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martes, 31 de diciembre de 2013

31 de diciembre: San Silvestre I

SAN SILVESTRE I
Papa
(† 335)

En las montañas del Vierzo se dice: «San Silvestre, el año acabaste.» Pero este Santo, que cierra el año cristiano y litúrgico, abre en la historia del cristianismo una era de paz y libertad. Después de trescientos años de lucha con la Iglesia, el Imperio se declaraba vencido. En 311, el más pérfido de los perseguidores, Galeno, publicaba el primer decreto de tolerancia, y dos años después Constantino el Grande redactaba el edicto de Milán. Cristo había vencido a Zeus. Todavía resonaban en las ciudades los gritos de júbilo de los antiguos perseguidos, cuando Silvestre, un clérigo romano que se había distinguido por su celo durante la última persecución, sube a ocupar la cátedra de San Pedro (314).

Es el momento de recogerse, de meditar en silencio sobre la nueva situación, de reparar y reorganizar. Esta va a ser la tarea del nuevo Papa. Silvestre la realiza silenciosamente, sin agitaciones inútiles, sin estruendo. Grandes cuestiones agitan el mundo, y, cosa extraña, la voz del Pontífice no se oye en el coro de las disputas. Este tiempo de inquietud en la Iglesia y el Imperio, parece de reposo en la cristiandad de Roma. El cisma donatista conmueve el Occidente; los obispos de Italia, España y la Galia se reúnen en Arles; pero echan de menos la presencia de aquel «cuya autoridad más extensa hubiera podido realzar sus decisiones». Antes de separarse, sienten la necesidad de escribirle estas frases: «Pluguiera al Cielo, Padre carísimo, que hubieras estado presente a este gran espectáculo. Toda esta asamblea habríase visto inundada de la mayor alegría; pero puesto que no has podido dejar esa ciudad, domicilio predilecto de los Apóstoles, cuya sangre es en ella claro testimonio de la gloria de Dios, nos ha parecido conveniente daros cuenta de lo que hemos tratado en nuestras deliberaciones.»

No tarda en estallar otra tormenta mucho más peligrosa. Derrotado en el campo de la política, el paganismo tendía a perpetuarse en el de las ideas, y así nace la teología antitrinitaria de Arrio. El fondo de su doctrina estaba en el ambiente; para concretarla y propagarla se necesitaba un hombre astuto, capaz de arrastrar a las multitudes con su elocuencia, de desconcertar a los adversarios con sus sofismas, de procurarse el apoyo de los grandes con sus hábiles manejos, de agrupar en torno suyo, con la seducción de sus modales y la austeridad aparente de su vida, un núcleo de partidarios fanáticos de sus ideas. Y el sofista alejandrino formuló su teoría del Verbo inferior a Dios y primera criatura del mundo, expuesta en términos precisos y lapidarios. Se ha podido decir que la enseñanza de Arrio tendía a la reconciliación racional entre la gnosis oriental, la filosofía platónica y la teología judaica. La protesta fue unánime entre los partidarios de la tradición.

La lucha se hizo general. Discutíase en la corte, en las iglesias, en las calles. Reuníanse Concilios, se lanzaban anatemas, y llega el día incomparable de Nicea, el magnífico espectáculo del primer Concilio ecuménico. Dos grandes atletas se mueven en el campo de la ortodoxia: el gran Osio de Córdoba y San Atanasio de Alejandría. Inútilmente buscamos en la contienda la voz de Silvestre. La de Osio es, ciertamente, un eco suyo: si preside la gran asamblea, y la encauza y la inspira, es en nombre del Papa. Silvestre sigue, sin duda, con ansiedad aquellas deliberaciones solemnes, pero no conocemos ni una intervención suya, ni un gesto, ni una palabra.

Un momento, sin embargo, aparece al lado de Constantino. Un año después de Nicea, el gran emperador hace su segunda y última visita a Roma. Es el año más amargo de su vida, el de aquella oscura tragedia familiar en que perdieron la vida el príncipe Crispo y la emperatriz Fausta; un lujo y una esposa sacrificados a la razón de Estado por leyes sospechosas y terribles arrebatos, y, como consecuencia, el remordimiento, la tristeza, el dolor más profundo. La Roma senatorial no podía amar a este enemigo de la tradición pagana, a este hombre que aparecía en sus calles a la manera asiática, vestido de una túnica cuajada de perlas y llevando en su sien una diadema deslumbrante que le ceñía los cabellos. La actitud hostil de la aristocracia tuvo un lenitivo en la simpatía de la población cristiana.

Silvestre comprendió la amargura secreta de aquel corazón lacerado, y si no bautizó al emperador, como se ha supuesto, puso a su alcance los consuelos de la religión cristiana y la condición de sus inefables perdones. Constantino respondió a aquel amor compasivo con generoso agradecimiento. Nunca se mostró tan magnífico. Las principales basílicas de Roma están, por su origen, unidas a su nombre y al del Pontífice Silvestre. Entre ambos las construyen, las decoran, las dotan con grandes posesiones y las adornan de objetos de oro, plata, jaspe, pórfido, alabastro y toda clase piedras preciosas. El palacio Lateranense, residencia imperial e convierte en morada de aquel sucesor de Pedro, que hasta entonces había encontrado difícilmente un escondrijo bajo la tierra.

(fuente: www.divvol.org)

lunes, 30 de diciembre de 2013

30 de diciembre: Beata Eugenia Ravasco

Fundadora del Instituto de las Hermanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María

Eugenia Ravasco nació en Milán el 4 de Enero de 1845, la tercera, entre seis hijos del banquero genovés Francisco Mateo y de la noble Carolina Mozzoni Frosconi.

Fue bautizada en la Basílica de Santa María de la Pasión, con los nombres de Eugenia, María. La familia, acomodada y religiosa, le ofreció un ambiente rico de afecto, de fe y educación refinada.

Luego de la muerte prematura de dos hijos pequeños y de su joven esposa, el padre regresó a la Ciudad de Génova, llevando consigo al primogénito, Ambrosio y a la menor, Elisa, quien contaba apenas año y medio de edad.

Eugenia permaneció en Milán con la hermanita Constancia, confiada a los cuidados de la tía Marieta Anselmi, quien, como verdadera madre, la acompañó en su crecimiento, educándola con amor pero también con firmeza. Eugenia, vivaz y expansiva, en su infancia la consideró su verdadera madre y demostró hacia ella un afecto muy tierno.

En 1852 decidieron fuera a vivir a Génova con su familia. La separación de su tía le causó un dolor muy hondo, a tal punto que enfermó. En Génova, desde entonces su ciudad adoptiva, encontró nuevamente a su padre y a los dos hermanos; conoció al tío Luis Ravasco, quien tanto aportó a su formación; a la tía Elisa Parodi y a sus diez hijos con quienes convivió durante algún tiempo. De manera especial se encariñó a su hermana menor, Elisa, reservada y sensible, estableciendo con ella una profunda sintonía espiritual.

Al cabo de tres años, en marzo de 1855, falleció también su padre. Luis Ravasco, banquero y cristiano convencido, se responsabilizó de los tres sobrinos huérfanos cuidando de su formación: confió a una Institutriz cualificada las dos niñas. Eugenia de carácter vivaz y exuberante sufrió bastante bajo el régimen severo adoptado por la señora Serra, pero supo aceptarlo con docilidad.

El 21 de junio de 1855, en la Iglesia de San Ambrosio (hoy Iglesia “de Jesús”) en Génova, a los 10 años, recibió la primera Comunión y la Confirmación luego de una atenta preparación realizada por el Canónigo Salvador Magnasco. Desde ese día se sintió atraída por el misterio de la presencia Eucarística, de tal manera que no pasaba delante de ninguna Iglesia sin entrar para adorar el SSmo. Sacramento. El culto a la Eucaristía es en efecto uno de los goznes de su espiritualidad, junto al culto de los Corazones de Jesús y de María Inmaculada. Movida por una compasión connatural hacia los que sufren, desde su adolescencia donó abundantemente y de todo corazón a los necesitados, muy contenta de hacer sacrificios personales para lograrlo. En diciembre de 1862, la joven Eugenia perdió también el apoyo del tío Luis, quien había sido para ella más que padre. Recibió de Él no solamente la herencia moral de grande rectitud, coherencia cristiana y gran liberalidad hacia los pobres, sino también la responsabilidad de la familia, ahora en las manos de administradores no siempre fieles. No se acobardó. Confiando en Dios y aconsejada por el canónigo Magnasco, futuro Arzobispo de Génova, y por sabios abogados, tomó las riendas de los negocios de familia. Lamentablemente no logró salvar al hermano del camino extraviado por el que estaba marchando y que lo llevó a un extremo degrado moral y físico. Fue éste uno de los mayores sufrimientos para la Madre y una grande prueba para su Fe. En este mismo período la tía Marieta inició los preparativos para conseguir para la sobrina un brillante porvenir de esposa. Pero Eugenia oraba ardientemente en su corazón, para que Dios le mostrara el verdadero camino por donde deseaba llevarla. Tenía aspiraciones más elevadas. El 31 de mayo de 1863, en la Iglesia de Sta. Sabina en Génova, en donde entrara para saludar a Jesús Eucarístico, mediante las palabras del Misionero P. Jacinto Bianchi, quien estaba en ese momento dirigindose a los fieles, Eugenia Ravasco recibió la invitación divina a “consagrarse para hacer el bien por amor al Corazón de Jesús”. Fue el acontecimiento que iluminó su futuro y cambió su vida. Bajo la guía del Director espiritual, ella se puso sin reservas a disposición de Dios, consagrándole a Él, a su gloria y al bien de las almas, sus energías de inteligencia y de corazón y el patrimonio heredado de los suyos: “Este dinero —acostumbraba repetir— no es mío, sino del Señor, yo soy solamente la depositaria” (cfr. Positio C.I., 70)

Soportó con fortaleza las protestas de los parientes, las críticas y el desprecio de las damas de su misma clase social e inició con valor a “hacer el bien” a su alrededor. Dio clases de catecismo en su Parroquia, N.S. del Carmen; colaboró con las Hijas de la Inmaculada en la Obra de S. Dorotea, como asistenta de las niñas del barrio, enseñó costura y bordado. Como “Dama de Caridad” de S. Catalina en Portoría, asistió a los enfermos en el Hospital de Pammatone y de los Crónicos; visitó a los pobres en sus casas, llevando el consuelo de su caridad. Sentía una grande pena viendo a tantos niños y jovencitas abandonados a sí mismos, en medio de toda clase de peligros y totalmente ignorantes de las cosas de Dios.

El 6 de diciembre de 1868, a los 23 años, fundó la Congregación religiosa de las Hijas de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, con la misión de hacer el bien especialmente a la juventud. Se iniciaron así las escuelas, la enseñanza del catecismo, las asociaciones, los oratorios; el proyecto educativo de la Madre Ravasco consistía en educar a los jóvenes y formarlos a una vida cristiana activa y abierta, para que fueran “honestos ciudadanos en medio de la sociedad y santos en el cielo”; educarlos a los valores trascendentes y al mismo tiempo a la lectura de los acontecimientos en perspectiva histórico-salvífica. Les propuso la santidad como meta de la vida.

En 1878, en un período de abierta hostilidad a la Iglesia y de laicización de la vida social, Eugenia Ravasco, atenta a las necesidades de su tiempo, dio inicio a una Escuela Normal femenina, con la finalidad de darle a las jóvenes una instrucción orientada cristianamente y de preparar “maestras cristianas” para la sociedad. Para llevar a cabo esta obra, pupila de sus ojos, se enfrentó con fortaleza y confiando en Dios sólo, a los ataques venenosos de la prensa de opinión laicista.

Encendida de caridad ardiente a imitación del Corazón de Jesús y animada por la voluntad de ayudar a su prójimo, de acuerdo con los Párrocos, organizó Ejercicios Espirituale, Retiros, Ceremonias religiosas y Sagradas Misiones Populares, hallando un grande consuelo viendo a muchos corazones que retornaban a Dios para encontrar su misericordia mediante la oración, el canto litúrgico y los Sacramentos. Oraba: “Corazón de Jesús, concededme porder hacer este bien y niguno otro, en todas partes”.

Soñaba con poder ir a Misiones, pero ello no se concretizó sino después de su fallecimiento. Promovió el culto del Corazón de Jesús, de la Eucaristía, del Corazón Inmaculado de María; organizó Asociaciones para las Madres de Familia, tanto pobres como acomodadas; a estas últimas propuso ayudar a las jóvenes necesitadas y proveer a las Iglesias pobres. Alcanzó con su caridad a los moribundos, encarcelados, los lejanos de la Iglesia. Vivió de fe, de oración, de sufrimiento, de abandono en la Voluntad de Dios.

En 1884, junto con otras cohermanas, Eugenia Ravasco hizo su Profesión Perpetua. Siguió entregada al desarrollo y fortalecimiento del Instituto, el cual, aprobado por la Iglesia Diocesana en 1882, obtendrá la aprobación pontificia en 1909. Fundó algunas Casas Filiales que visitó no obstante su poca salud. Guió la Comunidad con amor, prudencia y la mirada hacia el futuro, considerándose la última de las hermanas. Trabajó para mantener encendida en sus hijas la llama de la caridad y grande celo para la salvación del mundo, proponiéndoles como modelos los Corazones SS.mos de Jesús y de María. “Arder en el deseo del bien ajeno, especialmente de la juventud” fue su ideal apostólico; “Vivir abandonada en Dios y en las manos de María Inmaculada” fue su programa de vida.

Purificada por la prueba de la enfermedad, de la incomprensión y del aislamiento dentro de la misma Comunidad, Eugenia Ravasco nunca desistió de actuar con pasión evangélica para la salvación de las almas, especialmente de la juventud de toda edad y condición social. En 1892, un año después de la Encíclica “Rerum Novarum” de S.S. el Papa León XIII, quiso construir un edificio en la plaza de Carignano, en Génova, para hacer de él la “Casa de las Obreras”: las jóvenes, quienes trabajaban en las fábricas y en los talleres de artesanía, hallarían en el un hogar seguro y la posibilidad de una formación cristiana. En 1898, para las jóvenes que trabajaban a servicio de las familias, fundó la Asociación de Sta. Zita; al mismo tiempo construyó el “pequeño teatro” para los momentos recreativos de las jóvenes del Oratorio y de las numerosas Asociaciones que estaban organizadas en el Instituto, convencida de que la alegría es la atmósfera educativa más eficaz: “Estad alegres —acostumbraba repetir— divertios, pero santamente...” y a las religiosas: “Vuestro gozo atraiga otros corazones para alabar a Dios” (de sus escritos).

Consumida por la enfermedad Eugenia Ravasco falleció en Génova en vísperas de cumplir sus 56 años de vida, en la Casa Madre del Instituto, en la madrugada del 30 de diciembre de 1900.

“Os dejo a todas en el Corazón de Jesús” fueron sus palabras de despedida de las hijas y de sus queridas jóvenes.

En 1948 S. E. Mons. José Siri, Arzobispo de Génova, da inicio al Proceso Diocesano. El 1 de julio del 2000, año Jubilar, el S. Padre Juan Pablo II reconoce la heroicidad de sus virtudes. El 5 de julio del 2002 el mismo S. Padre Juan Pablo II firma el Decreto de aprobación del milagro —la curación de la niña Eilen Jiménez Cardozo de Cochabamba (Bolivia)— obtenido por intercesión de Madre Eugenia Ravasco.

(fuente: www.vatican.va)

domingo, 29 de diciembre de 2013

29 de diciembre: Santo Tomás Becket

SANTO TOMAS BECKET DE CANTORBERY
Obispo y mártir
(1118-1170)

Todo parecía presagiar una era de venturas para el reino de Inglaterra. Un rey joven, valiente, emprendedor, acababa de subir al trono (1155). Diplomático y guerrero, astuto a veces en sus negociaciones, y a veces brutal. Enrique Plantagenet unía a una gran ambición una rara inteligencia práctica y una constitución robusta en extremo: estatura mediana, brazos musculosos, miembros atléticos, abundante cabellera rubia, que enmarcaba en tres líneas netas un rostro de rasgos enérgicos y acentuados. Uno de los primeros actos de su gobierno fue nombrar canciller al arcediano de Cantorbery, Thomas Becket.

Becket, hijo de un caballero normando establecido en Londres, estaba entonces en la plenitud de la vida. Su carrera había sido prodigiosa. Las escuelas de París y de Bolonia habían admirado durante algunos años al joven estudiante de vivo ingenio, de talla elevada, de color pálido, realzado por los negros cabellos, de nariz fuerte y ligeramente encorvada, que parecía indicar un carácter vigoroso, y de ojos claros y tenaces, que desde el primer instante se daban cuenta de todo. En París, sobre todo, quedaba el recuerdo del adolescente aplicado, ingenioso, de humor agradable y de vida inmaculada. Hasta se había formado a costa suya una graciosa leyenda. Al llegar la Cuaresma, los estudiantes tenían costumbre de reunirse para hacer el elogio de su dama, presentando algún regalo recibido como prenda de su amor. Como Tomás no tenía amiga ninguna, sus compañeros empezaron a hacerle el blanco de sus burlas. Entonces, el piadoso joven deja la asamblea, encomendándose íntegramente a María, y vuelve al poco tiempo con una cajita de marfil artísticamente labrada, que contenía, en miniatura, un juego completo de vestidos pontificales.

Al volver a su patria encontró el hogar deshecho y la hacienda destruida por las revueltas políticas. Vacila algún tiempo sobre el camino que ha de seguir, y logra finalmente ser admitido en el séquito del arzobispo de Cantorbery. Algunas misiones delicadas llevadas a cabo en Roma por encargo de su señor empiezan a formarle en el manejo de los asuntos y de los hombres y a descubrir su talento de diplomático y administrador, a la vez que la integridad de su carácter. Arcediano de Cantorbery en 1154, ocupaba ya un puesto eminente en la Iglesia de Inglaterra cuando le llega el nombramiento de canciller del reino, con todos los honores, baronías, rentas y tenencias de castillos anejos a esta dignidad. Las gentes le llamaban el segundo rey de los cuatro reinos. Su vida en este tiempo era fastuosa y espléndida: lebreles, halcones, gerifaltes, partidas de caza, prodigalidades principescas, reuniones mundanas y gustos del más brillante cortesano. Corría detrás de los ciervos y los jabalíes, jugaba a los dados y al ajedrez, hacía regalos espléndidos y usaba los vestidos más preciosos y elegantes. Una escuadrilla de seis navíos estaba a su disposición para cuando tuviese que navegar en servicio del rey; todos los marinos se apresuraban a servirle, porque sabían que su remuneración había de ser regia. A su mesa se sentaban siempre numerosos convidados, y el mismo rey se presentaba con frecuencia sin avisar para disfrutar de la charla de su canciller. Enrique gozaba teniéndole a su lado. Un día cabalgaban los dos por las calles de Londres. Era en medio del invierno, cuando la nieve llenaba las calles. Viendo un mendigo cubierto de harapos, dijo a Becket:

—Mira ese pobre medio desnudo. ¿No te parece que sería una obra de caridad darle un buen capote?
—Efectivamente, señor—respondió el canciller—; y he aquí que llega a implorar vuestro socorro.
El pordiosero va a cruzar entre aquellos dos caballeros, desconocidos para él, cuando Enrique le detiene, diciendo:
—Dime, amigo, ¿te gustaría tener una buena pelliza?
«Es una burla», pensó el pobre; pero el rey, volviéndose hacia Tomás, le dijo:
—Puesto que esta obra de caridad vale tanto, quiero dejarte todo el mérito.

Y se esforzaba por quitar al canciller su pelliza de escarlata forrada de armiño. Becket se defendía, pero era demasiado buen jugador para no perder la partida.

Este favor del rey, prolongado durante cerca de ocho años, no era del todo desinteresado. Enrique, que en el fondo era un verdadero político, comprendía que había encontrado un gran estadista en quien el talento corría parejas con la fidelidad. De hecho, el canciller se entregaba por completo a la defensa de los intereses del rey, dejando a los obispos el cuidado de velar por los de la Iglesia. Jurisconsulto consumado y hábil financiero, tan capaz de una decisión enérgica que requiriera la fuerza armada, como de un expediente jurídico, viósele reprimir el bandidaje, aterrorizar a los usureros, favorecer la agricultura, mantener a raya a la nobleza, reorganizar la justicia, aumentar el prestigio exterior y asegurar la prosperidad y la paz en el reino. Sin embargo, cosa extraña, este hombre, que en el ejercicio de su cargo se hacía temer de los más poderosos y en su tren de vida rivalizaba con los príncipes, era casi un asceta en su vida privada: irreprochable en sus relaciones sociales, caritativo hasta lo inverosímil con los necesitados, de una nobleza de corazón que no le abandonaba jamás. Sus tesoros estaban ocultos, y el mismo rey apenas pudo entreverlos. Muchas veces tendió a su amigo lazos de muy delicada naturaleza; pero Tomás evitaba sin ruido el peligro, disimulando el esfuerzo que le costaba vencerlo. El lujo dominaba en su mesa; pero él personalmente observaba una sobriedad monacal. Varios testigos confesaron, algo después de su muerte, que jamás se pudo averiguar nada contra la integridad de su vida durante su estancia en la corte.

Engañado por la actividad infatigable de su canciller y por aquel boato exterior, el Plantagenet no vio más que un aspecto de su carácter. En el fondo, Tomás era, ante todo, y debía serlo hasta el fin de sus días, un hombre del deber, que llevaba tal vez hasta el exceso la conciencia de la fidelidad profesional. Su misma fastuosidad era para él un medio de servir mejor al rey y al reino, y lo mismo pensaban todos en la corte y fuera de ella. Sin embargo, en los centros monásticos todo aquello extrañaba y aun escandalizaba. Jugaba un día Tomás al ajedrez en Rouan, donde estaba convaleciendo de una grave enfermedad, cuando acertó a entrar el prior de Leicester, que, al verle vestido de una espléndida hopalanda de mangas amplísimas, como entonces se llevaban en Inglaterra, le dijo:

——Pero ¿en qué pensáis? ¡Un clérigo con este vestido, y, según se susurra en la corte, un primado!
—Eso me parece imposible—replicó Tomas, sin emoción—, y a la vez espantoso, pues; me sería preciso escoger entre el favor del rey o el de Dios.

No obstante, el rumor tenía fundamento. En la primavera de 1162 Becket fue a despedirse del rey antes de volver a Inglaterra.

—Me ha parecido que vuelvas cuanto antes a la isla—-dijo Enrique—, porque quiero que seas arzobispo de Cantorbery.

El canciller, echando una mirada sobre su traje mundano, respondió sonriendo:

—¡Buen religioso habéis escogido para gobernar una sede tan ilustre!

Y viendo que el rey hablaba en serio, añadió con gravedad:

—Señor, si así fuese, quiero que sepáis que el favor con que me honráis ahora se habría de trocar pronto en un odio implacable; porque, tratándose de cosas eclesiásticas, tenéis exigencias que yo no podría tolerar.

No comprendiendo el alcance de estas palabras, el rey mantuvo su decisión, y Tomás acabó por ceder a sus instancias, apoyadas por el legado pontificio.

Desde este momento, el clérigo triunfó del canciller, y las inclinaciones del asceta, escondidas hasta ahora en el santuario de la vida íntima, aparecieron al exterior con toda su rigidez. Fue una transformación como la que se obró siglos adelante en la existencia de Carlos Borromeo. La fisonomía del arzobispo de Milán tiene muchos puntos de contacto con la del arzobispo de Cantorbery. Aquellas maneras guerreras y fastuosas desaparecieron completamente; el hombre de Estado quedó convertido en hombre de Iglesia, con largas lecturas espirituales, ásperos cilicios, disciplinas, coro, pobreza y demás rigores monacales observados entonces en el cabildo de la iglesia cantuariense. A esto juntaba la administración de la justicia y el cuidado de los bienes territoriales de la diócesis, que hacían de él el primer lord del reino. Su nueva vida le permitió reflexionar mejor sobre los peligros del absolutismo que intentaba imponer el rey, que hería de un mismo golpe los derechos de la Iglesia y las libertades tradicionales de la nación.

El choque previsto por el canciller desde el momento de su elección se produjo irremediablemente. Un día anunció el rey a los príncipes del país que en adelante el fisco real se reservaba una contribución que antes pertenecía a los señoríos civiles y eclesiásticos. La asamblea, estupefacta, guardaba silencio, cuando el primado tomó la palabra en nombre de todos, diciendo:

—Señor rey: vuestra alteza no puede apropiarse ese dinero.
—¡Por los ojos de Dios!—repuso el rey, encolerizado—, mi fisco exigirá este censo.
—Por el mismo juramento—replicó Becket con serena majestad—, juro que ninguno de los terratenientes de mis iglesias entregará una sola moneda a vuestro fisco.

El rey no respondió, pero todos comprendieron que estaban rotas las hostilidades. Poco después hubo un nuevo encuentro con motivo de la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. Tratábase de exigir que todo clérigo culpable fuese remitido al tribunal del rey para sufrir su pena. El episcopado en masa se opone, alegando que aquello era contrario a todos los usos de Inglaterra. Enrique cambia de táctica y se contenta con pedir a los obispos que acepten las viejas costumbres. Descubriendo el lazo, Tomás se conforma con las viejas costumbres, pero «salvo el derecho de la Iglesia». Enrique comprende que ha sido burlado; pero, hábil en recursos, trabaja para dividir al episcopado, negocia en Roma, y logra una carta en que se invita al arzobispo a ceder en bien de la paz. Tomás acepta la fórmula real, pero «dejando a salvo la buena fe». El rey se declara satisfecho, y el 30 de enero de 1164, en la asamblea de Clarendon, redacta en dieciséis artículos las viejas costumbres, y exige su aceptación. Tomás promete verbalmente su observancia, pero no tarda en darse cuenta del sentido regalista que inspiraba aquella legislación. Entonces, pesaroso de haber claudicado momentáneamente, pronuncia contra sí mismo una suspensión a divinis, se abstiene de todo ministerio eclesiástico, hace las más duras penitencias y escribe al Papa implorando su perdón. Alejandro, en una respuesta paternal, le consuela, recordándole que en toda obra lo que importa es la intención. La suya ha sido buena y no tiene por qué atormentarse de aquella manera.

