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martes, 30 de septiembre de 2014

30 de septiembre: San Honorio de Canterbury

Martirologio Romano: En Canterbury, en el condado de Kent, en Inglaterra, san Honorio, obispo, antes monje romano, enviado por el papa san Gregorio I Magno como compañero de san Agustín para evangelizar Inglaterra, a quien sucedió, finalmente, en la sede episcopal (653).

Etimología: Honorio = que recibe dones. Viene de la lengua griega.

Este prelado era romano por nacimiento y monje por vocación. San Gregorio el Grande, que conocía las virtudes, la destreza y la sabiduría de Honorio en las ciencias santas, le eligió para que formase parte del grupo de misioneros que envió para evangelizar a los ingleses, aunque no se sabe si Honorio llego con el primer grupo que acompañaba a San Agustín o hizo el viaje más tarde. A la muerte de San Justo, en 627, se eligió a Honorio como obispo de Canterbury. San Paulino, obispo de York, le consagró en Lincoln y, poco después, recibió el palio que le enviaba el Papa Honorio I junto con una carta en que el Santo Padre mandaba que, en caso de que alguna de las dos sedes: la de Canterbury o la de York, quedase sin su titular, el otro obispo debería consagrar a la persona elegida para ocupar la sede vacante, "en vista", decía el Pontífice, "de la enorme distancia de tierra y de mar que nos separa de vosotros." A fin de confirmar aquella delegación de los poderes patriarcales para consagrar obispos, el Santo Padre envió también un palio al obispo de York.

Honorio, el nuevo arzobispo, comprobó con júbilo creciente que la fe de Cristo se extendía, a diario, hacia todos los rincones de las islas y que el espíritu del Evangelio se arraigaba en los corazones de numerosos siervos de Dios. Su propio celo y su ejemplo contribuyeron grandemente a esos progresos, durante los veinticinco años en que ejerció su episcopado.

Uno de sus primeros actos y de los más importantes fue el de consagrar al burgundio San Félix como obispo de Dunwich y enviarlo en una misión destinada a convertir a los anglos del oriente. Tras la muerte del rey Edwin en el campo de batalla, su vencedor, el "cadwallon" de Gales, "con una crueldad peor que la de cualquier pagano", como dice San Beda, "resolvió exterminar a todos los ingleses en las Islas Británicas" y comenzó por hacer una incursión devastadora y sangrienta en Nortumbría. Fue entonces cuando San Paulino huyó junto con la reina Etelburga, y ambos recibieron, con San Honorio, generosa hospitalidad. Pasado el peligro, Honorio designó a San Paulino para que ocupase la sede vacante de Rochester. A la muerte de San Paulino, precisamente en Rochester, en el 644, Honorio consagró en su lugar a San Ithamar, un sacerdote de Kent que fue el primer obispo inglés.

El 30 de septiembre de 653, murió San Honorio y fue sepultado en la iglesia de la abadía de San Pedro y San Pablo en Canterbury. A este santo se le nombra en el Martirologio Romano y se le conmemora en la diócesis de Southwark y de Nottingham.

(fuente: es.catholic.net)

lunes, 29 de septiembre de 2014

29 de septiembre: Beato Luis Monza

PRESBÍTERO LUIS MONZA (1898-1954)
Sacerdote y Fundador de las Pequeñas Apóstoles de la Caridad

Nació en Cislago, provincia de Varese (Italia), el 22 de junio de 1898, en una familia campesina cuyas únicas riquezas eran el trabajo y la fe. Entró en el seminario a los dieciocho años, después de haber conocido a fondo la fatiga del trabajo del campo.

El 19 de septiembre de 1925 recibió la ordenación sacerdotal, incardinado en la archidiócesis de Milán.

Como primera labor pastoral, fue destinado al Oratorio masculino de la parroquia de Vedano Olona. El inicio de su ministerio sacerdotal estuvo marcado por todo tipo de pruebas, incluida la cárcel durante el régimen fascista: fue acusado injustamente de haber organizado un atentado. Tras cuatro meses de prisión fue absuelto y liberado.

En 1929 el arzobispo metropolitano lo trasladó al santuario de la Virgen de los milagros de Saronno, donde se dedicó a la animación de la juventud.

Allí, ensanchó su mirada al mundo entero, marcado por la soledad, la tristeza y el egoísmo, pues estaba convencido de que "urgía ayudarle a experimentar el amor de Dios". Se trataba de una gran intuición, aunque tuvo que esperar que el Señor le indicara cuál era el camino concreto que debía seguir.

En particular, ante el mundo "paganizado" tuvo la intuición de ver en la caridad de los primeros cristianos el medio más apto para acercarse al hombre contemporáneo y anunciarle el Evangelio de Cristo. Los cristianos debían ser testigos del amor de Dios dentro de la sociedad misma, en la vida diaria y en la actividad profesional. "Cada uno de vosotros —decía— debe ser un artista de almas. Debemos reproducir la belleza de Jesús no en una tela, sino en las almas. Y el pincel del apostolado no debe caer nunca de nuestra mano".

En 1936 fue nombrado párroco de San Giovanni, en Lecco, donde destacó como "sacerdote según el corazón de Dios". Siempre estaba disponible para los pobres, los enfermos y los perseguidos injustamente. Durante la segunda guerra mundial se esforzó en particular por ayudar a sus feligreses que estaban en el frente de batalla.

En 1937 encontró el camino que el Señor le tenía preparado: fundar el instituto secular de las Pequeñas Apóstoles de la Caridad. Primero creó la asociación "Nuestra Familia" para la asistencia socio-sanitaria, la instrucción y la formación de las personas discapacitadas y menos favorecidas, sobre todo niños, a fin de que pudieran luego insertarse en el difícil contexto social. Las Pequeñas Apóstoles de la Caridad siguen realizando ese apostolado. Están presentes en Italia, Sudán, Brasil, Ecuador; y colaboran también en China, Marruecos y Palestina.

Sin embargo don Luigi Monza no pudo ver el desarrollo de su obra: murió, a causa de un infarto, el 29 de septiembre de 1954.

Su celo en el ministerio parroquial, el esmero que ponía en la catequesis y la liturgia, la predicación fervorosa y concreta, y la cercanía a la gente pobre del barrio, hicieron de él un modelo de vida sacerdotal.

(fuente: www.vatican.va)

domingo, 28 de septiembre de 2014

28 de septiembre: Santos Lorenzo Ruiz y 15 compañeros

Mártires en Japón

Martirologio Romano: Santos Lorenzo de Manila Ruiz y quince compañeros mártires, tanto presbíteros como religiosos y seglares, sembradores de la fe cristiana en Filipinas, Formosa y otras islas japonesas, a causa de lo cual, por decreto del supremo jefe del Japón, Tokugawa Yemitsu, en dis tintos días consumaron en Nagasaki su martirio por amor a Cristo, pero celebrados en única conmemoración (1633-1637)

Integran el grupo: santos Domingo Ibáñez de Erquicia, Jacobo Kyuhei Gorobioye Tomonaga, Antonio González, Miguel de Aozaraza, Guillermo Courtet, Vicente Shiwozuka, Lucas Alfonso Gorda, Jordán (Jacinto) Ansalone y Tomás Hioji Rokuzayemon Nishi, presbíteros de la Orden dominicana; Francisco Shoyemon, Miguel Kurobioye y Mateo Kohioye, religiosos de la misma Orden; Magdalena de Nagasaki, virgen de la Tercera Orden de San Agustín; Marina de Omura, virgen de la Tercera Orden dominicana; Lázaro de Kyoto, seglar.

Fecha de canonización: El Papa Juan Pablo II beatificó a este grupo de mártires el 18 de febrero de 1981 en Manila (Filipinas) y los inscribió en el catálogo de los santos el 18 de octubre de 1987. 1633, (agosto y octubre)

- DOMINGO IBÁÑEZ DE ERQUICIA, español, sacerdote dominico. Nace en Régil (San Sebastián), hijo de la Provincia de España hasta su afiliación a la Provincia del Rosario. En Manila enseña en el Colegio de Santo Tomás y predica el Evangelio en diferentes lugares de Filipinas. Pasa a Japón en 1623, donde trabaja clandestinamente. Denunciado por un cristiano apóstata, es encarcelado y ajusticiado. Desempeñó un importante papel, como Vicario provincial de la misión. Se conserva una parte de su epistolario. Edad, 44 años.

- FRANCISCO SHOYEMON, japonés, cooperador dominico. Compañero de apostolado del P. Ibáñez de Erquicia. Arrestado en 1633, toma el hábito dominicano en la cárcel. Es ajusticiado junto a su padre espiritual.

- SANTIAGO KYUSHEI TOMONAGA DE SANTA MARÍA, japonés, sacerdote dominico. De familia noble cristiana de Kyudetsu, estudia con los jesuitas en Nagasaki. Es expulsado del Japón en 1614 cuando era catequista. En Manila se ordena sacerdote, misionero en Taiwan, regresa a su patria en 1632, con la finalidad de ayudar a sus hermanos cristianos. Es arrestado y torturado, muriendo por "ser religioso y haber propagado la fe evangélica". Es el más anciano del grupo: 51 años.

- MIGUEL KUROBIOYE, japonés, catequista laico. Compañero de apostolado del P. de Santa María, OP, es encarcelado y torturado, revelando el escondite del P. de Santa María. Arrepentido, va con él al martirio, confesando su fe.

- LUCAS ALONSO DEI. ESPÍRITU SANTO, español, sacerdote dominico. Nace en Carracedo (Astorga), dominico de la Provincia de España, se pasa a la Provincia del Rosario en 1617. Profesor en el Colegio de Santo Tomás de Manila, misionero en Cagayan, en 1623 va al Japón donde trabaja con gran coraje y riesgo de su vida durante diez años. Arrestado en Osaka en 1633, fue torturado y martirizado en Nagasaki. Edad, 39 años.

- MATEO KOHIOYE DEL ROSARIO, japonés, natural de Arima. Catequista y ayudante del B. Lucas Alonso, se hace novicio de la Orden. Arrestado en Osaka en 1633, rechaza toda propuesta de dinero y soporta horribles torturas, permaneciendo fiel a Cristo, hasta la muerte. Tenía 18 años.

1634, (octubre-noviembre)

- MAGDALENA DE NAGASAKI, japonesa, terciaria agustina y dominica. Hija de cristianos martirizados, se consagra a Dios y es guiada espiritualmente por los agustinos recoletos y después por el dominico Ansalone. Después del arresto del P. Ansalone, Magdalena se presenta a la guardia proclamándose cristiana. Torturada en forma cruel, inamovible en su fe, es colgada del patíbulo donde permaneció viva durante trece días.

- MARINA DE OMURA, japonesa. En 1626 ingresa en la Tercera Orden Dominicana, siendo de gran ayuda para los misioneros. Arrestada en 1634, es sometida a vergonzosas humillaciones y finalmente conducida a la hoguera, dando un sublime ejemplo de "mujer fuerte".

- JACINTO JORDÁN ANSALONE, italiano, sacerdote dominico. Nativo de S. Stefano Quisquina (Agrigento), habiendo profesado en la Provincia de Sicilia, pasa a la Provincia del Santo Rosario. En Filipinas desarrolla su apostolado entre los pobres y enfermos. En el año 1632 va al Japón, donde trabaja por dos años. Arrestado en el 1634, soporta con firmeza las torturas, y es colgado del patíbulo. Edad, 36 años.

- TOMÁS HIOJI NISHI DE SAN JACINTO, japonés, sacerdote dominico. Hijo de cristianos martirizados de Hirado, y discípulo de los jesuitas de Nagasaki. Expulsado de su país por la persecución, emigra a Manila en el año 1614. Estudiante en el Colegio de Santo Tomás, se traslada a las misiones de Taiwan, regresando posteriormente a su patria en plena persecución religiosa. Entre grandes peligros trabaja durante cinco años. Arrestado, es torturado y condenado a muerte. Edad, 44 años.

1637, (septiembre)

En el año 1636 los dominicos de Manila organizaron una expedición de voluntarios a fin de ayudar a los cristianos del Japón. Cuando llegaron a la isla de Okinawa fueron arrestados y permanecieron en la cárcel más de un año antes de ser trasladados y condenados a muerte por el tribunal de Nagasaki. Ellos son:

- ANTONIO GONZÁLEZ, español, sacerdote dominico. Natural de León, se hace dominico en la Provincia de España y después se pasa a la Provincia del Rosario, trasladándose a Manila en 1631, en donde será profesor y rector del Colegio de Santo Tomás, siendo un hombre de mucha oración y penitencia. En 1636 guía un grupo de misioneros al Japón, donde es rápidamente arrestado y muere en la cárcel después de un año, extenuado por los tormentos. Edad, 45 años.

- GUILLERMO COURTET o TOMAS DE S. DOMINGO, francés, sacerdote dominico. Nacido en Sérignan (Montpellier), de familia noble, ingresa como dominico en la Congregación reformada de San Luis, pasa a la Provincia del Rosario y se traslada a Filipinas, en 1634, en donde es profesor del Colegio de Santo Tomás. En Japón murió entre torturas elevando alabanzas a la Virgen del Rosario y recitando salmos. Edad, 47 años.

- MIGUEL DE AOZARAZA, español, sacerdote dominico. Natural de Oñate (Guipúzcoa), ingresa como dominico en la provincia de España y posteriormente se pasa a la Provincia del Rosario. En Filipinas trabaja en la Misión de Bataan (Luzón). Refutó apostatar de su fe y aceptó con alegría tremendos suplicios. Edad, 39 años.

