no la mía». Ella murió en 1546; su hijo pequeño tenía 7 años. Coincidió que pasó el P. Fabro por Gandía y, sin perder más tiempo hizo los ejercicios espirituales, y emitió los votos de perfección ese mismo año de 1546. Con ellos se comprometía a integrarse en la Compañía.

En Roma, Ignacio acogió con gozo la noticia, pero puso una nota de prudencia aconsejándole que aplazase su ingreso efectivo hasta solventar el tema de la educación de su prole, y que tuviese cautela evitando airear su decisión. Al año siguiente, con la anuencia del santo, Francisco emitió los votos privadamente. Por fin, en agosto de 1550, después de renunciar a sus títulos y dejar a sus hijos enderezados, viajó a Roma para hablar con el fundador de la Compañía, y se vinculó a ella para siempre. En mayo de 1551 recibió el orden sacerdotal en Oñate, y celebró su primera misa en Vergara. Carlos V lo propuso como cardenal, pero él rehusó. Era un hombre bueno, humilde, austero, se entregaba a las mortificaciones y a duras penitencias; no esquivaba los momentos de humillación. Llegó a sentirse más indigno que Judas, a quien el Redentor le había lavado los pies, considerándole por ello con una dignidad superior a la suya.

Durante un tiempo estuvo en Oñate realizando tareas domésticas sencillas, forjándose en la vida religiosa, sufriendo por amor a Cristo muchos instantes de contrariedad porque fue tratado con más severidad de lo acostumbrado dada su antigua condición nobiliaria. Después inició una ardiente evangelización por las localidades colindantes, extendiendo el campo de acción a Castilla, Andalucía y Portugal. Tenía dotes extraordinarias para la organización, virtud y gran celo apostólico; era devotísimo de la Eucaristía y de la Virgen. En 1566 tras el óbito del P. Laínez se convirtió en el prepósito general de la Compañía. Fundó más de una veintena de colegios en España, construyó en Roma la iglesia de San Andrés en el Quirinale, impulsó el noviciado y el Colegio Romano, puso las bases para la construcción del Gesù y logró que la Compañía se expandiera por distintos continentes, entre otras acciones. Sometió a consideración de Pío V la creación de la Congregación para la Propagación de la Fe. Escribió tratados espirituales, y auxilió a los afectados por la peste que asoló Roma en 1566. Dos días antes de morir expresó su deseo de volver al santuario de Loreto. Su fallecimiento se produjo en Roma el 1 de octubre de 1572. Urbano VIII lo beatificó el 23 de noviembre de 1624. Clemente X lo canonizó el 12 de abril de 1671.

(30 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

domingo, 29 de septiembre de 2013

29 de septiembre: Beato Francesc Castelló i Aleu

«Un ingeniero químico brillante con un futuro prometedor junto a su novia. Joven enamorado de Cristo que aconsejaba ser apóstoles de alpargata huyendo de las comodidades. Fue mártir de la fe en la guerra civil española de 1936»

Madrid, 29 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Hoy se celebra la festividad de los santos arcángeles Gabriel, Miguel y Rafael. Y junto a otros santos y beatos, la vida de Francesc, uno de los mártires de la fe que cayeron en el transcurso de la trágica contienda española de 1936. Como todos los que sucumbieron en ella, tenía sus anhelos particulares, sueños que se vieron truncados de la noche a la mañana. Era un joven de su tiempo, ejemplar, atractivo, brillante ingeniero químico, con un proyecto de vida en común fraguado con su novia Mariona, sustentado en una vida espiritual sólida. Miraba a su alrededor con los ojos de Cristo y ese fue el legado más preciado que nos ha dejado a todos.

Nació en Alicante el 10 de abril de 1914. Era el benjamín de tres hermanos; único varón. Dios había escuchado los ruegos de Teresa, su madre, que pedía un hijo«guapo y santo». Huérfano de padre al poco tiempo de nacer, Teresa se instaló con sus tres vástagos en Lérida. Ocho años más tarde, su actividad laboral como maestra de escuela, una vez ganadas las oposiciones condujo a todos a diversas localidades hasta que en el otoño de 1923 se establecieron en Juneda y allí hizo Francesc su primera comunión en 1924. Estudió con los maristas de Lérida en régimen de internado, y no perdía ocasión para hacer todo el bien posible a su alrededor. No era un joven pusilánime, precisamente, aunque su fuerte carácter iba quedando neutralizado con la educación y formación que recibía. Era muy devoto de la Eucaristía y de la Virgen María; los tres hermanos la tomaron por Madre, a iniciativa de Francesc, cuando murió Teresa en 1929 a consecuencia de una enfermedad que no fue tratada convenientemente.

Acogidos y ayudados económicamente por una tía paterna, Francesc, que mostraba interesantes aptitudes para la física y la química, pudo iniciar la carrera universitaria. Por mediación del P. Calaf, un jesuita amigo de su tía, obtuvo una beca que le permitió cursar estudios de química en la localidad barcelonesa de Sarrià. Otro jesuita, el P. Galant, le ayudó a superar la profunda crisis humana y espiritual que sufrió en esa época. El carisma ignaciano con los ejercicios espirituales apaciguó su angustia y le fortaleció. A partir de entonces se comprometió con pautas de vida que sostuvo con firmeza hasta el fin de sus días; entre otras acciones incluía la recepción periódica de los sacramentos. Se afilió a la Congregación Mariana y dentro de ella realizó una actividad apostólica ejemplar. En él se aunaban visión, oración y experiencia. Sabía cómo se conquistan las vocaciones: «Las almas hemos de ganarlas con esfuerzo y oración», y cuál es el «espacio» en el que debe moverse el apóstol: «En el apostolado no os tiente nunca ni la silla cómoda, ni la cosa fácil. Sed personas de alpargata».

En 1932 ingresó en la «Federació de Joves Cristians de Catalunya». Un año antes se había proclamado la Segunda República, y los ánimos estaban encrespados. Mientras, y por sugerencia del P. Galant, se trasladó a Oviedo para terminar su carrera; se licenció en Química en 1934. Al año siguiente fue contratado como ingeniero químico en la empresa CROSS de Lérida. Y se volcócon los pobres del barrio del Canyeret; daba clases a los obreros y ayudaba a sus propios compañeros de trabajo. Enamorado de Mariona Pelegrí, una joven piadosa de familia creyente y comprometida, los jóvenes se prometieron formalmente en mayo de 1936. Ella formaba parte de la Acción Católica y Francesc la secundó.

Reclutado en el ejército el 1º de julio de ese año como soldado de complemento, el 20 del mismo mes su fe católica le llevó a la cárcel del castillo de Lérida. No llegó a cumplir dos meses de reclusión cuando el 12 de septiembre lo trasladaron a la cárcel provincial. El 29 no se arredró ante el tribunal popular ad casum, que sin rigor alguno, determinado a cumplir la sentencia de muerte ya fraguada de antemano, quiso conocer la filiación religiosa del beato. «¡Sí, soy católico!», confirmó respondiendo con firmeza y claridad, humilde al mismo tiempo, acogiendo con sencillez el gesto bronco y desafiante de sus interlocutores, sin juzgar tan execrable conducta, llevado por el perdón. Mientras aguardaban el cumplimento de la pena impuesta en la improvisada cárcel del ayuntamiento, animaba a sus compañeros. Inmediatamente escribió a su novia, a sus hermanas y al P. Galant.

Fragmentos de las cartas ponen de relieve su altura humana y espiritual. A su novia le dijo: «Me pasa una cosa extraña: no puedo sentir ninguna pena por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte me embarga. Quisiera escribirte una carta triste de despedida, pero no puedo. Estoy rodeado de ideas alegres como un presentimiento de la gloria…». A sus hermanas: «Acaban de leerme la pena de muerte y nunca he estado más tranquilo que ahora […]. La Providencia de Dios ha querido escogerme como víctima de los errores y de nuestros pecados. Yo voy con gusto y tranquilo a la muerte. Nunca como ahora tendré tantas probabilidades de salvación. Ya se ha acabado mi misión en esta vida, ofrezco a Dios los sufrimientos de esta hora». Al P. Galant: «Le escribo estas letras estando condenado a muerte y faltando unas horas para ser fusilado. Estoy tranquilo y contento, muy contento. Espero poder estar en la gloría dentro de poco rato. Renuncio a los lazos y placeres que puede darme el mundo y al cariño de los míos. Doy gracias a Dios porque me da una muerte con muchas probabilidades de salvarme». Cuando estas cartas llegaron a Pío XI las leyó sin poder contener la emoción; no fue capaz de desprenderse de ellas. Consideró que tales misivas cursadas por un hijo como Francesc «correspondía al padre guardarlas».

El beato y los seis condenados dieron gozoso testimonio de su fe, con esperanza y valentía, entonando el credo mientras iban camino de su sepultura.Lamadrugadadel 29 de septiembre cobardes fusiles terminaron con su vida en el umbral del cementerio. Juan Pablo II beatificó a Francesc el 11 de marzo de 2001.

(29 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

sábado, 28 de septiembre de 2013

28 de septiembre: San Simón de Rojas

San Simón de Rojas, trinitario, nació en Valladolid (España), el 28 de octubre de 1552. A los doce años, ingresó en el convento trinitario de su ciudad natal, en el que hizo la profesión religiosa el 28 de octubre de 1572. Cursó los estudios en la universidad de Salamanca entre 1573 y 1579. Enseñó filosofía y teología en Toledo desde el año 1581 hasta el 1587. A partir de 1588, hasta su muerte, ejerció con grande prudencia el oficio de superior en varios conventos. En el mismo periodo, fue enviado como Visitador Apostólico a su Provincia de Castilla, en dos ocasiones, y a la de Andalucía, en una. El 14 de abril de 1612 fundó la Congregación de los Esclavos del Dulcísimo Nombre de María. En 1619 fue nombrado Preceptor de los Infantes de España. El 12 de mayo de 1621 fue elegido como confesor de la Reina Isabel de Borbón. Murió el 29 de septiembre de 1624.

Su canonización dentro de las celebraciones de este Año Mariano, recompensa dignamente a quien, por su tierna devoción a María, Lope de Vega llegó a equiparar con San Bernardo de Claraval y con San Ildefonso de Toledo. Fue su madre, la virtuosa Constanza, quien imprimió e hizo germinar en el alma de Simón el amor a María. El culto que Constanza, junto con su marido, Gregorio, tributaba constantemente a la Santísima Virgen, explica el porqué Simón, cuando pronunció sus primeras palabras, a los 14 meses de edad, siendo de pequeño algo retardado y balbuciente, dijese: "Ave, María". No hacía otra cosa que repetir la plegaria tan frecuentemente recitada por sus padres.

Su mayor gozo era el visitar los santuarios marianos, orar a María, imitar sus virtudes, cantar sus alabanzas, resaltar la importancia de la Santísima Virgen en el misterio de Dios y de la Iglesia. A través de profundos estudios teológicos, comprendió cada vez mejor la misión de María en la salvación del género humano y la santificación de la Iglesia. Vivió sus votos religiosos con el estilo de María. Pensaba que para ser todo de Dios, como Ella, era necesario hacerse esclavos suyos, o mejor, esclavos de Dios en María. Fue por ello por lo que fundó la Congregación de Esclavos del Dulcísimo Nombre de María, para la mayor gloria de la Trinidad y la alabanza de la Virgen, al servicio de los pobres. Para él, ser esclavo de María quería decir pertenencia total a Ella: Totus tuus, para unirse más íntimamente a Cristo y en él, por el Espíritu, al Padre.