Entre tanto, el rey estaba furioso. Tomás es arrastrado delante de un tribunal de caballeros y condenado a prisión perpetua; pero logra evadirse entre las aclamaciones de la muchedumbre y los vituperios de los cortesanos. A un magnate que le llama traidor, responde con estas palabras:

—Si no tuviese este orden sagrado, os diría en el campo quién soy.

En Francia, Luis VII le recibe con veneración. El Plantagenet le reprocha su generosa hospitalidad «con un ex arzobispo».

—¿Un ex arzobispo?—responde el rey francés—. ¿Quién, pues, le ha depuesto? También yo soy rey, pero no puedo deponer al menor clérigo de mi reino. La política brutal de Enrique va más lejos. Amenaza a Alejandro III con ponerse bajo la obediencia de un antipapa que acababa de crear el emperador alemán Federico Barbarroja. La situación es difícil en Roma. Nombrado legado pontificio y habiendo vuelto, con ese motivo, a Inglaterra, Tomas Becket se dispone a excomulgar a Enrique, pero en la corte pontificia le detienen. Con grosera insolencia, Enrique se jacta de haber triunfado, de tener al Papa en el puño, y de haber comprado a los cardenales, y exige a Tomás que se someta a las «viejas costumbres» sin reserva alguna. «Nuestros padres—responde el arzobispo—murieron por no querer callar el nombre de Cristo, y yo tampoco suprimiré el honor de Dios.»

El día de Navidad de 1170, estando en su castillo de Bur, Enrique II, arrebatado por una de aquellas cóleras que tan bien conocían sus cortesanos, exclamó súbitamente:

—¡Cobardes, follones!
—¿Qué pasa señor? Decidnos en qué puede serviros nuestra espada.
—¡Cómo!—replicó el rey—. ¿No veis a ese clérigo? Vino a mi corte sin un perro chico, comió mi pan y se rebeló contra mí. ¿Y no habrá nadie que me libre de él? Estas palabras eran una evidente provocación al asesinato, y así lo comprendieron unos caballeros que había entonces en el castillo. Dispuestos a ejecutar aquella orden disfrazada, empezaron a tomar toda suerte de precauciones. Dos días después, Cantorbery amanecía rodeado de hombres de armas. Gentes sospechosas vagaban en torno al monasterio de San Agustín, junto al cual el arzobispo tenía sus habitaciones. Tomás comprendió que sus días estaban contados. En la noche del 28 al 29, después de rezar maitines, abrió la ventana y permaneció largo tiempo silencioso. Luego, dirigiéndose bruscamente a los que le asistían, interrogó:

—¿Podríamos llegar al puerto de Sandwich antes de amanecer?
—Ciertamente—respondieron.

Pero el arzobispo murmuró, mirando otra vez al Cielo:

—Que se haga la voluntad de Dios y en la Iglesia que Él me ha dado.

Al día siguiente, Tomás bajó al refectorio, como de ordinario. Terminada la comida, se retiró a su habitación con algunos monjes, entre los cuales estaba Juan de Salisbury, y allí conferenció algún tiempo con ellos, sentado sobre la cama, que, más que para descansar, le servía para decorar la sala. A eso de las tres de la tarde la puerta se abrió y entraron cuatro caballeros, que se sentaron frente al primado sin decir palabra. Al fin, uno rompió el silencio saludando con el saludo que se dirigía a las gentes de humilde condición:

—Dios te ayude.
— Un vivo rubor coloreó el rostro de Tomás, pero se contuvo. Después, uno de los cuatro le intimó las voluntades del rey.
—No puedo—contestó Tomás, y añadió—: Todo el que ofenda a la Iglesia de Dios, me encontrará en su camino.

Los caballeros abandonaron la habitación, pero una hora más tarde sus hombres llenaban el claustro. Era el momento en que tocaban a vísperas. Serenamente, el arzobispo se dirigió a la iglesia con algunos familiares.

—¿Dónde está el traidor?—gritó una voz en el sagrado recinto.

Nadie contestó.

—¿Dónde está el arzobispo?—dijeron a una los asesinos.
—El arzobispo está aquí—respondió Tomás—; el traidor, no.

Uno de los cuatro, asiendo su capa, intentó sacarle del templo; pero el arzobispo se agarró fuertemente a una columna, diciendo:

—¡Truhán, termina aquí mismo tu crimen!

Fulguró una espada en la penumbra invernal, viniendo a dar en la cabeza del mártir. Después un hacha cae en el mismo sitio. Tomás sigue en pie, rezando. Un tercer golpe le arroja en tierra. La corona episcopal, la parte superior de la cabeza está casi desprendida del resto del cráneo; pero la santa víctima recoge el último aliento para decir de rodillas ante el altar de San Benito:

—Muero por el nombre de Jesús y la defensa de su Iglesia.

Tomás, muerto, consiguió el triunfo de la causa por la cual había luchado toda su vida. El rey, sobrecogido de espanto, en encerró en su palacio sin hablar con nadie durante varios días. La Constitución de Claredon fue anulada, se restablecieron los viejos privilegios, se reconoció la justicia de las reclamaciones del muerto, y mientras en Roma se canonizaba al defensor de las libertades eclesiásticas, vióse en Cantorbery a Enrique Plantagenet arrodillarse, como peregrino y penitente, ante la tumba de su antiguo canciller, y, despojado de las insignias de la nobleza, someterse a la vergüenza de la flagelación en presencia de los obispos, los abades y los monjes.

(fuente: www.divvol.org)

sábado, 28 de diciembre de 2013

28 de diciembre: Santos Inocentes

Murieron por Cristo los niños inocentes, su gloria será eterna. Las madres padecieron por un tiempo, ahora comparten el triunfo.

Los Santos Inocentes: De acuerdo a un relato del Evangelio de san Mateo (2, 13-13), el Rey Herodes mandó matar a los niños de Belén menores de dos años al verse burlado por los magos de Oriente que habían venido para saludar a un recién nacido de estirpe regia.

A partir del siglo IV, se estableció una fiesta para venerar a estos niños, muertos como "mártires" en sustitución de Jesús. La devoción hizo el resto. En la iconografía se les presenta como niños pequeños y de pecho, con coronas y palmas (alusión a su martirio). La tradición oriental los recuerda el 29 de diciembre; la latina, el 28 de diciembre. La tradición concibe su muerte como "bautismo de sangre" (Rm 6, 3) y preámbulo al "éxodo cristiano", semejante a la masacre de otros niños hebreos que hubo en Egipto antes de su salida de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios (Ex 3,10; Mt 2,13-14).

En nuestro tiempo continúa la masacre de inocentes. Millones son masacrados por el aborto, millones más mueren abandonados al hambre... ¿Qué haces?.

Una voz se escucha en Ramá: gemidos y llanto amrgo: Raquel está llorando a sus hijos, y no se consuela, porque ya no existen" -Jr 31,15.

Te rogamos, Señor…

· Te pedimos padre por todas las personas aquí presentes que de una u otra forma colaboran en esta lucha por la defensa de la vida desde el momento de la concepción hasta su muerte natural. Dales la gracia, el valor y la fortaleza necesaria para vivir y trabajar diariamente según tu Santa Voluntad.

· Oremos por el Papa, defensor incansable de la vida y la dignidad de la persona humana. Oremos por los obispos, los sacerdotes y diáconos y por todos aquellos que tienen una responsabilidad en la comunidad cristiana.

· Te rogamos Señor que ayudes y protejas a todas aquellas familias que sufren conflictos graves que ponen en peligro su estabilidad y el bienestar de sus miembros, en especial de los más pequeñitos. Que Tu sabiduría los ilumine para que puedan encontrar en el AMOR la solución a sus problemas y logren obtener la paz y la tranquilidad necesarias para vivir según tu voluntad.

· Te pedimos Señor porque el actual desarrollo científico-biológico no atente contra la dignidad de la persona humana, sino que por el contrario lleve a la humanidad a tu encuentro, para que asombrados por la maravilla de la creación, sepamos amarla y respetarla.

· Te pedimos Padre, por todos los bebés que ahora corren peligro de ser abortados. Para que sus madres, iluminadas por la luz de tu Santo Espíritu, reconozcan en ellos la maravilla de Tu creación y cobijadas bajo el manto amoroso y maternal de María, encuentren el mejor camino para salir adelante de sus dificultades.

· Muy especialmente, te pedimos hoy Señor por todas aquellas personas que se dedican a practicar y promover el aborto. Que a través de Ti, logren conocer la verdad y comprendan que en cada pequeño ser que eliminan, está presente la maravilla de Tu creación y de Tu presencia. Ilumínalos para que comprendan el valor infinito de cada vida humana y, conscientes de su grandeza, aprendan a amarla y respetarla.

· Inspíranos Padre, para que recordemos que sin Ti nada podemos y que todo nuestro esfuerzo, vaya siempre encaminado a ser testimonio vivo del gran Amor de Dios hacia los hombres. Danos la fuerza y el valor que necesitaremos para continuar siempre fieles a tu palabra.

(fuente: www.corazones.org)

viernes, 27 de diciembre de 2013

27 de diciembre: Beata Sara Salkaházi

Sara Salkaházi (1899-1944)

 Nació el 11 de mayo de 1899 en Kassa-Košice. Provenía de una familia acomodada. Era una mujer inteligente, profesora y periodista. En contacto con sus alumnos, conoció los problemas sociales de los pobres, que después denunció en sus artículos periodísticos. Para ampliar sus horizontes y experimentar directamente lo que implicaba ser discriminado, aprendió el oficio de encuadernadora y también trabajó para una modista. Se afilió al partido socialista cristiano y fue redactora de su periódico, ocupándose sobre todo de problemas sociales femeninos.

En 1929, cuando tenía 30 años, solicitó ingresar en el instituto de las Religiosas de la Asistencia, congregación húngara fundada por Margit Schlachta para promover obras caritativas y sociales en favor de la mujer, actualmente presente en Estados Unidos, Canadá, México, Taiwan y Filipinas. Emitió los votos temporales en el año 1930. Eligió como lema de su vida religiosa las palabras de Isaías: «Heme aquí: envíame» (Is 6, 8).

Desempeñó su primera labor apostólica en su ciudad natal, donde organizó la obra caritativa católica. A continuación, fue enviada a Komárom con la misma finalidad. Creó una publicación católica femenina, gestionó una librería religiosa, dirigió un hospicio para pobres y también se dedicó a la enseñanza. Los obispos de Eslovaquia le encomendaron la organización del movimiento nacional de jóvenes. En aquella época impartía cursos de dirección y publicaba manuales.

En su corazón Sara albergaba el deseo de ir a misionar a China o a Brasil, pero el estallido de la segunda guerra mundial no se lo permitió. Después de algunas incomprensiones con sus superioras, en 1940 emitió los votos perpetuos.

Como directora nacional del movimiento católico de jóvenes trabajadoras creó el primer colegio húngaro para trabajadoras, cerca del lago Balaton. En Budapest abrió casas para trabajadoras y organizó cursos de formación.

Cuando el partido nacionalsocialista húngaro alcanzó el poder y comenzó a perseguir a los judíos, las Religiosas de la Asistencia dieron refugio a muchos. Por su parte, sor Sara, con grandes sacrificios y poniendo en peligro su vida, les brindó alojamiento en las casas que había fundado para las trabajadoras.

Durante una redada en Budapest, los soldados la detuvieron y la condujeron hasta un muelle a orillas del Danubio. Allí, mientras se hacía la señal de la cruz, la fusilaron, juntamente con la catequista Vilma Bernoviczs y las personas que había escondido en su casa. Era el 27 de diciembre de 1944; después arrojaron su cuerpo al río.

En 1996 la archidiócesis de Esztergom-Budapest inició su proceso de beatificación y canonización.

(fuente: www.vatican.va)

jueves, 26 de diciembre de 2013

26 de diciembre: San Esteban

SAN ESTEBAN
Protomártir
(† 37)

Un lustro hacía que Cristo había muerto en la cumbre del Calvario. Día tras día, sus discípulos se iban aumentando en la Ciudad Santa, venidos unos de las sinagogas de Palestina, otros de entre los judíos de la Diáspora. Los primeros, celosos conservadores de la lengua y costumbres hebreas en toda su integridad, despreciaban a los segundos, que en su continuo ir y venir a través del Imperio habían perdido la rigidez farisaica en su concepto de la vida. Sin embargo, un mutuo amor unía a los convertidos de uno y otro bando, y, como dicen los Actos de los Apóstoles, en aquella santa multitud sólo había un alma y un corazón, como no había más que una bolsa común.

Pero el poder de la gracia no llegó a destruir todas las prevenciones. Parecíales a los helenizantes que en la distribución diaria salían ellos perjudicados, y esto dio motivo a quejas y murmuraciones. Los Doce se dieron cuenta de ello, y resolvieron apaciguar los ánimos con un acto de desinterés. «No conviene — dijeron a los creyentes — que, abandonando la predicación, sirvamos nosotros a las mesas. Escoged, pues, entre vosotros siete hombres de probidad reconocida, llenos del Espíritu Santo y eximios por su sabiduría, para que les encomendemos este ministerio.» Inmediatamente la asamblea escogió esos siete hombres y se los presentó a los Apóstoles para que les impusiesen las manos. Eran los primeros diáconos, los ministros temporales de aquel régimen comunista que adoptaron los primeros discípulos de Jesús. Todos ellos llevaban nombres griegos, lo cual parece ser un indicio de que procedían de entre el grupo de la Dispersión. Al frente de ellos se hallaba Esteban, «hombre lleno de fe».

Ellos debían administrar los bienes de la Iglesia, distribuir leí limosna entre los pobres y dispensar la Eucaristía a los fieles, y aun ayudar a los Apóstoles en la predicación. Por aquellos días, el grupo de los discípulos del Crucificado gozaba de paz y de respeto. Uno de los más grandes doctores, Gamaliel, le miraba con simpatía; varios de entre los sacerdotes y los levitas se habían agregado a él, y en cuanto a los jefes de la sinagoga, la familia de Anas, ocupábanse más de política que de religión. Nada al exterior distinguía a la fervorosa comunidad gobernada por Pedro del resto del judaísmo. Observaba la ley mosaica, acudía al templo tres veces al día y parecía acatar las viejas tradiciones. Sus miembros eran, a los ojos del pueblo, fariseos más perfectos que los demás, verdaderos celadores del mosaísmo. Pronto, sin embargo, nació la sospecha de que los discípulos de Cristo querían separarse de la sinagoga. Se les espió, se les odió, y el odio se convirtió en una persecución sangrienta.

Era natural que la primera manifestación de aquella tendencia separatista viniese de los helenizantes, ajenos ya a muchas prescripciones del espíritu farisaico y preparados a sacar las consecuencias de la enseñanza del Maestro cuando hablaba del culto en espíritu y en verdad, de la destrucción del templo, del remiendo que se echa a un vestido usado, del vino nuevo en odres viejos. Esteban fue el primero en predicar este aspecto de la buena nueva, y su intervención levantó las más furiosas contradicciones. Pedro y los demás Apóstoles callaban todavía, y esta actitud hace más notable la audacia del santo diácono. Nada nos dice el texto sagrado sobre su origen. Probablemente pertenecía al grupo de los helenizados, y es casi seguro que había visto a Jesús, puesto que le reconoció, próximo a morir viéndole a la diestra del Padre. Su historia comienza con la elección de los diáconos. Inmediatamente empieza a distinguirse por su intrepidez. «Estaba lleno de fe y del Espíritu Santo.» Como los Apóstoles, «empezó a obrar grandes prodigios y maravillas en el pueblo.» Hombre impetuoso, buscaba la controversia; instruido en las letras helénicas, buscaba a los doctores más ilustres de la Dispersión, y discutía en todas las sinagogas que los judíos de fuera de Palestina tenían en Jerusalén: la de los libertos de Roma, la de los alejandrinos, la de los cirenenses, la de los asiáticos y la de los de Cilicia, en la cual disputó acaso con el joven fariseo Saulo de Tarso.

El magnánimo diácono no se contentaba con exponer su doctrina, como los Apóstoles; la defendía acaloradamente, la presentaba con toda su claridad, deshacía argumentos de los adversarios, y siempre llegaba a la misma conclusión: poniendo a Cristo por encima de Moisés, declaraba su doctrina independiente de las prescripciones levíticas, llegando a decir que el templo dejaría de ser el único lugar donde Yahvé debía ser adorado. «Los jefes de las sinagogas de extranjeros se levantaban contra él, pero nadie podía resistir a la sabiduría y al Espíritu que en él hablaban.» A falta de argumentos, tenían un buen medio de ahogar la verdad: el que habían usado unos años antes contra el Maestro. Los sucesos políticos les ofrecieron un momento propicio para ello.

Desde su isla de Caprea, un viejo «alto y encorvado, de miembros frágiles, de frente calva, de faz roída por las úlceras y cubierta de emplastos», enviaba a Roma edictos de proscripción y de muerte. A pesar de todo, tenían que agradecer la política moderada de Tiberio. Poncio Pilato acababa de ser removido de Palestina por sus crueldades con los samaritanos, y Jerusalén estaba sin procurador. En este momento llega la noticia de la muerte de Tiberio, y los sanedritas se aprovechan de todas estas circunstancias para recuperar los derechos de vida y muerte que Roma les había retirado. El fanatismo se aumenta, y los doctores, humillados por la elocuencia del diácono, creen llegado el momento de ejecutar su venganza. Como en el proceso de Jesús, empezóse por alborotar a la muchedumbre. En medio de la agitación, los helenistas se arrojaron sobre Esteban y le arrastraron a la amplia sala del Gazith, contigua al Sancta Santorum, donde el Sanedrín tenía sus sesiones. Los testigos entraron uno a uno, hicieron su juramento y formularon su acusación. Era la misma que se había presentado contra Jesús, pero ahora los testimonios estaban más conformes. «Este hombre—decían todos ellos—no cesa de hablar contra el lugar santo y la ley, porque le hemos oído decir que Jesús de Nazareth destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que Moisés nos ha dejado.»

Esteban escuchaba sereno las acusaciones, y hasta miraba con cierto aire de agresividad. Cuando el gran sacerdote le preguntó: «¿Es verdad todo esto?», no quiso responder explícitamente, porque se proponía predicar por última vez su doctrina, como lo había hecho en las sinagogas. Aún conservamos, palabra por palabra, este discurso, recogido por los notarios del Sanedrín, y transmitido a San Lucas, probablemente por Saulo de Tarso, que fue uno de los jueces. Su concepción nos desconcierta a primera vista. Vemos al diácono internándose en una selva de recuerdos históricos y de digresiones que parecen no tener relación ninguna con su causa. Pero es el Oriente quien habla, y esa manera refleja un gusto plenamente oriental. «Hermanos y padres míos, escuchad.» Así empezó el acusado. Después continuó: «El Dios de gloria apareció a nuestro Padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia, y le dijo: Sal de tu país y de tu parentela y ve a la tierra que Yo te mostraré. Entonces, saliendo de la tierra de los caldeos, habitó en Carán. Y después que murió su padre. Dios le hizo pasar a esta tierra que ahora habitáis... E hizo con él la alianza de la circuncisión, y más tarde, Abraham, habiendo engendrado a Isaac, le circuncidó al octavo día. Isaac circuncidó a Jacob; Jacob, a los doce patriarcas.»

Gran sorpresa en la concurrencia: un hombre sobre el cual pesa la pena capital, que no se defiende, ni se digna siquiera mirar a sus acusadores. Sin embargo, se le escucha, y se le escucha con complacencia. Todos miran su cara «como la cara de un ángel». Es joven y hermoso; el Espíritu obra en él, inflamando su corazón, su rostro y su mirada. Tal vez no han llegado a comprender la intención de esta primera parte del discurso: antes del pacto de la circuncisión, Dios puso sus ojos en Abraham sin mirar otra cosa que su fe. Es el pensamiento que más tarde desarrollará uno de aquellos oyentes, que ahora asaetea al diácono con miradas de odio. Habló luego de José, insinuando a los jueces que habían rechazado un Salvador más grande que el hijo de Jacob. Tampoco le comprendieron. Exalta la figura de Moisés, cuya ley se le acusaba de destruir; pero aduce textos mosaicos relativos a la cesación de la ley y del templo. Había tocado el fondo de la cuestión, y los sanedritas seguían escuchándole entre aburridos y desdeñosos; hasta que el reo, después de recordar los últimos tiempos de la historia de Israel, inflamado por una visión de infidelidades, matanzas y apostasías, exclamó sin poderse contener: «¡Cabezas duras, incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís eternamente al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Qué profeta no persiguieron? Mataron a los que anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros habéis entregado y crucificado, vosotros que habéis recibido la ley por ministerio de los ángeles y no la guardáis.»

No pudo decir más. Un salvaje clamoreo se levantó del grupo venerable de los sanedritas. Parecían una manada de lobos que aullaban en uno de esos accesos de furia que sólo el Oriente conoce. Seguro de que iba a morir, levantó los ojos al Cielo, y, en un arrobamiento inefable, exclamó: «He aquí que veo los Cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la diestra de Dios.» Estas palabras, las mismas que Cristo había pronunciado para anunciar su próximo triunfo, parecieron una nueva blasfemia. Gritando frenéticamente y tapándose los oídos, se arrojaron sobre Esteban y le sacaron de la ciudad para apedrearle. Atravesaron la Puerta Dorada, y al llegar al valle del Cedrón, enfrente de Gethsemaní, los testigos, «colocando sus mantos a los pies de un adolescente que se llamaba Saulo», arrojaron las primeras piedras. El protomártir, acordándose del ejemplo del Maestro, poniéndose de rodillas, clamó en voz alta: «Señor, no les imputes esto a pecado.» Luego volvió a caer y se durmió en el Señor.

(fuente: www.divvol.org)

miércoles, 25 de diciembre de 2013

25 de diciembre: La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo

Manifestación del Verbo de Dios a los hombres, 25 de diciembre.

Con la solemnidad de la Navidad, la Iglesia celebra la manifestación del Verbo de Dios a los hombres”. En efecto, éste es el sentido espiritual más importante y sugerido por la misma liturgia, que en las tres misas celebradas por todo sacerdote ofrece a nuestra meditación “el nacimiento eterno del Verbo en el seno de los esplendores del Padre (primera misa); la aparición temporal en la humildad de la carne (segunda misa); el regreso final en el último juicio (tercera misa)” (Liber Sacramentorum).

Un antiguo documento del año 354 llamado el Cronógrafo confirma la existencia en Roma de esta fiesta el 25 de diciembre, que corresponde a la celebración pagana del solsticio de invierno “Natalis solis invicti”, esto es, el nacimiento del nuevo sol que, después de la noche más large del año, readquiría nuevo vigor.

Al celebrar en este día el nacimiento de quien es el verdadero Sol, la luz del mundo, que surge de la noche del paganismo, se quiso dar un significado totalmente nuevo a una tradición pagana muy sentída por el pueblo, porque coincidía con las ferias de Saturno, durante las cuales los esclavos recibían dones de sus patrones y se los invitaba a sentarse a su mesa, como libres ciudadanos. Sin embargo, con la tradición cristiana, los regalos de Navidad hacen referencia a los dones de los pastores y de los reyes magos al Niño Jesús.

En oriente se celebraba la fiesta del nacimiento de Cristo el 6 de enero, con el nombre de Epifanía, que quiere decir “manifestación”; después la Iglesia oriental acogió la fecha del 25 de diciembre, práctica ya en uso en Antioquía hacia el 376, en tiempo de San Juan Crisóstomo, y en el 380 en Constantinopla. En occidente se introdujo la fiesta de la Epifanía, última del ciclo navideño, para conmemorar la revelación de la divinidad de Cristo al mundo pagano.

Los textos de la liturgia navideña, formulados en una época de reacción contra la herejía trinitaria de Arrio, subrayan con profundidad espiritual y al mismo tiempo con rigor teológico la divinidad y realeza del Niño nacido en el pesebre de Belén, para invitarnos a la adoración del insondable misterio de Dios revestido de carne humana, hijo de la purísima Virgen María.

(fuente: catholic.net)

martes, 24 de diciembre de 2013

24 de diciembre: Santa Paula Isabel Cerioli

Nació en Soncino, provincia de Cremona (Italia), el 28 de enero de 1816, en el seno de la noble y rica familia Cerioli. La bautizaron con el nombre de Costanza. Desde su más tierna infancia aprendió la severa lección del sufrimiento, pues su cuerpo era frágil y enfermizo. Estaba dotada de grandes virtudes espirituales, que su madre, con su sensibilidad, supo desarrollar. En especial le infundió la solicitud por la miseria, tan extendida entre la gente de los campos de Soncino.

 De los diez a los dieciséis años fue enviada a estudiar al colegio de las Religiosas de la Visitación, de Alzano, en el que ya estaba su hermana Cecilia y donde destacó por su bondad y por la diligencia en el estudio. En el sufrimiento y en la soledad aprendió pronto a poner su confianza en Dios.