- VICENTE SCHIWOZUKA DE LA CRUZ, japonés, sacerdote dominico. De familia cristiana, discípulo de los jesuitas de Nagasaki, catequista. En 1614 es expulsado del Japón por ser cristiano. En Manila se ordena de sacerdote y desarrolla su apostolado entre los exilados japoneses. Antes de regresar a su patria con el P. González, toma el hábito dominicano en 1636. Después de un año de cárcel y torturado cede a la apostasía, pero rápidamente se arrepiente y sale con los demás compañeros camino del patíbulo, profesando su fe.

- LÁZARO DE KYOTO, japonés, laico. Atacado por la lepra, es deportado con otros leprosos cristianos en Filipinas. En 1636 se une como guía e intérprete del grupo del P. González; no resistiendo las torturas, reniega por pocas horas de la fe, pero arrepentido muere por Cristo junto a los demás.

- LORENZO Ruiz, filipino, laico. Nacido en Binondo (Manila) de padre chino y madre filipina. Educado por los dominicos y ayudante de ellos, se hace miembro de la Confraternidad del Rosario. Se casa y es padre de tres hijos. Implicado en un oscuro hecho de sangre, se unió al grupo del P. González para salvarse. En Japón fue arrestado y se declaró dispuesto a dar mil veces la vida por Cristo. Es el Protomártir de Filipinas.


El milagro propuesto para la Canonización

Ocurrió en Manila el año 1983 por la invocación al grupo en favor de Cecilia Alegría Policarpio, niña de dos años, curada de forma completa y definitiva de una parálisis cerebral anatómica y funcional, sin ninguna terapia eficaz. El milagro ha sido reconocido por Juan Pablo II el 1 de junio de 1987.


Las razones de los perseguidores

"Los seguidores de Cristo, llegados imprevistamente en Japón, no solamente vienen trayendo mercancía en sus naves, sino también, sin permiso alguno, han extendido y propagado su malvada ley, destruyendo aquella buena y legítima y conspirando para derrocar el poder en nuestro país. Esto es el inicio de una gran calamidad, que con todo medio es necesario evitar. El Japón es un país shintoista y budista, que venera a los Dioses, honra a Buda y tiene en gran estima el camino de la benevolencia (confucionismo).

Los seguidores de los Padres (los cristianos) han desobedecido todos a las órdenes dadas por gobierno, despreciando la religión ... y destruyendo el bien. Viendo aquellos que deben ser ajusticiados (los mártires) se alegran y corren detrás de ellos, espontáneamente, los adoran y los saludan. Tal es el supremo ideal de esta religión. Si no se la prohibe inmediatamente, vendrán calamidades sin fin sobre el Estado. Que estos cristianos sean exterminados sin demora en todas las regiones del Japón, de forma que no tengan lugar donde poner sus pies o sus manos. Si alguno se atreviera a contravenir esta orden, sea castigado con la muerte". (Tomado del edicto de 1614, cuya doctrina es retomada substancialmente en los de 1633 y 1636).

(fuentes: vatican.va; catholic.net)

sábado, 27 de septiembre de 2014

27 de septiembre: Beato Lorenzo de Ripafratta

En Pistoia, en la Toscana, beato Lorenzo de Ripafratta, presbítero de la Orden de Predicadores, que vivió fielmente durante sesenta años la vida regular, y fue asiduo en la escucha de los pecadores.

El llamado «Gran Cisma de Occidente», durante el cual los papas sufrieron un «cautiverio babilónico» en la ciudad de Aviñón, fue indudablemente una época de grandes pruebas para todas las instituciones católicas, y por supuesto que la Orden de Predicadores no se salvó de las dificultades: en aquel período padeció de relajamientos y de un enfriamiento en su antiguo fervor; en Italia y otros países vecinos, los trastornos que sufría la Orden, se agravaron por los brotes de epidemias que despoblaron los conventos. Pero Dios no abandonó a los hijos de santo Domingo y les envió a un hombre como el beato Raimundo de Capua para iniciar un movimiento de reforma. Entre los que con mayor entusiasmo ayudaron al de Capua, se hallaba el beato Juan Dominici, arzobispo de Ragusa, quien fue el descubridor de las muy valiosas habilidades y virtudes de Fray Lorenzo de Ripafratta.

Lorenzo había ingresado a la orden en Pisa, cuando ya era diácono y, al término de sus estudios y al cabo de algunos años de predicación, fue nombrado maestro de novicios en el priorato de Cortona. Aquel era un puesto para el cual Lorenzo estaba bien calificado. Era el más decidido defensor de la observancia rigurosa, pero sabía perfectamente cómo adaptar en las distintas circunstancias las constituciones de su orden y, como estaba dotado de grandes conocimientos psicológicos, advertía el momento en que el corazón de alguno de sus novicios estaba verdaderamente inflamado por el amor de Dios y a ése le encaminaba por la ruta de la obediencia y la docilidad. Entre los que hicieron el noviciado bajo su dirección, se encontraban san Antonino, el beato Angélico y su supuesto hermano Benedicto de Mugello. Fue Lorenzo quien alentó a los dos mencionados en último término a dedicarse a la pintura, puesto que la predicación puede resultar tan eficaz por medio de las imágenes como por la palabra y, en cierto aspecto, más ventajosa: «La lengua más elocuente enmudece con la muerte -les decía-, en cambio, vuestras maravillosas pinturas celestiales hablarán de los valores de la religión y de las virtudes a través de los siglos».

En lo que respecta a sus conocimientos bíblicos, a Lorenzo, como a san Antonio de Padua, se le llamaba «Arca de los Testamentos» y, por cierto que empleaba su ciencia para predicar por toda la región de Etruria con mucho éxito. Cuando se le nombró vicario general de los prioratos que habían aceptado las reformas, estableció su residencia en Pistoia donde, poco después, abandonó Lorenzo sus deberes administrativos para dedicarse por entero a ayudar a los que sufrían y, como sucede tantas veces, la mayoría de los que se mostraban sordos a la prédica, se sintieron impulsados a la penitencia ante el ejemplo de abnegación y caridad de los sacerdotes que atendían sin temor a los apestados, para aliviar sus sufrimientos corporales y cuidar de sus almas. Al morir el beato Lorenzo, a una edad muy avanzada, san Antonino escribió a los dominicos de Pistoia para condolerse con ellos por la irreparable pérdida y para elogiar la memoria del desaparecido: «¡Cuántas almas fueron arrebatadas al infierno por sus palabras y su ejemplo, que las llevaron de la depravación a la más alta perfección! ¡Cuántos enemigos se reconciliaron y cuántos desacuerdos se ajustaron! ¡A cuántos escándalos puso fin! También lloro lo que he perdido yo mismo, hermanos, puesto que ya nunca volveré a recibir aquellas tiernas cartas suyas que atizaban mi fervor en el cumplimiento de mis deberes pastorales». La tumba del beato Lorenzo fue el escenario de muchos milagros, y en 1851 el papa Pío IX confirmó su culto.

Véase a V. Marchese en Cenni Storici del b. Lorenzo di Ripalratta (1851), una breve biografía escrita por M. de Waresquiel (1907) y el Dominican Saints, de Procter, pp. 38-41.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI 
(fuente: www.eltestigofiel.org)

viernes, 26 de septiembre de 2014

26 de septiembre: Beato Luis Tezza

El Padre LUIS TEZZA nace en Conegliano (Treviso) el 1 de Noviembre de 1841, siendo sus padres el médico Augusto y Catalina Nedwiedt. Hijo único, huérfano de padre a la edad de nueve años, va a vivir, junto con su madre, a Padua, donde contiúa sus estudios.

A la edad de 15 años entra en la Orden de los religiosos “camilos” (Ministros de los Enfermos de San Camilo de Lellis). La madre, después de haberlo confiado al noviciado de los camilos de Verona, convencida de la perseverancia del hijo, entra en el monasterio de la Visitación de Padua, dejando Fama de mujer y religiosa excepcional.

Ordenado de sacerdote, se le confía la dirección de los religiosos jóvenes. Después de cuatro años se le presenta la posibilidad de ir a las misiones africanas, que le atraían intensamente desde hacía tiempo, pero renuncia a ello por obediencia a sus legítimos superiores.En vez de ello es trasladado a Roma como vicemaestro de novicios.


Innovador y fundador

En 1871 el Padre Luis es enviado a Francia como maestro de novicios de la nueva provincia religiosa, de la cual llegará a ser el primer superior provincial. Con su celo y su empeño logra establecer la vida común dentro la comunidad y, hacia fuera, el específico ministerio camiliano: la asistencia corporal y espiritual de los enfermos.Después de la supresión de las órdenes religiosas, en 1880, es expulsado de Francia como extranjero, pero retorna clandestinamente después de algunos meses, logrando reunir a los religiosos entonces dispersos.De esa manera, la joven provincia pudo no sólo resistir la represión sino también poner las bases para su ulterior desarrollo.

Elegido procurador y vicario general, retorna a Roma, donde, en 1891, tiene un encuentro provincial: conoce a Josefina Vannini (beatificada el 16 de octubre de 1994). Propone a esta joven un proyecto que lleva en su corazón desde hace algún tiempo: constituir un grupo de mujeres consagrado a Dios en el servicio a los enfermos según el espíritu y el carisma de San Camilo de Lellis.

Nace así el 2 de febrero de 1892 la Congregación de las Hijas de San Camilo que, dentro del carisma camiliano, pone en evidencia características típicamente femeninas como la ternura, la acogida, la capacidad de escucha y la intuición.Cualidades de sensibilidad y de corazón que San Camilo quería para sus religiosos en la asistencia a los enfermos.Aprovado en 1931 por la Santa Sede, el Instituto ha tenido una rápida y constante expansión.


El apóstol de Lima

Parecía ahora que la actividad del Padre Luis hubiese llegado a su fin. Sin embargo, le esperaban otros trabajos. A la edad de 59 años es enviado a Perú como visitador para reformar la comunidad camiliana de Lima, que había estado separada durante más de un siglo de la casa central de Roma y corría peligro de ser cerrada. Debía ser una breve estancia, pero su presencia en esta cuidad fue tenida como indispensable por el Arzobispo y por el Delegado Apostólico, Monseñor Pedro Gasparri, que lo definía como un “hombre inspirado por Dios y providencial para Lima”. Él acepta la voluntad de Dios y se entrega confiadamente a la Providencia. Así estará 23 años en Lima hasta su muerte.

Durante estos años derrama en su entorno tesoros de caridad y de amor de Dios, a través de un intenso apostolado. Además de trabajar por el restablecimiento de la disciplina regular en su comunidad, se dedica a la asistencia de los enfermos particularmente pobres tanto en las casas privadas y en los hospitales como en las cárceles. Es confesor y director espiritual del seminario de la archidiócesis y de diversas congregaciones religiosas; es buscado como apreciado consejero por la Nunciatura apostólica y la diócesis. Ayuda con éxito a otra fundadora, la sierva de Dios Teresa Candamo, que tenía dificultades con su Institución recién fundada. Tanto su trabajo discreto, inteligente y lleno de amor, como su carácter firme y dulce, contribuyeron a darlo a conocer como “el santo de Lima”. Aquí fue donde murió el Padre Luis Tezza el 23 de septiembre de 1923. Una persona anónima escribió en el cemento de la parte posterior de su piedra sepulcral las “el apóstol de Lima”.

Considerado como “el sacerdote más santo de la diócesis de Lima”, según las palabras del cardenal Lauri, a la hora de su muerte los fieles difundieron un significativo recordatorio que revela los trazos de su santidad: “fue querido como Padre y venerado como Santo. Él no existe, pero desde su tumba nos hace oir sus enseñanzas. Su figura y continente era la de un ángel; su palabra era siempre la de un ministro del Evangelio; su corazón era depósito de nobilísimos afectos; su amistad fue cadena de oro que aprisionó sin violencia miles de corazones y su misión fue siempre salvadora. Pasó por en medio de nosotros como una visión celestial, siempre bondadoso y humilde, siempre cariñoso y caritativo. La fe era el principio de sus obras y la bondad le servía como de manto y de diadema”.

Sus restos mortales reposan en la casa general de las Hijas de San Camilo de Vía Anagnina e Grottaferrata (Roma) al lado de la Cofundadora, la Beata Josefina Vannini.


Mensaje

A la luz del evangelio se comprende fácilmente la actualidad del mensaje del Padre Luis Tezza. Jesús tuvo especiales atenciones con los enfermos y, además, se identificó él mismo con los hermanos enfermos: “Estaba enfermo y me visitasteis. Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).

El Padre Luis Tezza fue escogido por Dios no sólo para vivir sino también para transmitir el carisma de la misericordia hacia los enfermos a través de la fundación del Instituto de las Hijas de San Camilo, dedicado al servicio de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Él señala a todo cristiano cómo ponerse delante del mundo del sufrimiento, cómo curarlo y aliviarlo y, sobre todo, cómo valorarlo en beneficio de la propia santificación y de la redención de los demás.

El Padre Luis, además, nos estimula a creer y obrar según el proyecto que Dios tiene sobre cada uno de nosotros. De hecho, él hizo girar su existencia sobre un gozne: la obediencia aDios. Y vivió realmente en un constante estado de búsqueda y de actuación de la voluntad de Dios . En los signos de los tiempos, en los hechos de la vida ordinaria, en las decisiones de sus superiores, él ha visto siempre el proyecto de Dios, que había que seguir a costa de cualquier sacrificio.