La Congregación por él fundada era de carácter laical. A ella podían adherirse personas de todo rango social. Los inscritos, entre los que figuraban el rey y sus hijos, se obligaban a honrar a María, asistiendo maternalmente a sus hijos predilectos: los pobres. Esta obra subsiste todavía hoy en España. Simón de Rojas, que era considerado uno de los más grandes contemplativos de su tiempo, y que en la obra La oración y sus grandezas demuestra ser un gran formador de almas de oración, quería que a la dimensión contemplativa se uniese la activa, las obras de misericordia. Fiel al carisma trinitario, promovió redenciones de esclavos, remedió numerosísimas necesidades de los pobres, consoló enfermos, desheredados y marginados de todo tipo. Cuando recibió encargos en la Corte, puso como condición para aceptarlos el poder seguir ocupándose de sus pobres, a los que ayudaba de muchas maneras, siempre con alegría a cualquier hora del día o de la noche.

Son numerosísimas las expresiones de su amor a María. Los pintores que han inmortalizado su figura, ponen siempre en sus labios el saludo "Ave, María", por él pronunciado con tanta frecuencia que familiarmente era llamado "el Padre Ave María". Hizo imprimir millares de estampas de la Virgen Santísima con la inscripción "Ave, María", estampas que enviaba también al extranjero. Hizo confeccionar rosarios con 72 cuentas azules sobre cordón blanco, símbolo de la Asunción y de la Inmaculada, como recuerdo de los 72 años que, según la creencia de la época, había vivido la Virgen, y los difundió por doquier. Valiéndose de su influencia en la Corte, hizo que se esculpiese con letras de oro sobre la fachada del Palacio Real de Madrid el saludo angélico que él tanto amaba: "Ave, María". El 5 de junio de 1622, pidió a la Santa Sede la aprobación de un texto litúrgico por él compuesto en honor del Dulcísimo Nombre de María, texto que más tarde el Papa Inocencio XI extendió a toda la Iglesia.

Las honras fúnebres que se le tributaron a su muerte, acaecida el 29 de septiembre de 1624, asumieron el aspecto de una canonización anticipada. Durante 12 días, los más famosos oradores de Madrid exaltaron sus virtudes y santidad. Impresionado por la veneración unánime que se le rendía, el Nuncio del Papa, algunos días después de su muerte, el 8 de octubre siguiente, ordenó que se iniciasen los procesos, en vista a su glorificación por parte de la Iglesia.

Reconocida la heroicidad de sus virtudes por Clemente XII, el 25 de marzo de 1735, fue beatificado por Clemente XIII, el 19 de mayo de 1766. Y hoy, 3 de julio de 1988, el Papa Juan Pablo II inscribe en el Catálogo de los Santos a este gran siervo de María y padre de los pobres.

(fuente: www.vatican.va)

viernes, 27 de septiembre de 2013

27 de septiembre: San Vicente de Paul

«Fundador de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad. Considerado en Francia padre de la patria, fue proclamado por León XIII patrono de todas las entidades católicas de caridad»

Madrid, 27 de septiembre de 2013 (Zenit.org) ZENIT trae hoy a este heraldo de la caridad cristiana marcado por la pobreza familiar desde que tuvo uso de razón. Nació en la pequeña población francesa de Ranquine, anexa a Pouy, hacia 1580 o 1581. Fue el tercero de seis vástagos. En su niñez trabajó cuidando el ganado para ayudar a los suyos. Nunca renegó de su condición y así lo reconocía ante quienes, siendo ya un virtuoso sacerdote, sembraban alabanzas a su paso. Además de su inclinación a los menesterosos, y de signos precoces de piedad, tenía una inteligencia despierta, y fue enviado a estudiar con los franciscanos de Dax. Aspiraba al sacerdocio, que era una vía para hallar un futuro más halagüeño que el que le aguardaba, dada su humilde procedencia, aunque pensaba también en ayudar económicamente a su familia. Sus cualidades le permitieron ascender progresivamente.

Estudió teología en Toulouse, aunque algunas materias las cursó en Zaragoza, y fue ordenado sacerdote en 1600. Pasado el tiempo, evocando ese momento de su vida, manifestó: «Si yo hubiera sabido, como lo he sabido después, lo que era el sacerdocio, cuando cometí la temeridad de aceptarlo, habría preferido dedicarme a trabajar la tierra antes de ingresar en un estado tan temible». Declinó la parroquia que le ofreció el prelado de Dax, y eligió el estudio que le ofrecía la posibilidad de escalar nuevos peldaños logrando su objetivo de ser obispo. Flamante doctor en teología en 1604, de la noche a la mañana supo que había heredado un capital legado por una anciana. Pero había caído en manos de un desaprensivo, y lo persiguió en Burdeos y Marsella. Recuperó solo una parte, y al regresar a Toulouse, hallándose en Carbona, fue apresado por los turcos y destinado a Túnez como esclavo. Curioso destino el de este santo que, aspirando a otras glorias, fue exhibido y examinado públicamente como una vulgar mercancía. Sirvió a un pescador, a un médico y a su sobrino; el último fue un cristiano que había abjurado de su fe y al que convirtió. Con él regresó a Roma, y de allí a París en 1609 con una misión para Enrique IV, y sin haber obtenido el alto puesto que ansiaba.

Hubiera deseado entonces hacer de su vida anterior una tabla rasa y vivir una vida oculta. A los pies de Cristo, tras una intensa purificación, determinó entregar su vida por los pobres. De carácter hosco, sus desabridas respuestas estaban lejos de las que cabía esperar en un hombre de Dios, lo cual hacía peligrar su misión. Se dio cuenta de ello: «Y entonces me propuse pedir a Dios que me cambiara mi modo agrio de comportarme, en un modo amable y bondadoso y me propuse trabajar día tras día por transformar mi carácter áspero en un modo de ser agradable». Obtuvo esa gracia de ver tornada su acritud en mansedumbre a fuerza de perseverante oración. Su modelo fue san Francisco de Sales, con el que mantuvo un estrecho vínculo.

En París tomó contacto con Pierre de Bérulle, fundador del Oratorio de París integrado por sacerdotes, quien le ofreció integrarse en él, pero declinó la invitación. Bérulle sería un decisivo pilar para Vicente abriéndole un mundo de relaciones importantes que le servirían para su misión apostólica. Comenzó en la pequeña parroquia de Clichy, sustituyendo a un sacerdote que se vinculaba al Oratorio; era la primera vez que ejercía su labor pastoral. En 1613, por mediación de Bérulle, fue preceptor de los hijos de Phillipe de Gondi, sobrino del arzobispo de París. En los viajes que se veía obligado a realizar, revivió, con visos nuevos, su sensibilidad por los pobres y necesitados, y comenzó a ver la radicalidad evangélica en el ejercicio de la caridad. El aldabón definitivo para su auténtica conversión se produjo en Gannes, en el lecho de un moribundo que le abrió su corazón huérfano de afecto y compasión. Este hecho le conmovió profundamente al punto de cambiar el rumbo de su vida para hacer de la caridad su estandarte. «¡Cómo! ¡Ser cristiano y ver afligido a un hermano, sin llorar con él ni sentirse enfermo con él! Eso es no tener caridad; es ser cristiano en pintura», diría más tarde.

Instado por este indeclinable amor al prójimo, en 1617 se estableció en Chatillon-des-Dombes como párroco, y prodigó la caridad a manos llenas. Se instaló en lo que había sido el «hospital de San Lázaro» para leprosos; fue sede de la Congregación de la Misión fundada en 1625. En 1617 había impulsado las Cofradías de la Caridad y en 1633 erigió las Hijas de la Caridad con santa Luisa de Marillac; a todas les dijo: «Por monasterio tendréis las salas de los enfermos, por clausura, las calles de la ciudad, por rejas el temor de Dios y por velo la santa modestia». A él se deben también asilos para ancianos y niños abandonados. Era un confesor excepcional, guía de santa Juana de Chantal y director de las Visitandinas de París a petición de san Francisco de Sales. Fue capellán y limosnero de la reina Margarita de Valois. Reformó el clero y luchó contra el jansenismo.

Este apóstol de la ternura escribió cartas, memorias, impartió conferencias, etc., siempre llevando a todos el amor de Dios, especialmente a los pobres, a los que amaba con singular dilección: «Los pobres serán nuestros jueces. Solo podremos entrar en el cielo sobre los hombros de los pobres» […]. El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración…». Su humildad, mansedumbre y abnegación heroicas traspasaron fronteras. Bossuet manifestó: «¡Que bueno debe ser Dios cuando ha hecho tan bueno a Vicente de Paúl!». Por toda su labor era considerado como una de las personalidades relevantes de Francia; es «padre de la patria». Murió el 27 de septiembre de 1660. Clemente XIII lo canonizó el 16 de junio de 1737. León XIII lo proclamó patrono de todas las entidades católicas de caridad.

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jueves, 26 de septiembre de 2013

26 de septiembre: Santa María Teresa Couderc

«Fundó la obra Nuestra Señora del Retiro del Cenáculo en medio de pruebas e incomprensiones, sufriendo humillaciones acogidas con tanto amor a Cristo, que le abrieron las puertas del cielo»

Madrid, 26 de septiembre de 2013 (Zenit.org) En esta festividad de san Cosme y san Damián la Iglesia también celebra a esta heroína de la obediencia. Llevada por su amor a Cristo escribió con su vida otra de las páginas edificantes que plasman los santos.

Nació el 1 de febrero de 1805 en la pequeña localidad francesa de Mas de Sablières. Fue la cuarta de diez hermanos. La bautizaron con el nombre de María Victoria. Su victoria fue poner virtud donde no existía tal, resistir y confesar a Cristo desde el silencio y la humildad frente a la injusticia y la ceguera, hacer de la caridad heroica su religioso blasón. A menudo se cruzan en la vida personas de bien, hombres y mujeres de Dios. Fue su caso. Encontró al padre Jean P. Etienne Terme en la primavera de 1825 en su localidad natal, y a este misionero abrió el corazón, confiándole su anhelo de consagrarse. A él se debía la existencia de las Hermanas de San Francisco de Regis, dedicadas a auxiliar y formar a los pobres, y el ojo avizor de un fundador o fundadora es ciertamente inspirado. Contempla a quienes le rodean desde Cristo, unido a Él los sueña y les habla. De modo que María Victoria tuvo la vía abierta desde el primer momento.

Dejó su trabajo en el campo y se formó en el noviciado de Aps, regido por el sacerdote. En 1826 profesó y tomó el nombre de Teresa. Cerca se hallaba la tumba de san Francisco de Regis, lugar visitado por hombres y mujeres que solían alojarse en una misma casa. El P. Terme se ocupaba de estas peregrinaciones y quiso terminar con los problemas que ello acarreaba abriendo una hospedería; puso al frente a María Victoria. Tras una primera experiencia, la santa acordó con él priorizar la acogida de mujeres que mostrasen signos espirituales tomando la peregrinación como un retiro. Aquella idea germinó y a su tiempo dio lugar a la Congregación de Nuestra Señora del Cenáculo, nacida en La Louvesc; María Victoria fue elegida su superiora en 1828. Las primeras religiosas tenían dos vías de acción apostólica: la enseñanza y la atención de las peregrinas.