A los diecinueve años, el 30 de abril de 1835, en un matrimonio arreglado por sus padres, que ella aceptó como voluntad de Dios, se casó con un hombre de cincuenta y ocho años, Gaetano Buzzecchi, heredero de los condes Tassis. En las difíciles relaciones con su marido, enfermo y espiritualmente alejado, Costanza fue siempre generosa, paciente y dócil. Tuvieron cuatro hijos, tres de los cuales murieron casi al nacer, y el cuarto, Carlo, a los dieciséis años.

Su deseo de maternidad había guiado y sostenido su ardua experiencia matrimonial. Al perder a sus tres hijos pequeños, dedicó todo su cariño al único que había sobrevivido. En esta relación puso en juego toda la original riqueza de su método educativo, que le serviría más adelante como instrumento valioso para su apostolado.

Dios le pidió también el sacrificio de su hijo Carlo, el cual se vio afectado por una grave enfermedad. A pesar de intentar curarlo con todos los medios posibles, poco después falleció. Sin embargo, antes de morir, le dijo estas palabras proféticas: "Mamá, no llores por mi próxima muerte, porque Dios te dará otros muchos hijos". Ella, meditando en la maternidad universal de la Virgen de los Dolores, comprendió que las palabras de su hijo Carlo se realizarían en una maternidad espiritual con respecto a los necesitados y los enfermos, especialmente los niños solos y abandonados.

Pocos meses después de la dolorosa muerte del último de sus hijos, quedó viuda, a la edad de treinta y ocho años -su marido murió el 25 de diciembre de 1854-, única heredera de un ingente patrimonio. Entonces, entró en una crisis existencial, en la que sólo la sostuvo la fuerza de la fe y la ayuda espiritual de dos obispos de Bérgamo.

Con esta luz se dedicó a buscar el sentido de lo que le había acontecido y lo que Dios quería de ella. Y encontró su camino en el servicio desinteresado y generoso a los niños pobres.

Comenzó abriendo su rico palacio de Comonte a dos niñas huérfanas. Poco a poco fue aumentando el número de los niños abandonados que acogía y atendía, así como el de personas a las que encargaba de su formación y asistencia.

La congregación de las Religiosas de la Sagrada Familia comenzó formalmente el 8 de diciembre de 1857, en Soncino, con la profesión religiosa de la fundadora, que cambió el nombre de Costanza por el de Paula Isabel. Pocos años después, el 4 de noviembre de 1863, puso las bases de la rama masculina, los Hermanos de la Sagrada Familia, que se dedican al trabajo y al apostolado en el campo.

Escribió personalmente las Constituciones de ambos institutos, que fueron aprobadas por el obispo de Bérgamo.

Ella misma explica la vocación y el carisma de su congregación: "La humildad, la sencillez, el amor al trabajo, a imitación de la Sagrada Familia de Nazaret, formarán el espíritu propio de este instituto". En el centro de su espiritualidad está la caridad, subrayando una profunda relación personal con Dios.

Consumó su débil salud en la asistencia caritativa y en la actividad religiosa. Murió en Comonte, el 24 de diciembre de 1865, a los 49 años.

Fue beatificada el 19 de marzo de 1950 por el Papa Pío XII.

(fuente: www.vatican.va)

sábado, 21 de diciembre de 2013

21 de diciembre: San Pedro Canisio

SAN PEDRO CANISIO
Presbítero y Doctor de la Iglesia
(1521-1597)
Sacerdote Jesuita (S.J)

El mismo año en que Lutero rompía definitivamente con Roma nacía en Nimega Pedro de Canis, el mayor de sus adversarios. Su tierra es entonces un campo de lucha teológica, que envenena los ánimos, revuelve los colegios y las Universidades, siembra la discordia en los hogares, y en los mismos conventos enciende rencores y batallas. Afortunadamente, él crece en un hogar donde hay amor por las viejas tradiciones religiosas. Su padre, burgomaestre de la ciudad, es un católico convencido; su madre, en el momento de morir, reúne a sus hijos junto a su lecho y les hace jurar que nunca se dejarán seducir por las nuevas doctrinas. Esta escena dejó una impresión imborrable en el alma del joven. Por esta época, Pedro seguía sus estudios universitarios en Colonia. Era un estudiante asiduo, brillante y piadoso. A los diecinueve años se doctora en artes y hace voto de castidad perpetua. Sus mejores amigos son, por este tiempo, el hagiógrafo Surio y el ascético cartujo Juan Landspergio. En Maguncia conoce a Pedro Fabro, el primer compañero de San Ignacio; hace bajo su dirección los ejercicios ignacianos y entra en la Compañía (1543). Es el primer jesuita alemán.

Desde este momento se anima su existencia con una idea que jamás perderá de vista: la lucha contra el protestantismo. Los ojos del fundador se fijan en él; quiere completar personalmente su formación, y le llama a Roma. En 1548 enseña retórica en Mesina, un pequeño rodeo que parece alejarle de su obra apostólica, pero que sirve para probar la sinceridad de su vocación y su espíritu de sacrificio. Así moldeaba Ignacio a los hombres. El año siguiente reaparece en Alemania, inaugurando sus empresas misionales con un espíritu siempre en tensión, con un entusiasmo que no desmayará un solo momento. Brilla como educador de la juventud, como predicador y misionero, como organizador de la Compañía en su país y provincial de ella durante muchos años, como consejero y director de príncipes, como campeón del catolicismo en las dietas del Imperio, como nuncio de los Papas y como publicista formidable y apóstol de la unidad. Pero la idea que inspira, armoniza e ilumina esta vida agitada y multiforme es siempre la misma: detener la pretendida reforma de los innovadores y oponer a ella un movimiento de verdadera y saludable reforma religiosa. Su corazón se estremece al pensar en los progresos que la predicación del nuevo Evangelio hace en los países del Rin y del Danubio. Era preciso obrar con rapidez si Austria y Baviera habían de librarse de aquel diluvio que avanzaba desde Sajonia y Prusia.

Pedro Canisio se lanza a su empresa con una confianza sin límites, y la prosigue durante medio siglo con una energía de hierro y una táctica admirable. Es un combate prolongado, en que el entusiasmo más ardiente se junta con la más prudente cautela. Empieza con la Universidad. Canisio quiere en ella más estudio, más piedad, más escolástica. Enseña teología en Ingolstadt, y en Viena arroja de los claustros universitarios el fermento de la herejía, y despierta el fervor católico entre los profesores y los estudiantes. «A mi ver—escribía a San Ignacio—, la reforma de la educación es el mejor auxiliar de la fe.» Si trabaja por extender el instituto de la Compañía, es a fin de abrir un colegio bien orientado en las principales ciudades del Imperio.

Pero su palabra no puede quedar encerrada en el ámbito estrecho de las aulas; necesita los grandes espacios de las catedrales, la libertad de las plazas, el aire puro de los campos. Más aún que profesor es predicador. Quiere ponerse en contacto con la masa del pueblo, y predica lo mismo en la corte que en la aldea, sin buscar otra cosa que la instrucción de las gentes y el acrecentamiento del nivel cultural y religioso. Serena, clara, lógica en la exposición de la doctrina, animada por una convicción intima y penetrante, servida por un conocimiento profundo de la Escritura y de la tradición, realzada por todos los atractivos de un carácter noble y una virtud acrisolada, aquella elocuencia tenía un poder maravilloso de persuasión y nunca se prodigaba sin dejar gérmenes de salvación en las almas. No era arrebatada y deslumbrante, como había sido la de Juan Capistrano, como será la de Fidel de Sigmaringen, pero hacía pensar, desmenuzaba el error, conmovía el espíritu para inquietar luego el corazón. Era una palabra densa y firme, que no se desdeñaba de tomar los aires humildes de la catequesis, de dirigirse a los niños, de resonar en el palacio imperial y en la iglesia destartalada del pueblo escondido entre bosques y montañas. Pedro Canisio se había dado cuenta de que no eran brillantes discursos lo que se necesitaba, sino sencillas explicaciones de la doctrina cristiana; y él, consejero regio, maestro universitario, teólogo de los Concilios, gozaba viéndose rodeado de muchachos y explicando los artículos fundamentales de la fe. Este celo para desterrar la ignorancia de los católicos le inspiró la Suma de la doctrina cristiana, la más famosa y la más popular de sus obras. Se trata de un sencillo catecismo, pero un catecismo donde todo es orden, precisión, claridad, exactitud; un catecismo donde están expuestas la sabiduría y la justicia cristianas, es decir, el dogma y la moral, de una manera tan perfecta, que entonces era imposible encontrar nada semejante. Las ediciones se agotaron con tal rapidez; que en un siglo aparecieron cerca de quinientas en todas las lenguas de Europa.

Pero no bastaba sostener el espíritu vacilante de los católicos; era necesario hacer frente a la audacia de los luteranos; y éste es otro de los aspectos de aquella prodigiosa actividad. Pedro Canisio es un temible controversista.

La más exquisita caridad se junta en él a la dialéctica más severa. Pocas palabras y muchas razones; ésta parece ser su consigna. No traicionar nunca la verdad, pero tampoco hacerla odiosa con la petulancia. «Lo que todo el mundo busca—escribía a un amigo—es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los extraviados, pero sin irritarles.» Esta mansedumbre no era debilidad, sino virtud; era un método de polémica religiosa profundamente meditado y tenazmente seguido, cuyos frutos fueron tales, que los vencidos, jugando con el nombre del polemista, le llamaron Canis austriacus, el perro de Austria. Canisio se encuentra con Melanchthon en el coloquio de Worms y le hace enmudecer, o, mejor dicho, responder con injurias; discute con los corifeos de la herejía, los persigue en la corte de Fernando I y de Maximiliano; va a Augsburgo a Viena y de Viena a Praga; negocia en Roma los asuntos de su patria; asiste a las sesiones del Concilio de Trento y se le ve al lado de los príncipes, de los obispos y de los legados apostólicos, apoyando siempre la marcha triunfante de la verdadera reforma. De día habla, predica, negocia, discute; de noche ora y escribe obras de edificación, de exégesis de teología y de controversia. La pluma es para él un nuevo instrumento de apostolado. Emprende una refutación completa, ordenada y documentada de los errores protestantes contenidos en los libros de los centuriadores de Magdeburgo, que no sólo habían atacado a la Iglesia romana en el terreno del dogma y la disciplina, sino también en el de la Historia. Empieza su obra lleno de confianza y de entusiasmo; tiene una fe ciega en su virtud como máquina de guerra contra la herejía; lleva ya publicados dos volúmenes, en los cuales hasta sus mismos enemigos reconocen verdaderos monumentos de erudición y de sabiduría, cuando recibe la orden de interrumpir su trabajo y de retirarse a Suiza, donde pasa los últimos lustros de su existencia entregado al ministerio de la enseñanza y de la predicación, es decir, a la restauración del sentimiento religioso.

Todo en la vida de San Pedro Canisio tiene esa finalidad. En sus relaciones con los príncipes católicos, seglares o eclesiásticos, en su conducta como nuncio del Papa o provincial de su Orden, en la influencia que tuvo dentro de los Concilios o de las dietas imperiales, en sus andanzas misioneras de pueblo en pueblo y de provincia en provincia, en su actividad universitaria y en sus intervenciones como diplomático, la idea fija que le mueve es siempre el despertar entre los católicos un movimiento de fe activa y militante para oponer una barrera al protestantismo. El mismo fin tiene su apostolado literario, dogmático o popular. Jamás se detiene en la especulación pura. Consagrado últimamente con el título de Doctor, pudiéramos llamarle el Doctor Práctico. Más que un hombre de letras, fue un hombre de acción; un reformador con respecto a los suyos, y "con respecto a los adversarios, un contrarreformador. Es un hecho que el catolicismo se mantuvo y refloreció en las regiones por él evangelizadas, y que el descenso de la expansión protestante coincide con el principio de su apostolado. No fue, ciertamente, el único obrero del renacimiento católico, pero fue el más celoso promotor, y no sin justicia se le ha podido llamar el segundo apóstol de Alemania.

(fuente: www.divvol.org)

viernes, 20 de diciembre de 2013

20 de diciembre: Santo Domingo de Silos

SANTO DOMINGO DE SILOS ha tenido suerte con sus biógrafos. A los pocos años de su muerte, su discípulo Grimaldo recoge con amor los principales hechos de su vida y milagros, de muchos de los cuales fue testigo ocular, y nos deja tres libros escritos en un latín nada común para su tiempo.

Más tarde, Berceo inmortalizará el nombre de Santo Domingo de Silos en el ameno campo de la literatura con sus ingenuas y deliciosas rimas en román paladino.

Poco después, el monje Pero Marín relata en sus Miraculos Romanzados las maravillas que obró el Redentor de Cautivos a mediados del siglo XIII, dejando a la posteridad una de las más antiguas y encantadoras muestras de la incipiente prosa de la lengua castellana.

En los siglos XVII y XVIII, los Padres Gómez Castro y Vergara describen prolijamente, con entusiasta cariño, la historia y milagros de nuestro Padre en el estilo agradable y enfático, propio de su época.

Finalmente, en nuestro inquieto siglo XX, el P. Rafael Alcocer nos regala con una biografía completa de Santo Domingo, que es una obra maestra de literatura y fina psicología, presentada con artístico primor.

Si a esto añadimos los largos capítulos que le dedican Dom Ferotin, P. Serrano, etc., en sus respectivas historias de la Abadía, puede decirse que es abundante y rica la biografía de Santo Domingo de Silos.

No obstante eso, como los libros de los autores antiguos andan tan escasos que casi resultan una curiosidad bibliográfica, y el reciente del P. Alcocer no está al alcance intelectual y económico de todos, hemos creído de alguna utilidad condensar en estas sencillas páginas cuanto ellos dijeron, sirviéndonos más largamente de la monografía del P. Rafael, porque resulta, a pesar de sus apariencias un poco novelescas, la más completa y documentada.

Las hemos escrito sin arreos científicos ni pretensiones literarilias, pensando únicamente en sus hijos de Silos, de Cañas y la Rioja y en los muchos admiradores y devotos del Taumaturgo Español.


CAPITULO PRIMERO: NACIMIENTO Y PRIMEROS AÑOS DE DOMINGO

Cuenta la tradición que Santo Domingo vino al mundo en el célebre año mil de la era cristiana o en los albores del siglo XI, en la pequeña y riente villa de Cañas, territorio de Nájera, que en aquellos tiempos pertenecía al reino de Navarra. Llamábase su padre Juan, del noble linaje de los Mansos, que entonces hallábase representado por dos familias : la primogénita, que radicaba en la villa inmediata de Cañas de Ayuso, llamada hoy Canillas, y la segunda en Cañas. El jefe de esta segunda rama era el honrado caballero, padre da nuestro Santo, que resplandecía, más que por lo elevado de su alcurnia, por su profunda fe religiosa y arraigadas virtudes cristianas. Con ese carácter aparece siempre en las escasas referencias que le dedica el biógrafo Grimaldo. En cambio, su madre, a quien Salazar y otros historiadores modernos llaman Toda, no parece haber dado muestras de señalada piedad. Entusiastas biógrafos de Domingo, han querido emparentar a sus progenitores con las más nobles familias de Navarra y de Castilla ; lo cierto es que, si bien eran infanzones de linaje, su situación económica no debía de ser muy desahogada, tal vez por no pertenecer a la rama primogénita, o por reveses de guerras y de fortuna, tan frecuentes en aquel siglo.

Criaron a Domingo con el cuidado y esmero correspondiente a su posición social, y desde temprana edad dio muestras de ser un joven inteligente, despierto y de precoz seriedad, al parecer desproporcionada con el menguado desarrollo de su naturaleza, ya corta para sus años.

Niño aún, semejaba hombre maduro; huyendo de los juegos propios de sus compañeros, asistía a los Oficios divinos con tal gravedad y cordura, que revelaba en él un profundo espíritu de fe, escudriñador de los misterios y enseñanzas encerradas en los cultos litúrgicos. Dice Grimaldo, tal vez exagerando un poquito, que no conocía más que a sus padres en el pueblo, y aunque todos se maravillaban de su retraimiento, no debía parecerles efecto de orgullo altanero de raza, pues supo captarse la simpatía de todos sus convecinos, simpatía que llevaba consigo el cariño, según la expresión de Berceo : De grandes e de chicos era mucho amado.

Resumiendo los primeros años de Domingo, bien pueden aplicársele aquellas palabras con que San Gregorio sintetiza la niñez del Patriarca de Casino: que, venciendo a la naturaleza la gracia, pasó de los términos de la infancia a una santa ancianidad de costumbres.

Desde muy niño se había despertado en su alma la avidez de las cosas divinas y de las letras ; pero al entrar en la pubertad, a los catorce o quince años, exigencias de la vida familiar vinieron a echar por tierra los planes de estudios, pues sus padres se vieron precisados a confiarle la guarda de sus ganados. Para cohonestar ante sus piadosos lectores un cambio tan brusco y extraño, el monje biógrafo describe prolijamente cómo los antiguos patriarcas y reyes, Moisés, Jacob, David, honraron y santificaron este oficio al parecer humilde; pero todas estas digresiones no nos explican las verdaderas causas, que debieron de ser las que dejamos antes señaladas.

Dócil y sumiso a sus mayores, el joven Domingo renunció por entonces a sus sueños de estudiante, y durante los cuatro años que ejerció el oficio de pastor trató de estudiar y conocer a Dios en el libro de la naturaleza, ya que no podía hacerlo en los códices y pergaminos.

En aquellos graciosos valles y colinas no muy altas que rodean al pueblo de Cañas, a la vez que se robustecía su cuerpo, su espíritu se iba vigorizando también y adquiría aquel temple meditativo y sereno que comunica insensiblemente la contemplación y convivencia con la naturaleza. La memoria de las gentes del país ha sabido guardar cariñosa el recuerdo de la loma donde el Santo pastoreaba de costumbre. Es un altozano, pobre de vegetación y muy próximo al pueblo, junto al antiguo convento de Santa María.

Lo que le obligaba a permanecer horas enteras con su ganado en un lugar casi baldío era su noble instinto de caridad. Por allí pasaban de ordinario los pobres y peregrinos que iban a Compostela a visitar el sepulcro del apóstol Santiago. Su corazón piadoso y compasivo, al verlos míseros o cansados, les ofrecía generosamente la densa leche de sus ovejas para socorrer sus necesidades. Y tantas veces debió de repetir este caritativo acto, que llamó la atención de sus paisanos. Algunos vecinos notificaron al padre de Domingo que su hijo no salía jamás de aquel cerro, yermo y baldio, y que no solamente las ovejas carecían de pasto, sino que el zagalejo, demasiado sencillo, regalaba con la leche a cualquier caminante.

Aunque interiormente gozoso de ver la nobleza del corazón de su hijo, cuando éste se presentó por la noche, y puesto de rodillas, según tenía de costumbre, le pidió la bendición, el padre, con algún ceño, le hizo cargo de cuanto le habían dicho. Domingo escuchole con respeto, pero cuando hubo terminado, le indicó que lo mejor era comprobar si su rebaño estaba desmedrado. Al día siguiente el bueno de Juan Manso pudo ver con asombro que su ganado era el más lucido que jamás pastó en los abundantes montes del contorno. De este modo tan palpable y milagroso bendecía Dios la caridad de su joven siervo, que sabía corresponder a las inspiraciones del cielo y a las miras providenciales que sobre él tenía, pues como dice Grimaldo, aun en la misma cuna le adoctrinaba; pensamiento que traduce Berceo con aquel verso: Que lo iba ganando el Rey de Majestad.

La tradición local ha guardado el recuerdo de otro prodigio obrado por el joven Domingo cuando aún era pastor. En lo más fuerte del estío, movido de compasión al ver la sed ardiente de sus compañeros, hizo brotar una fuente a unos doscientos pasos del priorato de Santa María de Cañas, la cual aun hoy día lleva el nombre de Fuente del Santo. Sus aguas, en el decurso de los tiempos, han obrado singulares curaciones en los devotos que las han tomado con fe.


CAPITULO II: SANTO DOMINGO, SACERDOTE

Después de ejercer cuatro años el oficio de pastor, los padres de Domingo, mejorada algún tanto su situación económica, pudieron satisfacer aquellas bellas aspiraciones que el zagalillo creía rotas para siempre. Secundando, pues, sus piadosos deseos de consagrarse a Dios en la vida sacerdotal, le dedicaron como clérigo, tal vez con patrimonio de la familia, al servicio y ayuda del sacerdote de la parroquia, con el cual aprendió los Salmos de David, el canto eclesiástico y el Evangelio, enayándose en la lectura y comprensión de los libros de la sagrada Escritura, pasionarios y homilías de los santos Padres que más frecuentemente se recitaban en los Oficios divinos. Así se fue desarrollando en él, avivada por su natural despejo, la sed del estudio eclesiástico y a la par su vocación al sacerdocio. Para conseguirlo tuvo que poner nuestro Santo toda la energía de su carácter. Porque, si bien es verdad que en su niñez había recibido una seria instrucción de las primeras letras, y, tal vez, los rudimentos del latín en el priorato benedictino de Santa María, sin embargo, el emprender ahora y llevar adelante los estudios señalados, debió costarle grandes esfuerzos por lo brusco del cambio y porque sus facultades estaban ya desacostumbradas a esa clase de trabajos.

Ponderando Berceo el ahínco con que se entregó a los estudios, dice graciosamente: Non facíe entre día luenga meridiana, anduvo algo aprisa la primera semana.

No nos consta con certidumbre si hizo toda la carrera eclesiástica en su pueblo, ya que solía haber especie de seminarios parroquiales ; o bien, cursó lo que llamaríamos hoy la teología, en la próxima ciudad episcopal de Nájera. Lo cierto es que sabedor de todo don Sancho, obispo de esta ciudad, y admirado de las virtudes y extraordinarios progresos del joven Domingo en los estudios, determinó hacer con él una distinción bien señalada, que es por sí misma el elogio más elocuente de las dotes intelectuales y morales de nuestro Santo.

Disponía la disciplina conciliar de aquellos tiempos que los diáconos y presbíteros no recibieran las órdenes sagradas hasta haber cumplido los veinticinco y treinta años, respectivamente. A pesar de esta ley, el obispo de la diócesis se decidió a conferir a Domingo el presbiterado cuando apena.s contaba veintiséis años; de suerte que, a la edad en que Ios otros clérigos recibían el diaconado, tuvo el Santo la dicha de celebrar su primera Misa, el primer encuentro de su alma sacerdotal con Cristo, en el altar. Y es que el suave olor de las extraordinarias virtudes y ciencia de Domingo se había extendido por toda la comarca, cubriéndole de gloria y de prestigio.

Como por una escala de gracias y virtudes había subido rápidamente a la sublime cumbre del sacerdocio. Berceo simboliza este rápido progreso en los caminos de Dios con una comparación llena de gracia y de verdad :

Tal era como plata, mozo casto gradero,
la plata tornó oro cuando fue epistolero.
el oro margarita cuando fue evangelistero,
cuando subió a preste semejó al lucero.


CAPITULO III: SANTO DOMINGO EN EL DESIERTO

Una vez ordenado sacerdote, Domingo continuó en la villa de Cañas viviendo con sus padres, pero adscrito a la iglesia parroquial. Según las costumbres de la época, debía alternar con el párroco y demás sacerdotes en el servicio y cuidado de la iglesia y celebración de la Misa mayor.

Aunque de ordinario el ministerio de la predicación estaba reservado a los párrocos, las cualidades extraordinarias de nuestro Santo dieron ocasión a que se le confiase el ejercicio de todos los oficios sacerdotales. Domingo dirigía a los fieles la divina palabra, visitaba a los enfermos, cuidaba a los pobres, componía a los querellantes ; en una palabra, vino a ser el verdadero padre espiritual de todos sus compaisanos.

Pero a su espíritu activo y sediento de más alta perfección cristiana, de mayores horizontes espirituales, pareció grave obstáculo el vivir con la familia y encerrado en un pueblo de escasa vecindad, donde quedarían ahogados sus altos ideales con las menudas preocupaciones de la vida casera. Por eso, al año y medio de su ordenación, resolvió dejar resueltamente el mundo y retirarse al desierto para vivir a solas con Dios, entregado a la oración y contemplación de las cosas divinas, cuyo amor abrasaba su alma juvenil.

Encontrábase entonces Santo Domingo en la floración lozana, física y moral, de sus veintiochos años. Pequeño de cuerpo, pero bien proporcionado; el rostro apacible y jamás ensombrecido; la nariz aguileña, que revelaba la energía de su carácter; sus ojos grandes, muy vivos, con un mirar inteligente, blando y sereno; con el correr de los años, una corona de cabellos blancos cercará su larga calvicie; en todo tiempo su rostro reflejaba una especial y serena simpatía que le inundaba de suave gozo -plenus modesta laetitia, sobriae alacritatis- escribe Grimaldo.

Era entonces, por sus prendas morales ya relevantes, el orgullo de sus padres y del pueblecito de Cañas. Previendo, pues, el dolor de los unos y la resistencia de todos, huyó de ellos a escondidas, llevando por todo patrimonio algunos libros de rezo y de piadosa lectura; y sin más viático, se internó en los montes de Cameros o en la Sierra de San Lorenzo, donde moraban entonces algunos solitarios. Dice su biógrafo que se alejó como un ladrón meritorio -ut latro laudabilis-; y la frase es exacta, porque Santo Domingo se hurtaba al cariño y provecho de los suyos, seducido por otros amores más altos. Fue también un sacrificio muy grande para su corazón noble y generoso.