Él nos repite a cada uno de nosotros su convencimiento para que llegue a ser el nuestro:

Dios no dijo sólo a algunos,sino a todos: sed santos.
La santidad por tanto, debe ser accesible a todos.
 ¿En qué consiste? ¿En hacer muchas cosas? No. ¿En hacer cosas extraordinarias? Tampoco.
No sería cosa de todos ni de todos los momentos.
Por tanto: es hacer el bien y hacerlo perfectamente en la condición, en el estado en el que Dios nos ha puesto.
Nada más; nada fuera de esto.

(fuente: www.vatican.va)

jueves, 25 de septiembre de 2014

25 de septiembre: San Vicente María Strambi

Presbítero Pasionista, Obispo

La llamada a la santidad es universal, es para todos, desde la eternidad, es decir desde el seno materno. Es una llamada a la vida y a la salvación. En este breve resumen de la vida de S. Vicente Maria Strambi, no se investigarán las señales de la llamada divina, que, por cierto, existieron, sino sobre todo el fúlgido ejemplo de respuesta a la acción de la gracia. Nació en Civitavecchia, Italia el 1º de enero de 1745 del farmacéutico Giuseppe y de Eleonora Gori; el joven habría podido adherirse a los proyectos del padre y disfrutar ventajas de una familia acomodada. Pero la santidad consiste en una respuesta radical, total, absoluta. El sentido común, el hacer aquello que hacen todos no se sienta bien a los santos; se requiere, ante todo, la abnegación, la negación de la misma naturaleza, de la misma voluntad para uniformarla a la de Cristo.

Vicente elige el sacerdocio y es ordenado el 29 de diciembre de 1767. Con esto no queremos decir que el estado laical sea una condición inferior de santidad, sino indudablemente diferente. ¡Ojalá que los laicos fueran todo santos y lo mismo pueda decirse de los sacerdotes y de los religiosos!

Pero su deseo de consagrarse a Cristo no se detuvo en el sacerdocio. Quiso hacerse religioso, primero pidió entrar con los padres de la Misión y después con los Capuchinos. Hasta que encontró a Pablo de la Cruz y quedó conquistado por su personalidad y santidad; en el 1768 fue acogido entre los Pasionistas por el mismo Pablo. Pero para vencer la oposición del padre, tuvo que huir de casa. El padre le escribió a S. Pablo de la Cruz, pidiéndole que mandara a Vicente de vuelta a su familia. El Fundador contestó con una carta igualmente clara y decidida, haciendo una profecía: "Debería alegrarse sumamente al ver que el Señor elige a su hijo para hacerlo un gran Santo". Fue fácil para San Pablo ser profeta.

Vicente no dejó de negociar los propios talentos naturales. Estaba dotado de una vivísima inteligencia, unida a gran sentido práctico; a solo 21 años recibió del Obispo de Montefiascone el encargo de prefecto del seminario y a los 22, todavía sin ser sacerdote, lo nombró rector del seminario de Bagnoregio.

Fue un hábil predicador popular, dirigió ejercicios espirituales al clero y predicó en varias iglesias de Roma. Fue eminente director espiritual y entre sus hijos cuenta varios santos, entre los cuales se encuentra S. Gaspar del Búfalo. En la Congregación Pasionista fue revestido con los cargos de profesor de teología, de superior, de provincial y de consultor general; fue estimado por todos especialmente por S. Pablo de la Cruz. como verdadero pasionista, fue devotísimo de la preciosísima Sangre de Jesús. Escribió su primer libro sobre el mes de julio dedicado a la Preciosísima Sangre de Jesús.

Otra característica de la santidad es la perseverancia. El padre Vicente que había soñado con la quietud de los retiros pasionistas, en 1801 fue nombrado por Pio VII obispo de Macerata y Tolentino. Es un pastor diligente. Soporta con dignidad y paciencia el exilio a que es condenado por Napoleón de 1808 a 1814, por su fidelidad al Papa. Pero no se burocratiza, no accede al formalismo. No olvida a los enfermos y sobre todo escucha el clamor de los pobres. "Los pobres, decía, gritan, gritan". Una vida gastada desde el principio por la Iglesia, los fieles y por el Papa. En el 1823 Leon XII lo quiere en su residencia como su consejero y como su confesor. Pero Vicente quiere imitar hasta el final a Cristo y ofrece su vida por la salud del Pontífice y es escuchado: el Papa se cura y él muere imprevistamente.

De las cartas de dirección espiritual de San Vicente Maria Strambi

- "¡Humildad, humildad, humildad. Oh preciosa virtud, cuantos tesoros nos das y nos conservas! Cuánto nuevos estímulos Dios pone en el corazón, porque lo amamos sin reserva alguna."

- "Oh cuánto le gusta a Dios que tengamos un concepto altísimo de su bondad y que caminemos en verdadera sencillez de corazón. Caminemos en una humildad generosa; tomemos nuevas fuerzas de la esperanza, que consigue cuánto espera. El santo amor sea el alma de toda la vida interior. ¡Oh amor, oh amor, tú transformas la tierra en el paraíso!"

- "Nuestros queridos amigos nos preceden y van al cielo; ¿y nosotros que hacemos en este destierro? El único consuelo al permanecer en esta tierra es hacer la santa voluntad de Dios. Con humildad pacífica y generosa busquemos unirnos cada vez más estrechamente a Dios y comenzaremos así la vida bienaventurada del cielo."

- "Conserve su corazón en gran paz. Proceda sin cumplidos con Dios: no se examine demasiado a sí misma. Nuestro Dios es bueno y no hace caso a ciertas minucias, de que algunas almas hacen demasiado caso."

- "Quisiera que su ejercicio más frecuente fuera el amor de Dios: la escuela para encenderse de este amor es el Monte Calvario, santificado por la gran efusión de la preciosa Sangre de Jesús."

(fuentes: catholic.net; passionchristi.org)

miércoles, 24 de septiembre de 2014

24 de septiembre: San Pacífico

Martirologio Romano: En Sanseverino Marche, del Piceno, en Italia, san Pacífico de San Severino, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, preclaro por sus penitencias, amor a la soledad y oración ante el Santísimo Sacramento (1721).

Etimología: Pacífico = manso, humilde. Viene de la lengua latina.

San Pacífico de San Severiano, desde la primera niñez solamente conoció adversidades y que malogró cada uno de sus intentos sucesivos de hacer lo que se proponía.

Huérfano a los cuatro años, pobre, maltratado por los parientes que le acogieron, pareció que iba a encontrar en el claustro lo que el mundo le negaba, y en 1670 ingresó en un convento de franciscanos reformados. Su camino parecía claro, ser profesor de filosofía, pero según él mismo "no se necesitan doctores, sino apóstoles", y pide una ocupación más activa.

Está terminando el siglo XVII, se avecina la gran tormenta de la Ilustración, y será predicador en tareas misionales, hasta que este servicio se le hace imposible por tener los pies hinchados y cubiertos de llagas. ¿Qué va a hacer un apóstol que no puede caminar? Dedicarse a la confesión, pero la sordera absoluta le impide ejercer este ministerio. Un confesor que no puede oír...

Más aún, quedará ciego, ya ni celebrar la misa, ni salir de su celda. Y entonces en este desamparo le falta incluso el consuelo de sus hermanos de religión, y el sacristán y el enfermero que le cuidan le maltratan de palabra y de obra, como acosándole en su último refugio.

Así durante años hasta la muerte, como un nuevo Job, desposeído de todo excepto de paciencia y de amor a Dios, siervo inútil que se santifica por su misma obligada inutilidad.

(fuente: es.catholic.net)

martes, 23 de septiembre de 2014

23 de septiembre: Beata Emilia Tavernier

Émilie Tavernier nació en Montreal, Canadá, el 19 de febrero de 1800, de padres humildes pero virtuosos y trabajadores. Ella es la última de quince hijos nacidos del matrimonio Tavernier-Maurice; sus padres fallecieron cuando ella era una niña, pero dejaron a sus hijos una educación cristiana marcada por la presencia de la Providencia en sus vidas.

A la edad de 4 años, Emilia fue confiada a una tía paterna, que reconoció en la niña una sensible inclinación para con los pobres y desdichados.

A los 18 años, parte para ayudar desinteresadamente a su hermano que ha quedado viudo. Lo único que solicita es tener siempre una mesa para servir comida a los mendigos que se presentan; mesa que ella nombra con cariño: «La Mesa del Rey».

En 1823, contrae enlace con Jean-Baptiste Gamelin, un profesional en el cultivo de manzanas. En él, ella encuentra a un amigo de los pobres que comparte sus mismas aspiraciones. De esta unión nacen tres hijos, pero muy pronto la tristeza invade este hogar con el fallecimiento de los hijos a quienes ella se había dedicado con amor y abnegación. También fallece su esposo, con quien ha vivido años felices y de fidelidad en el compromiso matrimonial.

Emilia, en medio de todas estas pruebas no se repliega sobre sus sufrimientos, sino que encuentra en la Virgen de los Dolores al modelo que orientará toda su vida.

Su oración y su contemplación de la Virgen al pie de la cruz abren su corazón a una caridad compasiva por todas las personas que sufren. ¡Desde hoy en adelante, ellas serán su esposo y sus hijos!

Un pobre deficiente mental y su anciana madre son los primeros de una larga lista de pobres, que se benefician, no solamente con los recursos que le dejara su esposo, sino además con su tiempo, su dedicación, su bienestar, sus diversiones y hasta su salud. Su propia casa llega a ser la casa de todos ellos y multiplica los refugios para albergarlos. Personas ancianas, huérfanos, presos, inmigrantes, desempleados, sordomudos, jóvenes o parejas con dificultades, impedidos físicos y enfermos mentales, todos conocen bien su casa, a la que dan espontáneamente el nombre de «Casa de la Providencia», porque ella misma es una «verdadera providencia».

Emilia es bien recibida tanto en los hogares como en la cárcel, entre los enfermos y entre los que están bien, porque lleva consuelo y asistencia. Ella es verdaderamente el Evangelio en acción: «Lo que haces al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo haces».

Familiares y amigas se reúnen alrededor de ella para ayudarle; mientras que otros no logran entender semejante dedicación y al ver que se abre otro refugio comentan: «Madame Gamelin no tenía suficientes locas ¡Tuvo que buscarse otras!».

Durante quince años multiplicará sus gestos heroicos de dedicación, bajo la mirada de reconocimiento y aprobación del obispo Jean-Jacques Lartigue, en un principio y luego de Mons. Ignace Bourget, el segundo obispo de Montréal, quien piensa que una vida tan preciosa para sus feligreses no puede desaparecer sin que alguien tome el relevo.

En una estadía en París, en 1841, Mons. Bourget solicita el envío de Hijas de San Vicente de Paul para la atención de la obra de la Señora Gamelin, con el fin de establecer las bases para una comunidad religiosa. Al recibir una respuesta afirmativa, hace construir una casa nueva para acogerlas en Montreal. Pero a última hora, las religiosas cambian de parecer. La Providencia tiene otros planes.

¡La obra de Madame Gamelin sobrevive a todo esto!

El obispo Bourget busca candidatas en su propia diócesis; ellas serán confiadas a Madame Gamelin quien las formará para la obra de caridad compasiva que ella realiza con tanta dedicación, y para la misión Providencia que proclama con actos que hablan aún más fuerte que las palabras.

Las Hermanas de la Providencia nacen, a partir de la Casa de la Providencia, en la Iglesia de Montreal. Emilia Tavernier-Gamelin se unirá a las primeras religiosas, primero como novicia y luego como su madre y su fundadora. La primera profesión religiosa se celebra el 29 de marzo de 1844.

Las necesidades de los pobres, de los enfermos, de los inmigrantes, etc. no dejan de aumentar en esta ciudad, en esta sociedad en vías de desarrollo.

La Comunidad naciente conoce horas sombrías, cuando las hermanas disminuyen en número, debido a las epidemias mortales. Cuando el obispo Bourget duda de la buena voluntad de la superiora, influenciado por una religiosa muy negativa, la fundadora se mantiene de pie junto a la cruz, siguiendo el ejemplo de la Virgen de Dolores, su modelo a partir de las tristes horas de sus duelos. El mismo obispo Bourget reconocerá su grandeza de alma y su generosidad que llega al heroísmo.

La nueva comunidad crece para responder a las necesidades del momento: las Hermanas de la Providencia se multiplican, son 50 en 1851, cuando hace solamente ocho años que ha nacido la comunidad y la fundadora misma fallece, siendo una víctima más de la epidemia de cólera. Sus hijas recibieron el último testamento de labios de su madre: humildad, simplicidad, caridad, sobretodo caridad.

A partir de estos humildes comienzos, son 6147 las jóvenes que se han comprometido para seguir el ejemplo de Emilia Tavernier Gamelin. Hoy las encontramos en Canadá, Estados Unidos, Chile, Argentina, Haití, Camerún, Egipto, Filipinas y Salvador.

El 23 de diciembre de 1993, el Papa Juan Pablo II promulgó las virtudes heroicas de Emilia Tavernier Gamelin. Después de reconocer oficialmente, el 18 de septiembre de 2000, un milagro atribuido a su intercesión, el Soberano Pontífice proclama su beatificación para el 7 de octubre de 2001 y la propone al pueblo de Dios como modelo de santidad, por su vida dedicada totalmente al servicio de sus hermanos y hermanas más desprovistos de la sociedad. Se ha establecido el 23 de diciembre como fecha de su fiesta litúrgica, día del aniversario de su fallecimiento en 1851.

(fuente: www.vatican.va)

lunes, 22 de septiembre de 2014

22 de septiembre: Beatos Mártires Salesianos en Valencia de España

Mártires

El domingo 11 de marzo de 2001 fue la beatificación de los mártires salesianos muertos en la diócesis de Valencia, en 1936, durante los primeros meses de la guerra civil española. La solemne ceremonia fue presidida por el Papa Juan Pablo II en la Basílica de San Pedro, en Roma.