Todo seguía su curso en perfecta sintonía, recibiendo formación del P. Terme en conformidad con la espiritualidad ignaciana, hasta la muerte de éste acaecida en 1834. A partir de entonces, asumiendo el juicio de su sucesor, P. Renault, las religiosas terminaron por separarse. Las dedicadas a la enseñanza bajo el amparo de San Regis, y las que se ocupaban de los retiros aglutinadas en el Cenáculo; entre ellas, la santa. Dos años más tarde, estando por medio un informe capcioso contra María Victoria, redactado malintencionadamente por una religiosa, fue depuesta de su cargo por el prelado de Viviers, Mons. Bonnel, quien puso en su lugar a una recién llegada con título nobiliario, al que añadió otro: el de «superiora fundadora». Craso error. Tanto, que tuvo que designar nueva responsable para este alto oficio en 1839 porque la gestión de la aristócrata había sido desastrosa. Pero tampoco acertó con la sucesora que, además, se ocupó de que a la verdadera fundadora no le faltaran las tribulaciones, abriéndole con ellas las vías para su santificación. En una locución divina se le había advertido a María Victoria: «Serás víctima de holocausto».

Fueron momentos de gran prueba. A veces tenía que hacer esfuerzos para vencer la resistencia interior, pero se decía: «Cuando Nuestro Señor desea servirse de un alma para su gloria, la hace pasar primero por la prueba de la contradicción, por la humillación y el sufrimiento; no se puede ser un instrumento útil sin esto». Y rogaba fervientemente, sin desanimarse: «Concededme la gracia de que me guste ser despreciada, para parecerme a Vos un poco». Consciente de que sin la cruz no podía alcanzar la meta, manifestaba: «Abracemos la cruz tal como se nos concede; ya sabéis que santifica todo lo que toca desde que ella misma fue santificada por quien es la fuente de toda santidad; amémosla, si ello es posible, pues cuanto más la amemos más provechosa nos resultará». Esto lo tenía claro. Por eso, no sin temblor, seguía actuando con fidelidad, dispuesta a cumplir la voluntad divina, aunque en su intimidad humildemente reconocía el peso de su indigencia. Sabía que confiando en ella no podía hacer nada, pero que contaba con la gracia de Dios; de este modo, afianzaba su irrevocable decisión de llegar hasta el fin: «Siempre hay que estar dispuesto a aceptar de antemano todo lo que Dios permita u ordene. Solamente en esta disposición se halla el reposo y la paz. Me avergüenzo de mi debilidad y, sobre todo, de mi poca virtud, ya que recibo la cruz de mala gana cuando se aproxima. Pero no, la deseo, cualquiera que sea, y diré siempre de buena gana: ¡Fiat! ¡Fiat! La cruz siempre aporta su fruto cuando la sobrellevamos con sumisión y amor».Esta actitud de donación, no sin violentarse a sí misma, le concedía el indescriptible gozo espiritual que alienta a seguir el camino.

Tras la muerte de la segunda superiora, una tercera suavizó la situación. Entonces María Victoria asumió la responsabilidad de varias casas, como la de París, en la que apaciguó ánimos encrespados. Pasó por Tournon, La Louvesc, Lyon y Montpellier; ya se había curtido en las pruebas tras intensa y constante oración. En 1867, como esta fundación de Montpellier se cerró, regresó a Lyon. Experimentó la «noche oscura» y supo lo que era verse privada de la presencia divina. Proyectada al abismo de la culpa, exclamaba: «¡Dios mío, ten piedad de mí!». Entre experiencias místicas extraordinarias, con las que fue agraciada durante muchos años, y los trabajos que solía efectuar con auténtico espíritu observante, se fue debilitando. Iba acercándose al ocaso de su vida con sordera, afectada por el reumatismo y la artritis. Al inicio de 1885, siendo ya octogenaria, sufrió un sincope, y mientras sus facultades quedaban suspendidas unas horas contempló el purgatorio. El 26 de septiembre de ese mismo año entregó su alma a Dios. Pío XII la beatificó el 4 de noviembre de 1951. Pablo VI la canonizó el 10 de mayo de 1970.

(26 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

25 de septiembre: San Sergio de Radomez

Martirologio Romano: En el monasterio de la Santísima Trinidad, en la región de Moscú, en Rusia, san Sergio de Radonez, que, elegido como hegúmeno o abad, propagó la vida eremítica y cenobítica que él había practicado primero, y hombre de carácter afable, fue consejero de príncipes y consolador de fieles cristianos . (†1392)

Fecha de canonización: En el año 1449, siendo Papa Nicolás V.

San Sergio de Radonez es uno de los santos más venerados en toda Rusia. Nació en el año de 1319 en la familia de los muy distinguidos nobles y piadosos Cirilo y María. Desde muy temprana edad Bartolomé, nombre con el que fue bautizado, deseaba consagrar toda su vida al servicio de Dios. Sin embargo, Cirilo y María por mucho tiempo desaprobaron que su hijo se entregara a la vida monástica. Sólo un poco antes del deceso de sus padres, san Sergio y su hermano mayor, Esteban, se retiraron a una colina perdida en la espesura del bosque. El futuro Santo Patrono de Rusia contaba entonces con apenas 23 años.

Con sus propias manos, los hermanos construyeron en este sitio una iglesia y un aposento, consagradas a la Santísima Trinidad. La vida en el retiro no fue nada fácil para Esteban, el hermano mayor de san Sergio y muy pronto se alejó de esos lugares. El Santo se quedó en completa soledad y con mayor celo se entregó al ayuno y a la oración. Muy pronto se cumplieron los más anhelados deseos del joven: Mitrofan, el padre superior de uno de los monasterios cercanos, le entregó los hábitos. San Sergio no pasaba ninguna hora del día en vano o en la ociosidad. Combinaba sabiamente la oración y el trabajo, el canto de los Salmos y la lectura de los libros sagrados, cada vez más iba en aumento su erudición y cada día de su vida se acercaba más y más a Cristo.

Cada paso en su vida monástica procuraba llevarlo a cabo tomando ejemplo de lo escrito por los devotos de los primeros siglos del cristianismo tales como: los Santos Antonio y Macario Magnos; san Juan Clímaco, el abad Doroteo y muchos otros más.. San Sergio también era muy devoto de los primeros prosélitos del monaquismo ruso: Antonio y Teodosio Pecherski y a sus innumerables seguidores. El Santo se esforzaba por lograr en su vida aquel ideal de santidad, que habían logrado todos ellos, marchando siempre hacia Dios por el camino riguroso de la concordancia con las enseñanzas de nuestro Salvador. Valerosamente, resistió toda tentación, con su mirada fija en el Cristo celestial y se entregaba con todas sus fuerzas en búsqueda de Dios, objetivo único en la vida de todo hombre.

Pese a que San Sergio no lo buscara, por todas las ciudades cercanas y lejanas se propagó el rumor de que en el bosque de Radonez vivía un extraordinario hombre muy devoto. Muy pronto el Santo comenzó a rodearse de personas ansiosas por ser salvadas bajo su guía. San Sergio, por el deseo insistente de sus discípulos, se convierte en sacerdote y superior del monasterio fundado por él mismo.

En la biografía del Santo, compuesta por su discípulo, Epifanio el Sabio, hay muchas referencias a la humildad que adornaba a San Sergio, veamos uno de esos relatos: En una ocasión, en vida de san Sergio, llegó al convento un campesino que había escuchado acerca de las proezas y la gloria del padre superior. El hombre pidió a un hermano que le mostrara al padre Sergio. Los monjes le señalaron a un hombre de edad avanzada con vestiduras remendadas y muy sencillas que estaba arrimando unas tablas al lado de la barda del monasterio. El campesino incrédulo y exaltado, exclamó: “¡Se burlan de mí! Yo vine hasta aquí para ver a un ilustre padre, opulentamente vestido, rodeado de servidumbre y ustedes me enseñan a un campesino cualquiera, seguramente el más ínfimo del monasterio”. San Sergio al escuchar las quejas del visitante, abandono su tarea, amablemente lo saludó y lo invitó a pasar al comedor. Le dijo entonces: “No te aflijas hermano, –lo consoló el Santo– Dios es tan benevolente en su casa, que nadie sale de ella con angustia. Y muy pronto Él te mostrará a aquél al que buscas”. En el momento de su charla, al monasterio llegó un príncipe rodeado de un numeroso séquito. El príncipe se tiró a los pies del hombre de Dios, pidiendo su bendición. Entonces el campesino entendió de quien se trataba ese humilde hortelano. Después de la partida del príncipe, con lágrimas rogaba a san Sergio le perdonara por su osadía e ignorancia. “No te aflijas, hijo mío –le dijo el humilde padre–, solamente tú me has juzgado cabalmente, ya que más bien los equivocados son ellos”.

La dirección del monasterio no le atraía mucho a san Sergio, más bien le agobiaba. Cuando al convento llegó la discordia y ante el intento de sublevación de algunos monjes en contra de su superior, san Sergio abandonó el monasterio estableciéndose en la espesura del bosque a la orilla del río Kirzhach. Sólo después de 3 o 4 años ante la intervención del padre Alejo de Moscú, regresó san Sergio a su convento.

San Sergio falleció el 25 de septiembre de 1392. Antes de su muerte, dispuso a los hermanos, ante todo, preservar con rigurosidad la fidelidad a la ortodoxia de la fe. El Santo encomendó también preservar la vida en comunión, la pureza espiritual y corporal, alejarse de los malos deseos, la abstención en la comida y la bebida, tener la aplicación hacia la humildad y el peregrinaje.

(fuente: es.catholic.net)

martes, 24 de septiembre de 2013

24 de septiembre: Beata Columba Gabriel

«Joven aristócrata polaca que eligió el camino de la santidad, fortaleciéndose en las pruebas. En cumplimiento de la voluntad divina fundó en Roma las Hermanas Benedictinas de la Caridad»

Madrid, 24 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Hoy festividad de la Virgen de la Merced, la Iglesia también celebra la vida de esta beata. Se llamaba Juana Matylda Gabriel y era polaca. Nació el 3 de mayo de 1858 en Stanisławów (actualmente pertenece a Ucrania pero entonces se hallaba bajo el dominio austriaco). Era la primogénita de los dos vástagos nacidos en el seno de una noble familia. Su ilustre procedencia y buenos recursos económicos le permitieron gozar de una esmerada educación, que recibió primeramente en su palacio, completándola en el centro de su localidad natal y en la escuela regida por las benedictinas de Lviv. Fue una etapa que le proporcionó gran riqueza espiritual y cultural. A las disciplinas ordinarias añadieron pintura, música y danza, lo cual acrecentó su sensibilidad natural hacia el arte y todo lo bello. El futuro era más que prometedor, pero su convivencia con las religiosas le instó a unirse a ellas como novicia en 1874, antes de culminar sus estudios. Allí tomó el nombre de Columba.

Dos años más tarde, obtuvo el título de maestra con toda brillantez, y en 1879 el de profesora de educación secundaria. Acreditada como docente comenzó a dar clases mientras iba fortaleciéndose su vocación. Emitió la profesión perpetua en 1882. En 1889 esta ejemplar religiosa que hacía de la virtud el emblema de su quehacer, competente y gran profesional, fue nombrada priora de la comunidad por la abadesa Alessandra Hatal. Y en 1894 viendo su trayectoria espiritual que enmarcaba una vida de intensa oración, cuyos frutos eran más que visibles en su caridad, prudencia, discreción, sabiduría…, a los que se añadían sus cualidades organizativas y espíritu de iniciativa, la designaron maestra de novicias. Tres años más tarde, tras el fallecimiento de la abadesa Madre Hatal, le sucedió en esta alta misión.