Seguramente que, antes de salir de Cañas, tenía elegido el lugar y su morada de ermitaño, pero puso especial cuidado en tenerlo secreto y durante toda su vida a nadie le reveló; de suerte que todo lo que sobre este punto se ha escrito son puras conjeturas, forjadas por la piedad de sus devotos,y rivalidades inocentes de pueblos vecinos.

Más fácil es adivinar el género de vida que llevó en aquellas soledades en el año y medio que las habitó, aunque él nunca quiso hablar a sus discípulos, que le preguntaron repetidas veces sobre esta época callada y hondamente fecunda de su vida. Lo guardaba como el secreto más regalado de su alma. Fueron los días de las grandes penitencias corporales, de rigurosos ayunos, de sufrimientos y privaciones de toda clase, de luchas internas, y tal vez externas, con el demonio que le atormentaba con visiones fantásticas, con imaginaciones lúgubres, con todas las baterías de su infernal poder. Fueron, sobre todo, los días en que vivió más estrechamente unido con su Dios y Criador.

La soledad, el paisaje austero de aquellos lugares, la naturaleza en toda su desnudez impresionante, todo contribuyó a tonificar y robustecer su espíritu intrépido y generoso. Durmiendo sobre el duro suelo, comiendo míseramente, bebiendo el agua de los torrentes, llegó Santo Domingo no sólo a domeñar las pasiones de su carne, sino que su cuerpo, pequeño y fibroso, adquirió aquel temple y resistencia física que había de neccesitar en su larga y trabajosa existencia.

Los biógrafos primitivos le comparan con Elías, el mayor de los profetas, con Juan Bautista, el mayor de los nacidos, y con San Pablo, el primer ermitaño; su cariño filial los llevaba a ponerle al lado de los grandes maestros de la vida solitaria; a mí más me agrada figurármele como otro San Benito en la cueva de Subiaco, empapando su espíritu de soledad y oración y disponiéndose, sin sospecharlo, para la obra futura a que Dios le destinaba.


CAPITULO IV: MONJE EN SAN MILLÁN DE LA COGOLLA

Cerca de treinta años tenía Santo Domingo cuando determinó trocar la vida del desierto por la monástica benedictina. Al pie de aquellos montes donde moraba, en un rincón donde va a morir el valle de Cañas, se alza el monasterio del glorioso San Millán, que en el siglo XI era el centro de vida religiosa más activo de Navarra. La numerosa comunidad, regida con frecuencia por un abad-obispo, se aumentaba cada día con numerosas vocaciones. Allí se dirigió nuestro Santo en busca de más aquilatada perfección.

El motivo secreto que, según Grimaldo, movióle a dejar la soledad, fue el hallarse poco seguro de sí mismo y falto de experiencia en las luchas del espíritu. San Benito, que abandonó también la vida solitaria por la monasterial, dice en su regla que el primer género de vida es propia de aquellos que ya son capaces de luchar a solas, después de haberse adiestrado largamente bajo la dirección de experimentados maestros en los caminos de Dios.

A este motivo del monje biógrafo, Berceo añade otra razón tal vez más poderosa. Sin ser monje, sabía que en la vida religiosa la mortificación más dura no son los ayunos y penitencias, las privaciones corporales, sino el áspero cilicio de la obediencia; el acto por eI cual el religioso se abandona y sujeta a perpetua tutela, y en esto precisamente estriba su excelencia y dificultad.

Por eso Berceo, en vez de disculpar al Santo, como si en esa determinación pudiera haber decaimiento de su primitivo fervor, señala acertadamente como razón meritoria de ese cambio, el deseo de abrazar una vida más ardua y segura :

Por amor que viviesse aun en mayor penitencia
e non ficiesse nada a menos de licencia
asmó de ferse monje, et fer obediencia...

Dejando su familia y el mundo, había renunciado a los honores y deleites ; en el desierto había domeñado su carne y apetitos; ahora iba al monasterio a doblegar y rendir lo que más cuesta : la propia voluntad.

Acaso en las largas vigilias de la noche, anegado en la contemplación, llegaba a sus oídos el eco lejano de las campanas de la gran abadía riojana; y ese sonido muchas veces repetido, le debió parecer el llamamiento de Dios que le invitaba a bajar de las montañas, como en otros tiempos lo hizo San Millán, para asociarse al ejército de los fortísimos cenobitas. Lo cierto es que un día, hacia el año 1030, se presentó Domingo a las puertas del monasterio pidiendo ser admitido entre los monjes. Su aspecto austero, su rostro delgado y macilento su barba larga y descuidada, su mísero vestido, debieron impresionar al buen portero y a la comunidad.

Habiendo sobrellevado pacientemente las dificultades y pruebas a que somete la regla benedictina a los aspirantes, sobre todo si son sacerdotes, fue admitido en el noviciado, sometiéndose en todo a la regla común y dando desde el principio ejemplo de sólidas virtudes. Vistióle la santa cogulla el venerable abad don Sancho, que supo descubrir muy pronto en él las prendas extraordinarias con que Dios le había enriquecido.

En los primeros tiempos de vida claustral se dedicó Domingo con gran entusiasmo a completar su formación intelectual, aprovechándose de la rica biblioteca del monasterio; allí estudió a Esmaragdo, el más autorizado comentarista de la regla de San Benito, y, sobre todo, el famoso códice de San Millán, donde se contenían las promulgaciones dogmáticas de los concilios ecuménicos de la Iglesia y otros particulares ; verdadera enciclopedia donde aparece recopilado lo más importante de las decretales pontificias y de los concilios, muy especialmente los nacionales de España. En este libro se formó nuestro Santo en la teología y el derecho; en él bebió la doctrina dogmática que le convertirá más tarde en ardiente predicador de los pueblos y en defensor intrépido de los derechos de la Iglesia. Esta formación cultural en sus primeros años de monje nos explica muchos hechos de su actuación futura.

Con todo eso, no debió disfrutar largamente Santo Domingo de esos ocios literarios, porque a los dos años de profeso le nombró don Sancho maestro de los jóvenes que se educaban en el monasterio. Algunos han creído que fue también maestro de novicios ; pero esto no consta con evidencia. Uno de los maravillosos esmaltes de la famosa arqueta de San Millán le representaba como maestro con la insignia del cargo, al lado suyo un jovencito, y al pie esta inscripción Dominicus infantium magister. Este cargo era de los más importantes y delicados dentro de la organización monástica, y exigía del que lo desempeñaba una abnegación y tacto nada comunes. El P. Alcocer nos describe con una abundancia de datos, recogidos en documentos contemporáneos, y a la vez con un análisis psicológico de máximo interés, el desenvolvimiento de la vida ordinaria de los monjes y oblatos de aquella época y la labor abnegada del maestro de los niños.

Por espacio de tres años, dia tras día., desempeñó Santo Domingo este oficio, llegando a ser para toda la comunidad un dechado perfecto de prudencia y observancia y conquistándose el aprecio de todos con sus esquisitas maneras y desinteresada. abnegación. En este momento de su vida, hace Grimaldo el retrato moral de nuestro Santo con amplias digresiones sobre sus virtudes, haciendo resaltar sobre todo su humildad, paciencia, caridad inagotable y, por encima de todas ellas, su perfecta obediencia. Así es como en poco tiempo llegó a ser Domingo el modelo acabado del ideal monástico al cua.l convergían las miradas de todos sus hermanos : omnibus sodálibus imitandus apparuit.


CAPITULO V: RESTAURADOR DEL PRIORATO DE CAÑAS

Semejante encumbramiento moral, tan rápidamente conquistado, no pudo menos de suscitar ciertos recelos en algunos religiosos, que, más antiguos en la casa, podían creerse postergados. Por envidia o buena fe, púsose en tela de juicio su virtud y la objetividad de sus ideales. Fácil es decían, obedecer cuando la obediencia trae consigo honores y cuando el trabajo se ve recompensado con el cariño y el agradecimiento. Confíesele una misión dura y desabrida y entonces veremos el verdadero valor de su obediencia.

El nuevo abad de la casa, el sucesor de don Sancho, era el excelente don García, varón santo también y de gran talento. Ya antes de ser abad estimaba mucho a Domingo y pensaba emplearlo en más alto oficio. Aprovechó, pues, esta coyuntura, y con el fin secreto de ver si valía también para la administración de las cosas temporales, resolvió, con el parecer de la comunidad, enviar al maestro de niños a restaurar el derruído priorato de Cañas, su pueblo natal. Era la misión dura y desabri . da que deseaban los descontentos. Domingo recibió la noticia con aquella serenidad amable que nunca se nublaba en su rostro, a pesar de que aquella obediencia podía considerarse, al decir de Grimaldo, como injuriosa. Pero el Santo vió en ello la voluntad de Dios y aceptó con prontitud el mandato. Además de su espíritu de fe, Berceo apunta otra razón que debió mover a nuestro Santo a emprender generosamente aquel duro compromiso. Pensaba que el priorato que iba a gobernar era la casa de la Virgen, que se hundía, y por amor suyo se sentía con ánimos para todo.

Por algún servicio facer a la Gloriosa...
Pláceme ir a la casa en la cual ella posa.

Frente al cerro que hoy llaman del Santo estaba el priorato de Santa María de Cañas. Pobre era ya cuando Domingo pastoreaba su ganado por el otero; pero al contemplarlo ahora, en 1035, desmantelado, sin enseres, sin bienes, sin libros, el corazón del nuevo prior se acongojó gravemente, dice Grimaldo. Debió pasar horas muy tristes el día de su llegada. En cambio, para sus padres, parientes y para todo el pueblo de Cañas fue una agradable sorpresa volverlo a ver después de varios años.

Pasada la primera impresión, el ánimo fuerte de Domingo se rehizo en seguida y con gran confianza empezó la restauración del priorato. Lo primero que reclamó su atención fue procurar el sustento de la pequeña comunidad. Para ello contaba con la ayuda de su familia y con la caridad de los buenos vecinos ; pero este servicio de todos los días no podía prolongarse indefinidamente.

Pronto se reveló en él una cualidad no sospechada: su acierto en el manejo de los negocios temporales. Su gestión en este punto traspasó los límites del más lisonjero éxito. Arregló cuentas atrasadas y redujo a buen cultivo las propiedades del monasterio, de suerte que poco tiempo después pudo ya vivir de su trabajo y del de sus monjes y procurar a la casa, con sus economías, lo más preciso en ropas, ornamentos de iglesia y códices : todo lo que se necesita en un monasterio para que la vida regular se desenvuelva sin turbación ni estrecheces. Después, la idea que más le obsesionó fue la reparación del edificio: ambicionaba para su Santa María una iglesia nueva, pequeña, desde luego, pero que satisficiese su gusto de artista. Con ese fin redobló febrilmente sus trabajos ; en los campos, en el convento, en el pueblo; por doquier se le veía siempre solícito y activo. Mas todo su esfuerzo personal no hubiera bastado para llevar adelante tantas obras a la vez en el breve espacio de dos años y medio. La acción fecunda, espiritual y temporal, del Santo atrajo hacia su obra la admiración de las gentes, y con ella abundantes recursos. No sólo de Cañas, sino de la comarca entera acudían las gentes con mano generosa a depositar su ofrenda a los pies de Domingo. Así se comprende se realizasen tan presto sus deseos.

Sólo faltaba una cosa: la; consagración solemne de la nueva iglesia, que debía hacerla el obispo de Nájera. Era éste aquel santo varón don Sancho que desde hace doce años tenía particular afecto a Domingo. Él le había ordenado de sacerdote, le había tratado repetidas veces en San Millán, y más aún con motivo de la restauración del priorato de Cañas. Pero esta amistad entre el joven prior y el anciano obispo estuvo a punto de romperse en esta ocasión. Llamado por Domingo para el acto solemne, el buen anciano, al visitar complacido las obras del restaurado monasterio, vió con alarma que había en él mujeres y no quiso ver más. Hizo breve oración en la iglesia y se salió bruscamente. -"No puede ser -dijo al prior, que le oía asombrado- no puede ser; nuestra amistad ha concluido." Ysin atender razones ni excusas de ningún género, con celo de santo y cólera de viejo, abandonó la casa.

Bien sabía Dios que ni Domingo ni sus monjes tenían culpa en este asunto. Aquellos buenos religiosos que habían aprendido a labrar la tierra, levantar edificios, lavar sus ropas, coser sus hábitos y escribir libros, sólo olvidaron aprender bien de cocina; y como al obispo había que obsequiarle cumplidamente, el prior se vió obligado a llamar a su madre y hermana, y éstas eran las mujeres que en aquel momento se hallaban en la casa. Por eso el Señor salió por la honra de su siervo. Iba el obispo lleno de enojo y montado en su mulo, cuando, al llegar a un recodo del camino, la bestia paro en seco y no hubo espuela ni castigo que la obligase a pasar adelante. Viendo que todos sus esfuerzos eran inútiles, don Sancho comprendió que Dios Ie impedía seguir adelante, porque el prior debía de ser inocente. Tuerce, pues, las riendas y se encamina otra vez al monasterio. Lleno de confusión, el anciano obispo, sencillo y bueno en el fondo, se deshizo en excusas ante Domingo y su madre, y al día siguiente hizo la dedicación de la iglesia con asistencia y regocijo del pueblo de Cañas.

Hermosa debió ser la iglesia levantada por el Santo. Ya en tiempo de Berceo se la consideraba como una reliquia, lo mismo que la cocina del convento, obra de las manos del mismo Santo. El poeta la visitó con cariño y veneración :

Yo Gonzalo, que fago esto a su amor
yo la vi, assi vea la faz del Creador.
Una chica cocina asaz poca labor
y escriben que la fizo esse buen Confesor.

La fama de Domingo no hubiera alcanzado las proporciones de que nos habla Grimaldo, según el cual se había dilatado hasta las más apartadas y remotas regiones, si su actuación se hubiese concretado a lo que dejamos dicho. Pero es que al lado de esa actividad material, Santo Domingo se dió de lleno al apostolado en todas sus manifestaciones, sobre todo a la predicación. El ejemplo de su santa vida atrajo a muchas almas al estado religioso o a una vida más ordenada y cristiana. Por persuasión suya, su padre y hermana vistieron el hábito benedictino: aquél en el priorato de Santa María y ésta en un próximo monasterio de monjas. Sin embargo, el varón de Dios, que con su ejemplo y encendida elocuencia movía tantos corazones y se imponía a todos con una fuerza irresistible, fue impotente para vencer la obstinación de su madre, que no consintió renunciar a las vanidades del mundo, ocasionando a Domingo uno de sus mayores pesares. Muy pronto, en cambio, tuvo que dejarlo por fuerza, pues a los pocos meses de la consagración de la iglesia cerró sus ojos a la luz de este mundo. Su hijo la dió honrosa sepultura en la capilla de nuestra Señora, ofreciendo por su eterno descanso el santo Sacrificio de la Misa. Desde aquel momento, libre de agobiantes preocupaciones materiales, felizmente concluída la restauración del monasterio, pensaba entregarse más de lleno a la misión que atraía su alma de apóstol: la de ganar almas para Jesucristo.


CAPITULO VI: SANTO DOMINGO, PRIOR DE SAN MILLÁN

Desde el monasterio de la Cogolla se seguía con vivo interés la obra que Domingo realizaba en Cañas. Los hechos habían superado con creces las esperanzas del abad y esfumado las inquietudes de los monjes acerca de su talento y virtud, concebidas al principio. Don García estaba plenamente satisfecho, ahora podía realizar sus planes. A últimos del año 1038, monjes llegados de San Millán notificaron a Domingo la orden de regresar a la casa-madre, donde el abad, con aplauso de todo el convento, le nombró prior mayor del monasterio, contra los deseos del Santo, casi por fuerza, dice Grimaldo, porque su humildad rehuía los honores de tan alto cargo.

Así, el antiguo maestro de oblatos. después de tres años de ausencia, entraba de nuevo en la casa para ejercer sobre todos los monjes la eficaz influencia que emanaba de sus precIaras dotes, su austeridad de vida y fiel observancia de la regla.

El cargo de prior tenía entonces una importancia extraordinaria, sobre todo en este monasterio de San Millán, donde el abad, por ser obispo y consejero del rey, tenía que hallarse con frecuencia fuera del monasterio. A cargo, pues, del prior corría el gobierno inmediato de la comunidad, que contaba entonces con más de doscientos religiosos ; él debía velar por la observancia y buen orden interior y atender al bien espiritual de cada uno de los monjes. Así se explica cómo teniendo al frente San Millán un prelado de los méritos y virtud de don García, a quien se considera como a uno de los más santos abades de la casa, la disciplina regular había sufrido menoscabo, y para repararla acudió al expediente de poner el gobierno interior de la misma en manos de Domingo. Los resultados no pudieron ser más halagüeños. Su ejemplo, austeridad, prudencia y mansedumbre hicieron florecer muy pronto la ley del silencio, el culto por el Oficio divino y el fiel cumplimiento de la regla. Nuestro Santo se mostró con todos humilde y caritativo, tomando por lema de su gobierno el consejo de su Padre San Benito: Procure el superior ser más amado que temido.

De cuenta del prior corría también la administración de los bienes de la abadía, y ésta fue otra de las razones que movieron a don García en la reciente elección de Domingo, pues en Cañas había dado muestras de singular acierto. La actuación del anterior prior don Gomesano, había sido funesta no sólo para la observancia disciplinar, sino también para los intereses materiales, porque de cuando en cuando, en apuros pecuniarios, se presentaba el rey de Navarra en la abadía y el complaciente prior le dejaba llevar cuanto quería. Todo esto se proponía evitar el discreto abad con la elección de Domingo, quien supo desplegar en el desempeño de entrambos cometidos toda la energía y solicitud que le caracterizaba. Desde el primer momento la inmensa mayoría de los monjes se puso del lado de nuestro Santo, secundando sus planes y acertada dirección, excepto la camarilla del rey y de don Gomesano, a quienes más que la prosperidad material y espiritual de la casa le interesaba la consecución de sus medros personales.

Desgraciadamente ocurrió que a los pocos meses de ser nombrado prior Santo Domingo, cuando todo marchaba próspera y felizmente, murió el buen abad don García y en su lugar fue nombrado el anterior prior don Gomesano.

Si la elección hubiese sido libre y estado en manos de los monjes, es indudable que hubiera recaído en la persona de Domingo, pues nadie en la casa gozaba de tantas simpatías y prestigio y nadie reunía cualidades tan extraordinarias para el cargo. La inmensa mayoría de los monjes, todos los que le aclamaron por prior, le hubieran elegido ahora para abad del monasterio. Pero la prelatura la daba el rey a un monje en beneficio; ¿Y a quién iba a nombrar don García sino a su amigo, el complaciente don Gomesano

A pesar de la poca simpatía personal que tenía para el Santo, considerando la autoridad moral de Domingo, a todas luces indiscutible, conservole el nuevo abad en el cargo de prior, ya que tantos beneficios espirituales y temporales reportaba al monasterio. Pero bien pronto el enemigo malo, en expresión de Grimaldo, sirviéndose de las pasiones de los hombres, había de desbaratar aquel fecundo progreso y bello concierto espiritual en que había puesto Santo Domingo la abadía de San Millán, especie de paraíso cerrado cuya contemplación hacía exclamar al poeta Berceo :

Beneita la claustra que guía tal Cabdiello !
¡ Beneita la grey que ha tal Pastorciello !


CAPITULO VIl: DOMINGO, DEFENSOR DE LOS DERECHOS ECLESIÁSTICOS

Gobernaba por entonces los reinos de Navarra y la Rioja don García, hijo mayor del rey don Sancho.

Era el joven monarca hermoso de cuerpo, de distinguidas maneras y nobles cualidades morales. Inteligente, generoso e intrépido, Berceo le llama un firme caballero, noble campeador que venció a los moros en fuertes batallas. Pero educado con mimos, ensombrecían su alma la ira, la ambición y el orgullo. Pródigo a veces con los monasterios e iglesias, luego, cuando se veía apurado por necesidades de la guerra, no respetaba ni derechos sagrados ni sus propias donaciones. Ya hemos indicado que anteriormente, en repetidas ocasiones, había acudido al monasterio de San Millán en busca de sus riquezas, so pretexto de que era patrimonio de su real familia, enriquecido, sobre todo, por su difunto padre Sancho el Mayor.

Por respeto o por miedo, los superiores no se atrevían a resistir a las injustas presiones del ambicioso monarca. Desde que Domingo era prior, no se había presentado el rey en la gran abadía, pues conocía su manera de pensar con respecto a la inviolabilidad de los bienes eclesiásticos.

Pero por el año 1040, exhausto su tesoro por las prolongadas fiestas de la boda y riquísima dote señalada a su esposa Estefanía, y creyendo que el nuevo abad, su amigo don Gomesano, le apoyaría en sus pretensiones, se dirigió al monasterio exigiendo de la comunidad una fuerte suma por sus pretendidos derechos reales. Entonces tuvo lugar una escena de dramático interés y que reveló toda la grandeza del alma de Domingo.

Reunidos en el capítulo del monasterio el rey y sus cortesanos con el prior y los monjes, aquél expuso su demanda. Entonces el Santo, pálido y sereno, se levanta ante el rey y le responde: "Señor, no puede ser; es contra todo derecho eclesiástico que los bienes de las casas religiosas estén a merced de sus patronos, y aunque ésta sea la costumbre, es un abuso condenado por los concilios." El rey entonces se enardece, y con sonrisa que hiela, le dice burlón: -Bien razonáis, legista semeiades, pero contra tus muchas razones está mi derecho de no perder lo que fue de mis padres. -Rey glorioso-responde Domingo-, es cierto que todo la que posee la casa fue de vuestros padres, pero dejó de serlo al dárselo a San Millán. Si queréis hacer como ellos, defendedlos y aumentadlos. -¿Pretendes burlarte de mí, don monje? Pues yo te juro arrancarte los ojos si resistes.

Y el Santo seguía sereno alegando razones, y el ánimo del rey seguía cargándose de ira y despecho, amenazando arrancar la lengua y la vida a aquel atrevido prior. Pero ni ruegos ni amenazas lograron doblegar la entereza de Domingo, que terminó diciendo: -Señor, podéis quitarme la vida, pero es lo más que podéis: el alma sólo es de Dios.

Esta obstinación exacerbó de tal manera la cólera del monarca, que, fuera de sí, como león embravecido, estuvo a punto de lanzarse contra el Santo, arrollando aquel cuerpo diminuto con empuje feroz; pero logró dominarse, y temblando de coraje, salió de allí seguido de cortesanos y monjes, todos amedrentados y sobrecogidos.

Al verse solo, Domingo cayó de rodillas pidiendo a Dios con el corazón deshecho que tomara su vida, si preciso fuera, pero que defendiese la libertad de su IgIesia.

Pasado el primer momento de estupor, todos comprendieron que aquel acto tenía una importancia trascendental, pues la contienda no era solamente por intereses materiales ; era una lucha de principios que iban a ponerse frente a frente. Si el rey hubiera querido, podía disponer a su antojo de los bienes del monasterio, pues la fuerza estaba de su parte; pero quería llevarlos con apariencia de legalidad y para ello necesitaba la aquiescencia del prior. Por eso volvió a los pocos días, dice Grimaldo, con ánimo de rendir la voluntad de Domingo. Según la tradición, esta vez, en lugar de razones, que no quería. escuchar don García, el Santo reunió en el altar mayor las más preciosas alhajas de oro y plata que poseía el monasterio y las puso junto a la urna que contenía los sagrados restos de San Millán ; Ilevó al rey a la iglesia y con la serenidad y entereza de siempre, le dijo: -Señor, he aquí los tesoros de la casa; si te atreves a quitárselos a Dios y al glorioso Patrón de tu familia, llévatelos; pero conste que ellos son sus legítimos dueños.

Las circunstancias del lugar, la actitud misma del Santo, impidieron por el momento que estalIase la ira que agitaba el corazón del monarca, pero salió de la iglesia jurando vengarse del único hombre que se había atrevido a resistir su voluntad y su orgullo.


CAPITULO VIII: SANTO DOMINGO, DESTERRADO

Apenas salido de la iglesia, el rey tuvo una larga entrevista con el abad Don Gomesano, aturdido y tembloroso, presentó mil excusas, diciendo que no hubiera creído al prior capaz de tan grande desacato. El monarca se quejó de que en su propio monasterio se albergase tan brava rebeldía; era, pues, necesaria una sanción para que la corona no quedase desairada y cundiera el mal ejemplo del prior; de lo contrario, tomaría terrible venganza.

El abad hubiera debido defender a su prior, que se exponía noblemente por la defensa de la Iglesia y de la casa; pero, complaciente y servil con el monarca a quien debía la mitra, consintió en deponer a Domingo del cargo de prior y enviarle desterrado lejos de San Millán. Movíanle, además, egoísmos personales, pues dice. claramente Grimaldo que sentía contra éI secreta y ulcerada envidia, ,sobre todo desde que los últimos acontecimientos habían agigantado el prestigio y la fama de nuestro Santo. Para disimular, le nombró prior de una dependencia casi deshabitada.

Con inmensa pena de los monjes que veían en él la columna de la observancia y el padre y modelo que sus almas, salió Domingo de su monasterio de San Millán, y humilde y sereno, confiando en el Señor, se dirigió al mísero priorato de San Cristóbal, llamado también Tres Celdas, sito en bravíos montes, entre Ledesma y Pedroso, donde le destinaban para ver si la pobreza y desamparo le hacían cambiar de actitud y de criterio.