El grupo de beatos mártires salesianos de Valencia está compuesto por 32 miembros de la Familia Salesiana: 29 salesianos, de los cuales 16 sacerdotes, 7 coadjutores y 6 clérigos; 2 Hijas de María Auxiliadora y 1 laico Cooperador Salesiano. Encabeza el elenco el P. José Calasanz Marqués, asesinado en Valencia el 27 de julio de 1936, cuando era el Inspector Provincial de la entonces denominada Inspectoría Tarraconense, hoy dividida en las inspectorías de Valencia y Barcelona.

Todavía es difícil un juicio sereno sobre los graves sucesos sangrientos ocurridos en España durante la guerra civil de 1936-1939. El número de las víctimas superó el millón, y entre ellas hubo personas de todas las clases y de todas las creencias. Pero los historiadores serios han reconocido ya que en el fondo de esta terrible mortandad, en los territorios de la llamada “zona roja” (dominados por anarquistas y social comunistas) hubo una verdadera persecución contra los cristianos, y una auténtica mortandad de sacerdotes, religiosas, religiosos y cristianos comprometidos. Laicos cristianos fueron asesinados a decenas de miles sólo por ser cristianos. Y con ellos fueron asesinados 283 religiosas, 2,365 religiosos (sacerdotes y hermanos), 4,148 sacerdotes diocesanos, 12 obispos.

Las ejecuciones se efectuaron en ciudades y pueblos alejados del frente donde se combatía, muchas veces sin ningún proceso o con procesos falsos, la mayoría de las veces clandestinamente. Andrés Nin, jefe del Partido Obrero de Unificación Marxista, había declarado públicamente en un teatro de Barcelona: “En España había muchos problemas que los republicanos burgueses no tuvieron interés en resolver, como el problema de la Iglesia. Nosotros lo hemos resuelto yendo a la raíz. Hemos eliminado curas, iglesias, culto”.

Dentro de esta tremenda tragedia que convulsionó la nación y la Iglesia española, se desarrolló también la pequeña pero dolorosísima tragedia de los hijos e hijas de Don Bosco. En una nación y en una Iglesia mártir, 97 salesianos mártires. La Familia Salesiana, en 1936, era floreciente en España. Se articulaba en tres “inspectorías” de salesianos y en una “inspectoría” de la Hijas de María Auxiliadora. En ellas el Señor acogió como mártires a 39 salesianos sacerdotes, 26 salesianos coadjutores, 22 salesianos clérigos, cinco salesianos cooperadores, tres aspirantes salesianos, dos Hijas de María Auxiliadora. En esta ocasión queremos rememorar con afecto y dolor a los 32 mártires de Valencia.


Los mártires de Valencia

Amanecer del 27 de julio de 1936.La casa salesiana de Valencia, después de haber sido atacada con ráfagas de proyectiles durante la noche, es invadida por los milicianos. Se están haciendo los ejercicios espirituales, presididos por el inspector Padre José Calasanz, uno de los primeros salesianos de España, que en 1886 conoció a don Bosco en Sarriá. Un salesiano sobreviviente declaró bajo juramento: “Los milicianos al irrumpir armados nos encontraron a todos los salesianos colocados a lo largo de la escalinata central. Nos apuntaron con los fusiles. Algún instante después llegó uno que riñó a sus compañeros. “¿Por qué no han disparado’ ¿No estábamos de acuerdo en que cada uno matase a uno?”...El Padre Calasanz nos dio la absolución”. El Padre Calasanz y tres hermanos fueron obligados a subir al camión. “Nos llevaban hacia Valencia. Durante el trayecto yo notaba que un miliciano apuntaba continuamente su fusil contra el P. Calasanz, del que sabía que era sacerdote. En cierto momento se disparó un tiro. El Padre Calasanz dijo “¡Dios mío!”, y cayó sin muestras de vida en un mar de sangre”.

Don Antonio Martín, director de la casa salesiana de Valencia, fue encarcelado por los milicianos. “A las cuatro de la mañana abrieron nuestra celda y llamaron al “camarada” Antonio Martín. Él respondió. “Servidor”... Levantó los ojos, juntó las manos y pronunció estas palabras: “Vamos, Señor, al sacrificio”. También fueron llamados los hermanos Recadero de los Ríos, P. José Jiménez, P. Julián Rodríguez, el coadjutor Agustín García, encerrados en la misma prisión. Conducidos fuera de la ciudad, alineados junto a un cerco, fueron asesinados”.

El P. Sergio Cid “viajaba en un tranvía en Barcelona. Algunos milicianos, fijándose bien, tuvieron la sospecha de que era un cura. Agarrándolo por un brazo, le sacaron la mano del bolsillo: entre los dedos tenía el rosario. Lo arrojaron del tranvía en marcha. Murió destrozado contra un farol”. (Testimonio jurado).

También “en Barcelona, las FMA reunidas en el colegio de Santa Dorotea pudieron embarcarse y llegar a Italia –cuenta el P. Juan Canals. Mientras tanto, sor Amparo Carbonell y sor Carmen Moreno no quisieron partir, para poder asistir a una hermana operada recientemente. Las tres fueron arrestadas. Después del interrogatorio, la hermana enferma fue dejada en libertad, las dos enfermeras fueron fusiladas.

Texto reproducido con autorización de: Boletín Salesiano 
DON BOSCO EN CENTROAMÉRICA 
Edición Nº130 (Marzo-Abril 2001) 
(fuentes: www.boletinsalesiano.info; catholic.net)

domingo, 21 de septiembre de 2014

21 de septiembre: Santos Lorenzo Imbert y compañeros

Presbíteros y Mártires

Martirologio Romano: En Sai-Nam-Hte, en Corea, pasión de los santos mártires Lorenzo Imbert, obispo, Pedro Maubant y Jacobo Chastan, presbíteros de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, los cuales, por salvar la vida de sus cristianos, se ofrecieron a los soldados de guardia hasta ser asesinados a espada (1839).

Fecha de canonización: Los tres forman parte de 103 mártires canonizados por S.S. Juan Pablo II el 6 de mayo de 1984, en Seúl, Corea.

Lorenzo José Mario Imbert. Su nombre es el primero y el más destacado de la larga relación de mártires cuya fiesta se celebra hoy. Había nacido en la diócesis de Aix-en-Provence. Su familia residía en Calas, y era harto pobre. Es conmovedor saber cómo aprendió a leer: un día encontró un centimillo en la calle, con el compró un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara las letras. Así, a fuerza de perseverancia, consiguió la preparación suficiente para poder ingresar, en 1818, en el seminario de Misiones Extranjeras. Después de dos años de estudios se embarca en Burdeos y marcha a trabajar a China.

En plena tarea apostólica le sorprende el nombramiento de vicario apostólico de Corea y su elevación al episcopado. En mayo de 1837 es consagrado en Seu-Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.

No era el primero en llegar. Le habían precedido ya otros dos misioneros, llamados a compartir el martirio con él. Los dos franceses: Pedro Filiberto Maubant, nacido en la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castán, nacido en la diócesis de Digne. El primero había venido directamente de Francia. El segundo había trabajado anteriormente en Siam.

Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante todo fue necesario aprender la lengua coreana, tributaria del chino, pero con muchas analogías con los dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de lleno al trabajo apostólico.

Escuchemos a monseñor Imbert lo que era su vida: "No permanezco mas que dos días en cada casa que reúno los cristianos, y antes de que amanezca el tercer día paso a otra casa. Me toca sufrir mucha hambre, porque después de haberme levantado a las dos y media de la madrugada, esperar hasta el mediodía y recibir entonces una comida mala y floja, bajo un clima bajo y seco, no es cosa fácil. Después de comer reposo un poco, y a continuación doy clase de teología a mis seminaristas; después oigo confesiones hasta la noche. Me acuesto a las nueve sobre la tierra cubierta de una lona y un tapiz de lana de Tartaria, porque en Corea no hay ni camas ni mantas. He tenido, siempre un cuerpo débil y enfermizo, y a pesar de todo he llevado adelante una vida laboriosa y bien ocupada; pero aquí pienso haber llegado a lo superlativo y al nec plus ultra de trabajo. Ya os imaginaréis que con una vida tan penosa no tengamos miedo al golpe de sable que debe terminarla."

Todo esto había que hacerlo con el mayor secreto. Las quince o veinte personas a las que había atendido cada día: confesiones, bautismos, confirmaciones, matrimonios, etcétera, tenían que retirarse antes de la aurora. Aun así, aquella vida no pudo prolongarse mucho tiempo. Dos años después de su llegada, el 11 de agosto de 1839, monseñor Imbert era detenido por los perseguidores.

Comprendió bien que había llegado el final de su vida. Y creyó un deber, para evitar apostasías a los fieles seguidores, invitar a sus dos compañeros a entregarse. La tarjeta enviada por el obispo, que era una invitación al martirio, llegó primero al padre Maubant, quien la transmitió a su compañero el padre Castán. Ambos obedecieron sin vacilar. Cada uno redactó una instrucción para uso de sus fieles y luego en común unas líneas dirigidas a toda la cristiandad coreana. Escribieron una breve memoria para el Cardenal Prefecto de Propaganda Fide y una carta a sus hermanos de las Misiones Extranjeras para encomendarles a sus neófitos. En esta carta es donde alegremente, como si quisieran aliviarles la pena, dicen que "el primer ministro Ni, actualmente gran perseguidor, ha hecho fabricar tres grandes sables para cortar cabezas".

Todo esto llevaba la fecha del 6 de septiembre. Y una vez terminados los preparativos, los dos misioneros se unieron a su obispo. Los tres europeos comparecieron ante el prefecto y confesaron noblemente su fe: "Por salvar las almas de muchos, no hemos vacilado ante una distancia de diez millares de lys. Denunciar a nuestras gentes, y hacerles daño, olvidando los diez mandamientos, no lo haremos jamás, preferimos morir." Aquel mismo día 15 de septiembre recibieron la primera paliza, con bastones. Otra nueva les esperaba, después de un interrogatorio similar, el día 16. Por fin, el día 21 tuvo lugar el suplicio final.

Les desnudaron hasta la cintura, y les asaetearon cruelmente, de arriba a abajo, a través de las orejas, les colmaron de heridas y, por fin, los rociaron de cal viva. Después de obligarles a dar por tres veces la vuelta a la plaza, mostrándose al público que se burlaba de ellos, se les hizo arrodillarse. Los soldados empezaron a correr en su derredor y al pasar les golpeaban con su sable. El padre Castán se puso instintivamente de pie al recibir el primer golpe. Después se arrodilló junto a sus dos compañeros, que estaban inmóviles. Al poco tiempo, los tres habían muerto.

Pero no eran ellos solos. Antes y después iban a perecer en aquella misma persecución otros muchos cristianos.

El primer lugar, un sacerdote nativo: el padre Andrés Kim. De acuerdo con las mejores tradiciones del seminario de Misiones Extranjeras, los misioneros se habían preocupado de ir preparando, en lo posible, un clero nativo. Cuando ellos murieron, el padre Kim se esforzó por conseguir que vinieran nuevos misioneros. En estos afanes le sorprendieron los perseguidores. Después de larga estancia en la cárcel, fue decapitado en 1846.

En la misma persecución murieron también diez catequistas y una muchedumbre de fieles. De entre ellos se escogieron unos cuantos, a quienes hoy veneramos en los altares: setenta y cinco héroes "nobles y plebeyos, jóvenes y viejos, mujeres ya maduras y jóvenes en la más florida edad, que prefirieron las cárceles, los tormentos, el fuego, el hierro, las cosas más extremas a trueque de no apartarse de la religión santísima. Para tentar su fe, los bárbaros verdugos recurrieron a los tormentos más refinados. Unos fueron ahorcados, a otros les rompieron las piernas, otros fueron azotados hasta la muerte, otros quemados con planchas ardientes, otros enterrados vivos en nichos para que murieran de hambre, y así todos cambiaron esta vida por otra inmortal y feliz. Tantos y tan crueles suplicios los sufrieron todos con invicta fortaleza". Tales son las palabras del Decreto de beatificación expedido por el papa Pío XI. Porque, como ya anteriormente se había escrito en el Decreto de tuto, aquella muchedumbre, en la que había incluso niños de quince y trece años, "mostró tanta constancia en profesar la fe, que en manera alguna pudo la rabia de los perseguidores llegar a vencerla. Ni las cárceles largas y horribles, ni los tormentos crudelísimos, ni el hambre y la sed, con la que ellos eran probados, ni otros horrendos suplicios, ni el terror y los halagos de los jueces impíos, ni la edad juvenil o provecta, ni el amor materno, ni la piedad filial, ni el dulce yugo del matrimonio, fueron capaces de superar la fortaleza y firmeza de aquellos mártires".

No es extraño que muy pronto se extendiera por todo el mundo la fama de su admirable ejemplo. Por eso, el papa Pío XI, superando las dificultades de tipo jurídico que se oponían a su beatificación, pues resultaba muy difícil recoger las pruebas exigidas con todo el rigor canónico, teniendo en cuenta que había certeza absoluta de la realidad del martirio, los beatificó solemnemente en 1925. Su sangre, como siempre ha ocurrido, fue semilla de nuevos cristianos, y hoy Corea, al menos en su parte Sur, libre del comunismo, es una de las cristiandades más florecientes y esperanzadoras de todo el Extremo Oriente.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

(fuente: caholic.net; mercaba.org)

sábado, 20 de septiembre de 2014

20 de septiembre: Santa Madre María Teresa de San José

Madre María Teresa de San José
(1855-1938)

Virgen, fundadora de las religiosas Carmelitas del Divino Corazón de Jesús

 Nació en Sandow (Brandenburgo, hoy Polonia), el 19 de junio de 1855. Su padre era pastor luterano, y su madre, aunque era luterana, sentía un gran amor por la santísima Virgen, por lo cual, el 24 de julio, cuando su hija fue bautizada, le puso el nombre de Ana María. Administró el bautismo su abuelo paterno, también él pastor luterano.