Se distinguió por su fidelidad al cumplimiento de la regla. Y ese carácter observante fue instrumento de discordia para las religiosas que no lo eran, como suele suceder en toda rencilla y envidia en las que el rigor evangélico brilla por su ausencia. El dardo envenenado de las injurias sembró su gobierno de dudas, y fue obligada a dimitir de su cargo. Las presiones,lejos de amainar, arreciaron. Llevada de su ardiente caridad con los necesitados, acogió bajo su amparo a una joven huérfana de 12 años que no tenía a nadie, a la que se ocupó de proporcionarle una buena educación. Creyó firmemente en ella, considerando que podía tener buen fondo, pero se equivocó. Hundida en la increencia, atacó con fiereza a su bienhechora. Juana siguió intentando que volviese los ojos a Dios, pero la muchacha se enfrentó a todo volcando su ingratitud en el monasterio. La suma de contratiempos y la fuerte oposición de la comunidad obligó a la beata a salir de la misma el 24 de enero de 1900.

Pero Dios Padre nunca abandona a sus hijos, y al final, la verdad, esa verdad que está clavada en la cruz, muestra su faz.La de Juana, como la de todos los elegidos, cabalgaba a lomos de esas celestes previsiones que Dios concibió para ella desde toda la eternidad. Las pruebas que le asaltaron no eran más que destellos del designio divino que acrisolaron su fe, disponiéndola para el destino al que iba siendo conducida. Primero buscó refugio en Roma donde llegó con el peso de su amargura, pero también esperanzada. La acogió la beata María Franziska Siedliska en su obra, la Sagrada Familia de Nazaret. Después y aunque hubiera deseado volver con su anterior comunidad, por sugerencia del arzobispo de Lviv se trasladó al monasterio benedictino del Subiaco donde permaneció hasta 1902. De nuevo en Roma, ejerció su labor apostólica a través de la educación que proporcionaba a la mujer.

Ese espíritu de desprendimiento, su amor a la pobreza, que le llevaba a identificarse con las personas desamparadas y sin recursos, tuvo nuevo cauce en esta etapa de su vida. En la parroquia de Testaccio y Prati los niños y los necesitados fueron los destinatarios de su encomiable labor social. Creó la «Casa de la Familia» que brindaba protección, alojamiento, formación cristiana y asistencia a las jóvenes trabajadoras carentes de medios económicos y alejadas de la familia. Para ello contó con la ayuda de un grupo de nobles mujeres que tenían al frente a la princesa Barberini. La respaldaron en su labor el beato dominico Jacinto Cormier, quien le presentó al cardenal vicario de Roma, Pietro Respighi, y el misionero del Sagrado Corazón, Vincenzo Ceresi. Ambos vieron en sus acciones nueva vía apostólica. Ayudada por Ceresi abrió una casa en Roma para jóvenes obreras pobres. Simultáneamente, aglutinó en torno a sí muchachas dispuestas a involucrarse en esta misión, lo que dio lugar a la fundación de las Hermanas Benedictinas de la Caridad en 1908. El carisma de asistencia a las mujeres abandonadas, lo extendieron después a las parroquias ampliando su radio de acción con niños y ancianos. Indicó a sus hijas que siempre hicieran la voluntad de Dios «con fervor y amor», recordándoles que había llegado a Roma para ejercer la caridad. Murió el 24 de septiembre de 1926 en Centocelle, una zona marginal de Roma. Después de su deceso, le sucedió en la misión la cofundadora de la Orden, Plácida Oldoini. Juana fue beatificada por Juan Pablo II el 16 de mayo de 1993.

(24 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

lunes, 23 de septiembre de 2013

23 de septiembre: San Pí­o de Pietrelcina

«Uno de los más conocidos estigmatizados. Sufrió muchas pruebas, pero fue agraciado con numerosos dones y carismas. Es un moderno cirineo que no solo se abrazó a la cruz personalmente, sino que ayudó a otros a portarla»

Madrid, 23 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Francesco Forgione es una de las figuras emblemáticas del siglo XX, extraordinariamente probado y aclamado como santo antes de su muerte. Lo inexplicable tuvo en él a uno de sus insignes representantes. Fue, sin proponérselo, vía de controversia para los incrédulos, de los que eligieron la razón como bandera. Es un instrumento del cielo para mostrar a los reticentes y al resto del mundo la grandeza y el poder infinito del amor de Dios, clave única de tanto misterio acogido sin dudar por los sencillos y humildes de corazón. Un caudal de dones: estigmas, bilocación, curación, profecía, lágrimas, penetración de espíritu, de perfume (sus estigmas olían a flores), etc., fueron llegando a la vida de este capuchino, que solo quiso ser «un fraile que reza», en medio de incontables sufrimientos, sirviéndole como peana para alcanzar la gloria eterna. «Los ángeles solo nos tienen envidia por una cosa: ellos no pueden sufrir por Dios. Solo el sufrimiento nos permite decir con toda seguridad: Dios mío, mirad cómo os amo». Entendió perfectamente las palabras de Cristo: «Casi todos vienen a mí para que les alivie la cruz; son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla». Este moderno cirineo no vaciló; portó la cruz elegantemente hasta el fin de sus días, unido al Redentor, infundiendo aliento a los demás y ayudándoles a llevar la suya: «Ten por cierto que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a prueba. Por tanto, ¡coraje! y adelante siempre».

Nació en Pietrelcina, Italia, en el seno de una humilde familia, el 25 de mayo de 1887; fue el cuarto de ocho hijos. A los 5 años tuvo la primera aparición del Sagrado Corazón de Jesús, y tiempo después comenzaron las de la Virgen, que perduraron siempre. A esa edad le asaltaron los envites del diablo, que no cesaron de atormentarle a lo largo de su existencia. Su ángel de la guarda, cuya presencia se le hizo patente, le fue asistiendo en su misión. Fue un niño silencioso, disciplinado, tímido, sensible y estudioso. Devotísimo de Jesús y de María, se las ingenió para que el sacristán le permitiese acudir al Sagrario cuando el templo estaba cerrado. Era pequeño cuando por su mediación sanó un niño que tenía malformaciones y al que su madre, desesperada, arrojaba contra el altar. Ingresó con los capuchinos en 1903. La víspera se le apareció la Virgen acompañando a su divino Hijo, quien le animó en el paso que iba a dar poniendo la mano sobre su hombro. En otras visiones terribles de sesgo diabólico había contemplado los sufrimientos que le esperaban, y Cristo le confortó asegurándole que estaría junto a él hasta el fin del mundo. También María le consoló.

Se ordenó en Benevento en 1910 con este sentimiento: «Que yo sea un altar para tu Cruz. Un cáliz de oro para tu sangre». No gozó de buena salud. De pequeño había estado a punto de morir de fiebres tifoideas, y aún así llevó una vida austera, de grandes ayunos y penitencias. Poco después de ordenarse, muy enfermo tuvo que regresar a Pietrelcina para reponerse. Fue de convento en convento y sirvió en filas; seguía sin mejorar. En 1912 este fraile de fuerte carácter y cierta rudeza, pero de inmenso corazón, percibió los primeros signos de los estigmas y, aún fugazmente, el amor místico. En 1916 partió a San Giovanni Rotondo con idea de pasar un tiempo, pero permaneció allí el resto de su vida. En agosto de 1918 experimentó la transverberación, sintiéndola como un dardo de fuego que se le clavaba en el corazón, y en septiembre los estigmas, «visibles y sangrantes» que nunca cesaron.

Había recibido el don de aglutinar en torno a sí a personas que demandaban su consejo espiritual; no las decepcionó. Asistió a todas a través de exhortaciones, diálogos y un sinfín de cartas que cursó hasta que fue vetado por las autoridades eclesiásticas que examinaban concienzudamente su caso. Y es que en 1918, al quedar al descubierto las llagas de Cristo que había recibido en sus manos, pies y costado izquierdo, comenzó otro calvario uniéndose los combates contra el diablo que arremetía contra él casi de continuo. A cada uno se nos concede la gracia que nos basta. Al P. Pío no le faltó tampoco en medio de la estrecha vigilancia a la que fue sometido, sobre todo entre los años 1922 y 1923. El Santo Oficio dudaba de la «sobrenaturalidad de los hechos» y ello le acarreó no pocos sufrimientos. No pudo oficiar misa públicamente ni remitir escrito alguno, de modo que no pudo responder a las misivas que iban llegando al convento. Los numerosos fieles que acudían a sus misas, que duraban horas y en las que mostraba su profunda adoración al misterio del sacrificio del Redentor, no pudieron acompañarle. En 1931 la situación empeoró. La orden dictada era estricta; se redujo a la celebración privada de la misa. Dos años más tarde cesó esta restricción y en 1934 pudo confesar. Atrás quedaba una década de reclusión en su celda, soportando interrogatorios entre las sospechas de sus hermanos, de miembros de la Santa Sede, médicos y otros.

Entretanto, se multiplicaron las conversiones en torno al santo que había llegado a pasar 16 horas diarias en el confesionario; tenía una lista de espera de varios días porque la gente quería ser dirigida por este sacerdote que reprendía con dureza las faltas de amor. Ello se debía, como se viene constatando en este santoral de ZENIT a través de otras vidas que se han ido ofreciendo, por la intensísima pasión por lo divino que inundaba sus entrañas: «Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de algo que no sea tener y querer lo que quiere Dios». En 1940 proyectó la «Casa Alivio del Sufrimiento», inaugurada en 1956. En 1960 fue objeto de nuevas prohibiciones; en 1964 las levantaron. Murió el 22 de septiembre de 1968, tras medio siglo con los estigmas. Juan Pablo II lo beatificó el 2 de mayo de 1999, y lo canonizó el 16 de junio de 2002.

(23 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

domingo, 22 de septiembre de 2013

22 de septiembre: Beato Ignacio de Santhiá

Ingresó en la Orden capuchina a la edad de 30 años, siendo ya sacerdote, para vivir la alegría de la obediencia. Destacó por su celo y asiduidad en la administración del sacramento de la penitencia y en la dirección de las almas, y por su sabiduría y prudencia en la formación de los novicios. Lo beatificó Pablo VI en 1966.

Cuando don Lorenzo Mauricio Belvisotti, a principios de mayo de 1716, se presentó al padre provincial en el convento del Monte, en Turín, para decirle que quería ser capuchino, fue acogido con asombro. Ni allí arriba era un desconocido, ya que tenía fama de buen orador por sus ejercicios y misiones predicados con los padres jesuitas de Vercelli. Tiempo atrás no había aceptado el ofrecimiento de una canonjía en Santhià. Además, era preceptor en la noble familia de los Avogadro de Vercelli, que desde hacía poco tiempo le había nombrado párroco de Casanova Elvo, en donde ejercía el derecho de patronazgo.

¿Qué podría ser lo que le empujara a buscar la soledad de un convento? ¿Acaso un fervor momentáneo o una resolución apresurada debida a cualquier crisis?

El padre provincial estimó conveniente ofrecer al aspirante de 30 años una amplia visión de las dificultades para ingresar en los capuchinos, en un momento precisamente en que las buenas vocaciones eran abundantes y la provincia religiosa alcanzaba el periodo de mayor esplendor, con más de 500 religiosos. ¿Por qué no seguir en la vida de sacerdote secular, en la cual no faltaban ocasiones de hacer el bien?