Después de tan rudo combate, encontró el siervo de Dios en aquellas tristes soledades la paz y el sosiego de su alma; como no tenía ambiciones, allí hubiera pasado gustoso el resto de su vida en íntima unión con Dios, alejado de las pasiones humanas ; pero no pudo lograr sus deseos.

En la pasada contienda, la victoria material estaba del lado del rey; pero, moralmente, el triunfo había sido de Domingo. La entereza con que el prior de San Millán había defendido los derechos eclesiásticos, no sólo fue encomiada en los monasterios de Navarra, sino que su nombre traspasó las fronteras y llegó a Castilla aureolado por la fama de sus virtudes y entereza; y este prestigio, cada día creciente, de Domingo, exacerbó de nuevo los resentimientos del rey. Apenas habían transcurrido seis meses, cuando don García volvió sañudo a la carga con sus pretensiones, buscando al Santo en su humillado retiro, acusándole de haber llevado consigo grandes riquezas del monasterio y exigiéndole nuevos tributos. Este porfiado encono y calumniosas insidias del monarca llenaron de noble melancolía el ánimo del santo quien con mansa firmeza dijo: "Magnífico rey, no he recibido de vos ni monasterio en beneficio, ni tierras en feudo con que pueda serviros, y como además nada tengo de lo que me acusáis, nada puedo daros. Señor, ya veo que quieres robarme la paz necesaria para servir a mi Dios; pero confío en que Él me deparará un rincón cualquiera donde pueda entregarme a su servicio. No busco ni quiero más que la paz."

Desde aquel momento resolvió alejarse para siempre de su tierra e ir a buscar, lejos de la jurisdicción de su rey, ese bien supremo que ambicionaba su alma.

Tenía entonces Domingo cuarenta años; encontrábase, por tanto, en la plenitud pujante de su vida. Humanamente hablando, su porvenir parecía roto para siempre; y sin embargo, por caminos extraños, Dios le llevaba derecho al lugar que había de ser el más rico florón de su corona y al cual iría indisolublemente unido su nombre.

Cuando salió de Tres Celdas no había formado proyecto alguno. Llegó a San Millán para despedirse de sus hermanos y pedir el consentimiento de su abad. Don Gomesano no le negó su licencia; al contrario, para evitar nuevos conflictos y buscando su conveniencia propia, le envió a una pequeña posesión que el monasterio tenía en las inmediaciones de la ciudad de Burgos; así todos quedaban conformes.

En los comienzos del año 1041, Santo Domingo abandonaba definitivamente su monasterio, y después de despedirse de sus parientes en Cañas, tomó la ruta de Castilla. Iba solo, abandonado, pasando por las casas benedictinas que jalonaban el camino de Burgos; y que el otoño anterior había visitado con su autoridad de prior. Berceo nos le describe cruzando la sierra a pie, con paso menudo, bebiendo aguas frías, su blaguiello fincando, hasta que llegó a la corte del buen rey don Fernando.

Pero si marchaba solo, su fama y nombre glorioso iban delante; por eso se encontró en Burgos con un recibimiento que estaba lejos de imaginar. Su biógrafo Grimaldo nos hace una descripción brillantísima. El rey, el obispo, los nobles y el pueblo entero tomaron parte en el regocijo como si se tratase de la entrada triunfal del Cid Campeador. Era para bendecir a Dios -dice- ver a hombres y mujeres cantar y bailar de júbilo teniendo a Domingo como un precioso tesoro enviado por la poderosa mano del Señor. Llamole el rey a palacio y en presencia de todos le saludó con cariño :

Prior, dixo el rey, bien seades venido,
de voluntad me place que os he conocido...

Para don Fernando y para todos, Domingo, aun en su desgracia, era el prior de San Millán, título que la fama había asociado a su nombre. Y como reparación de la injusticia que cometiera con él su hermano don García, le ofreció su protección y una morada en palacio.

Mas el Santo, a quien ni las pasadas persecuciones, ni las presentes alabanzas y parabienes lograron sacar fuera de sí, sereno y humilde, pidió al monarca licencia para vivir retirado en la ermita que pertenecía al monasterio de San Millán, sirviendo en ella a la Virgen María.

Por el momento el monarca condescendió con sus deseos, pero en la mente del buen don Fernando había surgido el proyecto de aprovechar las extraordinarias dotes de que Domingo había dado muestras en Cañas y en la Cogolla, en provecho de algún monasterio necesitado de su reino.


CAPITULO IX: EL RESTAURADOR DE SILOS. - ECCE REPARATOR VENIT

El monasterio de Silos, bajo la advocación de San Sebastián, era uno de los más antiguos de la provincia de Burgos. La tradición hace remontar su origen a los tiempos de Recaredo. Lo que sí resulta indudable es que, antes de la dominación agarena, había en dicho lugar un edificio religioso, servido por clérigos o monjes. Cuando los musulmanes invadieron España, corrió la dura suerte de muchas iglesias y monasterios, pero logró sobreponerse trabajosamente a la catástrofe. Por eso, cuando Fernán-González reconquistó, en el primer tercio del siglo X, el castillo de Carazo y la cuenca del Arlanza, el victorioso conde encontró nuestro monasterio en pie, con una comunidad benedictina organizada. Fernán-González, en un famoso privilegio que aún subsiste, exime a dicho monasterio de la jurisdicción condal y le concede ricas y extensas posesiones ; de esta donación arranca la historia auténtica de la abadía de Silos. Sus abades alcanzan la categoría de dignatarios eclesiásticos, y la casa llega a un florecimiento muy grande.

Pero a fines del siglo X esa prosperidad se menoscaba; las tropas de Almanzor asolan sus posesiones, y al desastre económico sigue la disminución de la observancia regular. Los monjes viven en continuo sobresalto, y más de una vez tienen que buscar refugio en la vecina fortaleza.

A principios del año 1041, el monasterio de San Sebastián estaba casi abandonado. Perdido su antiguo prestigio y gran parte del patrimonio, todo anunciaba un fin poco glorioso, pues el puñado de monjes que lo habitaba vegetaba y languidecía tristemente :

eran éstos bien pobres de sayas y de mantos;
cuando habian comido fincaban no muy hartos.

Entre ellos había un religioso anciano, piadoso y bueno, llamado Liciniano, que día y noche pedía al Señor y a San Sebastián que mirasen por su casa y no la dejasen perecer. La oración que en sus labios pone Grimaldo no puede ser más conmovedora. Al fin el Señor escuchó su plegaria enviando el reparador tan deseado.

Muy poco tiempo llevaba nuestro Santo en su retiro de la ermita, a las afueras de la ciudad de Burgos, cuando el buen rey don Fernando, movido tal vez por los ruegos del padre del Cid Campeador, que tenía sus posesiones colindantes con las de Silos, determinó aprovechar las dotes extraordinarias de Domingo en la restauración del monasterio de San Sebastián de Silos. Con ese fin reunió a los magnates de su corte y les propuso la idea. Grimaldo nos ha conservado el discurso del monarca, donde se hace memoria de la antigua grandeza y esplendor del cenobio, y para volverle a su prístino estado, propone como prelado a Domingo, espiritual, prudente, industrioso, que con la ayuda del rey y de los grandes, pueda llevar a cabo tan hermosa obra. Acogen todos con entusiasmo la idea, y poco después la noticia llegaba a oídos del Santo, llevada por las voces jubilosas del pueblo, que aplaudió con frenéticas aclamaciones la resolución del monarca. Semejante elección, tan clamorosa y unánime, venía a ser como una protesta y reparación de la injusticia cometida con Domingo por el rey de Navarra.

Mucho debió costar al siervo de Dios abandonar su retiro, pero la voluntad de lo Alto se manifestaba de una manera tan palmaria, que habría sido temerario el rehusar. No sabemos si por entonces vacaba la dignidad abacial, o si renunció a ella. el interesado; lo cierto es que dicho nombramiento a favor de Domingo halló grata aceptación en San Sebastián de Silos.

En una mañana de invierno de 1041, después de pasar al pie del famoso Castillo de Carazo, testigo de tantos días azarosos para los cristianos y los monjes del contorno, descendía de la sierra al valle de Tabladillo el vistoso tropel de caballeros que el rey don Fernando mandó acompañar al obispo y al nuevo abad de Silos para darle posesión del monasterio. Cuando la comitiva. llegó a las puertas de la abadía, los monjes se hallaban cantando la Misa que celebraba el piadoso Liciniano. Terminado el evangelio, el sacerdote se volvió a los fieles, y movido de cierta inspiración celestial, en vez de saludarlos con la fórmula acostumbrada, exclamó lleno de gozo: Ecce reparator venit: Aquí llega el restaurador. Los monjes, sin darse cuenta, llevados del mismo espíritu, contestaron: Et Dominus missit eum: y el Señor nos le ha enviado. Y, efectivamente, en aquel momento Santo Domingo penetraba en la iglesia con todo su acompañamiento.

Terminada la Misa., la pequeña comunidad se agrupó gozosa en torno de Domingo, del obispo y de los nobles. El prelado, después de presentarles al nuevo abad, les habló del interés que el rey tenía por la restauración del monasterio y del amor que les mostraba enviándoles un varón tan esclarecido. Los monjes agradecieron con lágrimas la merced que el cielo, por medio del monarca, les hacía:

i Bendito sea el rey que faz tales bondades !

Después tuvo lugar la bendición abacial, en cuya ceremonia el obispo entregaba al nuevo electo, con toda solemnidad, el báculo pastoral y la regla benedictina, implorando sobre él las bendiciones del cielo.

Con tan felices augurios y tan bellas esperanzas inauguraba Domingo la nueva y más fecunda etapa de su vida. Tan cumplidamente iba a responder a la confianza y anhelos que todos habían puesto en él; tan de lleno se iba a entregar a la restauración de su monasterio, que la posteridad, agradecida, a los pocos años de su muerte, uniría para siempre su nombre glorioso al de Silos, y la que fue hasta entonces la abadía de San Sebastián, se llamará en adelante SANTO DOMINGO DE SILOS.


CAPITULO X: LOS PRIMEROS TRABAJOS Y LAS TRES CORONAS

Diriase que en los planes de Dios, toda la vida de Santo Domingo hasta este momento, había tenido por objeto disponerle para la obra que en Silos iba a realizar: la restauración, o mejor dicho, la creación de uno de los más bellos monasterios benedictinos de la España. medioeval.

Pero, a pesar de esa preparación en el orden espiritual, moral y económico que la experiencia de la vida le había comunicado, Santo Domingo tuvo que hacer frente a grandas dificultades de todo género que pusieron a ruda prueba su talento y virtud.

Apagados los ruidos de los festejos de su toma de posesión, el Santo se encontró con las espinas de la realidad. Al recorrer el monasterio que se le había confiado, vió los pobres edificios casi en ruinas, la iglesia desmantelada, sembradas por todas partes la. desolación y la incuria. Sin embargo, el cenobio no carecía de posesiones ; en Peñacoba, en la vega de Tabladillo, en Contreras, en Carazo, poseía viñas, campos y dehesas; pero ¡ en qué estado se encontraban ! Además, el antiguo prelado se había retirado al adjunto edificio de San Miguel, llevándose lo más saneado de las rentas. Recordó los primeros días de la restauración del priorato de Cañas, y como aquí la labor era mucho mayor, pues se trataba de una abadía, comprendió que su esfuerzo tenía que ser enorme. Lo mismo que allí, comenzó por procurar el sustento necesario a sus monjes ; y aunque en los grandes apuros contaba siempre con la eficaz ayuda del rey, todo el empeño del Santo fue valerse de su propio trabajo y de la buena administración de sus rentas. Para conseguirlo, tuvo que visitar las posesiones de la abadía, exigir tributos, aclarar cuentas; en una palabra, poner en orden y marcha los negocios temporales, que tal vez había embrollado, en beneficio propio y de su familia, el prior de San Miguel.

Al lado de esta actividad material hubo de desarrollar otra que exigía más prudencia y caridad. Era levantar el ánimo de sus hijos, sujetarlos blandamente, sin estridencias, al yugo de la observancia, que por las insinuaciones de Grimaldo, se adivina estaban en tan lastimoso estado como el temporal. Componiase la comunidad de monjes ancianos, fervorosos, pero un poco descuidados; para imponerse a todos y ganarlos tuvo que desplegar el joven abad toda la discreción, prudencia y suavidad de su alma, atrayéndolos, sobre todo, con su buen ejemplo, abnegación y constancia.

Después, como la fama de su santidad comenzó a atraer nuevas vocaciones, sobre Domingo pesaba el arduo trabajo de su formación espiritual; todo lo cual le obligaba a velar día y noche con redoblado empeño para atender a tan múltiples ocupaciones.

Hubo momentos de terrible prueba. Sucedió que a la ordinaria escasez de recursos que el abad superaba con penosos esfuerzos, el año 1043 se perdieron en Castilla las cosechas, siguiéndose un hambre general que se extendió por gran parte de Europa. La abadía de Silos sintió también el duro aguijón de la necesidad. En los años que llevaba Domingo de abad había tratado de hacer frente a la situación económica y asegurar el vivir de los monjes con la explotación de la huerta y demás fincas de la casa ; pero, malogrados este año sus afanes por la pérdida total de la cosecha, contempló angustiado el porvenir que aguardaba a sus hijos, ingeniándose de mil modos para atender a sus necesidades. Mas llegó un momento en que la gravedad de la situación se hizo patente e irremediable.

Turbados los monjes, sin el temple de alma de su Padre, con indecible alarma acuden a su abad, y después de hacerle responsable de todo con palabras irritadas, le presentan el dilema: "Confiados en tu providencia, nos juntamos aquí para servir a Dios, y ahora vemos que sólo nos resta perecer de hambre en el monasterio, o volver al mundo con peligro de nuestras almas; ¿qué hacemos?".

El Santo oyó en silencio la queja de sus monjes y el dolor traspasó su corazón; por no darles más pena, no les echó en cara su falta de confianza en Dios. Levantó sus Ojos al cielo llenos de lágrimas y con ferviente oración pidió al Señor que sustenta las aves del cielo se apiadase de su pequeña grey para que no se dispersase y se perdiese. Y viendo una palomita que alegre escarbaba buscando su sustento, añadió: "Señor, creador de la vida, todo lo que vive te alaba a su manera, te bendice y te ama. Bendícenos a todos los que estamos aquí para que todos perseveremos."

Apenas había acabado su oración, en el instante mismo de salir del templo, llegó a las puertas de la abadía un mensajero del rey don Fernando.

Bajó Domingo con sus monjes y éstos quedaron admirados al escuchar de labios del recién llegado : "El señor rey os saluda, y sabiendo la necesidad que padecéis, con toda urgencia me ha enviado a fin de que vosotros remitáis a su intendente las acémilas necesarias para el acarreo de sesenta cuartillas de grano."

Maravillados de la prontitud con que el Señor respondía a las oraciones de su siervo, llenáronse los religiosos de vergüenza por su desacato y falta de fe y le pidieron perdón humildemente. El Santo se lo dió generoso y con blandas palabras los exhortó y consoló del dolor de su pecado.

Terminado el conflicto, Domingo se dispuso a continuar como siempre en su empresa; pero la actitud poco noble de sus monjes, aunque disculpándola y perdonándola, le contristó gravemente, porque revelaba la pusilanimidad de sus almas y su poco aprovechamiento espiritual. Tal vez fué en aquella ocasión cuando el Señor le consoló y confortó con la visión de las tres coronas, que él quiso comunicar detalladamente a sus discípulos predilectos -entre ellos al mismo Grimaldo- para alentarlos a su vez en el camino del bien.

-"Estaba anoche en el lecho -les dijo- y de pronto me vi junto a un río caudaloso que se dividía en dos corrientes, una blanca como la leche, y la otra de color de sangre. Sobre el bravo torrente vi un puente de cristal, largo y estrecho, tan estrecho como el filo de un cuchillo. Al otro extremo del puente había dos bellísimos mancebos, vestidos de blanco, con brillantes franjas de oro, que me invitaban a pasar. El uno tenía en sus manos dos coronas de oro refulgente, y el otro una sola, pero de tan subidos quilates y tan bellamente engarzada de piedras preciosas, que superaba siete veces el valor de las primeras. El varón que tenía las dos coronas me llamaba con instancias, invitándome a que pasase donde ellos estaban; pero considerando yo la estrechez y fragilidad del puente, me excusaba cuanto podía. -Bien puedes venir sin temor alguno- repetía. Finalmente, instado por sus exhortaciones, crucé el estrecho y cristalino puente, saliendo los dos a mi encuentro; y ofreciéndome las dos primeras coronas, me dijo el Ángel del Señor : Estas coronas te las envía Dios por tus méritos. Yo, entonces, lleno de gozo, le respondí: -¿ Por qué méritos me envía Dios tan rico galardón y tan dignos mensajeros? -La primera- responde el celestial mancebo -te la da Jesucristo porque, siguiendo sus pasos, abandonaste el mundo y sus halagos y abrazaste el estado religioso. Esta segunda diadema te la envía el Señor por la restauración del monasterio de Cañas, dedicado a su Santísima Madre, y por la virginidad que has guardado toda tu vida. Si las quieres poseer en el cielo, debes perseverar hasta el fin en tus buenos propósitos. Finalmente, esta tercera corona de brillantes, la más preciosa de todas, te la tiene reservada el Señor porque desde los cimientos has de restaurar el monasterio de Silos, devolviéndolo a su antiguo esplendor y hermosura, y en premio también de las muchas almas que has de ganar para el cielo. Sé, pues, constante para que ellas ciñan tus sienes en la gloria.

-Esto me dijo el Ángel-concluye Domingo- y desapareció la visión que en sueños había tenido. Os lo he referido, carísimos hermanos, para que, perseverando en el servicio de Dios, merezcamos ser compañeros de su gloria."

Con esta maravillosa descripción inaugura Grimaldo el relato de los prodigios que obró Dios con su siervo Domingo. En adelante, su historia la convertirá el biógrafo en un tejido de hechos extraordinarios realizados por el Santo en vida y después de su muerte. Es lástima que con este motivo omita darnos detalles de su obra y labor cotidiana llevada a cabo durante más de treinta años. Trataremos de eslabonar los principales hechos, sirviéndonos de los breves detalles que incidentalmente inserta en su relato.


CAPITULO XI: LA RESTAURACIÓN MATERIAL DEL MONASTERIO

Confortado con semejante visión y promesa, el Santo se dedicó con más ahinco a la obra comenzada. En los primeros años de estrecheces sólo pensó en salir adelante reparando el edificio a medida que lo iban exigiendo las necesidades y el aumento constante de personal; pero cuando su prudente administración y las limosnas de los devotos aumentaron las rentas y caudal del monasterio, Domingo, espíritu delicado y artista por temperamento, ideó realzar los edificios de la casa e iglesia con tal suntuosidad que su abadía llegase a ser una de las más bellas de Castilla; y su plan se realizó cumplidamente.

A este respecto, su biógrafo y discípulo Grimaldo nos dice únicamente que omite el hablar de lo elegantemente que restauró el monasterio y con cuánto trabajo y contradicciones reedificó y amplió la iglesia y dependencias de la casa medio derruida, porque está a la vista de todos. A la vista de sus contemporáneos, desde luego; pero las generaciones futuras le hubiéramos agradecido más la descripción detallada de las obras del Santo que el relato de tantos milagros como nos ha dejado.

El templo de Dios fue el objeto primario de sus cuidados e ideales, y de tal modo amplió y transformó la iglesia antigua de San Sebastián, que, completada con la cúpula y atrio por sus sucesores, llegó a ser una de las más bellas basílicas románicas de España, parecida a la catedral antigua de Salamanca. Desgraciadamente, en el siglo XVIII fué demolida tan venerable fábrica, quedando únicamente como muestra, la puerta lateral del transepto que comunica con el claustro, llamada hoy la puerta de las Virgenes.

El número cada día creciente de religiosos exigía constantes obras en la casa; pero el Santo quería que su comunidad se desenvolviese holgadamente, y para ello pensó organizar y levantar los lugares regulares al estilo de las grandes abadías, con su claustro central, su sala capitular, su refectorio, etc. ; todo ello digno y capaz.

Una circunstancia feliz vino a secundar sus deseos. Hacia 1056, el antiguo abad de San Miguel, don Munio, y su sobrino Nunio, fascinados por la santidad de Domingo y ejemplar observancia de la nueva comunidad, determinaron incorporarse a ella, entregando al Santo el adjunto priorato de San Miguel, la iglesia y todas sus posesiones, librería y demás enseres, abrazando la reforma como simples religiosos. Este acrecentamiento y donación, la más notable del patrimonio silense durante el gobierno del Santo, facilitó notablemente los planes de Domingo; no sólo por las inesperadas riquezas que aportaba, sino porque al recibir el priorato de San Miguel pudo ampliar sus proyectos y desenvolver con más orden y simetría los diversos lugares regulares.

En esta segunda época de su gobierno, caracterizada por las grandes construcciones, tomó Silos y sus alrededores un aspecto nuevo de movimiento y actividad, que llenó de vida el valle de Tabladillo; por aquel entonces se comenzó la construcción de la sala capitular en el sitio llamado hoy el gallinero del Santo, y el maravilloso claustro románico, que es la joya más original en su estilo y que eternizará en la historia del arte el nombre de Santo Domingo de Silos.

Es indiscutible que este conjunto de obras artísticas no se terminó en vida de nuestro Padre ; pero bien podemos llamarlas suyas, porque él las comenzó y dió incremento y bajo su influjo moral se llevaron a cabo. Con razón pueden cantar sus hijos todos los años en el aniversario de la consagración del claustro: Estos lugares santos han sido construídos por un Santo; santificaos en ellos.

La ejecución de estos proyectos revelan el temple artístico del Santo y su espíritu activo, práctico y organizador. Para ello contaba, como hemos dicho, con los ingresos siempre crecientes de las posesiones y granjas de la abadía, con las donaciones del rey don Fernando y de los nobles de su corte, que cada día admiraban más la santidad y prestigio de Domingo ; y con las limosnas de los peregrinos, atraídos por la fama y milagros del Santo.

Chicos y grandes, ricos y pobres, todos querían contribuir a la obra que el abad Domingo estaba levantando en Silos. De ese modo Dios bendecía la santidad y buena observancia de sus monjes. Berceo lo resume graciosamente :

El rey y los pueblos dábanles adjutorio
unos en la eglesia, otros en refitorio
otros en vestuario, otros en dormitorio...

Una de las más acertadas donaciones que el rey hizo al monasterio fué a raíz de la batalla de Lamego (1057), concediéndole una parte de los moros cautivos en ella, maestros canteros escogidos, con alma de artistas, que dejaron grabadas en los capiteles del claustro las filigranas más delicadas del arte oriental.

Pero un día estos cautivos estuvieron a punto de dejar para siempre su trabajo. Se encontraba el Santo en su visita anual a las granjas y dependencias de la casa, y habiendo llegado a Clunia con sus compañeros, terminada la refección, se retiraron a descansar. Para Domingo no fué largo el reposo y un sueño extraño turbaba su espíritu : veia a los cautivos de la abadia forzar la puerta mal guardada, y, cautelosamente agazapados, huir a través de los campos y montes y esconderse en una cueva antes de amanecer. El Santo se despierta sobresaltado y comprende que aquel sueño insistente es un aviso del cielo. Pero como era de noche y no quería romper el silencio mayor ni aun fuera de casa, se contentó con despertar quedamente a los monjes para adelantar el rezo del Oficio divino. Terminada la Hora de Prima, el abad contó a los acompañantes lo que había pasado en su monasterio. Unos le creyeron aviso del cielo y otros dudaron; hasta que, al poco rato, se presentaron mensajeros venidos de Silos con la triste noticia.

Alarmados y ansiosos, se dispersaron por distintos caminos, prometiendo dinero al que los encontrase. Entre tanto Domingo, con sus fieles acompañantes, sin turbarse un momento, se dirigió, sin vacilar ni desviarse un punto, a la cueva que en sueños le había Dios indicado. Allí, en efecto, esperaban los infelices con sobresalto el término del largo día para proseguir durante la noche su camino, hasta que algún día amaneciesen muy lejos de Silos, en su patria perdida...

Pero de pronto se presenta ante ellos el abad bondadoso, y cabizbajos, volvieron con él al monasterio a continuar su tarea de magos. Éste fué uno de los milagros más provechosos que hizo el Santo en favor de su casa y también de las artes.

Dicien todos que era fecho maravilloso
debie ser escrito a honra del glorioso.


CAPITULO XII: LABOR ARTÍSTICA E INTELECTUAL

Era para alabar a Dios ver cómo el monasterio de Silos había llegado a ser, bajo la dirección de Domingo, el modelo y ejemplar de todas las abadías castellanas de su tiempo.

Dentro y fuera de la casa trabajaba con ahinco por el esplendor y prosperidad de la misma. La hueste de religiosos, formada por el Santo, podía atender debidamente a los Oficios divinos y a los menesteres y artes conventuales. Si en el plan de San Benito cada abadía debe contar con todo lo necesario para bastarse a sí misma, mucho más imprescindible lo era en este apartado rincón de Castilla. Por eso, al lado de obreros y albañiles, los monjes desarrollaban una actividad semejante en los diversos oficios.

La iglesia se hallaba bien servida con bellas y artísticas alhajas : arquetas de marfil, regaladas por Fernán-González; la casulla llamada del Santo, de seda azul tejida en oro, y de la cual conservamos un trozo como preciosa reliquia. Ante el altar de San Sebastián pendía una corona votiva, la más curiosa de España, a la cual adaptó el Santo la famosa cabeza de un ídolo romano. Por encargo e inspiración de Domingo elaboraron los orfebres el cáliz y patena llamados del Santo, que constituye hoy día la joya más preciada del Tesoro de Silos y una de las más maravillosas de la orfebrería española.