Su infancia transcurrió de modo feliz y despreocupado, con su madre, a quien amaba tiernamente, y con su padre, que le dedicaba los ratos libres de su ministerio.

En mayo de 1862 su padre fue nombrado superintendente en Arnswalde, a donde se mudó con la familia, que mientras tanto había aumentado con el nacimiento de otras dos niñas: Lisa y Magdalena.

En aquel ambiente tan diverso, Ana María comenzó una vida nueva, ya no en la soledad del campo, sino en el movimiento de una gran casa parroquial, donde su padre y su madre se dedicaban con gran empeño a las diversas actividades pastorales y caritativas. En efecto, su madre, acompañada por ella, reunía a los niños para el catecismo y visitaba a los pobres y a los enfermos. Así se suscitó en Ana María un gran amor al prójimo, especialmente a los más necesitados.

En 1865 su padre fue trasladado a Berlín. Allí Ana María comenzó a sentirse mal, por lo cual tuvo que dejar la escuela, a la que volvió después con mucho esfuerzo. A causa de su delicada salud y con vistas a los estudios, en 1870 sus padres decidieron enviarla, con su hermana Lisa, a un colegio para niñas de los Hermanos Moravos, situado en el campo. Entre ellos había personas muy devotas y en Ana María surgió el deseo de hacerse "monja".

El aire sano la ayudó a restablecerse pronto, y en contacto con la naturaleza su temperamento tímido fue abriéndose más. Sin embargo, se opuso a todo tipo de lisonjas y vanidades, manteniendo su estilo de vida serio, leal y lleno de bondad, siempre dispuesta a intervenir con generosidad ante cualquier necesidad o petición.

Durante la Pascua de 1872 su padre la hizo volver a casa para que recibiera la Confirmación. Fue para ella una gran prueba, porque se sentía cada vez más alejada del luteranismo. En algunas ocasiones, incluso en el colegio para niñas, no había querido decir a qué religión pertenecía, declarando que seguía una suya propia. En discusiones con pastores protestantes que frecuentaban a su familia, se comentó que su manera de razonar era más católica que protestante.

Pasó el verano de 1873 en casa de sus abuelos. En esa circunstancia recibió una propuesta de matrimonio, que rechazó inmediatamente, afrontando con firmeza la ira de su abuelo, al que, por lo demás, amaba mucho.

En 1874 murió su madre, que sólo tenía 45 años de edad, y Ana María, quebrantada por el dolor, tuvo que hacerse cargo de la familia. Cinco años después, su padre volvió a casarse, y la eximió de esa responsabilidad. Así, pudo finalmente realizar el deseo que cultivaba desde hacía mucho tiempo: constituir una asociación de señoritas que se dedicaran a diversas labores manuales, para después venderlas y así ayudar a las misiones.

Para ofrecer a Dios un gran sacrificio, aceptó en Colonia el cargo de directora del manicomio de la ciudad. En medio de las duras pruebas derivadas del contacto con los enfermos mentales, recibió la gracia de Dios de adherirse a la fe católica. Fue acogida oficialmente en la Iglesia católica el 30 de octubre de 1888.

Cada vez sentía más intensamente el deseo de consagrarse completamente a Dios. Después de leer el libro de la autobiografía de santa Teresa de Jesús, se orientó hacia el Carmelo, pero su confesor le dijo que no era ese su camino. Con el tiempo vio claramente que Dios la llamaba a fundar una congregación que, impregnada del espíritu carmelitano de oración y reparación, se dedicara a la asistencia a los niños huérfanos, pobres y abandonados: las Carmelitas del Divino Corazón de Jesús.

En su autobiografía narra los grandes sufrimientos que afrontó al inicio de la Congregación.

Expulsada de la casa paterna, así como de Alemania, donde el cardenal Kopp le negó la autorización de llevar el hábito religioso, anduvo errante de un país a otro, hasta que llegó a Rocca di Papa, cerca de Roma, donde en junio de 1904 el cardenal Satolli le dio permiso de conseguir una vieja casa, que llamó: el Carmelo del Divino Corazón de Jesús. Allí, el 3 de enero de 1906, la madre y sus primeras compañeras emitieron los primeros votos religiosos válidos según el derecho canónico.

Pasada la tribulación, le fue permitido volver a Alemania, donde se habían multiplicado sus obras, llamadas "Casas de San José". En 1912 partió para América para fundar allí el Carmelo del Divino Corazón de Jesús. Mientras se ocupaba de las nuevas fundaciones, estalló en Europa la primera guerra mundial y la casa madre de Rocca di Papa fue expropiada por el Gobierno italiano por ser "propiedad alemana".

Cuando volvió de América, en 1920, tuvo que buscar una nueva casa madre. La encontró en Sittard, Holanda. Allí pasó los últimos años de su vida. A causa de su deteriorada salud ya no podía viajar. Se dedicaba a la formación espiritual de sus religiosas y a la consolidación de la Congregación, elaborando las Constituciones.

Murió santamente el 20 de septiembre de 1938.

(fuente: www.vatican.va)

viernes, 19 de septiembre de 2014

19 de septiembre: San José María de Yermo y Parres

El sacerdote José María de Yermo y Parres nació en la Hacienda de Jalmolonga, municipio de Malinalco, Edo. de México el 10 de noviembre de 1851, hijo del abogado Manuel de Yermo y Soviñas y de María Josefa Parres. De nobles orígenes, fue educado cristianamente por el papá y la tía Carmen ya que su madre murió a los 50 días de su nacimiento. Muy pronto descubrió su vocación al sacerdocio.

A la edad de 16 años deja la casa paterna para ingresar en la Congregación de la Misión en la Ciudad de México. Después de una fuerte crisis vocacional deja la familia religiosa de los Paúles y continúa su camino al sacerdocio en la Diócesis de León, Gto. y allí fue ordenado el 24 de agosto de 1879. Sus primeros años de sacerdocio fueron fecundos de actividad y celo apostólico.

Fue un elocuente orador, promovió la catequesis juvenil y desempeñó con esmero algunos cargos de importancia en la curia, a los cuales por motivo de enfermedad tuvo que renunciar. El nuevo obispo le confía el cuidado de dos iglesitas situadas en la perifería de la ciudad: El Calvario y el Santo Niño. Este nombramiento fue un duro golpe en la vida del joven sacerdote. Le sacudió profundamente en su orgullo, sin embargo decidió seguir a Cristo en la obediencia sufriendo esta humillación silenciosamente.

Un día, mientras se dirigía a la Iglesia del Calvario, se halla de improviso ante una escena terrible: unos puercos estaban devorándose a dos niños recién nacidos. Estremecido por aquella tremenda escena, se siente interpelado por Dios, y en su corazón ardiente de amor proyecta la fundación de una casa de acogida para los abandonados y necesitados. Obtenida la autorización de su obispo pone mano a la obra y el 13 de diciembre 1885, seguido por cuatro valientes jóvenes, inaugura el Asilo del Sagrado Corazón en la cima de la colina del Calvario. Este día es también el inicio de la nueva familia religiosa de las “Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres”.

Desde ese día el Padre Yermo pone el pie sobre el primer peldaño de una larga y constante escalada de entrega al Señor y a los hermanos, que sabe de sacrificio y abnegación, de gozo y sufrimiento, de paz y de desconciertos, de pobrezas y miserias, de apreciaciones y de calumnias, de amistades y traiciones, de obediencias y humillaciones. Su vida fue muy atribulada, pero aunque las tribulaciones y dificultades se alternaban a ritmo casi vertiginoso, no lograron nunca abatir el ánimo ardiente del apóstol de la caridad evangélica.

En su vida no tan larga (1851-1904) fundó escuelas, hospitales, casas de descanso para ancianos, orfanatos, una casa muy organizada para la regeneración de la mujer, y poco antes de su santa muerte, acontecida el 20 de septiembre de 1904 en la ciudad de Puebla de los Ángeles, llevó a su familia religiosa a la difícil misión entre los indígenas tarahumaras del norte de México. Su fama de santidad se extendió rápidamente en el pueblo de Dios que se dirigía a él pidiendo su intercesión. Fue beatificado por Su Santidad JuanPablo II el 6 de mayo 1990 en la Basílica de Ntra. Sra. de Guadalupe en la Ciudad de México. Fue canonizado el 21 de mayo de 2000 en la Plaza de San Pedro.

(fuente: catholic.net)

jueves, 18 de septiembre de 2014

18 de septiembre: Beatos David Okelo y Gildo Irwa

Dos jóvenes catequistas ugandeses, David Okelo, de entre 16 y 18 años, y Gildo Irwa, de entre 12 y 14, fueron martirizados a golpes de lanza y cuchilladas en Palamuku, cerca de Paimol, aldea situada al norte de Uganda, en la cuenca del alto Nilo. Era el año 1918.

El ejemplo dado por estos dos jóvenes, unidos por una profunda amistad y por el entusiasmo de enseñar la religión cristiana a sus compatriotas, permanece como signo de coherencia de vida cristiana, fidelidad a Cristo y compromiso en el servicio misionero entre su pueblo.

La fecha de nacimiento de David y Gildo no se conoce con exactitud. Fueron bautizados el 1 de junio de 1916 y confirmados el 15 de octubre del mismo año. Pertenecían a la tribu Acholi, una rama del gran grupo Lwo, cuyos miembros viven aún en su mayor parte en el norte de Uganda, aunque también están presentes en el sur de Sudán, Kenia, Tanzania y Congo.

Los misioneros combonianos habían llegado en 1915 a la región de Kitgum, donde comenzaron su labor evangelizadora con la ayuda de algunos catequistas. Existían entonces muchas dificultades, algunas creadas por la primera guerra mundial, otras por la peste, la viruela y la situación de carestía. Para los brujos de la zona la llegada de la nueva religión era la causa de todas las desgracias. Por ello, surgieron movimientos anticristianos y anticolonialistas (los Adwi y los Abas) promovidos por los brujos y apoyados por los traficantes de marfil y de esclavos, que veían en el cristianismo un obstáculo para sus negocios. Además eran frecuentes las luchas tribales.

En este contexto de hostilidad y desconfianza se sitúa el testimonio heroico de los dos jóvenes catequistas, que no dudaron en trasladarse a Paimol para cubrir el vacío dejado en la obra de evangelización por la muerte de Antonio, el hermano de David. Cuando este pidió al padre Cesare Gambaretto sustituir a su hermano, juntamente con su amigo Gildo, el misionero intentó disuadirles, no sólo por su juventud, sino también por el peligro que corrían en aquella violenta zona. "¿Y si os matan?", preguntó entonces el misionero. "¡Iremos al paraíso!", fue la respuesta inmediata. "Ya está allí Antonio -añadió David-, no temo la muerte. ¿No murió Jesús por nosotros?".

Llegaron a su destino en noviembre de 1917 y once meses más tarde fueron asesinados por odio a la fe. Su martirio fue documentado por los habitantes de Paimol y ocho testigos oculares, entre los que se encontraba uno de los que les dieron muerte.

En Paimol, David y Gildo se dedicaban sin descanso a su misión de evangelización y ganaban su sustento trabajando duramente en los campos. Un catequista que enseñaba en una aldea dejó este testimonio: "Toda la gente del pueblo sin excepción les amaba por el bien que hacían (...). Murieron en el cumplimiento exacto de su enseñanza".

Al amanecer, David tocaba el tambor para llamar a sus catecúmenos a las oraciones de la mañana. Juntamente con Gildo, rezaba también el rosario. Enseñaba a los catecúmenos a memorizar las oraciones y las preguntas y respuestas del catecismo; durante las clases, para facilitarles el aprendizaje de las verdades fundamentales, les hacía repetir los textos también con la ayuda de cantos. Además, visitaba las aldeas vecinas, desde donde acudían sus catecúmenos, que durante el día ayudaban a sus padres en los campos o con el ganado. Cuando se ponía el sol, David llamaba a la oración en común y a rezar el rosario, concluyendo siempre con una canción a la Virgen. Los domingos, celebraba un servicio de oración, animado a menudo por la presencia de catecúmenos y catequistas de la zona.

Se recuerda a David como un joven de carácter pacífico y tímido, diligente en sus tareas como catequista y querido por todos. Nunca se vio involucrado en disputas tribales o políticas.

El padre Cesare Gambaretto, que había administrado los sacramentos a los dos jóvenes mártires, describía a Gildo como un joven de carácter dulce y alegre, muy inteligente. "Era de gran ayuda para David, y reunía a los niños para recibir la instrucción con su dulzura e insistencia infantil (...).

Había recibido el bautismo recientemente, cuya gracia preservó en su corazón y dejó traslucir con su comportamiento encantador".

Gildo estuvo siempre disponible y fue ejemplar en sus tareas como catequista-asistente. Espontáneamente, se mostró deseoso de ir con David a enseñar la palabra de Dios a Paimol.

Murieron atravesados por las lanzas de Okidi y Opio, dos Adwi (revolucionarios que se habían alzado en armas contra los jefes impuestos por las autoridades coloniales). Antes de matarles, los Adwi intentaron convencer a David y a Gildo para que abandonaran la región y la enseñanza del catecismo. Podrían haber salvado la vida, pero ellos rechazaron la oferta.