Por la alegría de obedecer

El señor Belvisotti no admitió demasiadas palabras y por eso, poniéndose de rodillas, dijo: «Padre, en todo aquello que he hecho hasta ahora tengo la sensación de haber practicado siempre mi voluntad. Una voz interior me está repitiendo que para servir de verdad al Señor debo cumplir su voluntad, debo estar sujeto a la obediencia». Venció.

Hace una visita muy rápida a su parroquia y, sin pasar por Santhià para saludar a sus parientes, se dirige a Chieri, donde el 24 de mayo de 1716 comienza su vida religiosa con el nombre de fray Ignacio de Santhià.

Había nacido, sí, en Santhià, en la diócesis de Vercelli, el 5 de junio de 1686, siendo el cuarto de una familia de siete hijos. Recibió el santo bautismo el mismo día de su nacimiento. Sus padres, Pedro Pablo Belvisotti y María Isabel Balocco, eran de clase acomodada y estaban emparentados con las mejores familias de Santhià y del condado.

Tenía poco más de siete años cuando perdió a su padre. La madre se preocupó de la instrucción y educación de sus hijos acudiendo a un piadoso sacerdote. Aquel jovencito creció en la piedad y maduró su vocación sacerdotal, además de lograr una formación literaria envidiable.

En 1710 termina los estudios teológicos en Vercelli y, al quedar vacante la sede episcopal, consigue del papa Clemente XI un «breve» que le autoriza para recibir de cualquier obispo en comunión con la Santa Sede las órdenes menores y mayores, incluido el sacerdocio.

Al ingresar en la Orden capuchina, después de seis años de fructuoso ministerio sacerdotal, el padre Ignacio no fue comprendido por sus conciudadanos, particularmente por sus parientes. Ello, no obstante, nadie logró arrancarlo del claustro, donde por fin había encontrado la paz.


Padre siempre disponible

El señor Belvisotti había entrado en los capuchinos buscando humildad y obediencia. Desde el primer día del noviciado y en los 54 años que siguieron, se ejercitó en estas virtudes hasta llegar a ser un modelo.

Recién profeso fue enviado al convento del Saluzzo para dedicarse a tener la iglesia bien ordenada: su principal ocupación, además del trabajo, la centra en la adoración al Santísimo Sacramento.

Cifra su alegría en permanecer en el último lugar, siervo de todos, siempre dispuesto a cualquier insinuación de la obediencia.

De Saluzzo fue trasladado a Chieri, para que aquí fuese ejemplo de los novicios, luego a Turín-Monte y después a Chieri otra vez. Ignacio es el padre disponible, que los superiores pueden manejar a su gusto, haciéndole presente aquí y allá donde se le necesite. Y en esto consiste su verdadera alegría. Su presencia es siempre apreciada y su ejemplo es de edificación a los hermanos religiosos y a los seglares, quienes, a pesar de los muchos años transcurridos, continúan recordando -en Bella, Pinerolo, Avigliana, Ivrea, Chivasso, Mondoví, Chieri y otros lugares- su serenidad, la disponibilidad para cualquier ocupación, sin excluir la de ir a pedir limosna para la comunidad.


Guía de santos y de bribones

En 1727 el padre Ignacio es reclamado en Turín-Monte, con el encargo en esta ocasión de ser prefecto de sacristía y confesor de seglares, oficio que desempeñará también en los 24 últimos años de su vida. En este ministerio resplandece toda su paternidad y la ciencia aprendida no solamente en los libros, sino delante del crucifijo.

¿Cómo pasaba el día? A medianoche, maitines y meditación con la comunidad. Cierto tiempo antes de comenzar, él ya se encuentra en el coro. Terminado el rezo del oficio divino, permanece algún tiempo en la iglesia para la acción de gracias a Dios en nombre de los penitentes que ha atendido durante el día. Por la mañana, a las cinco, tras piadosa y larga preparación, celebra la santa misa; después la acción de gracias. Acto seguido, ya está a disposición de los penitentes, que en los domingos nunca faltan, y así hasta el mediodía o tal vez más tiempo. En los días laborables, si no acuden fieles para confesarse, ayuda en las misas, muy numerosas en aquel convento de más de 60 sacerdotes, o bien permanece en oración.

Muy pronto la fama del buen director de espíritu atrajo al Monte a religiosos, sacerdotes y fieles deseosos de un guía auténtico en el camino de la santidad y con ellos también subían pecadores empedernidos y jóvenes libertinos, todos en busca de perdón. Él los acoge con la mayor caridad, ya que considera a los pecadores los hijos más enfermos y por eso mismo más necesitados de misericordia. Se le llama «el padre de los pecadores y de los desesperados».

Un día, mientras estaba recogiendo leña en la selva del Monte, acompañando a los clérigos estudiantes, oyó que uno de ellos tuvo esta salida: «Con toda esta leña se puede hacer una hoguera tan grande, que serviría para quemar a un ejército de pecadores». El padre Ignacio se molestó y con tono de dulce reproche, exclamó: «Pero, hermano, ¿dónde está la caridad? Eso no es el espíritu de Jesús... Hemos de tener espíritu de caridad, de mansedumbre, de paciencia. ¡Es necesario compadecerse de los pecadores, pedir a Dios que los convierta y los salve, no que los queme!» En la conferencia de la tarde a los clérigos, pensó que era su deber recordar el amor a los pecadores.


Guía de la juventud

Al principio de septiembre de 1731, el padre Ignacio era destinado al convento de Mondoví con el cargo de vicario y maestro de novicios, y allá marchó con la fama de ser guía docto y sabio. En efecto, un religioso escribía a un aspirante enviado a aquel noviciado: «Me lleno de alegría con usted por suerte tan hermosa; va usted bajo la dirección de uno que sabe y obra como verdadero maestro. Para mí es un santo religioso».

Su fama se extendió en seguida entre la gente de la ciudad, de tal manera que los jóvenes que asistían a las escuelas superiores escogieron el convento como meta de su paseo, diciendo: «¡Vamos a ver al famoso santo!» Justamente debido a estas visitas, un sacerdote estudiante decidió entrar en el noviciado y llegó a ser un santo religioso. Él fue precisamente el último superior del beato: era el padre Hermenegildo de Villafranca Piamonte.

El padre Ignacio permaneció 14 años en la dirección del noviciado de Mondoví. Este era su único ideal: hacer de los jóvenes confiados a su dirección unos amantes de Dios y unos verdaderos obedientes.

Acerca de su método educativo se podría escribir un buen tratado de pedagogía franciscana. Tendríamos la base en los numerosos y detallados testimonios de sus alumnos y otros hermanos religiosos, unánimes en afirmar su envidiable preparación en este delicado sector.

Apoyó su pedagogía en estos dos pilares: amar divinamente e ir por delante con el ejemplo.

No era un sentimentalista, ni un afeminado, ya que sabía adiestrar a los jóvenes para la lucha, para la mortificación, la penitencia y, al mismo tiempo, instruía, corregía y daba ánimos con un cuidado tan exquisito y con palabras tan amorosas, que el áspero camino se convertía en dulce.

Desde el primer día quiso ser para los novicios no sólo el guía, sino también el modelo viviente, sabiendo que el joven se deja convencer mucho más por los hechos que por los razonamientos. Insistía sobre la necesidad de observar la Regla para ser buenos religiosos. Bastaba seguirle en sus actos de cada día para comprender la importancia de las advertencias.

Quería que los jóvenes le hicieran notar las faltas en las cuales él mismo podía incurrir, y se lo agradecía con humildad. Todo esto hacía que los novicios aceptasen bien las oportunas correcciones.


Mirar a Cristo

Como san Francisco, el padre Ignacio pretendía que el ideal supremo de vida fuese Cristo. En sus diarias conferencias, intencionadamente apelaba a las virtudes predilectas de Francisco: la pobreza absoluta de Belén; la abnegación total del Calvario; la desbordada caridad del Tabernáculo.

Preparaba a los jóvenes para la Navidad con una devota novena, durante la cual todas las tardes resaltaba la benignidad, la humildad y la pobreza del niño Jesús. Quería, sobre todo, que la Navidad fuese una fiesta llena de luz, de cantos y de alegría.

Inculcaba que fueran constantes las miradas a Cristo crucificado, recordando que la vida franciscana debe ser una vida de crucifixión.

Jesús Sacramentado era para él polo central y se esforzaba en hacer sentir a los novicios los mismos atractivos, a fin de que la eucaristía fuera escuela de amor a Dios y a los hermanos.

Su celda estaba abierta a cualquier hora del día o de la noche para los novicios necesitados de consejo o de un coloquio para superar una prueba o para esclarecer alguna duda. Y de allí salían los novicios tranquilizados.

A éstos les atendía uno a uno, quería conocerles hasta el fondo, poseer la llave de su corazón, para poder guiarles, corregirles, formarles.

Ha testificado un antiguo novicio suyo, que vivió y murió como santo, el padre Jacinto de Pinerolo: «Me edificaba el modo como el padre Ignacio nos mandaba... Con alguno trataba seriamente y con otros prevalecía la suavidad, acompañando siempre a todos, al débil y al fuerte, con el condimento de las buenas palabras».

Y el autor de esta manifestación confiesa inocentemente que sólo debido a tan consumado maestro pudo perseverar en la vida capuchina.


Las «florecillas» del noviciado

En el bochorno del verano, a un novicio que le pidió permiso para ir a beber un poco de agua, rápidamente le responde: «¡Vaya!» Y al punto le detiene: «Ah, dígame, ¿qué santo es hoy?» (era el 10 de agosto de 1741). «San Lorenzo», responde el novicio. «¡Qué manera de abrasarse en aquellas parrillas!, y ¡sin un sorbo de agua!... No obstante, ¡puede ir a beber!» El novicio comprende el diálogo y marcha al sol antes que al pozo para encontrar más alegría con san Lorenzo.

Apenas ha terminado la vestición de un joven, se apresta el padre Ignacio a dar el primer tijeretazo al vanidoso peinado a fin de transformarlo en tonsura franciscana. Entonces pregunta al novicio a quemarropa qué le dice el corazón. A la respuesta de «¡Bien!», le indica que vaya al sagrario a orar y por tres veces le repite la pregunta y le envía ante el altar para que comprenda que toda decisión debe brotar del contacto con Dios y después de fervorosa oración.

A dos novicios que no habían guardado la debida compostura en el coro, les hace estar sentados durante las vísperas que la comunidad rezaba de pie.

Otro novicio, muy ansioso él de aprovechar cualquier ocasión para salir del convento, tiene que esperar más de una hora en la portería, con su magnífico manto y en disposición de acompañar a un padre a la ciudad, quien, naturalmente, nunca aparece.

Hay un novicio que tiene pánico a la muerte y a los muertos, tanto es así que trata de evitar constantemente, sobre todo en la oscuridad, el pasar cerca del panteón de los hermanos que había en la iglesia. A éste le recomienda frecuentemente al anochecer que vaya a rezar una oración justamente allí para que aprenda que al convento se viene a prepararse para vivir bien y también a aprender a morir bien.

Son numerosos los hechos caracterizados por el sabor de auténticas «florecillas» y por eso unas pocas páginas no bastan ni para enunciarlos.

Destaquemos lo más significativo, y es que los 121 religiosos que profesaron, instruidos por él, aprendieron bien sus preciosas lecciones y las tradujeron a la realidad de la vida con generosidad y simplicidad encantadoras. Como él, fueron también religiosos de profunda vida interior y de obediencia.