De este modo, el temperamento artístico de Domingo le llevaba a escoger para el culto de Dios lo más delicado y primoroso del espíritu humano.

Pero al lado de las artes y por encima de ellas, para el monje están los estudios ; es el distintivo glorioso de la orden benedictina y fué uno de los grandes amores de Domingo, tal vez una de las causas que le movieron a trocar la vida del desierto por el claustro de San Millán. Ya le vimos estudiando los códices de aquella abadía y cómo la falta de libros en Cañas fué una de las cosas que más le contristaron, porque, como decía el adagio de entonces : Claustro sin librería, castillo sin armería. En cambio, al llegar a Silos, a pesar de la ruina y mal estado de los edificios, encontrose con el Armarium o biblioteca, no tan mal provista, pues se conservaban algunos códices muy notables de los buenos tiempos silenses del siglo anterior. Claro que la mejor parte se la había llevado don Munio al priorato de San Miguel. Pero cuando años más adelante, según hemos referido, se incorporó a la floreciente comunidad de San Sebastián, ese lote considerable de libros litúrgicos y clásicos pasó a engrosar la biblioteca monasterial.

Mas Santo Domingo no podía contentarse con eso. Los códices en aquellos tiempos eran compra dos y solicitados con afán, constituyendo su copia, muchas veces artísticamente miniada, la ocupación favorita de los monjes, después del Oficio divino. ¡Bendita la mano que escribe, decía un contemporáneo, y procura a los otros el bien! Orad, leed, cantad y escribid, decía un abad de entonces a sus religiosos. Por eso nuestro Santo, que tan solícito procuraba el pan material a sus monjes, les proporcionó con mucho más empeño el pan de su espíritu y de la inteligencia, sin reparar en gastos ni sacrificios, logrando así formar en Silos una de las más ricas bibliotecas de Europa y la primera en códices visigóticos de cuantas se tiene noticia en el mundo. Esto por sí solo hubiera inmortalizado el nombre de Domingo y de su casa en el campo de las letras.

Toda una escuela de copistas y miniaturistas floreció durante el gobierno del santo abad. En ella trabajaba el viejo Blasco, de poca inspiración, pero de letra clara, firme y bella. Las iniciales las iluminaba el monje Juan, más ilustrado y artista, que debió ser algún tiempo el jefe de la escuela. Mas pronto tuvo que dejar el puesto al famoso Ericón, de arte delicado y originalísima fantasía, que puso en largos trabajos todo su cariño y paciencia. Todavía se conserva en París una obra suya magnífica, que contiene los veinte libros de las Etimologías de San Isidoro y que terminó pocos meses antes de la muerte del Santo. Como miniaturista descuella entre todos el que había de ser prior de la casa, don Pedro. Su estupendo ejemplar del Apocalipsis, que se halla en Londres, es una obra maestra y única en su género. A su lado aparece con gloria otro monje, Domingo.

Por las notas marginales que a veces se encuentran al fin de las obras copiadas, se adivina el esfuerzo, la paciencia e ilusión con que la habían realizado; y la satisfacción que sentían al acabar un trabajo que les había llevado años enteros de heroicos esfuerzos. Y no era ésta la única ocupación que Domingo daba a sus monjes. Cuando los recursos del monasterio lo permitieron, estableció también la escuela monástica como la que él había dirigido de joven religioso en San Millán. Los cuadernos escolares de aquel tiempo, conservados en Silos, prueban claramente que la escuela de niños oblatos se abrió en Silos bajo el gobierno de Santo Domingo.

En los ratos libres él mismo debía dedicarse a su instrucción, como lo testifica un cuaderno de las Interrogaciones de la Fe y otras materias escolares, en el cual escribió el Santo, aprovechando una hoja en blanco, el recibo de una partida de libros.

En esta escuela monacal se formaron, bajo la dirección de Domingo, los ilustres copistas de los santos Padres, que a la vez estudiaban los clásicos latinos, donde aprendieron a manejar con elegancia la lengua de Horacio.

Entre estos sabios merecen especial mención dos cuyos nombres han pasado a la historia para gloria de su Padre y de la abadía: Grimaldo, el piadoso autor de la vida de Santo Domingo, parco en noticias y amplio en digresiones, pero que escribe con soltura, notable para su tiempo, el latín clásico de entonces. El otro es el cronista llamado Silense, más elegante como latino y más concienzudo como historiador, pues su crónica es notabilísima por el espíritu crítico y sereno con que está escrita, muy superior al de todos los historiadores de su tiempo. El P. Alcacer ha probado cómo el Silense fué realmente un monje de esta casa.


CAPITULO XIII: RELACIONES CON LA CORTE Y EMBAJADAS

Vamos a resumir en este capitulo lo que pudiéramos llamar sus relaciones oficiales, que nos pondrán de manifiesto la influencia social que Santo Domingo tuvo en la corte y reino de Castilla.

Favorecido por la constante y bienhechora amistad del rey don Fernando, le hizo uno de sus principales consejeros, como lo eran también otros tres santos abades que entonces florecian en la provincia burgalesa: San Íñigo de Oña, San García de Arlanza y San Sisebuto de Cardeña; juntos aparecen los cuatro suscribiendo donaciones de reyes y magnates y tomando parte en los principales acontecimientos de la época.

En la primera parte de su abadiato, o sea, hasta 1054, Domingo, por las urgentes necesidades de su casa, aparece muy poco por la corte de Castilla ; pero a medida que aumentan su fama y sus milagros, su presencia es requerida como indispensable.

La primera misión oficial que le confió don Fernando fué para él muy delicada y no tuvo el éxito apetecido. Por ambición y resentimientos personales; el rey de Navarra, su perseguidor don García, había invadido el reino castellano, y don Fernando le envió con San Íñigo para ver si le hacían desistir de su temeraria empresa, proponiéndole un arreglo amistoso.

A pesar de la veneración que el monarca navarro profesaba al abad de Oña, no quiso recibir su embajada de paz. Tal vez la presencia de su antiguo vasallo, el rebelde prior, como solía llamarle, excitó de nuevo su cólera. Lo cierto es que los arrojó violentamente del campamento con terribles amenazas, y sin atender razones, se lanzó al combate, y perdió la vida en el primer encuentro. El desdichado monarca tuvo el consuelo de morir en brazos de San Íñigo, que le confortó en sus últimos momentos. Entretanto Domingo oraba con lágrimas por la salvación de su antiguo señor.

Años más tarde, hacia 1061, le vemos emprender una misión y viaje de carácter muy distinto. Su amigo don García, abad del cercano monasterio de Arlanza, tuvo la buena inspiración de trasladar a su abadía los venerandos restos de San Vicente, Sabina y Cristeta, mártires de Ávila, que yacían abandonados desde que aquella ciudad estaba en poder de los moros. Consultó su plan con Domingo y ambos hablaron al rey, que aceptó el proyecto con entusiasmo propio de su profunda piedad cristiana. Organizóse entonces una vistosa cabalgata compuesta de obispos, abades, nobles y guerreros, que marchó en busca de los santos cuerpos. El paso de la comitiva a su vuelta por villas y aldeas fué un verdadero triunfo y un vivo despertar de devoción y de fe. Inmensas muchedumbres acudían a venerar a los mártires, y muchos los acompañaron hasta el monasterio de Arlanza, donde se celebraron solemnísimas fiestas.

Antes de depositar los santos cuerpos en el altar, el rey y muchos magnates y prelados solicitaron del abad don García alguna partecita de los sagrados despojos.

Sólo nuestro Santo, que, según Berceo, había sido el alma de aquella embajada y que había traído sobre sus hombros el preciado tesoro, regresó a su monasterio con las manos vacías. Sus hijos esperaban traería a su iglesia alguna parte considerable; por eso, al salir a recibirle rebosaban de gozo; de gozo por la vista del Padre amado y también por el don que, seguramente, les había guardado. Por eso, después de los alegres saludos, al darse cuenta de que nada traía, murmuraban tristes y desconsolados. El Santo, habiendo escuchado sus quejas, los consoló cariñosamente diciendo: Hijitos míos, no os disgustéis; pues si sois buenos, yo os aseguro que no os faltarán reliquias. Un santo tendréis entre vosotros por cuyo amor Dios bendecirá la casa. Andad, mis amados, que no tendréis que envidiar nada a los monjes vecinos.

Entonces, ni él ni sus hijos comprendieron el sentido de estas misteriosas palabras, pues no se daban cuenta que profetizaba sobre su propio cuerpo. Pero años más tarde, cuando el sepulcro glorioso de Domingo obraba tantos milagros, comprendieron los monjes el alcance de aquella profecía del Santo.

El éxito y resonancia que tuvo esta primera traslación de reliquias, movió al rey don Fernando, dos años más tarde, a intentar otra semejante. Estaba terminando en León la basílica de San Juan Bautista, que había escogido para sepultura suya, y quiso enriquecerla con las reliquias de Santa Justa, mártir de Sevilla. Con este fin encargó a los obispos de León y de Astorga fuesen a buscar el santo cuerpo, dándoles una carta para el rey moro de aquella ciudad. Como los restos de la Santa no aparecían, pensaban ya en su regreso cuando San Isidoro reveló en sueños al obispo de León el lugar donde estaba su propio cuerpo. Pero el mismo día que fué descubierto, moría el santo obispo leonés, según se le había predicho en la visión. Pocos días después, la embajada cristiana salió de Sevilla llevando los cuerpos de San Isidoro y San Alvito, despidiéndoles afectuosamente el rey moro y su corte. Al llegar a la frontera de Castilla los aguardaba el rey con muchos magnates y Santo Domingo de Silos, quienes, en viaje triunfal, llegaron con las sagradas reliquias hasta las puertas de León. Allí se suscitó un conflicto que solucionó la autoridad y prestigio del abad de Silos. La catedral y la nueva basílica se disputaban la posesión de los santos cuerpos. Los pareceres se dividieron, y entonces Domingo, con la autoridad que todos le reconocían, dió solución al conflicto; mandó encaminar los caballos que llevarban los restos, a la puerta del Arco, y, en llegando allí, dióles un ligero golpe con la varita. Los animales, movidos como por sobrenatural impulso, se separaron, dirigiéndose el uno, con el cuerpo de San Alvito, a la catedral; y el otro, con el de San Isidoro, a la Iglesia colegiata, que después se llamó de San Isidoro. Así quedó resuelta la controversia por intervención del Santo, con beneplácito de todos.

En 1065 moría en León el buen rey don Fernando. No sabemos si Santo Domingo le asistió en sus últimos momentos con otros obispos y abades que el rey convocó junto a su lecho; lo cierto es que para el abad de Silos fué una de las pérdidas más dolorosas de su vida, y para el monasterio la de su más insigne bienhechor.

La jura del nuevo rey don Sancho obligó a Domingo a presentarse en la corte a últimos de febrero del 1066. El joven monarca le apreciaba y distinguía grandemente, y todos los años le gustaba verle a su lado. El Santo aprovechaba estos viajes para Ios negocios de la casa. En 1069, en una de sus visitas al rey, se encontró con su amigo y vecino de posesiones, el Cid Campeador, y juntos firmaron un documento a favor de San Pedro de Arlanza. Por última vez se vió con el futuro héroe de Castilla en el postrer viaje que hizo el Santo a Burgos, un año antes de su muerte, con motivo del famoso juramento que el nuevo rey Alfonso VI hubo de prestar en Santa Águeda, a requerimiento del Cid.

Estos frecuentes viajes a la corte le habían puesto en contacto con los principales personajes de su tiempo, que se sentían atraídos por la afabilidad y elevado espíritu del Santo y que más tarde, entre ellos Rodrigo Díaz, habían de favorecer largamente a su monasterio por amor y veneración suya.

Uno de los que más cariño y confianza le profesaron fué el conde gallego Pelayo Peláez, quien, viéndose afligido por molestísima ceguera, después de haber gastado muchos dineros en médicos y medicinas, desesperando encontrar remedio humano, acudió a su buen amigo el santo abad de Silos. Cuando se presentó en el monasterio, Domingo dolióse de su desgracia y turbóse al saber que de él esperaba el remedio. Vencido por la caridad y amistosa compasión, celebró al día siguiente la santa Misa por el conde, y, después de hacer larga y fervorosa oración, bendijo un poco de agua y, lavando con ella los ojos apagados de Peláez, les devolvió la luz y con ella la alegría y felicidad al enfermo...


CAPITULO XIV: APOSTOLADO EXTERIOR DEL SANTO

Por frecuentes que fuesen en su largo abadiato, de cerca de treinta y tres años, estos viajes de Santo Domingo a la corte y sus relaciones con los magnates, no dejaban de ser algo excepcional en su vida ordinaria. Ésta la dedicaba de lleno a la formación de sus monjes y al engrandecimiento espiritual y material de su casa. Pero en su actividad extraordinariamente fecunda hallaba tiempo para dedicarse al ministerio exterior, en bien de las almas.

Señor, Padre de muchos, le llama ingenuamente Berceo, pero con mucha verdad. Padre, primero de, sus hijos los monjes de Silos, a quienes procuraba con cariños de madre el pan de sus cuerpos y, sobre todo, el de sus almas ; pero Padre también de cuantos acudían a él en demanda de luz para sus almas y de salud para sus cuerpos. Y esta paternidad espiritual de Domingo irradiaba muy lejos, fuera del monasterio, por medio del ministerio sacerdotal y predicación de la divina palabra.

Hoy día no nos sorprende que los religiosos benedictinos se dediquen al ministerio de la predicación; pero en tiempo de Santo Domingo, era muy poco frecuente aun entre el clero secular. En este sentido, Santo Domingo fué un innovador, y su ejemplo fué seguido por algunos monjes de su época. El abad de Silos no sólo predicaba en las parroquias e iglesias sometidas a su jurisdicción, sino que aprovechaba los viajes y visitas a las granjas y dependencias de la abadía. para dirigir a los pueblos la palabra de Dios, pues las gentes estaban ansiosas de oír la doctrina cristiana de labios de un Santo que con frecuencia autorizaba su predicación con milagros.

Caso significativo y digno de particular mención es el ocurrido en Monterrubio, distante unos veinte kilómetros de Salas de los Infantes. Había llegado el Santo en sus excursiones apostólicas a dicho pueblo, y era tal el concurso de gentes que se apiñaba para oír su palabra, que se vió precisado a predicar fuera de la iglesia; en esto le presentaron un pobre leproso, lleno de llagas, quien, arrojándose a sus pies, le pedía limosna. Domingo, lleno de compasión, fué a celebrar la santa Misa por el leproso a la capilla de San Martín. Acabado el Sacrificio y hecha ferviente plegaria al Señor de las misericordias, coge al enfermo, le desnuda de sus harapos, le limpia sus llagas, y después de lavar todo su cuerpo con agua mezclada con sal, aquel pobre hombre quedó limpio y sano de su lepra, como el Amán de la Escritura.

Fácilmente se dejan comprender los maravillosos efectos que harían sus sermones entre aquellas gentes rudas e ignorantes, pero de arraigadas creencias, cuando los oían acompañados de semejantes prodigios.

Otro caso también interesante y que nos revela un aspecto de vida religiosa peculiar de aquella época, fué el de la Beata Oria, reclusa.

Aunque casi todos los historiadores silenses se inclinan a creer que esta bienaventurada vivió en una celdilla junto a la iglesia de San Sebastián de Silos, lo más probable es que sea la misma religiosa que llevó ese género de vida en San Millán y cuya vida escribió el mismo Berceo.

Lo cierto es que, siendo todavía muy joven, despreció los halagos y riquezas del mundo y acudió al varón de Dios pidiéndole el hábito religioso y poniéndose bajo su dirección espiritual. Domingo debía ser entonces prior de San Millán, e hizo construir junto a la iglesia de aquel monasterio una celdilla, donde vivió emparedada. Pasaron muchos años, el Santo vino a Castilla y entregóse de lleno a la restauración del monasterio de Silos; hasta que un día recibió aviso de su hija espiritual Oria de que se hallaba combatida por las más terribles tentaciones y torturas del demonio. Aparecíasele en su estrecha reclusión en figura de horrible serpiente, que amenazaba devorarla, y haciendo espantosas figuras, le impedía la oración y la paz.

El mensajero expuso al Santo los duros tormentos de aquella alma y, comprendiendo que eran engaños del demonio, a toda prisa -dice Grimaldo- se puso en camino para visitarla y consolarla. Llegó a San Millán, celebró el Santo Sacrificio de la Misa, dióla la comunión bajo las dos especies sacramentales, y habiendo rociado después con agua bendita la celdilla desde la ventana, se desvaneció para siempre el terrible fantasma de la serpiente, dejándola confortada hasta que acabó felizmente su heroica carrera en este mundo.

No sabemos si el santo abad de Silos hizo muchos viajes a la Rioja, su tierra natal. Es probable no volviese hasta después de la muerte del rey don García. Por lo menos, sus primeros biógrafos no mencionan ningún otro en particular. Tal vez fué en éste de la Beata Oria cuando acudió a consolar y animar a su amigo y homónimo Santo Domingo de la Calzada.

Cuenta la tradición que este penitente solitario se dedicaba a socorrer a los peregrinos que iban a Santiago de Compostela, siguiendo el famoso itinerario de que nos hablan las historias de su tiempo. Dábale mucha aflicción ver los malos caminos que tenían que atravesar, y determinó hacerles un puente que sanease aquellos parajes, donde él tenía establecido un hospital, a cuyo alrededor se formó la ciudad que hoy lleva su nombre.

Dificultades de todo género, por parte de los hombres y de los elementos, le hacían titubear en sus propósitos; entonces nuestro Santo, sabedor de sus trabajos y contratiempos, acudió a visitar y conversar con él, animándole a proseguir sus intentos, como lo realizó cumplidamente.

Con esta piadosa leyenda, los riojanos han unido para siempre la memoria de sus dos santos paisanos que en el siglo XI y siguientes alcanzaron tanta popularidad y fama.


CAPÍTULO XV: CARIDAD Y MlLAGROS DE DOMINGO

Padre de muchas almas fué Santo Domingo, porque supo iluminarlas con su doctrina y llevarlas a Dios; pero Padre también de muchos corazones, porque derramó a manos llenas los torrentes inefables de su misericordia. Al lado de su robusta serenidad y fortaleza, hace resaltar Grimaldo en nuestro Santo, como distintivo peculiar, la bondad de su alma, siempre pronta a derramarse en beneficio de sus prójimos. Bien puede decirse que todos sus milagros los hizo empujado por ese sentimiento de tierna misericordia para con los dolores humanos.

En aquella época de guerras con los moros, y a veces de los reyes cristianos entre sí, era frecuente el bandolerismo en los pueblos alejados de la corte. Muy cerca de Silos, en una roca bravía llamada Yecla, moraba un individuo, por nombre García Muñoz, que era el terror de la comarca por sus terribles instintos e insaciable ferocidad; hasta se atrevió a invadir las tierras del monasterio. Los labradores le temían y no osaban defender sus mieses, y como único recurso fueron a quejarse al varón de Dios, Domingo. El Santo, que había desafiado las iras de un rey, no vaciló en entrevistarse con aquel hombre feroz, reprochándole con entereza y caridad sus desmanes. Nada consiguió por entonces, pues a los pocos días le presentaban muestras de nuevos latrocinios. El Santo cogió las gavillas y con ellas en la mano se presentó ante el altar de San Sebastián, pidiendo la conversión de aquel hombre y el consuelo de los perjudicados. Su oración fué en gran manera eficaz, pues al día siguiente los familiares del bandolero le llevaron ante el Santo, presa de terrible enfermedad, pidiendo se apiadase de él. El buen abad, juzgando que la salud corporal había de perjudicar el alma de aquel desgraciado, trató de salvar a ésta a todo trance; y él, que era fuerte con los orgullosos y manso con los afligidos, con solicitud de padre le movió a penitencia de sus pecados y ferocidades, le confesó y administró los sacramentos y le preparó a bien morir. Poco después expiraba García entre sus brazos, arrepentido y feliz de que el Señor se hubiera apiadado de sus crímenes por intercesión de Domingo.

Muchos fueron los enfermos, ciegos, cojos y lisiados a quienes Domingo curó durante su vida por medio de la oración y, sobre todo, por la celebración de la santa Misa, que era su recurso predilecto; aquí resumiremos únicamente tres de carácter familiar, que nos revelan ciertos matices de su alma sencilla y, a veces, bondadosamente irónica. Tenía el monasterio un criado llamado Juan, activo y fiel, a quien Santo Domingo amaba con particular afecto. Desde la ventana de su celda le veía el abad un día y otro salir con la yunta a su trabajo. Pero pasaron unos cuantos sin que el Santo le viese por ninguna parte, e ignorando la causa, le mandó llamar, como padre que se interesa por el bien de los suyos. -¿Qué te ha ocurrido -le pregunta-, estás triste o enfermo? El criado se calla, pero saca del seno una mano horriblemente llagada por un maligno tumor. El roce de las vestiduras al sacar la mano arrancó un quejido al paciente. Condolido de la pena de su criado, con paternal afecto le dice el Santo: No te apures; confía en la misericordia de Dios; pero no pongas tu esperanza en ningún hombre, ¿me entiendes?, en ninguno. Anda, vete tranquilo al trabajo y verás cómo sanas. Cuando Juan se hubo retirado, el abad llamó a varios monjas y se dirigió con ellos a la iglesia, donde celebró la santa Misa por el enfermo. Terminada ésta, el Santo va en busca del criado, pero ya venía el buen Juan a su encuentro alborozado y mostrando a todos su mano limpia y sana: el tumor había desaparecido como por encanto, sin quedar rastro de sus desgarraduras. Los monjes no se admiraron mucho del prodigio, pues casi a diario veían operarse, por intercesión de su abad, casos semejantes.

Se conoce que el criado Juan tenía bien cuidada la huerta del monasterio: era de buenos puerros el huerto bien cuidado, dice Berceo. De puerros y algo más, pues despertó la codicia de algunos ladrones, que una noche penetraron en la huerta para hacer acopio y marcharse. Pero su intento se vió defraudado por extraña manera. Empujados por fuerza misteriosa, en vez de arrancar las hortalizas se ponen a cavar en un barbecho y, sin darse cuenta, prosiguen afanosos su trabajo en tan ruda tarea hasta el amanecer. Entonces el Santo llama al mayordomo, sonríe misteriosamente y le manda preparar suculento almuerzo para algunos obreros. Él, entretanto, se dirige a la huerta, donde aquellos hombres continúan aún en su tarea. -Vaya -Ies dice-, ya habéis trabajado bastante ; Dios os lo premiará. Venid conmigo, que tenéis preparada la comida. Ellos, avergonzados, siguieron al Santo, que, sonriente y cortés, los llevó al refectorio, donde desayunaron. Únicamente, al entregarles el jornal por su trabajo, les dijo suavemente: Amigos, os perdono la mala intención; mas tales trasnochadas mucho non las usedes.

Otro caso curioso y que nos revela el don de profecía y donaire del Santo es el de aquellos falsos mendigos que se quisieron aprovechar de la conocida e inagotable caridad de Domingo. Para moverle a compasión, se despojaron de sus buenos vestidos, los escondieron en la calleja detrás de la iglesia de San Pedro y, con pobres harapos, se presentaron al abad pidiéndole limosna. El Santo, que había visto en espíritu su intención y la que habían hecho, al verlos, apenas si pudo contener la risa. Con buenas palabras les dijo que trataría de remediar su miseria, y, por primera providencia, los mandó sentar a la mesa. Entretanto, despachó a un monje en busca de dichos envoltorios al lugar señalado, y con candorosa y algún tanto burlona sonrisa, les fué entregando a cada uno su hatillo. Al salir a la calle se dieron cuenta de su chasco:

Diz el uno: aquella la mi saya semeja ; diz el otro: conozco yo la mi capilleja...

Cerraremos este capítulo contando el primer milagro que obró en favor de un cautivo cristiano, porque con él se abre la serie de los innumerables que después de su muerte le harán acreedor al título de Moisés Segundo y Redentor de Cautivos.

Por aquella época y durante varios siglos, hasta después que acabó la Reconquista, afligía a los cristianos de España un mal más cruel a veces que la misma muerte. En las guerras y razzias que hacían los moros a tierras cristianas se llevaban cautivos a cuantos encontraban, para venderlos luego y entregarlos a una vida de esclavitud terriblemente dura, con peligro además de perder sus almas.

Entre aquella turba de miserias y dolores humanos, que casi a diario se presentaban en el monasterio de Silos pidiendo al Santo el remedio de sus necesidades, se presentó un día. una familia de Soto y contaron al abad cómo un hijo suyo, llamado Domingo, había caído en manos de los sarracenos y llevaba ya mucho tiempo sufriendo los horrores de las prisiones. Condolidos de su situación, los parientes y amigos vendieron sus cortos haberes para alcanzar su rescate, y no pudieron reunir la suma señalada; y ahora acudían a él, como a Padre de bondad conocida, para que los ayudase en tan grave necesidad. El relato de tan honda tragedia conmovió el corazón de Domingo:

El Padre piadoso empezó de llorar; amigos, diz, daría si toviesse que dar; y como no contaba con dineros les entregó un hermoso caballo que había en casa, para ayudar al rescate. Pero les dió también algo que valía mucho más; después de consolarlos con blandas palabras, les prometió interesar en sus oraciones al que todo lo puede, para que amparase a su hijo.