A Gildo se le dio la oportunidad de huir, pero él respondió: "Hemos trabajado en la misma obra; si es necesario morir, tendremos que morir juntos". Cuando les sacaron del pueblo para matarles, David lloraba. Fue entonces consolado por el pequeño Gildo: "¿Por qué lloras? Mueres sin motivo; no has hecho mal a nadie". Era poco antes del amanecer del 19 de octubre de 1918.

Los cristianos del lugar, acabada la furia homicida, no olvidaron a sus heroicos catequistas. El lugar del martirio, Palamuku, fue llamado desde entonces Wi-Polo ("En el cielo") para recordar el premio concedido por Dios a los dos adolescentes.

(fuente: www.vatican.va)

miércoles, 17 de septiembre de 2014

17 de septiembre: Beato Estanislao de Jesús y María

Estanislao de Jesús y María (Juan Papczynski)
(1631-1701)

Estanislao de Jesús y María (nombre de pila Juan) Papczynski, sacerdote y fundador de los Clérigos Marianos de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, primera congregación masculina polaca, fue beatificado el domingo 16 de septiembre en Polonia, en el santuario mariano de Lichen, por el secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, s.d.b.


El crecimiento en las virtudes y en la educación

"Son dos los adornos que dan mucho brillo a las santas instituciones religiosas: la virtud y la educación", así escribía el padre Papczynski en el ocaso de su vida (1690), en una de sus cartas, mencionando asimismo los atributos que caracterizaron también su propia vida. Nació en Podegrodzie, en el seno de una familia numerosa, cerca de Stary Sacz, el 18 de mayo de 1631.

Corrían los tiempos en que Polonia, uno de los mayores Estados de Europa, con un territorio de casi un millón de kilómetros cuadrados, gozaba con orgullo de su poderío y esplendor. En aquellos días no se prestaba gran atención a los acontecimientos que hoy consideramos signos que auguraban las tragedias nacionales, cuyas tristes consecuencias, en corto tiempo, también el padre Papczynski tendría que sufrir.

Su padre, Tomás, que era un sencillo y apreciado herrero, durante algunos años fue alcalde y encargado de la iglesia en Podegrodzie. Su madre era una mujer piadosa y diligente. Eran relativamente pudientes por la posición social que tenían, y no ahorraron esfuerzos ni medios para la sólida educación y formación de su hijo, quien, no sin considerables dificultades, estudió en colegios de escolapios y jesuitas. Tuvo que interrumpir en varias ocasiones sus estudios, al principio a causa de dificultades en el aprendizaje, y más tarde como resultado de las guerras y epidemias que se difundían por el país. Así, en 1648, como consecuencia de la epidemia que se extendía en Lvov, enfermó gravemente; con la ayuda de personas desconocidas, se salvó de forma verdaderamente milagrosa.

En 1650 interrumpió sus estudios en Podoliniec (hoy Eslovaquia) porque la epidemia que se aproximaba del lado de Hungría obligó a las autoridades a cerrar el colegio escolapio. Más tarde, en 1651, tuvo que escapar de Lvov, junto con otros estudiantes del colegio jesuita, porque después de la derrota de los ejércitos reales se aproximaba a la ciudad el ejército cosaco.

De igual manera, tuvo que interrumpir sus estudios teológicos cuando, en mayo de 1656, a causa de la guerra con Suecia, estalló un combate por la ocupación de la ciudad. Durante estos intervalos en sus estudios realizaba trabajos físicos en el campo. Más adelante, en Secreta conscientiae, confesaría: "Le doy gracias a Dios porque, por voluntad suya, fui entonces obligado por mis padres a apacentar rebaños, porque (me atrevo a declararlo con conciencia tranquila), al pasar el tiempo en los pastizales, en medio de los rebaños, conservé una conciencia pura y santa. ¡Señor mío! Lo que te suplico humildemente es que este género de providencia de tu majestad —el cual espero para el futuro y en el cual creo— me conduzca hasta el final de mi vida, para que tú seas glorificado en todos mis actos, pensamientos y palabras".

Las dificultades en la consecución de su propia educación y su solicitud personal por ser fiel a Dios, le exigieron magnanimidad y firmeza de espíritu. Su valoración del estudio y la educación fue el fruto de aquellas virtudes; el padre Estanislao llegó a ser un buen maestro y educador de la juventud.


Primera vocación

Después de terminar la retórica y el curso de dos años de filosofía en el colegio jesuita en Rawa Mazowiecka, a la edad de 23 años, ingresó en la Orden de las Escuelas Pías (escolapios), oponiéndose a los insistentes esfuerzos de su madre y de su familia por casarlo. Los escolapios habían iniciado su actividad en Polonia en 1642 y gozaban ya de un considerable reconocimiento. Juan los conocía, con anterioridad a su ingreso, porque en los años 1649-1650 había estudiado en sus colegios de Podoliniec. La decisión había sido discernida con detenimiento y brotaba de la fe. No se excluye que esta decisión haya sido fortalecida, además, por la necesidad de oponerse a sus parientes, que veían su futuro de modo diferente.

Después de muchos años confesaba: "Es muy difícil expresar lo mucho que aprecié mi vocación, la cual era promovida sólo por Dios mismo". Esperó algunos años para poder ingresar, ya que en 1646 los escolapios fueron reconocidos como congregación, pero sin derecho a la profesión de votos, y este estado se prolongó hasta el año 1656. Como Orden de carácter mariano, le parecía muy adecuada para él por su amor a María, en el que se había formado desde la infancia. Además, su dedicación a la formación de la juventud descuidada y pobre de origen campesino, y la idea de "suprema pobreza" contenida en aquella espiritualidad, hicieron que Juan se identificara con esta comunidad y se adhiriese a ella de corazón. Llamaba a su Orden: "La más santa congregación", "más valiosa que la vida", "la más amada".

En el noviciado recibió el nombre religioso de Estanislao de Jesús y María. En el primer año del noviciado hizo tales progresos en la vida religiosa, que al inicio del segundo año fue enviado a realizar estudios teológicos en Varsovia. Allí, el 22 de julio de 1656, profesó los tres votos simples de castidad, pobreza y obediencia e hizo el juramento de permanecer en la Orden hasta el final de su vida. Al recibir las órdenes menores y el subdiaconado algunos días después, tuvo que abandonar el claustro junto con otros escolapios, porque cerca de los muros de Varsovia se desencadenó una batalla contra los ejércitos suecos. Los religiosos huyeron a Rzeszów y después se refugiaron en Podoliniec, donde, a comienzos de 1658, le fue encomendada al hermano Estanislao la enseñanza de retórica en el colegio local. El 12 de marzo de 1661 recibió la ordenación sacerdotal de manos del obispo de Przemysl, Estanislao Sarnowski. Después de tres años de trabajo como profesor de retórica en Rzeszów, fue trasladado a Varsovia.


En búsqueda de la perfección evangélica

Con todo el celo y la pasión propios de su carácter, el padre Estanislao se involucra en el trabajo pastoral. Había comenzado a enseñar retórica ya desde antes de su ordenación. Con el tiempo, para las necesidades de sus estudiantes, elaboró y entregó a la imprenta el Prodromus reginae artium, un manual de retórica que después sería varias veces renovado. Consideraba la enseñanza, que lo ponía en contacto con la juventud, como el medio perfecto para formar una nueva generación de ciudadanos de Polonia.

Procuraba transmitir no sólo la manera de "pronunciar bellas palabras", sino también consejos "para una buena y noble vida", para que los alumnos "con el paso de los años, mediante la adquisición de sabiduría y todo género de virtudes, se convirtieran en la verdadera gloria de su familia, en la verdadera gloria de Polonia". Tenía consciencia de la trágica situación de su país: guerras incesantes y agotadoras que abarcaban todo el territorio, el ahondamiento de la miseria social, el vaciamiento del tesoro real, el descuido en el área de la fe y la moral, los irreprimibles privilegios de la nobleza, las luchas de partidos, la parálisis del parlamento. Por lo tanto, incluyó en su enseñanza elementos de crítica a la desigualdad y a las degeneraciones sociales, y publicó sus opiniones en dos manuales impresos.

El padre Papczynski, ya desde 1663, se había hecho famoso en Varsovia no sólo como profesor de retórica, sino también como maestro de vida espiritual, predicador y confesor. Imprimió algunos de sus sermones, entre otros, Orator crucifixus (1670), que contiene consideraciones sobre las últimas siete palabras de Cristo. Fue también un incansable propagador del culto a la Inmaculada Concepción de María, dirigiendo, entre otras obras, la cofradía establecida en su honor en la iglesia de los escolapios en Varsovia.

En la Orden, se le encomendó la tarea de prefecto del colegio, el encargo de recolectar las cartas de solicitud en el proceso de beatificación del padre José de Calasanz, y fue también elegido como delegado para el capítulo provincial. Sin embargo, al mismo tiempo, las controversias aumentaban. El padre Estanislao, inspirado por el espíritu del fundador, defendió celosamente la observancia primitiva de la Orden de las Escuelas Pías y el derecho de elección de los superiores provinciales en las provincias.

Sin embargo, comenzaron a aparecer contra él, por parte de otros hermanos, acusaciones de instigación y rebeldía. A este período de su vida lo denominó "martirio de larga duración". Buscó fuerza y apoyo en la cruz de Cristo. De estas experiencias nació el libro Christus patiens, que contiene consideraciones acerca de la pasión del Señor basadas en fragmentos del Evangelio.

Finalmente, movido por un verdadero amor, y deseando el restablecimiento de la paz en la provincia dividida a causa de las controversias, solicitó en 1669 el permiso de abandonar la Orden de las Escuelas Pías y lo obtuvo mediante un breve apostólico del día 11 de diciembre de 1670.


Fundador de los Clérigos Marianos

Mientras aguardaba que llegara la autorización para su partida, en la residencia escolapia de Kazimierz, cerca de Cracovia, el padre Estanislao, de manera inesperada, y ante todos los allí congregados, leyó su Oblatio, un acto —previamente preparado— de consagración total a Dios uno y trino y a la Madre de Dios María Inmaculada, y anunció su propósito de fundar la "Asociación de sacerdotes marianos de la Inmaculada Concepción".

Al mismo tiempo, confesó su fe en la Inmaculada Concepción y profesó el llamado "voto de sangre", es decir, la disposición de defender esta verdad incluso hasta dar la vida por ella. En los planes de la Providencia divina, la Orden de los Escolapios fue para el padre Estanislao una escuela de vida religiosa, un lugar de preparación para entrar en una nueva vocación. Más tarde confesó que aquel acto de consagración lo hizo por inspiración divina, y que la "visión" de la nueva congregación fue formada en su mente por el Espíritu Santo. Inmediatamente después de abandonar la Orden de los Escolapios, comenzó a buscar formas de realización de esos propósitos y, por esa razón, no aceptó las invitaciones de otras congregaciones que le ofrecieron el ingreso en sus comunidades. También rechazó varios beneficios que le fueron ofrecidos por algunos obispos.

Con el apoyo del obispo de Poznan, Esteban Wierzbowski, se instaló en un terreno de su diócesis, y en 1671 vistió allí un hábito blanco para honrar a la Inmaculada Concepción. Entre tanto, preparó para la futura congregación una nueva regla y la llamó Norma vitae. Para dar inicio a su instituto se encaminó a una pequeña comunidad de ermitaños en Puszcza Korabiewska (hoy Puszcza Marianska) y les expuso su visión de la vida religiosa. Los "Ermitaños Marianos" obtuvieron la aprobación eclesial el 24 de octubre de 1673 mediante el decreto del obispo Estanislao Swiecicki. En 1677, el obispo Esteban Wierzbowski donó a los marianos la iglesia de la Última Cena en Nowa Jerozolima (hoy Gora Kalwaria), junto a la cual surgió la nueva casa religiosa. El 21 de abril de 1679, ese mismo obispo erigió canónicamente la congregación de los Marianos en el territorio de su diócesis. El padre Estanislao no cesó en sus esfuerzos por conferirle una forma de vida que no fuera ermitaña —con la que había surgido la primera casa religiosa—, sino apostólica, según el modelo escolapio que conocía y apreciaba en gran manera.


El carisma y desarrollo de la Congregación

Antes que Estanislao Papczynski fundara la Orden de los Marianos, cuyo primer objetivo era la difusión del culto a la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, la espiritualidad mariana había impregnado ya completamente medio siglo XVII. Esta espiritualidad estaba vinculada a variadas y bastante originales formas de piedad, entre las cuales la más significativa era la esclavitud mariana. Elaborada teológicamente y siendo bastante popular entre la sociedad, con seguridad tuvo influencia en los votos del rey Jan Kazimierz y la consagración de Polonia como esclava de María.

Aunque la espiritualidad de la congregación de los Marianos refleja, de algún modo, la espiritualidad y la mentalidad de la Iglesia en Polonia, al mismo tiempo se puede advertir que su fundador no quería ser un simple continuador de esa devoción mariana. Concentró su atención, sobre todo, en el misterio de la Inmaculada Concepción, hallando en él, de alguna manera, el corazón del cristianismo: el don gratuito del infinito amor de Dios por los hombres, obtenido por Cristo, es acogido por María como la primera entre los creyentes, en total amor y docilidad a Dios, durante toda su vida.

También, por esa razón puso en este misterio una gran esperanza de alcanzar los bienes celestiales, orando con frecuencia: "Que la Inmaculada Concepción de la Virgen María sea nuestra salvación y protección". Vio en la imitación evangélica de la vida de María la forma fundamental del culto a la Inmaculada Concepción.