Ofrecimiento heroico

Después de 14 años, la vida del padre Ignacio toma otro cariz. Entre sus primeros novicios había tenido un sacerdote secular, que después de la profesión religiosa, marchó como misionero al Congo: era el padre Bernardino de Vezza. Justamente cuando su labor misionera iba de maravilla, le atacó una grave enfermedad a los ojos. Quedó ciego de uno y el otro se le estaba debilitando día tras día. Acordándose de su maestro, que ya en el noviciado había logrado curarle de otra grave enfermedad, le escribe una afligida carta pidiéndole oraciones.

El padre Ignacio se conmueve y, repleto de generosidad, marcha al sagrario a presentar su heroico ofrecimiento: «Señor, si a vos os place que el mal de este hijo mío pase a mí, hazlo...». Se levantó y subió a responder al padre Bernardino con una carta llena de esperanza, asegurándole haberle encomendado al Señor.

El efecto del ofrecimiento llegó al misionero mucho antes que la carta del padre Ignacio y fue instantáneo. El ojo ciego recobró de improviso la vista y el otro empezó a curar rápidamente. Cuando, al fin, le llegó la carta, el misionero pudo constatar que su curación había coincidido con la oración hecha por su maestro. Pero ignoró hasta mucho tiempo después, que el padre Ignacio al mismo tiempo había experimentado que sus ojos se orlaban de sangre, le dolían y no le servían casi para nada.

Sus hermanos religiosos y los médicos no acertaban a explicarse aquella enfermedad. Se le aplicaron varios remedios dolorosísimos, entre los cuales unos botones de fuego en la nuca, cambio de aire y... tabaco en polvo o rapé.

Así las cosas, concluyendo ya el año 1744, el padre Ignacio tuvo que ir a Turín para fuertes tratamientos y aquello fue el adiós al noviciado.

Pensaba ahora que tenía que prepararse para la muerte y vivir desapercibido. Dios, sin embargo, tenía otros designios para él. Con curas adecuadas, la vista mejoró. No consiguió la normalidad, ya que le dolieron los ojos durante toda su vida, pero pudo todavía ser útil a los hermanos en religión y a los seglares.


Capellán militar

El Piamonte estaba a la sazón en llamas, invadido por los ejércitos franco-hispanos. Estos franquearon las primeras defensas e irrumpieron en la llanura padana (valle del Po). Los capuchinos fueron llamados por el rey Carlos Manuel III para socorrer a los soldados heridos y enfermos, diseminados por varios hospitales. El padre Ignacio, cuando todavía era maestro de novicios en Mondoví, había prestado durante meses, algunas horas al día, asistencia a un grupo de prisioneros alemanes, algunos de ellos enfermos. Se reclamaba su presencia para ser capellán jefe, y durante dos años, incansable siempre, pasó días y noches con heridos y contagiados, sirviendo, consolando, preparando a los moribundos para el supremo paso, con una caridad y solicitud que sólo una madre le hubiera imitado. Estuvo en Asti, en Vinovo, en Alessandria, dando en todas partes ejemplo de caridad, de incansable actividad y al mismo tiempo de piedad.

Bastantes de sus hermanos cayeron víctimas de las epidemias. El padre Ignacio llegó a envidiar su suerte y prosiguió con su total entrega, hasta la primavera de 1746, cuando el horizonte de la guerra cambió y todo el Piamonte fue liberado.

Él pudo entonces volver, por fin, a su convento del Monte, en Turín, y en seguida fue buscado otra vez como consejero, confesor, director espiritual: su destino estuvo marcado para los 24 años de vida que le quedaban. «El bello Paraíso -solía decir- no está hecho para los poltrones. ¡Trabajemos, pues!» Y en realidad que no le faltó trabajo.


Al servicio de todos

Después de la agitada vida en los campos de batalla y en los hospitales militares, el alma contemplativa del padre Ignacio gozó con el regreso a la paz del claustro: pero no consiguió el reposo, puesto que muy pronto vio su confesonario rodeado de sacerdotes y seglares deseosos de luz y de purificación, sumándose también los hermanos religiosos a quienes enseñaba el camino de la santidad.

Le encargaron de la conferencia semanal a los hermanos no clérigos, luego de la predicación del retiro anual de diez días para los religiosos del Monte. Su palabra era apreciada incluso por sus hermanos de contrastada doctrina. ¿Un comentario a su predicación? Helo aquí: «¡Este padre Ignacio nos mete la cabeza en su partido! »

Fueron memorables sus ejercicios comentando el «Padre nuestro» y otros sobre la soberbia y sobre la humildad. El apoyo en Dios, la confianza en su paternidad, junto al desprecio de sí, eran en general los temas en los que se inspiraba su predicación. Y mantuvo esta orientación durante veinte años.

Gastaba también sus energías atendiendo a los enfermos que con frecuencia asediaban la portería del convento para recibir una bendición, un aliento. Hasta un año antes de su muerte, muchas veces a la semana bajaba con un hermano a la ciudad, entraba en las casas de los pobres y en los palacios de los ricos, para confortar, para buscar la caridad de éstos en favor de aquéllos, siempre infatigable y rodeado de fama de hombre santo.

Los pequeños que le veían por las calles de la ciudad, acudían presurosos a saludarle, a besarle la mano o la corona, y él sonreía, les hablaba del Señor y de la Virgen, y les bendecía.

Prelados eminentes, como el cardenal Carlos Victorio Amadeo de Lanze, el arzobispo de Turín Juan Bautista Roero, los príncipes de la casa de Saboya le honraban con su admiración y devoción. Él prefería, sin embargo, la compañía de los humildes y de los pobres, a quienes nunca negaba una palabra para confortarles y una recomendación ante los poderosos.


Siempre en unión con Dios

A pesar de esta actividad que le sumergía tantas veces en contacto con el mundo, en medio de personas de toda clase, él se mantenía como un contemplativo.

Al andar por las calles de Turín y del Piamonte, desgranaba su rosario y le gustaba hacer acto de presencia, aunque fuera por un breve momento, en las iglesias que encontraba, especialmente en el santuario de la Consolata o en la iglesia de la Annunziata, o en la de los santos Mártires, atraído como una aguja por el imán.

En las horas libres del convento, se recogía en cualquier ángulo de la iglesia desde donde pudiese ver el sagrario y se mantenía allí en afectuosos coloquios con el Señor.

Al agravársele sus males, ya en el último año de su vida, fue necesario llevarle a la enfermería del convento. Entonces, el regalo más espléndido que se le podía hacer era conducirle al coro o a la capilla de la enfermería donde permanecía incluso durante horas.

Los hermanos atribuían a esta continua unión con Dios su inalterable serenidad, manifestada también en los momentos de mayor sufrimiento, a causa de los males que padecía. La unión con Dios le producía, asimismo, inmensa alegría que comunicaba a quienes trataban con él; como también los hechos extraordinarios que florecían tras sus huellas y que pedía multitud de enfermos y afligidos que acudían a él.


Obediencia hasta la muerte

El padre Ignacio había venido a buscar en el convento obediencia y obediencia quiso practicar hasta el final. «¡Obediencia! ¡Obediencia! -decía a los novicios y a los hermanos durante los ejercicios espirituales-. ¿Qué cosa más grata podemos ofrecer a Dios que nuestra obediencia?» No era una frase sensacionalista, sino la expresión de su convicción y de su vida.

¡Qué alegría le daba y qué paz! Un día, el padre provincial le expone la situación del convento de Chivasso, donde todos los religiosos estaban en cama, atacados de una epidemia que hacía víctimas en toda la región. Todavía no había terminado de hablar y el padre Ignacio se pone en seguida de rodillas para pedirle la bendición a fin de acudir en ayuda de aquellos hermanos. Sin pensar siquiera en subir a la celda, baja al Po, se embarca y después de tres horas ya está en Chivasso dispuesto a prestar todos sus servicios amorosos.

Bastaba que el superior, instado por los apremios de personas que reclamaban la asistencia del padre Ignacio, pidiese con prudencia si le vendría bien bajar a Turín, para que él inmediatamente le dijera: «Padre, no piense en mis achaques, ni en mis años; con la obediencia lo puedo todo». Y así hasta un año antes de su muerte, no obstante su hernia y sus venas varicosas que a veces se le abrían y sus callos en los pies.

En la víspera de una tanda de ejercicio espirituales que tenía que dar a sus hermanos, resbaló y se precipitó hasta el fondo de la escalera. Queda tan magullado que no logra mantenerse de pie. Preocupado el padre superior por el sustituto del predicador, resuelve el padre Ignacio: «Padre guardián, sé cumplir con la obediencia y quiero cumplirla todavía. Que me lleven al coro y predicaré». Le llevan y habla con un entusiasmo nunca visto. Al día siguiente, ya podía él solo bajar al coro.

Después de tantas pruebas de amor a la obediencia, no debe maravillarnos oír al padre guardián, la medianoche del 21 de septiembre de 1770, responder al hermano enfermero que le anuncia que el padre Ignacio, confortado antes con los santos sacramentos, había entrado en la agonía: «Hay tiempo. El padre Ignacio me esperará; ha sido tan obediente en vida que no osará marcharse de nosotros sin la obediencia para el viaje».

Presente ya en la enfermería, el padre superior le dice: «Padre Ignacio, mire, estoy aquí para desearle un buen viaje para la eternidad y debo deseárselo con la fórmula de la santa madre Iglesia». El padre Ignacio hace una señal con la cabeza accediendo. Al término del «proficiscere, anima christiana, de hoc mundo» (sal, alma cristiana, de este mundo), expiró con admirable placidez. Era ya el 22 de septiembre de 1770.


El camino de la gloria

Apenas había despuntado el alba y ya la noticia del piadoso tránsito del padre Ignacio se había difundido por la ciudad. La voz iba corriendo de boca en boca, hasta llegar incluso a los rincones de la periferia de Turín. «¡Ha muerto el santo del Monte!»

Pronto empezaron a acudir personas de toda clase, sacerdotes, nobles y pueblo para dar el saludo de despedida a quien durante tantos años les había edificado y beneficiado. Se agolpó tanta gente aquel día, que el padre guardián, temeroso de que hubiera confusión y tumultos para el día siguiente, ordenó la sepultura muy temprano todavía, cuando las puertas de la ciudad estaban aún cerradas y solamente los habitantes de Borgo Po se hallaban presentes.

Cuando la gente de la ciudad se congregó en la explanada del convento y se enteró de que el sepelio se había realizado ya, se llenó de consternación. La mayor parte, sin embargo, entró en la iglesia para rezar y pedir una reliquia.

Un testigo presencial pudo escribir que, por las aclamaciones y el llanto de ternura, aquellos días, de por sí fúnebres, se transformaron en una devota solemnidad.

Seis años después, por deseo del clero, de los hermanos religiosos, del pueblo y de la casa de Saboya se iniciaron en la curia episcopal de Turín los procesos sobre la fama de santidad, vida, virtudes y milagros del siervo de Dios. En 1782 la causa fue introducida en la Santa Sede, que ordenó los procesos apostólicos. El 19 de marzo de 1827 León XII declaró solemnemente la heroicidad de las virtudes del padre Ignacio. Finalmente, después de la aprobación de dos milagros, el 17 de abril de 1966, Pablo VI procedía a la solemne beatificación.