Y ¡caso prodigioso! ; al día siguiente, mientras el abad celebraba la Misa por el cautivo, allá en tierra de moros, Domingo de Soto, que tanto había penado, sintió que sus grillos se rompían, y alegre y con cautela salió de la cárcel sin ser notado de los moros que estaban alrededor. Llegó felizmente a casa de sus padres, con los hierros ,a cuestas, cuando ellos menos le esperaban, y al punto comprendieron que aquella milagrosa liberación se la debían al santo abad de Silos. Rebosantes de gozo y gratitud, fueron al monasterio a dar gracias a Domingo, y, al contar por menudo las circunstancias y hora de su salida, comprobaron que se había visto libre en el momento que el Santo ofrecía por él la santa Misa.

De este modo inauguraba Santo Domingo en la tierra la obra portentosa de caridad que durante muchos años había de ser su ocupación predilecta desde el cielo.


CAPITULO XVI: PRECIOSA MUERTE DE SANTO DOMINGO

Corrían los años, y, con ellos, la actividad material y espiritual del monasterio de Silos iba aumentando. El santo abad estaba en todas partes donde había trabajo: en la iglesia, en el claustro, en el escritorio, en la escuela de niños, animando a todos con su sonrisa y buenas palabras ; pero él iba envejeciendo visiblemente. En los últimos años, la muerte se había llevado sus mejores amigos: primero, al buen rey don Fernando; poco después, con trágica muerte, a su hijo don Sancho; finalmente, a su amigo y vecino el abad de Arlanza, en 1072. El Santo parecía sentir ya la nostalgia del cielo. Las fuerzas de su cuerpo se rendían al peso de sus 72 años, tan cargados de fatigas; su cuerpo, menudo y extenuado, necesitaba el apoyo de aquel báculo sencillo de avellano, que aún conservamos como preciosa reliquia. Su espíritu se mantenía firme y sereno, pero las fatiga del otoño de 1073, después de los últimos esfuerzos para la distribución de Ias cosechas, le rindieron del todo y cayó enfermo para no levantarse más. Su querido discípulo Grimaldo nos ha dejado un relato extenso y lleno de unción de su preciosa muerte.

Al sentirse enfermo, y antes que la fiebre le rindiese en el lecho, puso en orden, con diligente cuidado, todos los negocios del monasterio, y con esfuerzo supremo hizo una larga y cariñosa exhortación a sus hijos animándolos a proseguir, generosos, en el servicio de Dios, fuente de gracia y prosperidad.

Comprendiendo después que se acercaba el término de sus trabajos, siete días antes de su muerte, el 14 de diciembre, mandó llamar al prior y mayordomo de la casa y les dió orden de preparar todo la necesario para recibir a los reyes y al obispo, que llegarían en breve. Era posible, y aun casi esperada, la venida del obispo al monasterio para el miércoles 18, festividad de la Virgen María, pues hallándose de visita, quería pasar esa fiesta con los monjes ; pero el rey y la reina se hallaban muy lejos de Burgos, y los monjes comprendieron que por entonces no podían venir a Silos; por eso pensaron que tal vez la fiebre hacía delirar al enfermo. Eso no obstante, cumplieron lo que les había mandado. El martes 17, al anochecer, presentose el obispo de Burgos don Gimeno, íntimo amigo del Santo, y dejando para el día siguiente la visita del enfermo, se retiró a descansar. El miércoles, muy de mañana, volvió Santo Domingo a llamar a los dos religiosos, preguntándoles si habían cumplido el encargo de disponer lo preciso para recibir a los reyes. Ellos, apenados, creyendo que el varón de Dios deliraba, con respeto y cariño le dijeron que todo .se había cumplido y que, efectivamente, el obispo había llegado la víspera por la noche con algunos familiares, pero que los reyes no podían venir de ningún modo aquellos días: ¿Cómo?, les replica el Santo con alguna viveza; ¿estáis seguros que los reyes no han venido?. En verdad os digo que han llegado a casa esta noche, al primer canto del gallo y que han estado conmigo en la iglesia hasta ahora y me han convidado a tomar parte, para dentro de tres días, en el banquete inefable de la gloria. Ya mi gozo es cumplido.

Entonces se abrieron los ojos de aquellos buenos monjes y comprendieron que hablaba del Rey celestial y de su Santísima Madre, y que los preparativos materiales tenían por objeto que se halIasen preparadas las cosas necesarias para el día de su entierro. Probablemente el Santo debió de encargar a sus dos confidentes guardasen el secreto de esta visita celestial hasta después de su muerte. Entre tanto, acabada la misa mayor, el obispo fué a visitar y consolarse con el enfermo, comunicándose en la intimidad sus dos corazones gemelos. Acabada la plática, el prelado pidió al Santo la bendición, pues le urgía retirarse y continuar su viaje. Domingo le rogó le hiciese compañía un día más para hablar de las cosas del cielo y partiese cuando Dios lo indicara; pero el obispo insistió en la necesidad de su partida, sin comprender los motivos secretos que el abad tenía para pedirle se quedase con él. Por eso el Santo añadió con alegre semblante: Id, pues, con la bendición de Dios; pero veréis cómo regresáis muy pronto. Y así aconteció.

El viernes por la mañana, a las siete, cuando apenas amanecía, Santo Domingo llama a los monjes que le velaban y les encarga que con toda urgencia avisen al obispo para que vuelva lo antes posible, pues ya están aquí los reyes que se dignan visitarme. Uno de los religiosos, adivinando el sentido de estas palabras, se echa a llorar y le dice: -¿Qué es esto, Padre? ¿Acaso ha llegado la hora de tu partida? -Sí, hermano querido, ha llegado; pero he pedido treguas a mis celestiales huéspedes hasta que venga el obispo. Después se cerró en augusto silencio y no contestó a cuantas preguntas le hicieron.

Mientras llegaba el prelado, acordaron darle el santo Viático que le confortase en los últimos momentos y le diese fuerzas para el viaje de la eternidad. Las campanas del monasterio lanzaron sus clamores, y la ermita de San Pedro y las iglesias del alrededor, conforme al rito mozárabe, unieron la voz de las suyas a las de la iglesia. mayor. Con la solemnidad que prescribe nuestra antigua liturgia, lleno de emoción, administró el prior a Domingo el Cuerpo de Cristo, que el Santo recibió con gozo inefable después de dar el ósculo de paz y amor a cada uno de sus hijos, que se iban acercando a su lecho llorosos y conmovidos. La noticia de que el abad Domingo agonizaba se derramó con alarma por el pueblo, y los mensajeros que iban en busca del obispo la llevaron más lejos. Cuando llegó el venerable obispo don Gimeno, el largo dormitorio de los monjes se hallaba lleno de gente que había venido de fuera. De la cámara abacial salía el susurro de sollozos de los monjes que con lágrimas de piedad veían acabarse la vida de su Padre. El buen obispo no pudo tampoco contener las suyas y, hondamente conmovido al ver cuán santamente moría el siervo de Dios, le dijo, como despedida, estas consoladoras palabras: iOh Padre amadísimo!; damos gracias al Señor de que, al fin, triunfando de esta vida de dolores, pasas al descanso de la gloria. Te suplicamos no te olvides de nosotros al verte seguro. Ruégale mucho al Señor por todos nosotros, que todavía luchamos inciertos, para que algún día nos encontremos todos juntos contigo en el cielo, reinando allí para siempre.

Al pronunciar el prelado las últimas palabras Santo Domingo, incorporándose un poco, levantó los ojos y manos al cielo, y como abrazando algo que sus ojos veían, lentamente las cruzó sobre el pecho, y como en dulce y regaladisimo sueño, cerró para siempre sus ojos, a la vez que se abrían a su alma los resplandores eternos de la gloria... En el mismo instante en que el Santo expiraba, dos jóvenes monjes, que se hallaban presentes, vieron brillar sobre la cabeza del Santo tres coronas de oro fulgurantes y bellas ; y precedida e iluminada por el nimbo esplendoroso de estas tres coronas, vieron subir al cielo el alma de su Padre. Con seguridad, termina diciendo el piadoso cronista, estas tres coronas eran las mismas que le habían ofrecido los Ángeles en aquella visión referida, cuando le alentaron en los comienzos de la restauración del monasterio de Silos.


CAPITULO XVII: SEPULTURA, CANONIZACIÓN Y GLORIA PÓSTUMA

Santo Domingo murió el viernes 20 de diciembre de 1073. La noticia de su muerte se extendió rápidamente por todo el valle y los pueblos de la comarca, despertando en todos los corazones un sentimiento de pena profunda, porque perdían un Padre en la tierra, y otro de consuelo, porque contaban con un intercesor en la gloria. Reunióse una aglomeración inmensa de gente -abades y priores, monjes de las posadas, pueblos e clerecías, vassallos y señores- deseosos de contemplar, por última vez, aquel Santo amable que había prodigado a manos llenas la misericordia y la caridad. Más que fúnebre cortejo, la conducción del cuerpo santo al sepulcro parecía una comitiva triunfal o un preludio de su canonización.

Presidió los actos litúrgicos funerarios, tan hermosos en el rito mozárabe, su fiel amigo don Gimeno, acompañado de las lágrimas de amor de los monjes y de alabanzas y gratitud de la muchedumbre. Terminada la misa, llevaron los restos sagrados a la modesta sepultura que habían abierto en el ala norte del claustro frente a la antigua puerta de la iglesia, donde permaneció cerca de tres años. El sitio preciso de su enterramiento aparece hoy cubierto con un hermoso monumento que reproduce la imagen del Santo revestido de pontifical, sostenida por tres magníficos leones, y en una de las caras laterales está el epitafio que compuso su biógrafo y discípulo Grimaldo.

Hablando el poeta de la sepultura del Santo, dice:

metieron gran tesoro en muy grand angostura,
lucerna de grand lumme en lenterna oscura.

Pero muy pronto aquella linterna oscura, aquel humilde sepulcro que en el claustro encerraba el cuerpo de Domingo, comenzó a brillar con grandes prodigios. Confluian a él tan crecido número de enfermos en busca de salud, que vino a ser uno de los más gloriosos de entonces. Y de tal modo creció la devoción popular y milagros de Santo Domingo, que, apenas transcurridos tres años de su preciosa muerte, el obispo de Burgos don Gimeno, con asentimiento del rey, de los grandes y del pueblo, determinó canonizar a Domingo en la forma que entonces se usaba.

Para proceder con cautela, por expresa voluntad de Alfonso VI, consultó con los obispos vecinos y con los abades de Castilla, y unánimemente convinieron en elevar al rastaurador de Silos al honor de los altares, transportando sus sagrados restos a la iglesia con toda solemnidad.

Tuvo lugar la ceremonia el año 1076. Jamás había visto el valle de Tabladillo fiestas y regocijos tan brillantes : obispos, abades, condes y pueblos enteros tomaron parte en la traslación del santo cuerpo a la iglesia, colocándole un altar que dedicaron al Santo y que se encontraba al fin de la nave, ante el altar de San Martín. De este modo comenzaba Domingo a recibir los homenajes solemnes de la Iglesia católica.

En adelante, desde ese sencillo altar-sepulcro de piedra, obrará innumerables milagros; ante él se postrarán los reyes de Castilla; millares de cautivos, como veremos después, vendrán a depositar en él los testimonios de su liberación. Durante más de tres siglos será el centro de peregrinación más concurrido, después de Santiago de Compostela, y muchos de los que allí se dirigían, visitaban primero al Taumaturgo español.

¡Cuántas veces, al abrir la puerta de la iglesia, al amanecer, encontraban los monjes el espacioso atrio, levantado por don Fortunio, completamente atestado de enfermos y peregrinos que aguardaban con ansia el momento de depositar a los pies del altar de Santo Domingo su confiada plegaria o su gratitud más efusiva!

A los pocos años de su muerte, tanto la fama popular como los documentos oficiales comenzaron a llamar al monasterio de San Sebastián con el nombre de Santo Domingo, a pesar de que el glorioso mártir seguirá siendo el titular de la iglesia.

Puede decirse que, en adelante, la historia de la abadía va vinculada a la historia de la devoción y culto de Santo Domingo. Su engrandecimiento moral y económico dimana de la devoción y gratitud de los reyes y pueblos para con el Santo. Suben y decrecen en igual proporción.

Y no fué sólo en Silos donde tuvo culto Santo Domingo; en muchas provincias y pueblos fronterizos se levantaron templos o dedicaron altares en honor del Patrón de Castilla, Lumen de las Españas, como le llama Berceo ; de más de cincuenta iglesias ha llegado memoria hasta nosotros.

Cuando las peregrinaciones comenzaron a escasear, sus hijos, los monjes, fundaron aquella famosa cofradía o Hermandad de Santo Domingo, que en el siglo XV contaba en todos los reinos de la Península con más de cincuenta mil asociados. Es el manto de honor con que España entera cubría los restos venerandos y bienhechores del Redentor de Cautivos. Pocos santos han logrado, a través de los siglos, disfrutar por tan largo tiempo de la predilección de los pueblos, avivada constantemente por innumerables milagros.

Vamos a cerrar el presente capítulo relatando la fiesta gloriosa que tuvo lugar en 1088 y que fué como la confirmación solemne por el Legado del Papa de la primera canonización del Santo, ocurrida doce años antes.

Muerto Santo Domingo, la numerosa y bien formada comunidad, que fué la obra maestra de su vida, eligió por sucesor suyo al monje Fortunio, que gobernó la abadía cerca de cuarenta años, mostrándose digno discípulo del Santo y continuando con gran entusiasmo las obras por él comenzadas.

Su primera preocupación fué terminar la iglesia y el claustro de abajo, y lo hizo con tal celo, que, a los quince años después de la muerte de Domingo, se pudo proceder a su consagración. Las circunstancias permitieron que ésta se hiciese con una solemnidad extraordinaria.

En 1088, don Fortunio se hallaba en el concilio de Husillos, que presidía el cardenal Ricardo, Legado del Papa en España. El abad de Silos invitó a los prelados presentes a llegarse a su monasterio, que los múltiples milagros de Santo Domingo estaban haciendo celebérrimo. El Legado y algunos otros aceptaron la invitación, deseosos de ver las maravillas que en Silos tenían lugar casi a diario. Si hemos de creer a los historiadores del siglo XVII, halláronse juntos en esta ocasión en Silos los cuatro cardenales de la IgIesia romana, el arzobispo de Toledo y los obispos de Burgos, de Aix y de Roda; los biógrafos primitivos sólo nos hablan del cardenal Legado y de muchos obispos y abades. De Bispos y abbades avie y un fonsado -dice Berceo traduciendo a Grimaldo.

De todas suertes, nunca había contemplado esta abadía una ceremonia tan importante. El arzobispo de Aix consagró la iglesia y altar mayor dedicado a San Sebastián; el prelado de Burgos, el altar de la nave derecha a la Virgen, San Miguel y San Juan Evangelista; y el de Roda, el de la nave izquierda a San Martín y San Benito, y el altar de Santo Domingo. Presidió toda la ceremonia el cardenal Legado, asistiendo una muchedumbre innumerable de clérigos y laicos.

Un acontecimiento milagroso vino a coronar la fiesta, causando viva impresión en todos los circunstantes. Estaban terminando la misa, cuando se presenta un cautivo con sus grilletes en la mano, que venía a dar gracias a su generoso libertador Santo Domingo. Un movimiento de curiosidad cundió por toda la muchedumbre, obligando al cautivo a subir las gradas del altar. Delante de los prelados y de la inmensa concurrencia contó el buen Servando, que así se llamaba el cautivo, el modo verdaderamente milagroso con que Santo Domingo le había librado de su terrible cautiverio. A través del texto de Grimaldo, testigo presencial, se siente palpitar la emoción y dramatismo del relato, más emocionante todavía en aquellas circunstancias en que lo refería.

Natural de Cuzcurrita, en la Rioja, cautiváronle los moros y le llevaron a Medinaceli. Su amo le cargó de grillos y cadenas y le cerró en terrible calabozo, donde sufrió largo tiempo todas las incomodidades y dolores. Por fin, Dios se apiadó de él por mediación de su siervo Domingo, pues estando una noche durmiendo, se le aparece el Santo, vestido con su cogulla, y llamándole por su nombre, le manda que salga de la cárcel y se vaya a su tierra. Para ayudarle a quebrar los grillos, echóle desde arriba un trozo de madera; rompiéronse aquéllos cual si fuesen de barro :

molió todos los fierros con esse dulz madero
non moldrie mas aina ajos en el mortero...

Arrojóle después una soga, con que ató su cuerpo, y el mismo Santo le sacó de aquel oscuro calabozo. Al encontrarse arriba el cautivo, echóse a sus plantas y entonces el bondadoso abad le dió buenos consejos, Le explicó la manera de salir de la ciudad y le mandó llevase los grillos a su monasterio en señal de agradecimiento. Al punto desapareció, y el buen Servando salió de tierra de moros sin que nadie le viese, hasta llegar sin percance a Castilla, y allí estaba ahora en la abadía de Silos para dar gracias al Padre de bondad. Terminado el relato, mostró a todos los hierros de su prisión, y los colgaron como trofeo sobre el sepulcro del Santo...

El cardenal Legado ratificó la canonización de Santo Domingo, y de vuelta a Roma, dió cuenta al Papa de lo que había visto y ejecutado, siendo confirmada su decisión por el Romano Pontífice :

Predicólo en Roma Don Ricard el Legado Fo por santo complido, del Papa otorgado...


CAPITULO XVIII: EL TAUMATURGO ESPAÑOL

Con el nombre de Taumaturgo -hacedor de milagros- se conoció durante muchos siglos en España a Santo Domingo de Silos. Y, efectivamente, pocos santos ha habido en la Iglesia católica a quienes Dios haya favorecido tan espléndidamente con el don de hacer milagros como el santo abad de Silos.

Ya hemos visto que no escasearon en su vida y que después de muerto abundaron de tal manera, que, a la vuelta de dos años, el obispo de Burgos le elevó a la dignidad de los altares.

Desde entonces se convirtió su sepulcro en una perenne peregrinación venida de todos los reinos cristianos de la Península. Entre los grupos de peregrinos que se dirigían a Silos nunca faltaban enfermos, que venían a implorar la curación de sus dolencias ; ciegos de nacimiento o de enfermedad, cojos y mancos ; sordos y mudos; tullidos y paralíticos; sobre todo, endemoniados a quienes sus parientes traían atados a veces con fuertes cadenas de hierro.

Para cuidar y socorrer tantos enfermos, se levantó un hospital, y un lazareto para leprosos. Allí descansaban durante algún tiempo y luego los llevaban a la capilla o altar del Santo Taumaturgo. Aquí permanecían en oración los enfermos días y noches, pues no siempre obraba el milagro en el primer momento; la curación, en ocasiones, se hacía esperar semanas enteras. De repente, cuando manifestaba el Santo su poder, empezaban los mudos a alabar a Dios y a su bienhechor, los ciegos a ver, los cojos a andar, entre las aclamaciones y alabanzas de los presentes.

Como nuestro Señor Jesucristo, Santo Domingo tuvo un poder especial sobre los poseídos del demonio. La mayor parte de los milagros se obraban durante la celebración de la santa Misa -una misa especial que se decía a primera hora en su sepulcro-, por ser el medio que usó el Santo con predilección durante su vida. Hubo enfermos y energúmenos, como la famosa endemoniada de Canales, que se pasaban semanas y aun meses pidiendo la ansiada curación, que al fin les concedía casi siempre el Taumaturgo, de suerte que todos volvían sanos y satisfechos a sus casas. Ninguna enfermedad, por incurable que fuese, dejó de hallar remedio en la tumba del glorioso Santo.

Oficina de salud, parece que le hizo Dios para todos los dolores humanos. Pasan de 150 los que expresamente, y con todos los detalles auténticos, nos cuenta Grimaldo, ocurridos en unos cuantos años desde la muerte del Santo hasta que él escribió su vida. Se necesitaría copiarlos todos para darse cuenta del ambiente, circunstancias y demás detalles que nos revelan el vivir de aquel tiempo.

Nos los presenta venidos de Galicia, Navarra, Aragón y Palencia, haciendo largas y penosas jornadas hasta llegar a este rincón de Castilla. Naturalmente, abundan más los casos ocurridos con gentes de los pueblos vecinos. Parece que esos nombres, que aun hoy nos son familiares, tienen en el lenguaje de Grimaldo y Berceo un sabor añejo y evocador, a la vez que un sello de autenticidad. Lástima grande que a la muerte del biógrafo ningún otro monje prosiguiese la relación de los prodigios que se fueron sucediendo en los siglos posteriores.

Copiaremos algunos de los más conocidos, empezando por el popular de la Mujer de la serpiente. Una mujer llamada Godina, natural de un pueblo cerca de Santiago de Galicia, se echó a dormir en el campo y, apenas se había quedado dormida, entrósele por la boca una serpiente, y con la violencia, se despertó la mujer despavorida, procurando impedir que el reptil entrase del todo en su cuerpo ; pero su esfuerzo fué inútil, y durante varios meses sintió en sus entrañas las angustias y tormentos de tan terrible huésped. Después de haber gastado su hacienda en medicinas, invocó a Santo Domingo, quien, apareciéndosele en sueños, le dijo: Vete a mi monasterio, que en mi sepulcro hallarás remedio para tu mal. No dudes, hija, de mi palabra. Despertó la enferma y alegre y confiada se puso en camino para el monasterio de Silos. Llegó a un monte que llaman Cervera, desde donde se contempla el valle de Silos; allí suplicó a los acompañantes la dejasen descansar, pues se hallaba muy fatigada. Apenasse habia quedado dormida, cuando la serpiente que traía en sus entrañas salió por la boca, causándole terribles desgarraduras en la garganta.

Espantáronse los presentes de la monstruosidad de la serpiente y acudieron presurosos a matarla. Fueron después al monasterio, donde la enferma, curó de repente de sus heridas, y colgaron la serpiente como trofeo en la capilla del Santo. Con el tiempo fué substituida por una de metal de la misma longitud, a quien la devoción popular atribuía la virtud de curar el mal de garganta.

El caso siguiente es de los menos prodigiosos ; pero le contaremos por referirse al biógrafo del Santo.

Galindo se llamaba un hombre natural del reino de Aragón, criado del monje Grimaldo. Estaba, pues, una noche en su cama, y el diablo le atormentó cruelísimamente, repitiendo los azotes durante tres noches seguidas, hasta que Galindo se encomendó muy de veras a nuestro amadísimo Padre. Multiplicaba furioso el demonio los golpes, hasta que se presentó visiblemente Santo Domingo, quien, luchando a brazo partido con el demonio, le arrojó de aquella morada a los infiernos. Lastimado Satanás, se quejó al Santo diciendo: ¿Por qué me arrojas de mi propia casa y de este hombre que de derecho es mío? Dicho esto desapareció.

Agradecido Galindo al Santo, fué al día siguiente a la iglesia de San Esteban de Gormaz (pues se hallaba en dicho pueblo) llevando una vela, que puso en eI altar del Protomártir. Cogióle la noche en fervorosas oraciones, y habiéndose al fin quedado dormido, vió que entraban en la iglesia dos varones: uno alto y hermoso, San Esteban, y el otro pequeño y calvo con un báculo en la mano, Santo Domingo. Habiendo llegado al altar mayor, preguntó San Esteban al abad: -¿Quién es aquel que está echado en el suelo? -Déjale descansar -respondió Domingo-, que el demonio le molestó las noches y, con el auxilio de Dios, le libré de su opresión. Es un criado del monje don Grimaldo, que está escribiendo mi Vida y Milagros. Llegóse luego a Galindo y, habiéndole despertado, le dijo : -Vete, y di a tu señor que acabe el libro de mi vida, que yo le daré el premio que merece su trabajo. Desapareció la visión, y el criado, vuelto al monasterio, refirió al monje lo que el Santo le había indicado.


ALFONSO EL SABIO Y SANTO DOMINGO

Ya dijimos que todos los reyes de Castilla vinieron a venerar el sepulcro del Taumaturgo español. San Fernando, por ejemplo, firmó varias escrituras en este monasterio; pero ningún monarca fué tan devoto del Santo como Alfonso X el Sabio, y ninguno, a su vez, se vió tan milagrosamente favorecido por el abad de Silos como el hijo de San Fernando. Pero Marín, testigo ocular incontestable, nos refiere tres milagros relacionados con el monarca, que vamos a resumir aquí :

Una de las veces que vino de joven el infante, cuando aún no era rey de Castilla, llegó al monasterio trayendo aherrojado con fuertes cadenas un escudero de Palencia, condenado a muerte. El culpable estaba cerrado en una casa contigua al monasterio y, al oír tocar a misa del Santo, se encomendó a él, y al punto se vió libre de sus cadenas, yendo a refugiarse al sepulcro de su libertador. Los monteros del infante corrieron a echarle mano, pero el abad se interpuso en favor del desgraciado. Apelaron a don Alfonso, quien, enterado del caso, dijo al abad : -En algo se entromete Santo Domingo, pues este escudero forzó a una mujer, y yo había determinado matarle; pero parece que el Santo no lo quiere, y sería desacierto que yo fuese contra él. Así que, por esta vez, vaya en paz el escudero, pero que no se dasmande de nuevo, porque no le valdrá el auxilio de Santo Domingo.