Su sensibilidad a la actuación del Espíritu Santo y a los signos de los tiempos, en especial a las vicisitudes de los más pobres, hicieron que en 1676 añadiera al objetivo original de la Congregación la oración por los difuntos, sobre todo por los soldados caídos y por las víctimas de las epidemias. Los primeros biógrafos del padre Estanislao citan que él mismo frecuentaba los campos de batalla, curaba las heridas de los soldados, enterraba a los muertos y oraba por ellos. Son aquí significativas las reminiscencias de su servicio durante la batalla contra los turcos en territorio ucraniano, en los años 1675-1676.

El padre Estanislao tuvo muchas experiencias místicas vinculadas con el purgatorio, durante las cuales hubo de experimentar los sufrimientos de los difuntos sometidos a la purificación. Además de orar más por ellos en forma personal y de asumir diferentes actos de penitencia por esa intención, exhortó a sus hermanos a hacer lo mismo.

El fundador de los Marianos también deseaba ayudar a los párrocos en su trabajo pastoral y se dedicó con celo a esta actividad apostólica. La crisis de Polonia, sentida por todos en aquel tiempo, afectó también a la Iglesia y se manifestó no sólo en la falta de formación religiosa —en especial entre las capas sociales más bajas— sino también, en la carencia de sacerdotes. En su celo por la santificación del pueblo, el padre Estanislao escribió y editó en 1675, en Cracovia, el libro titulado Templum Dei mysticum. En él expone a los fieles laicos la manera de aspirar a la santidad, apoyándose en las palabras de san Pablo referentes a que el cristiano es "templo de Dios" (1 Co 3, 16). El padre Estanislao también se dedicó con celo a las obras de misericordia, tanto espirituales como materiales.

Con el objeto de obtener la aprobación pontificia, en 1690 se dirigió a Roma, pero desafortunadamente se encontró con la muerte del Papa Alejandro VII. Mientras esperaba la elección del nuevo Papa, cayó enfermo y tuvo que regresar a su país. Solamente alcanzó a obtener el consentimiento de los franciscanos observantes para poner bajo su cuidado la congregación de los Marianos. Esta anexión a los franciscanos había sido solicitada por él en 1691 a fin de asegurar un desarrollo estable para la nueva comunidad. Después de regresar a Polonia, convencido de la proximidad de su muerte, escribió su testamento. No obstante, recobró la salud y continuó dirigiendo el desarrollo de la comunidad.

En la primavera de 1698, como no se sentía con suficientes fuerzas para hacerlo él mismo, envió a Roma al procurador general Kozlowski con la tarea de obtener la aprobación pontificia, y en el otoño de ese mismo año emprendió la fundación en Gozlin, Mazovia. Kozlowski obtuvo la aprobación pontificia para los Marianos en el año de 1699, después de recibir la Regula decem beneplacitorum. El 24 de noviembre de 1699, Inocencio XII aprobó canónicamente a los Marianos, la última Orden de clero regular en la historia de la Iglesia. El Papa encomendó al nuncio de Varsovia que recibiera la profesión de votos solemnes de los religiosos Marianos.

Estanislao Papczynski fue superior general hasta el final de su vida. Murió el 17 de septiembre de 1701 en la casa religiosa de Gora Kalwaria, pronunciando las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", bendiciendo antes a quienes lo acompañaban, animándolos a conservar la Regla y las Constituciones, y expresando su ardiente deseo de unirse a Cristo.

La Orden fundada por él fue desarrollándose, aunque no sin considerables dificultades. Al poco tiempo de la muerte de su fundador, atravesó una crisis que por poco no acabó con su existencia. Después de superar las dificultades, la comunidad salió fortalecida y comenzó el dinámico desarrollo de los Marianos en Polonia, en Portugal y en Roma. El siglo XIX trajo un tiempo de encarnizadas persecuciones por parte de las autoridades seculares y la clausura de las casas religiosas en todos los países en los que se encontraba la Orden de los Marianos.

A comienzos del siglo XX, quedaba un solo sacerdote Mariano, en Mariámpole, Lituania. No obstante, Dios salvó su obra sirviéndose del beato Jorge Matulaitis Matulewicz quien, con el consentimiento de la Santa Sede y en cooperación con el superior general, ingresó en secreto en la Orden y, a escondidas de las autoridades seculares, llevó a cabo una reforma. El rápido desarrollo que siguió a la reforma hizo que los Marianos emprendieran sucesivas obras en nuevos países. Al presente, la Congregación cuenta con más de 500 miembros en 18 países, en todos los continentes.


Historia del proceso de beatificación

Estanislao Papczynski murió en olor de santidad. Esta fama de santidad era conocida ya durante su vida terrena. Sin embargo, como resultado de las dificultades que atravesó la Orden de los Marianos después de su muerte, no se emprendieron entonces las gestiones para su beatificación. La actividad intensa en esa dirección fue iniciada por el siervo de Dios Kazimierz Wyszynski, sacerdote Mariano, a mediados del siglo XVIII. El proceso informativo, iniciado en la diócesis de Poznan, duró desde 1767 a 1769.

A principios del siglo XX, inmediatamente después del renacimiento de la Congregación, durante el capítulo general presidido por el beato Jorge Matulaitis Matulewicz en 1923, se tomó la decisión de reanudar las gestiones del proceso de beatificación. Sin embargo, el proceso sólo se inició formalmente en 1953. La Congregación para las causas de los santos emitió en 1992 el decreto sobre la heroicidad de las virtudes del padre Estanislao, y el 16 de diciembre del 2006, emitió el decreto que reconocía el milagro realizado por su intercesión.


Mensaje para el siglo XXI

Podría parecer que las circunstancias de la vida de Estanislao Papczynski, quien vivió hace más de 300 años, no tienen mucho que decirle al hombre contemporáneo. Sin embargo, la divina Providencia, en la que él confió toda su vida sin límites y con perseverancia, quiere que los ojos del hombre de hoy se vuelvan hacia la persona de un religioso que persiguió un fin: que el hombre, redimido por la sangre de Cristo, acoja plenamente la verdad del Evangelio y la gracia de Dios, y que responda a ella con la totalidad de su vida. Con estos objetivos fundó la Congregación; esta es la verdad que procuró llevar a los hombres. Encontró la inspiración para sus convicciones en el misterio de la Inmaculada Concepción, en el que descubrió la inmensidad del amor de Dios por cada hombre, desde el inicio de su existencia y sin mérito alguno de su parte.

(fuente: www.vatican.va)

martes, 16 de septiembre de 2014

16 de septiembre: San Cornelio y San Cipriano

SAN CORNELIO, Papa y SAN CIPRIANO, obispo.
Mártires.
(†253; †258)

Mientras Cristo permita que haya hombres en el mundo, mientras el mundo exista, mientras haya estantes, y en los estantes libros, leerá los tuyos. ¡Oh Cipriano!, todo el que ama a Cristo, y aprenderá de ti.» Así cantaba Prudencio. Cipriano pasó a la posteridad como el dechado del cristiano. Se admiraba su vida fecunda, su elocuencia dominadora, su amor ardiente a la Iglesia, y, sobre todo esto, aquella muerte heroica que vino a coronar tan admirables virtudes. Hasta que aparezcan San Ambrosio y San Agustín, no se levantará en la Iglesia de Occidente otro hombre como él. Era africano, como Tertuliano, y cartaginés. Tertuliano fue su maestro por medio de sus libros, y sin duda le conoció en su juventud. «Dame al maestro», solía decir cuando pedía una obra suya. La huella del terrible polemista será profunda en su obra literaria y en su vida; pero jamás podrá llenar el abismo que existía entre los dos caracteres, entre Tertuliano, asceta intemperante y astuto sofista, de un lado, y de otro, Cipriano, alma noble y leal. Lo que más nos atrae en San Cipriano, la caridad, la prudencia, el gusto del orden, de la armonía y de la paz, es lo que más falta en su belicoso antecesor. Tiene la ponderación amable de San Basilio, pero con un poco más de rigidez. Conserva un sentimiento muy vivo de sus prerrogativas, defiende sus opiniones con tenacidad obstinada, y en más de una ocasión se imagina guiado por sugestiones directas de Dios. Pero este concepto un poco altivo de su misión, esta firmeza en los principios, no excluyen en la aplicación una diplomacia habilísima, propia de un hombre que posee el más profundo conocimiento de los hombres de negocios.

Como escritor, Cipriano será inferior a su maestro. Sus fuentes cristianas son muy escasas. Tal vez no conocía más que la Biblia y las obras de Tertuliano, a quien sigue constantemente, sin pronunciar su nombre sospechoso. Su cultura es limitada, escasa su filosofía. Había recibido la formación clásica que se daba en las escuelas de retórica, y aplica fielmente los procedimientos estilísticos que le habían enseñado, amoldando su lenguaje a las cláusulas métricas y los periodos de Cicerón. Sus obras se desarrollan en un movimiento oratorio uniforme y tranquilo, que nos recuerda el equilibrio de su alma. Pero si no tiene el ingenio, la variedad, la elocuencia ni el rasgo mordaz de su modelo, nos interesa siempre por la fuerza con que llega al fondo de las cosas y por el interés con que discute y resuelve todos los problemas prácticos que se presentan en torno suyo. Su objeto es convencer, exhortar, confirmar a los fieles y reducir a los contumaces. Y lo hace sin vanidad literaria, aunque sin perder por completo la coquetería de la forma. Su único libro verboso, ampuloso y hasta pedante, es el dirigido a Donato, efusión entusiasta del neófito, en que sobrevive aún el hombre viejo. San Agustín ha observado que la sana seriedad de la doctrina cristiana redimió de baratijas y preciosidades retóricas el estilo de San Cipriano. Sin embargo, no le dio el afán de la especulación, ni la curiosidad de las cuestiones retóricas. Por lo demás, no tuvo tiempo para pensar en metafísicas. Fue, ante todo, un hombre de acción, que tiene la intuición sutil de las almas, que se siente devorado por un misticismo ardiente y operante y que al hacerse hombre de letras, sigue luchando y trabajando. Todo un pueblo, se ha dicho de él, vivió su palabra: cada una de sus predicaciones, cada uno de sus discursos, fue un acto, hasta aquella última hora en que encontró, para responder al procónsul, un silencio más elocuente todavía, y puso en su no, toda entera, aquella alma que antes había derramado en sus palabras.

Cipriano era un convertido. Criado en el ambiente pagano de una rica familia burguesa, buscó en su juventud la gloria y el placer, amó el mundo, estudió la elocuencia y el derecho y la enseñó a la juventud de Cartago. Él mismo dice que sus veinte primeros años fueron poco castos y que llegó a defender la idolatría en sus discursos. Pronto vio que el paganismo jamás podría satisfacer su inteligencia recta y su corazón leal, y esto le movió a estudiar la doctrina de los cristianos. El Evangelio fue una revelación para él; comprendió que había encontrado la verdad, y, alrededor de 235, se entregó a ella con toda su alma generosa, después de unas conferencias que tuvo con un sacerdote llamado Cecilio. Por gratitud a él, se llamó desde entonces Cecilio Cipriano. Su conversión fue radical: vendió sus bienes, distribuyó el precio a los pobres, hizo voto de continencia y ya no volvió a coger un libro pagano. Sus talentos excepcionales y la integridad de su virtud le elevaron en 249 a la sede episcopal de Cartago, a la primera dignidad eclesiástica del áfrica proconsular. Se le pueden aplicar aquellas palabras que dirá él cuando los romanos, dos años más tarde, coloquen sobre la cátedra de Pedro al sacerdote Cornelio: «Se necesitaba una fe muy firme para aceptar aquel honor en una época en que un tirano se ensañaba contra los sacerdotes de Dios, lanzaba contra ellos las amenazas más violentas, y hubiera preferido que le anunciasen la aparición de un competidor antes que la elección de un pontífice.»

Cuando Cipriano fue elegido, la Iglesia estaba en calma; pero a fines de aquel mismo año un edicto de Decio desencadenaba una persecución furiosa. Sus consecuencias en áfrica fueron catastróficas. Aquella tierra, orgullosa de sus cien obispos y de la gloria de Tertuliano, ofrecía el aspecto de una vitalidad vibrante, pero aquel florecimiento era más ruidoso que profundo. A lado de los que desafiaban a los verdugos con gesto teatral. San Cipriano descubre síntomas desalentadores de corrupción y decadencia: el orgullo, el apego a las cosas temporales, el lujo y la fastuosidad en los fieles, la negligencia en el clero y las más tristes rivalidades. El desengaño fue terrible. A la primera notificación del edicto, una multitud de personas, que antes acudían a las iglesias, desfilaron por el Capitolio para ofrecer sacrificios a Júpiter. Iban los notables seguidos de catervas de esclavos, libertos y colonos; iban los padres llevando a sus hijos pequeños y arrastrando a sus mujeres. Los ricos ofrecían cabras, ovejas o bueyes; los pobres quemaban incienso en el altar; todos, cubiertas las cabezas con cintas, velos o coronas, pronunciaban delante de los jueces municipales la fórmula en que se maldecía el nombre de Cristo. Y no faltaron obispos y sacerdotes que se pusieron a la cabeza del cortejo.