En ese día el Papa definía al padre Ignacio como un verdadero franciscano, un auténtico capuchino, que no destaca por la singularidad y los fenómenos excepcionales, sino por la normalidad y la perfección en la observancia de lo que debería ser común para todos; y decía entre otras cosas: «La Iglesia lo saluda hoy como religioso admirable en todos los aspectos de su vida franciscana. De él se ha escrito con agudeza que fue un religioso "dispuesto a todo", pues todos los momentos de su vida franciscana y todas las manifestaciones de su actividad apostólica demuestran esta diversidad en virtudes internas y externas que lo pueden hacer ejemplar para todos».

Alejandro Rossi, O.F.M.Cap., Beato Ignacio de Santhià. Siempre a la disposición de todos, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993, págs. 395-408.

(fuente: www.franciscanos.org)

sábado, 21 de septiembre de 2013

21 de septiembre: San Mateo, apóstol

APÓSTOL Y EVANGELISTA
(Siglo I)

Jesús empezaba a rodearse de discípulos, que le acompañaban en sus correrías por los pueblos de Galilea y recogían sus más íntimos secretos. Ya tenía seis: los dos hijos de Jonás, los dos hijos del Zebedeo, Felipe y Bartolomé; todos pobres, sencillos, rudos e ignorantes. Aquellos a quienes millones de almas envidiarían a través de los siglos la gloria de vivir junto al Verbo de vida, de escuchar sus palabras, de recoger sus latidos, pertenecían a la esfera más humilde de la sociedad hebrea; eran simples pescadores galileos. No hubo entre ellos ningún sacerdote, ningún escriba, ningún fariseo, ningún rabino. Hubo, en cambio, un publicano, un hombre que pertenecía a aquel gremio de los alcabaleros, no solamente despreciable, sino también odioso. Los publicanos, en Roma, eran ricos propietarios que compraban a la república los impuestos de las provincias; pero los publícanos del Evangelio no tenían esta alta categoría. Simples subalternos, cobraban, vigilaban y exigían en nombre de las grandes compañías, que por medio de estos empleados extendían sus redes sutiles a través de todo el Imperio. Grandes y chicos, directores y oficiales, todos eran mirados con desprecio y ojeriza. Nadie que se respetaba escogía ese oficio, o muy mal tenía que estar para ganarse de ese modo la vida. En consecuencia, los grandes colectores tenían que buscar su gente entre la hez del pueblo, entre aquellos que no tenían prestigio que perder, ni escrúpulos que escuchar. Además, necesitaban tener entrañas duras, que no se apiadasen de las lágrimas ni retrocediesen ante la miseria. Debían ser, como dice un escritor de aquellos días, lobos y osos de la sociedad; y eran, según la expresión de Marco Tulio, los más viles de los hombres. En Judea, el alcabalero tenía un estigma más infame todavía. El pago del tributo al extranjero era un acto ilícito, una cosa prohibida por la Ley, un verdadero sacrilegio; y, por tanto, el que colaboraba en ese sacrilegio, hacía traición a su patria, se asociaba a los impíos, se vendía a los gentiles y era más execrable que ellos. Su condición sólo podía compararse con la de los criminales y las prostitutas.

San Mateo, evangelistaPues bien: una de las acusaciones que lanzaron sus enemigos contra Jesús es que andaba con los publícanos y comía con ellos. Y no solamente comía con ellos, sino que saco de entre ellos a uno de sus apóstoles. Fue en Cafarnaún, después de sus primeras excursiones a través de Galilea, después de su encuentro inolvidable con la Samaritana. Situado en un cruce de caminos, centro de las contrataciones que se hacían entre Tiro y Damasco, entre Sóforis y Jerusalén. Cafarnaún era un emporio mercantil, residencia de mercaderes y traficantes, de tenderos y comisionistas, y, como es natural, punto estratégico para los cambistas y los recaudadores, oficina importante de los publícanos de Galilea. Pues bien: bajando Jesús un día en dirección al puerto; vio a uno de ellos, llamado Leví, sentado en el banco de la recaudación de contribuciones, y le dijo: «Sigúeme.» Y él, dejándolo todo, levantóse y echó a andar en pos del Señor. Fue una adhesión tan espontánea como la de San Pedro, una adhesión súbita, completa, definitiva. Leví no dejaba solamente un montón de redes rotas, sino un empleo lucrativo, una ganancia segura y creciente. El negocio le había hecho rico, tan rico, que pudo ofrecer un banquete de despedida a todos sus antiguos compañeros y a sus compañeros nuevos; un banquete que fue presidido por el Señor. No obstante, la música de la plata había terminado para él, y los rimeros de siclos y de dracmas y el mostrador en que se le inclinaban tímidos los paisanos de Galilea. El Maestro divino había subyugado su corazón, y en adelante todo su afán será recoger palabras de vida y amontonar tesoros de verdad. No será él quien lleve la bolsa del colegio apostólico. Odiaba su pasado como pudiera odiarle el más puritano de los fariseos. Odia hasta su nombre de pecador; ya no se llamará Leví, sino Mateo, don de Dios. En actitud humilde sigue a Jesús por los caminos, admirando a Pedro, que nunca fue más que un pescador honrado, mirando a Juan con santa envidia porque halló al Nazareno antes de saber de las malicias de los hombres. Camina en silencio, avergonzado casi de sí mismo; no habla, ni se exhibe, ni promete. Tal vez ni siquiera sonríe. Escucha atento las parábolas del Salvador, y las rumia y las pesa con el cuidado que antes ponía en pesar los dineros. Más tarde las recogerá en un libro; escribirá la historia de aquellos dos años de su vida misionera; una historia en que él se oculta, como antes se ocultaba entre el grupo de los doce. Sólo una vez hablará de sí mismo, y precisamente para decir que fue un publicano, para recordar la dignación infinita de Jesús al llevarle desde el abismo de la miseria hasta las cimas de la gloria.

Además de apóstol, Mateo fue evangelista. A él le debemos, según el testimonio antiquísimo de Papías, discípulo de los discípulos de Jesús, la más antigua recopilación de dichos y hechos memorables del Señor, es decir, el primer Evangelio. Antes de separarse de sus compañeros para derramar en tierras lejanas la doctrina que había escuchado con tanta avidez, quiso dejarnos un tesoro mucho mayor que todos los metales preciosos arrancados por el hombre a la tierra desde el principio del mundo. Debemos estar agradecidos a este recaudador amable, que da más de lo que recibe. Acostumbrado a los números, hecho a extender letras y recibos, era casi un letrado al lado de Pedro, y tal vez se distinguía también entre los demás por sus relatos acerca de la vida de Jesús, por la facilidad de la palabra y por el arte de llevar la buena nueva a las inteligencias y a los corazones de los hijos de Israel. Pero un día tuvo que alejarse, como los demás, y entonces fue cuando los primeros cristianos de la Ciudad Santa consiguieron de él que les dejase por escrito aquello que con tanto gusto le habían oído exponer de viva voz. Así explica Eusebio el origen de la primera historia de la vida de Cristo. Mateo la escribió en la lengua de sus compatriotas, en arameo, la lengua en que Cristo había pronunciado sus discursos y sus parábolas. Hoy sólo tenemos la traducción griega, un griego correcto y casi clásico; pero por muy elegantemente que lleve la túnica de Atenas, este primer Evangelio nos delata desde las primeras palabras, desde las genealogías del primer capítulo, su origen semita. Entre los ritmos de los oradores del ágora saltan aquí y allá las palabras rudas de los pescadores del lago de Genesareth—raca, córbona, gábbata—; y cuando nos parece oír a un discípulo del Museo alejandrino, nos encontramos sumergidos en aquella Judea orgullosa de sus tradiciones mosaicas y de su ciudad sagrada, en aquella Jerusalén orgullosa de su templo y de sus sacerdotes, en aquel templo donde se paga la menta y el comino, donde los descendientes de Aarón se pasean arrogantes, ostentando sus filacterias de pergamino ante la multitud devota que les rodea y les aclama: «Rabbí, rabbí.» Es la Jerusalén de Agripa y de Gamaliel, la que vivía ya entre los primeros presagios de la tormenta, pero aún no presentía el castigo del deicidio. La memoria de Cristo estaba fresca todavía; quince años apenas habían pasado desde que expiró en la cruz, cuando el antiguo publicano recogía en un libro sus hechos y sus discursos.

El único objeto que le guiaba era fijar la predicación oral, que, al derramarse por el mundo los Apóstoles, podría perder aquella uniformidad y aquella autoridad que había tenido hasta entonces. Lucas y Marcos no se propondrán una finalidad diferente. Los tres escribirán la vida de Jesús, reproduciendo la enseñanza apostólica y recogiendo las expresiones consagradas en tres lustros de misiones. Esto explica sus concordancias y sus divergencias. El Cristo de San Mateo se nos figura menos familiar que el de San Marcos, tan indulgente siempre frente a la rudeza de sus discípulos; aparece menos que en San Lucas como el Salvador de los hombres y no se presenta expresamente como el Verbo de Dios, que San Juan nos dará a conocer más tarde. Es el revelador de una doctrina esencialmente interior, y el fundador de la institución cristiana, que en este Evangelio aparece ya con el nombre de Iglesia.


San Mateo, apóstol y evangelista

Dulce y humilde de corazón, no extingue la mecha humeante, pero resiste a los hipócritas y los desenmascara. Es el Mesías, un legislador más alto que Moisés, puesto que habla en su propio nombre y con autoridad divina: es el Hijo único de Dios, a quien Israel ha desconocido, perdiendo así sus privilegios para transmitírselos a la Iglesia. Esta tesis hace al primer Evangelio el más didáctico entre los sinópticos. Se trata de demostrar el gran hecho histórico de que el profeta condenado unos años antes por los judíos, como blasfemo y usurpador del nombre de Hijo de Dios, era realmente el Mesías, de quien estaban llenos todos los libros del Antiguo Testamento. Como consecuencia, los soberbios habían sido rechazados y los humildes escogidos para continuar la obra del Crucificado y extenderla por todas las naciones. La preocupación apologética se manifiesta en el afán de señalar la realización de los oráculos proféticos en la vida de Jesús. Pero lo que San Mateo se propone, ante todo, es enseñar, recogiendo fielmente los discursos de su Maestro. No tiene el realismo expresivo que Marcos sabe dar a su narración, ni la gracia conmovedora de San Lucas ni la mirada penetrante de San Juan, pero es más abundante; nos ha conservado más palabras de Jesús, palabras sencillas y directas, y tan vivas, que nos parece oírlas con el acento, con la entonación que tenían al salir de los labios del Hombre-Dios. Sin el sentido cronológico de San Lucas, San Mateo tiene en la composición una lucidez que no tiene San Marcos; menos vida, pero más orden, más lógica, más claridad. Antes de que Cristo le llamase a ocupar uno de los primeros puestos en el reino de los Cielos, según su expresión favorita, debió de ser apreciado de sus jefes por el cuidado, por la regularidad con que llevaba sus cuentas y sus papeles.