De mayor trascendencia, y decisivo tal vez en el desarrollo de la unidad nacional que se iba forjando en España, es el hecho siguiente :

A principios de 1255, Alfonso el Sabio, ya rey de Castilla, volvió al monasterio, donde pasó cinco días. Graves preocupaciones pesaban sobre él. Vizcaya se había rebelado, Navarra y Aragón tenían graves conflictos con Castilla ; de suerte que veía su reino en grave aprieto. Veló el rey ante el sepulcro del Santo buena parte de la noche, pidiéndole acierto para resolver estos conflictos, tanto mayores para él cuanto entendía más de letras que de armas. Vuelto a la hospedería, echóse a dormir; en el sueño se le apareció Santo Domingo, asegurándole se resolverían satisfactoriamente al cabo de tres meses los asuntos que le inquietaban, con tal que se mostrase fuerte: Reges eos in virga ferrea. Muy de mañana mandó llamar al abad, pidiendo que un monje le dijese misa ante el sepulcro del Santo, acabada la cual, poniendo su diestra sobre la tumba, prometió una gran donación al monasterio, si se cumplía la profecía del Santo. Poco después, acompañado del abad y mayordomo hasta la varga de Contreras, se dirigió a Vizcaya a someter a los rebeldes.

Al, cabo de veintisiete días regresaba al monasterio, tras feliz campañal contra los vascos, y después de habérsele sometido en Vitoria Teobaldo, rey de Navarra. Entre tanto, el cronista Pero Martín había dicho por el rey todos los días una misa en el sepulcro del Santo, a petición del monarca. Habiendo velado toda la noche ante el cuerpo santo, partió el rey con el abad a Soria, y estando allí, dispuesto ya para atacar a Aragón, presentóse el rey Jaime con sus hijos, deseoso de hacer con don Alfonso un tratado de paz, afianzado por medio de casamientos de familia, como se realizó con satisfacción de todos. Entonces declaro el rey al abad de Silos la promesa que el Santo le había hecho en sueños y cómo se había realizado en el tiempo señalado; por lo cual, en señal de gratitud, concedió al monasterio de Silos la martiniega o derecho que el monarca tenía en la villa, que es lo que los monjes le habían pedido. El hecho, ampliamente referido por Pero Marín, está confirmado por un privilegio real de 1256.

Años adelante encontramos de nuevo al Rey Sabio en Silos, donde presenció un milagro notable. Entre los peregrinos que se hallaban en Silos la vigilia de San Miguel había un marino de Bermeo que, andando por el mar, había perdido el habla y el oído. Por ser de su tierra, el abad le dió posada en el monasterio mientras estuviese en Silos. Asistiendo a los maitines de San Miguel se quedó un poco dormido, y de pronto vió salir del sepulcro a Santo Domingo acompañado de dos niños vestidos de blanco. Se le acerca el Santo, y te dice: -Juan, ¡porqué no hablas? Viendo que guardaba silencio, añadió: -Pues yo te he conseguido de Jesucristo gue oigas y hables. Entonces quiso Juan besarle las manos, pero no le vió más. En cambio, oyó cómo comenzaba la Misa y las campanas, y a voces, exclamó: -Yo soy Juan el mudo;. y hame sanado Santo Domingo. Asombráronse todos los que estaban en la iglesia y le llevaron delante del rey, quien le mandó contar su historia, y después de trajearle cumplidamente, le llevó consigo a Belcaire.


CAPITULO XIX: EL REDENTOR DE CAUTIVOS

He aquí el título más glorioso y más justamente merecido de Santo Domingo de Silos.

Por muchos y muy notables que fuesen los milagros de toda clase obrados en vida y después de muerto, palidecen todos ante el número y calidad de los prodigios que obró en favor de los cautivos cristianos durante más de tres siglos. Ya dijimos, hablando del cautivo Domingo de Soto, que ésa era la más terrible y espantosa tribulación que afligió a la España de la Reconquista, Por eso, Nuestro Santo, movido de su inagotable caridad, llevó a cabo la obra social más meritoria de aquellos tiempos : el rescate de cautivos, misión a la que se dedicará más tarde la gloriosa Orden de la Merced.

No es, pues, extraño que Berceo llame a Santo Domingo repetidas veces Redentor de Cautivos, Patrón y Lumen de las Españas, Padre de Castilla, Adalid de las Buenas Justicias y otros epítetos semejantes; ni que los biógrafos del siglo XVII le apelliden Moisés Segundo; ya que, como el del Antiguo Testamento, sacó millares de cristianos de las mazmorras agarenas.

Cerca de trece mil se calcula el número de cristianos libertados por Santo Domingo en el decurso de los tiempos, Grimaldo cuenta algunos ocurridos en su época; después, en el siglo XII, fueron aumentando progresivamente, hasta llegar a su mayor incremento a mediados del XIII.

Hubo entonces un monje piadoso, de esclarecida memoria, llamado Pero Marín, de quien ya hemos hecho mención, que recogió los acaecidos en su tiempo, es decir, durante los reinados de Alfonso el Sabio y su hijo Sancho el Fuerte. Nos habla detalladamente de cuatrocientos cincuenta, de los cuales, doscientos siete tuvieron lugar en el solo año de 1285. Su relato constituye uno do Ios primeros y más exquisitos balbuceos de la prosa castellana, y es 'singularmente extraño que no hayan alcanzado la fama de otras obras contemporáneas menos sabrosas e interesantes.

Nos duele de veras que el carácter popular de este libro y el fin con que está escrito no nos permita transcribir textualmente las ingenuas expresiones y el estilo sencillo y arcaico de Pero Marín. Para dar una idea a los lectores, copiaremos, casi literalmente, los dos primeros milagros, que son de los más conocidos e importantes.

CÓMO SACÓ A PELAYO DE GRANADA

En el año 1232 yacía un cautivo en Granada, por nombre Pelayo, y estuvo allí cuatro años. Un sábado por la noche, al primer canto del gallo, vino Zafra, la mora, su señora, a la prisión en que yacía y mandóle que pusiese a cocer unas madejas, que estuviesen cocidas para la mañana del domingo, que si no, le daría cuarenta azotes. El cautivo, estando cociendo las madejas, dió un gran suspiro, y dijo la mora: -¿Por qué suspiras ahora? Dijo el cautivo: -Los cristianos tal día como mañana nos alegramos y no trabajamos, y si ahora estuviera en mi tierra no cocería madejas. Dijo la mora: -Hijo de perro, cuando esta caldera vaya a tu tierra, entonces irás tú con ella. Pero tú nunca irás ; y sí mañana por la mañana no están cocidas las madejas, el día será malo para ti. y la mora fuése a descansar. Y estando el cautivo atizando el fuego cantó el primer gallo y entró una gran claridad por la casa, y el cautivo tuvo gran miedo y se encomendó a Dios y a Santo Domingo. Y una voz le dijo: -Vete, hijo, échate a andar, que Dios te ha hecho merced. Dijo el cautivo : -¿Quién sois vos? Dijo la voz: -yo soy Santo Domingo. Toma la caldera y llévala a mi casa, pues la quiero para mí. Tomó el cautivo la caldera y salió tras la claridad y halló la puerta del corral abierta y también las puertas de la ciudad, y cuanto duró la noche no se le ocultó la claridad hasta que Ilegó a tierra de cristianos. Trajo la caldera al monasterio y está a la cabeza del cuerpo santo y tienen en ella agua bendita...

CÓMO SE APARECIÓ MAHOMAT, ADALID DE CÓRDOBA

En la era de 1270 (año 1232), sábado, media noche, ocho días de mayo, salió Mahomat, Adalid de Córdoba, a hacer correrías a Andújar, y pasando por el puente de Alcolea, dos leguas de Córdoba, encontró en medio del puente un hombre con gran claridad, y dijo el moro en latín : -¿Quién va? Dijole la claridad: -Yo soy Santo Domingo de Silos. Dijo el moro: -¿A dónde vas? Dijo Santo Domingo: -Voy a Córdoba a sacar cautivos. El moro volvióse con su compañia a Córdoba antes de amanecer, pues tenia en la cárcel quince cristianos cautivos, y púsoles a todos el cepo en los pies y las cadenas en las gargantas y las esposas en las manos, y púsose a guardar la cárcel con su compañía. Y a cuantos moros supo que tenían cautivos les mandó avisar que los guardasen bien porque Santo Domingo estaba en la ciudad. Y los guardaron con grandes prisiones. A primera hora del día, miró sus quince cautivos y no halló ninguno ni tampoco los hierros. Avisó a los otros, fueron a ver a los suyos y tampoco hallaron ninguno. Y hallaron de menos aquel día ciento cincuenta y cuatro cautivos que sacó Santo Domingo de Córdoba.

Y ocurrió que a la vuelta de dos años vino el moro sobredicho a pagar el tributo al rey don Fernando a Burgos y preguntó al rey qué santos había en su reino. Contestándole el rey : -Tenemos a Santiago, San Facundo y otros muchos. Dijo el moro: -¿Cuál es el que saca los cautivos? Dijo el rey: -Santo Domingo de Silos. Dijo el moro: -Ese es, señor; y voy a decirte lo que me aconteció con él: Una noche salí de Córdoba con mi compañía e iba a correr a tierra de cristianos, y pasando de noche por la puente de Alcolea, vi una gran claridad y pregunté quién era. Y díjome que Santo Domingo de Silos, que iba a Córdoba a sacar cautivos. Y contó al rey lo que dejamos dicho arriba. Y dijo el rey : -Mándote que vayas a su monasterio y que veas dónde descansa y toda su casa. Y el rey dióle quien le guiase, y vino el moro aquí y entró en la iglesia y vió aquella figura de la imagen que está sobre el altar y dijo que en aquella figura le viera la noche que le encontró en la puente de Alcolea. Y el rey don Fernando contó todo esto y como se lo dijera el moro.

Así pudiéramos seguir copiando deliciosos relatos. Generalmente son los mismos cautivos los que al llegar a Silos con sus cadenas cuentan a los monjes y al pueblo, reunido a toque de campana, las peripecias de su redención. El cronista usa casi siempre de las mismas expresiones, pero con mil detalles distintos, algunos verdaderamente asombrosos. De ordinario, se presenta el Santo lleno de luz en la mazmorra, rompe milagrosamente los hierros de los cautivos, los invita a salir tras él y en pocas horas los pone en tierra de cristianos. Desde allí se vienen ellos solos a Silos con las cadenas. En ocasiones, deja alguno en la cárcel porque es mal cristiano y tiene dinero de sobra para rescatarse. Otra vez no quiere sacar a una mujer por no haber cumplido un voto, pero los compañeros de prisión interceden y el bondadoso Santo la libra también. Un día son cinco mujeres arrebatadas por los moros en correrías ; una de las cuales, Catalina, es llevada al alcázar del rey de Granada como concubina y del cual tiene dos hijos. Santo Domingo se le aparece, la manda coger el hijo pequeño y traerlo a Silos, donde es bautizado en la capilla del Santo...

Tal vez los cautivos, en la explosión de su alegría al verse entre cristianos, adornaban un poquito el relato de sus aventuras. Acaso no siempre la evasión se debía a la intervención del Taumaturgo.

A veces le hacen cómplice de cosas verdaderamente extrañas, pero que nos revelan la ingenuidad de aquellos siglos de fe y confianza ilimitada que todos tenían el el santo abad de Silos. De todos modos, para cautivos y moros, Santo Domingo era la obsesión, buena o mala, que se presentaba en todas partes como un conquistador.

Tantos grillos y cadenas se reunieron en la iglesia de Silos -algunos quedan todavía a la entrada de su actual capilla-, que llegó a ser proverbio en España: No te bastarán los hierros de Santo Domingo de Silos, frase que se solía decir a los muy revoltosos e insubordinados.

Muchos cautivos que no podían llegar hasta aquí, colgaban sus cadenas en las iglesias de sus respectivos pueblos.

Cerraremos este capítulo con el relato del famoso milagro del Moro del Arca, contado ya por Pero Marín, pero enriquecido de detalles pintorescos por los biógrafos posteriores.

Vivía en Granada un moro llamado Aboazar, que en distintas ocasiones había comprado doce cristianos. Uno a uno los adquirió, y uno a uno se los fué quitando milagrosamente Santo Domingo de Silos. No escarmentado, compró otro, llamado Domingo, natural de Jódar. Receloso el sarraceno no le aconteciese con éste igual que con los otros, discurrió guardarle con singular empeño, porque al día siguiente tenía bodas Aboazar y quería sacrificar este cristiano en honra de sus mayores. Así, pues, temiendo que aquella noche se le Ilevase Santo Domingo, previno su astucia un arca, de la cual salía una cadena que ataba al amo y al cautivo y que sujetó en el suelo. Temiendo dormirse profundamente, puso encima del arca, como despertadores, un perro, un gallo y una gallina, presumiendo no tendría el Santo poder de cerrar la boca de aquellos animales ; y así se echó tranquilamente a descansar.

El cautivo, que sabía la suerte que le aguardaba al día siguiente, lleno de angustia, acudió al redentor de cautivos, suplicando a Santo Domingo le socorriese en tan terrible aprieto. Oyóle el piadoso Padre y, con una acción verdaderamente maravillosa y nunca vista, libró al esclavo del peligro y castigó la locura que creía poder burlar su divino poder.

Cuando todos estaban dormidos, en un rápido y prodigioso vuelo, trasladó Santo Domingo desde Granada a su monasterio al moro, al cautivo, al perro, gallo y gallina sobre la misma arca en que se hallaban. De pronto oyó el moro campanas, y sin advertir dónde estaba, preguntó al esclavo qué cencerros eran aquéllos. A lo que respondió el buen Domingo: -No son cencerros, que son campanas de cristianos. Bajaban los monjes a cantar la primera misa del alba y, a las voces del aturdido sarraceno, acudieron a ver la novedad. Sacaron al cautivo del arca y, llenos de admiración y gozo, dieron gracias a Dios y a Santo Domingo.

Es tradición que Aboazar el moro se convirtió, a la vista de tan estupendo milagro, y se quedó en Silos al servicio del monasterio de su libertador espiritual.

Recogieron los monjes el perro, el gallo y la gallina y los guardaron como recuerdo del portento.

Consérvase hoy-dice el P. Castro- la casta de gallinas, que ha más de cuatrocientos años vinieron de tierra de moros; son blancas como la nieve y tienen las patitas amarillas. Su habitación es el claustro y su jardín. Van a comer al refectorio cuando tocan la campana y, de ordinario, son más puntuales que los monjes, de cuyas manos toman la comida. Venéranlas todos casi como reliquias y las llaman las gallinas del Santo. Esto era en el aiglo XVII.

Por nuestra cuenta añadiremos que con la exclaustración de 1835 desaparecieron tales gallinas, quedando únicamente como recuerdo el lugar donde moraban, que aun hoy día llamamos El Gallinero del Santo.


CAPITULO XX: SANTO DOMINGO, ABOGADO DE FELICES PARTOS

La Beata Juana de Aza.- Por los años de 1170 vivía en Caleruega la noble familia de Guzmán, que, si bien había tenido dos hijos, Antonio y Mamerto, pero, habiendo abrazado ambos la vida religiosa, se veía sin sucesor de su linaje y posesiones.

Para conseguir de nuevo descendencia, se valió de la intercesión de Santo Domingo de Silos, de quien era muy devota doña Juana de Aza. Así, pues, vino a visitar su sagrado cuerpo, asistiendo nueve días con sus noches ante su altar, como acostumbraban los peregrinos de aquella época, tiempo que ocupó en fervorosas oraciones.

El séptimo día apareciósele Santo Domingo de Silos, revestido de su cogulla monacal y resplandeciente de gloria, diciéndole afable y sonriente: -Concebirás un hijo que será la luz de la Iglesia y la destrucción de las herejías.

Consolada doña Juana con esta celestial visita, ofreció al Santo el hijo de la promesa, al que había de poner el nombre de Domingo en honor de su glorioso intercesor. Pasado algún tiempo y hallándose encinta, tuvo la señora de Guzmán una visión en que le pareció llevaba en su seno un perro blanco y negro con una antorcha en la boca, visión que coincidió con la promesa de Santo Domingo de Silos, pues el color blanco y negro del animalito simbolizaba el hábito de la Orden que había de fundar, y la antorcha la luz de su doctrina y predicación.

Cumplió doña Juana su promesa, y al nacer el hijo púsole por nombre Domingo, que el fundador de la Orden de Predicadores había de cubrir de gloria singular.

Consignan las tradiciones del monasterio de Silos que el santo niño Guzmán se educó en esta abadía con los jóvenes escolares. El P. Pérez, hijo de Silos y arzobispo de Tarragona, lo dice expresamente, aunque no hay documentos de la época que lo confirmen. Lo cierto es que Santo Domingo de Guzmán visitó varias veces el monasterio de Silos cuando era canónigo de Osma y que toda la vida tuvo particular devoción a nuestro Padre. Al fundar en Madrid un convento de religiosas de su Orden, le puso bajo la advocación de Santo Domingo de Silos.

Este prodigio dió ocasión a que fuese considerado Santo Domingo como abogado de felices partos y que acudiesen implorando su valimiento las estériles.

No es posible precisar la época en que esta devoción especial a nuestro Santo empezó a tomar incremento, pues desde el siglo XIII, en que escribió Pero Marín sus Miráculos Romanzados, hasta el XVII, en que aparecen los nuevos biógrafos del Taumaturgo español, ningún monje de la casa tuvo la idea de escribir los milagros, tanto de cautivos como de toda clase, que seguramente siguió obrando Santo Domingo de Silos.

Lo cierto es que, al cesar la terrible obsesión de los cautivos con el triunfo definitivo de España sobre los moros, el santo abad comenzó a ser más invocado y conocido como abogado de felices partos. Los autores del siglo XVII y XVIII nos la presentan como una devoción universalmente reconocida y propagada. Los PP. Yepes, Castro y Vergara citan casos verdaderamente prodigiosos ocurridos en su tiempo y de que fueron a veces testigos oculares.

Citaremos uno solamente, pues en una forma u otra, más o menos milagrosa, se reproducen con frecuencia, aun en nuestros días.

En Villanueva de Horcajo, cerca de Talavera, una mujer tuvo tres dias atravesada la criatura sin poder darla a luz. No hallándose remedio a tanto peligro, llamaron al cura para que le administrase los sacramentos. El buen sacerdote, acabada la confesión, la exhortó a que se valiese de la intercesión de Santo Domingo de Silos. Hízolo con gran confianza y al instante dió a luz felizmente, quedando libre de tan manifiesto peligro, con admiración de todos.

El báculo y cinta del Santo.-Ignoramos igualmente la época en que, a este mismo respecto, comenzóse a venerar el báculo que en su ancianidad usaba nuestro Padre y que, como dejamos dicho, es una de las más venerandas reliquias que de él nos quedan. En el siglo XVI ya era frecuente aplicarle como remedio, en los trances de partos peligrosos. y los duques de Frías, señores de la villa de Silos en 1455, le hicieron cubrir con la rica chapa de plata que hoy le guarda, en agradecimiento por la protección que el Santo dispensó a doña Juana de Mendoza, su mujer.

Otras nobles damas castellanas alcanzaron también el privilegio de que les enviaran el báculo de Santo Domingo cuando estaban próximas al alumbramiento. En 1608 visitó el monasterio doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III, y con gran devoción pidió esta reina el báculo para el mismo efecto poco tiempo después.

Para no exponer la santa reliquia al peligro de un continuo viaje, quedó reservado el privilegio a las reinas de España, que lo han solicitado siempre en las diversas épocas que la monarquía estuvo al frente de la nación.

Con el fin de satisfacer la devoción de las personas que se encomiendan al Santo Taumaturgo durante su embarazo y desean ser protegidas por él en ese trance, desde el siglo XVI se vienen sacando medidas del báculo en cintas de seda o paño, tocándolas siempre a dicha reliquia y también a la urna que contiene las cenizas de Santo Domingo.

Es incalculable el número de Cintas que se han repartido doquier llega la devoción al Santo, siendo muchas las personas que experimentan la protección especial del Taumaturgo español en alumbramientos difíciles y en toda clase de peligros.


CAPITULO XXI: SANTO DOMINGO y SU MONASTERIO

No podemos dar fin a este librito sin reseñar brevemente la extraordinaria protección y amor que Santo Domingo ha tenido a su monasterio, manifestado más de una vez con milagros.

"Una de las cosas -dice el P. Yepes- que más han tenido en pie esta casa fué el particular cuidado que ha tenido el glorioso Santo Domingo de mirar por ella. Y si bien todos los santos se. interesan por sus respectivas iglesias y lugares donde descansan sus restos..., pero de ninguno he leído, aunque he pastado hartas vidas de personas que están gozando de Dios, que tan a ojos vistas esté velando y teniendo cuidado por su casa como Santo Domingo por la suya, celando por la observancia e intereses materiales y espirituales."

Puede afirmarse que Santo Domingo no ha dejado de ser el abad de su monasterio, debiendo considerarse como un milagro de su paternal protección el que se haya conservado hasta el presente, a través de las vicisitudes de los tiempos.

Ya en el siglo XIII, cuando el Santo se aparecía a algunos cautivos, les decía recordasen a sus monjas no descuidasen la limpieza de su altar y el alumbrado de la iglesia. Pero cuando sobre todo Santo Domingo cela por la buena observancia de su monasterio es en los siglos XVII y XVIII. Los historiadores de ese tiempo nos refieren casos de máximo interés familiar.

Repetidas veces despertó a los sacristanes para que atizasen las lámparas del Santísimo y de su altar. Otras daba palmadas en el claustro cuando los monjes se quedaban hablando inconsideradamente en tiempo de silencio mayor. En Ocasiones tocaban la campanilla de su altar llamando al orden a los transgresores o avisando de la próxima muerte de algún religioso.

Son muchos los casos de todo género que nos refieren testigos oculares dignos de todo crédito. Diríase que Santo Domingo gustaba de vivir en comunicación con sus hijos para sostenerlos en el camino del bien; y esa solicitud paternal del Santo con los monjes fomentó en ellos un amor y entusiasmo por su Padre verdaderamente extraordinarios. En los historiadores de los últimos siglos antes de la exclaustración, a través del estilo un poco amanerado de la época, se siente palpitar un cariño y admiración hondamente filiales por el santo Taumaturgo, que tal vez la generación presente está lejos de igualar.

Esta tierna devoción al Santo se manifestó no sólo en palabras, sino en obras bien elocuentes. Cuando en el siglo XVIII el estado ruinoso de la antigua iglesia y la incomprensión del arte románico movieron a los monjes de Silos a edificar una iglesia nueva, según los gustos de la época, el amor a su Padre les inspiró la idea de levantar una capilla aparte donde rindiesen culto a sus sagrados restos, que trasladaron desde el antiguo sepulcro de piedra a la hermosa urna de plata que hoy los contiene. Con motivo de la traslación de las reliquias e inauguración de las obras, tuvieron lugar solemnísimas fiestas, cuya descripción nos ha dejado el Padre Vergara, uno de los que más eficazmente contribuyeron a los gastos de las mismas. Él costeó además los cuadros que adornan la capilla del Santo, que reproducen los principales episodios de su vida.

En estas fiestas se desbordó el entusiasmo de los hijos del monasterio de Silos y acrecentóse mucho la devoción de los pueblos al Santo Taumaturgo, que manifestó su poder curando milagrosamente a una mujer de Barbadillo del Mercado.

Vinieron después los años aciagos de la invasión francesa y expulsión de las órdenes religiosas, junto con el inicuo despojo de sus posesiones. Entonces los monjes de Silos, con el celo que les infundía el amor de su Padre, defendieron valientemente los tesoros y reliquias del monasterio de la rapacidad de los unos y salvajismo de los otros. Merecen especial mención y eterna gratitud el Padre Domingo de Silos Moreno, natural de Cañas y obispo de Cádiz, y el P. Echevarría, que murió siendo obispo de Segovia. Gracias a ellos han llegado hasta nosotros tesoros de inestimable valor espiritual y artístico.

Luego se sucedieron los tristes y demoledores años en que la casa de Domingo quedó desierta y en que, día tras día, se fueron desmoronando los edificios. Hasta que en 1880 Santo Domingo, que velaba por su obra, atrajo a estos desiertos los nuevos restauradores : los benedictinos franceses de la Congregación de Solesmes.

Muchas veces oímos decir en su ancianidad al venerable restaurador y primer abad Dom Guepín, que la restauración de Silos en el siglo XIX era uno de los milagros mayores de Santo Domingo.

Humanamente hablando, era de las abadías peor acondicionadas de cuantas le ofrecieron a su llegada, y sin embargo, el Santo le atrajo con fuerza irresistible. Desde entonces -ha pasado medio siglo- el vergel silense ha vuelto a florecer con más hermosa y creciente lozanía. Se ha creado una comunidad numerosa y culta, que lleva por doquier la devoción y amor a Santo Domingo de Silos, el cual sigue siendo el verdadero abad de su casa. En el monasterio no se puede dar un paso sin tropezar con un recuerdo suyo: el claustro, la capilla que contiene sus cenizas, los hierros de los cautivos, la Cámara Santa donde vivió y murió; el cáliz ministerial que dedicó a San Sebastián; el báculo, las arquetas, los códices que usaba explicando la regla benedictina; y, sobre todo, su espíritu y la singular protección que dispensa a sus moradores.

Hoy día ha vuelto a revivir en parte la devoción a Santo Domingo de Silos, viva en sus hijos y propagada por ellos en todas las partes del mundo. Y al hablar de sus hijos no me refiero únicamente a los monjes que en su casa se han formado. sino también a los hijos del pueblo de Silos y a sus entusiastas paisanos de Cañas y La Rioja, que también sienten muy hondo el amor a nuestro Padre Santo Domingo.

Pablo C. Gutiérrez (Benedictino)
Vida y milagros de Santo Domingo de Silos
Narración popular
Tercera Edición
(Para celebrar el noveno centenario de la muerte de Santo Domingo,1073-1973)
Abadía de Silos, 1973
(fuente: www.vallenajerilla.com)
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