Sin embargo, no todos prevaricaron. Hubo resistencias generosas, cuyos protagonistas sufrieron tan valientemente aquellos espantosos suplicios, que los mismos paganos se veían obligados a exclamar: «Hay no sé qué de grande en resistir al dolor y superar los tormentos. Esta mujer tiene un hogar, debe tener hijos; y, sin embargo, ni el amor materno ni el amor conyugal llegan a torcer su voluntad. Hay aquí algo digno de estudio, un valor que es preciso examinar despacio. Debemos hacer caso de una religión por la cual el hombre sufre y acepta la muerte.» Otros prefieren huir, caminando errantes a través de las montañas, a merced de los ladrones, de las bestias salvajes, expuestos al hambre, al frío y la sed. El obispo de Cartago era objeto particular de las pesquisas de los agentes imperiales y del odio del pueblo. Cada vez que la multitud se reunía en el anfiteatro, resonaba el mismo grito: «Cipriano, a los leones.» Cipriano había tomado también la resolución de salvarse con la fuga. Fue una orden de Dios, dice él mismo; y todos los que le rodeaban opinaron que importaba más su conservación que su muerte. Sucede en la Iglesia, le decían, lo que en un ejército: la muerte del jefe, por heroica que sea, puede llegar a convertirse en señal de la derrota.

Desgraciadamente, en Cartago existía un partido hostil, al frente del cual se encontraban algunos sacerdotes ambiciosos que habían considerado como un desaire el encumbramiento de un convertido de la víspera. Aquella huida les sirvió de pretexto para minar su autoridad, esparciendo comentarios desfavorables que llegaron hasta Roma. Cipriano se vio en la necesidad de justificarse, pero la mejor apología de su conducta fue la solicitud admirable con que desde su retiro atendía a los intereses de la Iglesia. Al entrar de nuevo en Cartago, quince meses más tarde, se encontró con graves problemas que resolver. Estaba, ante todo, la cuestión de los caídos durante la persecución, que querían entrar de nuevo en la comunidad cristiana. Había un partido de intransigentes que les excluía de la misericordia divina. Otros, en cambio, les daban las más amplias facilidades. Entre ellos nació la idea de utilizar en provecho de los desertores los méritos acumulados por los confesores de la fe, y de su parte se pusieron los enemigos de San Cipriano. Por muy laudable que hubiera sido su firmeza delante del poder romano, aquellos hombres que habían confesado la fe en medio de los tormentos, no eran todos modelos de elevación moral. Hubo entre ellos algunos que, arrastrados de una vanidad pueril, tomaron en serio aquel oficio de libertadores, sembrando a diestro y siniestro cartas de reconciliación, sin reclamar garantías de arrepentimiento y de penitencia. Fue lo que se llamó, en términos pintorescos, la feria de las cédulas. Cipriano tenía demasiado metido en el alma el sentimiento de la jerarquía para abdicar sus derechos en aquella materia. Además, allí estaba interesado el sacramento de la unidad, según su expresión, es decir, la idea de la solidaridad de los fieles con su pastor. Como era de prever, protestó enérgicamente, proscribió los abusos, y en un Concilio reunido en Cartago, reglamentó el procedimiento oficial para reintegrar a los apóstatas en la sociedad de los cristianos. Sus soluciones son al mismo tiempo firmes e indulgentes; temía que una severidad excesiva precipitase a las almas en la desesperación, y toda su conducta se condensa en aquellas palabras que escribió al Papa San Cornelio: «Conviene a nuestra conciencia poner todos los medios para que nadie perezca de la Iglesia por nuestra culpa.»

La persecución no había terminado todavía. En los primeros meses del año 252, el Papa San Cornelio marchaba desterrado a Civita-Vecchia, donde al poco tiempo «se dormía gloriosamente en el Señor». Vino luego la peste, una peste horrorosa que diezmó las provincias del Imperio. Las calles se cubrían de cadáveres, cesaba de administrarse la justicia, la policía no funcionaba, y los buenos se escondían en sus casas, dejando el campo libre a los malhechores. En medio de aquellos horrores, el obispo de Cartago reunió a sus fieles para hablarles de las obras de misericordia y enseñarles, por los ejemplos de los libros santos, las recompensas debidas a la compasión. «Añadió—dice su biógrafo—que no era un gran mérito socorrer sólo a los nuestros, La verdadera perfección pertenece al que asiste al pagano y al publicano, al que vuelve bien por mal, al que ruega por los enemigos y los pecadores. Otras grandes y bellas palabras nos dijo, y si hubiera podido decirlas en la tribuna del foro, tal vez los gentiles se hubieran convertido en masa.» Organizados por él, los cristianos emprendieron una cruzada de caridad, contribuyendo a ella según las facultades y la posición de cada uno, unos con su trabajo, otros con su dinero, otros con el bálsamo de su celo y su bondad. Cipriano estaba en todas partes con su acción, con su palabra, con su pluma. Enviaba a las iglesias del interior cientos de miles de sestercios para rescatar los cautivos de los númidas; sustentaba a los cómicos, que, al hacerse cristianos, habían tenido que renunciar a su profesión; publicaba sus tratados De la limosna y las buenas obras, De la mortalidad y Del bien de la paciencia; combatía contra los últimos representantes del maniqueísmo, y mantenía los espíritus en tensión continua con la perspectiva de nuevos combates.

En todo era un gran maestro. Pero lo que más nos admira en él no es el doctor ni el polemista, siempre en la brecha, ni el espíritu atento a todos los movimientos de la opinión y dispuesto a intervenir en la lucha: bajo este aspecto se pudo engañar, y todos saben que, a pesar de su buena fe, por nadie puesta en duda, se engañó al llevar demasiado lejos su concepto favorito de la unidad de la Iglesia, poniéndose frente a Roma en la cuestión del bautismo de los herejes. Pero tratándose del gobierno de su iglesia, de la dirección de las almas en medio de las crisis más delicadas y más violentas, San Cipriano es incomparable. Dueño siempre de sí mismo y de los demás, con un sentido muy fino del matiz que debe poner en la voz o en la palabra, levanta los ánimos, abate las resistencias, despierta los heroísmos, exhorta a los mártires, pacifica al clero, somete a los confesores rebelados, se esfuerza por reunir en un haz a todos los combatientes de Cristo y logra reducir a muchos de aquellos que temporalmente habían estado fuera de la milicia divina. «El día de la prueba se acerca—clamaba a los suyos—; lo que va a venir será más terrible que cuanto hemos sufrido hasta ahora; a esta guerra nueva deben prepararse los soldados de Cristo, recordando que beben todos los días el cáliz de la sangre del Señor, a fin de derramar la suya por Él. Lo hombres se ejercitan en el combate del siglo y consideran como una gran honra ser coronados a la vista del pueblo y en presencia del emperador. He aquí el combate sublime que tendrá por testigo a Dios, y en que la corona será entregada por el mismo Cristo. Que los soldados de Dios se pongan en marcha; que cojan sus armas los que han conservado intacta la fe; que los que cayeron se armen también para conquistar lo perdido. Que el honor excite a los unos al combate, que el arrepentimiento aliente a los otros.»

Estas frases parecían presagiar los terrores de la persecución de Valeriano, inaugurada en 257 con un decreto contra los jefes de las iglesias. El obispo de Cartago iba a ser la más ilustre de sus víctimas. Tenemos el proceso verbal de sus dos interrogatorios. Extendido en multitud de copias por sus admiradores, fue leído por todas las iglesias de Occidente. El obispo compareció en el bufete particular del procónsul Paterno.

Los santísimos emperadores—dijo este último—me han enviado cartas por las cuales ordenan a los que no siguen la religión romana que observen para siempre sus ceremonias. Esta es la causa de haberte llamado. ¿Qué respondes?

—Que soy cristiano y obispo. No conozco más dioses que el único Dios verdadero, el que hizo el Cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en ellos; el Dios a quien servimos los cristianos y a quien rezamos día y noche por nosotros, por todos los hombres y por la salud misma de los emperadores.

—¿Perseveras en esta voluntad?—preguntó Paterno.

—Una voluntad buena—dijo Cipriano—no puede cambiar.

—¿Podrías, en consecuencia, marchar desterrado a la ciudad de Curubis?

—Marcho.

—Se han dignado escribirme, no solamente con respecto a los obispos, sino también a los sacerdotes. Quisiera por tanto, saber de ti los nombres de los sacerdotes que moran en esta ciudad.

—Con vuestras leyes—replicó Cipriano—habéis prohibido la delación, y así no puedo descubrirles ni traicionarles. Les podrás encontrar en sus casas.

—Los encontraré—dijo Paterno; y añadió—: Los emperadores han prohibido reunirse en los cementerios. El que no obedezca incurrirá en la pena capital.

—Haz lo que te han mandado—dijo el obispo; y a una señal del procónsul, se apoderaron de él los soldados.

San Cornelio y San Cipriano, mártiresCurubis era una antigua colonia romana situada al sudoeste de Cartago, sitio áspero, desprovisto de vegetación y de agua potable, pero donde no faltó al confesor de la fe una casa confortable, una amable acogida y el consuelo de una continúa afluencia de visitadores, que venían a exponerle sus dudas y a escuchar sus palabras. Tal vez por eso, unos meses más tarde, el sucesor de Paterno, Galerio Máximo, le llamaba de nuevo a la capital para vigilar más de cerca su acción. Cipriano, entre tanto, seguía vigilante los sucesos de la Iglesia universal: se carteaba con el clero de Roma, influía en las Galias e intervenía en las discusiones de las Iglesias ibéricas. Pero su mayor solicitud se fijaba en su propia Iglesia. Vigilado por los perseguidores, seguía dirigiendo a sus hermanos, suavizando las intemperancias de unos, conteniendo los ímpetus de otros y trabajando por el gran ideal de su vida: la paz y la unidad. Habiendo sabido que pensaban llevarle a Utica, donde estaba el procónsul, huye de nuevo, porque un obispo debe confesar a Dios en la ciudad donde está su Iglesia. Así se lo dice a sus fieles en una carta que es como el testamento de aquella noble vida episcopal. Y luego añade estos consejos, en que se refleja, como siempre, el hombre de gobierno, la voz de la prudencia, el acento de la autoridad y la preocupación generosa del honor del hombre cristiano: «Vosotros, hermanos queridos, en nombre de la disciplina que os he enseñado siempre, según los preceptos del Señor, permaneced en la calma y en el reposo. Que ninguno de vosotros alborote en medio de sus hermanos; que ninguno se entregue espontáneamente a los gentiles. Sólo cuando uno ha sido detenido, tiene el deber de hablar, o, mejor, de dejar hablar al Señor, que reside en nosotros y que quiere que confesemos, no que provoquemos. Tengo otras cosas que deciros, pero os las comunicaré antes que el procónsul dicte la sentencia.»

Estas cosas tal vez no llegó a escribirlas. Habiendo vuelto el procónsul a Cartago, el obispo salió de su escondrijo, y al día siguiente dos empleados de la curia proconsular se presentaron en «sus jardines» acompañados de gente armada. Cipriano salió a su encuentro, subió a un coche que le tenían preparado y pasó aquella noche en la casa de uno de los agentes que le habían detenido. Se le trató con los mayores miramientos. Los comensales habituales del obispo se reunieron por última vez bajo aquel techo hospitalario. Una multitud de fieles, temerosa de que su pastor fuese ejecutado de una manera imprevista, rodearon la casa; pero el obispo, que seguía pensando en todo, ordenó que las mujeres jóvenes se retirasen. Así lo hicieron, quedando los demás. Hubiérase dicho, exclama su biógrafo, una de aquellas santas vigilias que preceden a la fiesta de un mártir. Cuando, a la mañana siguiente, Cipriano salió en busca del procónsul aquella multitud se fue con él. Introducido en una sala de espera, sentóse en una silla que estaba casualmente adornada como las cátedras episcopales. Estaba descansando y enjugándose su sudor, cuando un teserario, que era cristiano oculto y le veneraba secretamente, se acercó a él y le ofreció un vestido nuevo, a fin de conservar aquel que se había humedecido con el último sudor del mártir.

—Es igual—dijo Cipriano—; hoy probablemente va a cesar todo sufrimiento. Y estaba terminando de hablar, cuando vinieron a buscarle.

—¿Tú eres Cipriano? — preguntó el procónsul Galerio Máximo.

—Yo soy—respondió él.

—¿Tú te has hecho papa de estos hombres sacrílegos?

—Sí.

—Los santísimos emperadores han ordenado que sacrifiques.

—No lo hago.

—Reflexiona.

—En una causa tan justa no hay reflexión posible. Haz lo que te han mandado.

Galerio se volvió hacia su consejo, y después de cambiar con él algunas palabras, dictó la sentencia: «Tú has vivido como un sacrílego, has reunido en torno tuyo muchos cómplices de tu culpable conspiración, te has hecho enemigo de los dioses de Roma y de sus santas leyes. Fautor de grandes crímenes y portaestandarte de tu secta, servirás de ejemplo a los compañeros de tu maldad: tu sangre será la sanción de las leyes.» Dichas estas palabras, leyó la sentencia en las tablillas: «Ordenamos que Cipriano muera por la espada.» El mártir murmuró: «Gracias a Dios.»

Una inmensa gritería se levantó alrededor del pretorio: «También nosotros—decían—queremos ser decapitados con él.» Una muchedumbre numerosa y bulliciosa siguió a los soldados hasta el lugar de la ejecución. Muchos subían a los árboles para ver mejor. Cipriano cayó de rodillas, se quitó el manto y rezó con el rostro pegado en tierra. Despojóse luego de la dalmática, y cubierto sólo de una túnica de lino, aguardó al verdugo. Cuando éste llegó, generoso hasta el fin, Cipriano ordenó que le diesen veinticinco monedas de oro. En torno suyo, los cristianos extendían lienzos y toallas para recoger su sangre. Él mismo se vendó los ojos; un sacerdote y un subdiácono le ataron las manos, y así recibió el golpe mortal. Al anochecer, los cristianos vinieron en busca de su cuerpo, cantando himnos y llevando luces. Era el 14 de septiembre del año 258.

(fuente: www.divvol.org)
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