(fuente: www.divvol.org)

viernes, 20 de septiembre de 2013

20 de septiembre: Beato Francisco de Posadas

«Comparado por su virtud por grandes santos de la talla de Francisco de Así­s, Francisco de Paula, Francisco de Sales, Francisco Javier y Francisco de Regis. Considerado continuador de la gran escuela mística del siglo XVI»

Madrid, 20 de septiembre de 2013 (Zenit.org) Grande tuvo que ser su virtud para equipararlo con memorables santos, cuyos rasgos característicos se han apreciado también en este beato: «la pobreza de san Francisco de Asís, la austeridad y poder taumatúrgico de san Francisco de Paula, la dulzura y sabiduría de san Francisco de Sales, el celo por la fe de san Francisco de Regis, la obediencia y temple de san Francisco Javier». No tuvo una vida fácil. Nació en Córdoba, España, el 25 de noviembre de 1644 cuando ya sus padres Esteban y María, de origen gallego y con ilustres antepasados, habían quedado en la ruina. Otros negocios o fracasaron o fueron mal. Así que un ápice de luz llegó al hogar con su nacimiento, único del matrimonio, atribuido a la intervención de la Virgen de la Fuensanta. Y a Ella se lo ofreció su madre en cumplimiento de la promesa que hizo si lograba tener descendencia. Cursó los primeros estudios en la escuela regida por Diego de Villalobos.

Al perder a su marido cuando Francisco tenía 5 años, María contrajo nuevas nupcias para desgracia del pequeño que sufrió el autoritarismo y severidad de este nuevo cabeza de familia. Le impidió cursar estudios con los jesuitas y le obligó a emprender un camino que cada vez era más arduo. Fue aprendiz de cordonero y tuvo por maestro a otra buena pieza del estilo de su padrastro; le maltrató durante cuatro años. Cuando se propuso ingresar en la vida religiosa contraviniendo la voluntad del marido de su madre, en el horizonte surgieron nuevos contratiempos. Porque, aunque fray Miguel de Villalón lo acogió en San Pablo a sus 16 años, y se ocupó de enseñarle latín, ante los ojos de la sociedad no dejaba de ser un pobre muchacho, el hijo de una humilde vendedora de hortalizas en la plaza del Salvador a la que se miraba por encima del hombro.

Cuando el padrastro murió, Francisco tuvo que volver a casa. Su madre se dedicó a la venta de huevos por las calles cordobesas, lo cual constituyó un veto mayor si cabe para su ingreso en el convento de los dominicos, porque allí se reunía lo más granado de la sociedad, y un muchacho pobre como él –por mor de los prejuicios provincianos– no tenía cabida en ese lugar. Después de varias peripecias, fray Miguel logró que lo admitieran en el convento dominico de Scala Coeli, donde tomó el hábito. Este hecho exasperó notablemente al prior de San Pablo que dio orden para su expulsión, pero Francisco había salido camino de Jaén. Al mediar por él los frailes de esta capital, el prior aceptó de mal grado que profesase, si bien indicó de forma taxativa que no podría volver a Córdoba; era el lugar donde tenía que formarse, pero al oponerse este superior lo enviaron a Sanlúcar.

Pronto su celo apostólico y virtudes comenzaron a dar sus frutos. Fue ordenado en Guádix en 1668, y se granjeó el afecto y admiración de fieles, religiosos y personas de alcurnia. Vuelto a Sanlúcar comenzó a predicar, destacando por su humildad y caridad. Hablaba con tanta fuerza y de manera tan brillante que el futuro vicario general de la Orden, Enrique de Guzmán, lo quiso a su lado. Pero Francisco prefirió continuar con su misión. El nuevo prior de San Pablo, de Córdoba, lo invitó a predicar allí y fue destinado al hospicio del convento de Scala Coeli. Al entrar, una voz seráfica le advirtió: «Esta será tu cruz». Enseguida fue calumniado y depuesto de la responsabilidad que le encomendaron. Sin embargo, enfermó un religioso y le pidieron ayuda para impartir las misiones en distintas localidades. Al regreso, el pecador arrepentido le salió al encuentro rogando su perdón. Y Francisco volvió al hospicio cordobés.

Durante treinta años confesó y predicó por calles y plazas enardeciendo a las muchedumbres. Era bien conocido en las cárceles y en los hospitales. Iban a escucharle obispos, cardenales, inquisidores… Entre ellos, a veces escudado en la penumbra, le oía el prior que le negó la entrada en San Pablo. ¿Quién le hubiera dicho a él y a otros muchos ciudadanos que el tan denostado, y no por el brillo de sus antepasados que jalonaba su árbol genealógico, sino por el modesto oficio de su madre, llegaría tan lejos? Francisco jamás renegó de sus orígenes que, aunque relegados al olvido entre la gente por su gran talla humana y espiritual, solía recordar ahuyentando la tentación de sucumbir a tantos honores y glorias mundanas que le ofrecían a cada paso. Solo aspiraba a la santidad, su gran y único tesoro, por el que daba la vida y se entregaba a manos llenas. En sus sermones recriminaba, entre otros deslices, la riqueza, injusticias de gobernantes, y prepotencia de los ricos frente a los pobres, aunque también arrasaba contra lo que juzgaba inmoral, como ligerezas con la moda y en los espectáculos.

Este hombre de intensa oración y penitencia, devoto de María, que vivía volcado en los demás, fue agraciado con diversos dones y carismas. Fundó el hospitalito situado en la Puerta del Rincón para los desamparados y difundió la devoción al rosario. En el lugar colocó una imagen de María que mandó esculpir, denominada por los ciudadanos «la Niña del padre Posadas». Dos veces quisieron nombrarle obispo, y en ambas ocasiones renunció. Autor de diversas obras y tratados espirituales, se le ha considerado «continuador de la gran escuela mística del siglo XVI». Cultivo la poesía y la biografía; escribió tres, una de ellas dedicada al P. Cristóbal de Santa Catalina. Murió el 20 de septiembre de 1713. Pío VII lo beatificó el 20 de septiembre de 1818.

(20 de septiembre de 2013) © Innovative Media Inc.

jueves, 19 de septiembre de 2013

19 de septiembre: San Alonso de Orozco

Alonso de Orozco nació el 17 de octubre de 1500 en Oropesa, provincia de Toledo (España), donde su padre era gobernador del castillo local. Cursó los primeros estudios en la vecina Talavera de la Reina y durante tres años actuó como “seise” o niño cantor en la catedral de Toledo, en la que aprendió música con notable provecho. A la edad de 14 años fue enviado por sus padres a la Universidad de Salamanca, donde ya estudiaba uno de sus hermanos.

Los sermones de la cuaresma de 1520 predicados en la catedral por el profesor agustino Tomás de Villanueva sobre el salmo “In exitu Israel de GYPTO” maduraron su vocación a la vida consagrada y, poco más tarde, atraído por el ambiente de santidad del convento de San Agustín, entró en él, emitiendo en 1523 la profesión religiosa en manos de Santo Tomás de Villanueva.

Una vez ordenado sacerdote en 1527, los superiores vieron en Alonso tan profunda espiritualidad y tal capacidad para anunciar la Palabra de Dios que muy pronto lo destinaron al ministerio de la predicación. Ya desde los 30 años ocupó también diversos cargos, pero a pesar de su austeridad de vida, en el modo de gobernar se mostró lleno de comprensión. Impulsado por el deseo del martirio, en 1549 se embarcó para México como misionero, pero durante la travesía hacia las Islas Canarias padeció un grave ataque de artritis y los médicos, temiendo por su vida, le impidieron la prosecución del viaje.

En 1554, siendo prior del convento de Valladolid, ciudad desde decenios atrás residencia de la Corte, fue nombrado predicador real por el emperador Carlos V y, al trasladarse la Corte a Madrid en 1561, también él tuvo que pasar a la nueva capital del Reino, fijando su residencia en el convento de San Felipe el Real.

No obstante a ejercer un cargo que estaba exento de la jurisdicción directa de sus superiores religiosos y dotado de renta, renunciando a privilegios, quiso vivir como un fraile más, en pobreza y bajo la inmediata obediencia de sus superiores. Solamente hacía una comida, dormía a lo sumo tres horas, porque decía que le bastaban para emprender el nuevo día, y en una tabla por cama, con sarmientos por colchón. En su celda no había más que una silla, un candil, una escoba y unos libros. La eligió cerca de la puerta para atender mejor a los pobres que hasta allí se acercaban a suplicarle ayuda. Sin que la cotidiana asistencia al coro le resultara de obs‑táculo, además de cumplir con sus obligaciones como predicador regio, visitaba los enfermos en los hospitales, a los encarcelados en las prisiones y a los pobres en las calles y en sus casas. El resto del tiempo lo pasaba en oración, en la composición de sus libros, y preparando sus sermones. Predicaba con gran sinceridad de palabras, pero con mucha hondura espiritual, fervor y afecto, a veces, con lágrimas en los ojos, expresando la ternura de Dios hasta en el tono de la voz, igual en el palacio ante el Rey y la Corte que en las iglesias a las que era llamado.

Gozó de gran popularidad entre los más diversos ambientes sociales. Personajes de la sociedad y de la cultura testificaron en su proceso de canonización, tales como la infanta Isabel Clara Eugenia, los duques de Alba y de Lerma, los literatos Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Gil González Dávila. El trato con las clases elevadas no le desvió de su sencillo estilo de vida. Su fama se extendió por toda Madrid. El pueblo que le llamab a, muy a pesar suyo, “el santo de San Felipe”, lo amó apreciando en él su exquisita sensibilidad en el acercarse a todos sin distinción.

Compuso numerosas obras tanto en latín como en castellano. La simplicidad de los títulos indican la intención pastoral del autor: Regla de vida cristiana (1542), Vergel de oración y monte de contemplación (1544), Memorial de amor santo (1545), Desposorio espiritual (1551), Bonum certamen (1562), Arte de amar a Dios y al prójimo (1567), Libro de la suavidad de Dios (1576), Tratado de la corona de Nuestra Señora (1588), Guarda de la lengua (1590). Como su acción, los escritos nacieron de su espíritu contemplativo y de la lectura de la Sagrada Escritura. Devoto de María, estaba convencido de escribir por mandato suyo.

Cultivó también un ferviente amor a su propia Orden, componiendo obras sobre su historia y su espiritualidad con ánimo de mover a la imitación de sus hombres mejores. En esta misma línea, inducido por un deseo de reforma interior, que luego convergería con el movimiento de recolección en la misma Orden, llevó a término varias fundaciones de conventos tanto de religiosos agustinos como de agustinas de vida contemplativa.

En agosto de 1591 cayó enfermo con fiebre, sin faltar por eso ningún día a la celebración de la Misa, puesto que nunca, ni siquiera en el transcurso de sus diversas enfermedades, había dejado de celebrar el santo sacrificio, ya que repetía con cierto gracejo que “Dios no hace mal a nadie”. Durante su enfermedad, fue visitado por el rey Felipe II, el príncipe heredero Felipe con la infanta Isabel, y el cardenal arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, quien le dio de comer de su mano y le pidió la bendición.

La noticia de la muerte, acaecida el 19 de septiembre de 1591 en el Colegio de la Encarnación que había fundado dos años antes —actualmente sede del Senado español— conmocionó la ciudad. Por la capilla ardiente pasó el pueblo de Madrid, que, como refiere Quevedo, se agolpó ante la iglesia del Colegio hasta derribar las puertas, pues todos deseaban hacerse con reliquias, astillas de la cama, fragmentos de sus ropas, zapatos y cilicios. El Cardenal Arzobispo se reservó para si la cruz de madera que durante largos años “el santo de San Felipe” había llevado consigo.

Fue beatificado por León XIII el 15 de enero de 1882.

Vicisitudes históricas hicieron que sus restos fueran trasladados a distintos lugares. Actualmente reposan en la iglesia madrileña de las agustinas hasta este momento denominadas del Beato Orozco.

(fuente: www.vatican.va)
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