(1447-1510)
Una tragedia doméstica, un conflicto psicológico, y, como solución, un idilio místico: he aquí las tres etapas de la vida de Santa Catalina de Genova. Casada a los dieciséis años, sin vocación para el matrimonio, se abre para ella un período de desolación interior. Había cedido a una conveniencia de familia. Los Flisci y los Adurni, las dos casas que se disputaban el predominio en la ciudad, eran eternos rivales. Siglo tras siglo se transmitían el odio, y con el odio la lucha, como los Capuletos y Mónteseos en Verona. Pero, cansados de sangre, buscaron una reconciliación, y el sacrificio ofrecido a la paz fue Catalina. Catalina era una Flisci, su marido un Adurni, un Adurni rudo, bárbaro, violento, mundano, pendenciero y derrochador. Pocas veces se han juntado en un hogar dos caracteres tan diversos. Catalina era dulce, concentrada, sensitiva, nerviosa, viva de ingenio y profundamente apasionada. Educada en una atmósfera de piedad, comprendió inmediatamente que la compañía de su marido iba a ser el tormento de su vida. No tardó en establecerse un divorcio tácito entre ambos. Pensaba él que le habían casado con una monja; lloraba ella porque la habían unida a un demonio. Él se pasaba la vida en los afanes de la política, en aventuras guerreras, en azares de juego y en casas de placer. Gozaba, brillaba en la sociedad, malgastaba su hacienda y la de su mujer. Ella, entre tanto, se pasaba los días recluida en el palacio, silenciosa, resignada, olvidando su dolor en la lectura de libros piadosos, y llorando delante de una Pietá, que era su única confidente.
Pasaban los años, y el abismo que separaba a los dos esposos se hacía cada vez más profundo. «Pero no es da él toda la culpa, decían a Catalina. ¿Por qué no te esfuerzas en atraerle? ¿Por qué no dejas de llorar? Sonríe, acaricia, vístele tus galas, sal con él a la calle, cubre con carmines la palidez de tus mejillas. Acércate un poco, él se acercará otro poco, y acabaréis por encontraros.» Estos consejos hicieron mella en el alma de la joven esposa. No tardó en pensar que tenían razón los que la hablaban de aquella manera, y sus venenosos argumentos repercutían en el fondo de su alma. En aquel admirable Diálogo entre el cuerpo y el alma, que escribió más tarde, refleja la actitud de su espíritu con estas palabras de la prudencia de la carne: «¡Oh alma mía! Es menester templar un poco tu fervor excesivo y procurar las cosas necesarias al prójimo. ¿Crees que Dios hubiera dado la existencia a las cosas creadas, si tuviésemos que renunciar a ellas?»
De pronto, vióse a Catalina brillar en los salones y frecuentar el trato de la aristocracia genovesa. Reía, conversaba, danzaba, lucia sus sedas y sus collares, recibía visitas y las devolvía, asistía a las reuniones galantes; donde se jugaba, se tocaba el laúd, se contaban cuentos picantes y se decían versos de amor. Su belleza, su talle grácil y esbelto, su aire majestuoso, su ingenio penetrante y la gracia de su conversación le merecieron los mayores éxitos en aquel campo nuevo para ella. De todas partes le llovían felicitaciones, atenciones y cumplimientos. Su mismo marido empezaba a estar orgulloso de ella. Pero ella no era feliz. «En vano—dice—se unían todos los placeres del mundo para contentar mis apetitos. Pronto comprendí que todas las cosas criadas eran incapaces de tranquilizarme, y menos de satisfacerme. Y hay que dar gracias a Dios, que así ha dispuesto las cosas, pues si el hombre pudiese encontrar descanso en la tierra, habría muy pocas almas que se salvasen.»
No obstante, aquella vida mundana se prolongó por espacio de cinco años, cinco años que llenaron de amargura la vida de Catalina. Más tarde no podrá pensar en ellos sin estremecerse, sin sentir angustias mortales y verse en trance de desesperación. «¡Oh amor mío!—exclamaba—; yo no puedo sufrir todo lo que queráis, pero el haberos ofendido es para mí una cosa tan espantosa y tan intolerable, que os pido otra pena que no sea la vista de mis pecados.» Y en otra parte decía: «Yo no sé cómo no he muerto cuando he visto el mal que encierra el más ligero pecado. Yo he visto lo que es una falta leve, y lo he visto un solo instante; sin embargo, mi sangre empezaba a helarse en mis venas, me sentía desfallecer, y creo que la menor prolongación de aquella visión horrible habría despedazado mi cuerpo, aunque hubiese sido de diamante.» Tal vez esto nos permita dar el verdadero valor a aquellas frases en que nos dice Catalina que había perdido la inocencia de su alma, que se había encadenado con lazos vergonzosos, que se había visto abatida por un peso insoportable de pecados.
En 1474 se realiza un nuevo vuelco en aquella existencia agitada. Fue una transformación repentina, un rayo súbito como el que cayó sobre Saulo en el camino de Damasco. Se hallaba en una iglesia, cuando vino la iluminación. Quiso confesarse, pero no pudo hablar, y poco faltó para que cayese en tierra sin vida. Fue una llama de amor que la arrebató fuera de sí misma; quitándole de una vez el uso de la inteligencia, del sentido y de la palabra. Catalina hubiera querido realizar entonces un desdoblamiento de su personalidad para arrojarse sobre sí misma, ultrajarse y pisotearse. Tal era el desprecio y el odio que había concebido contra su vida mundana. De vuelta en su casa, gritaba como fuera de sí: «Yo he merecido el infierno y estoy llena de pecados; y ahora no sé qué hacer. Huiré del mundo; ya no quiero nada con él; pero, ¿dónde esconderé mi vergüenza?»
Y empezó la época de las penitencias, de las oraciones largas e inflamadas, de las cuaresmas enteras pasadas sin probar un solo bocado, de los raptos y las visiones de todos los fenómenos que suelen acompañar a la vida de íntima unión con Dios. El temor había cedido el puesto al amor. «De todos los libros santos—habíala dicho Jesús—, escoge una sola palabra; ella será para ti fuente de integridad, de pureza, de entusiasmo, de alegría: escoge la palabra amor.» «Era—dice ella misma—un torrente de amor tan fuerte, tan violento, tan dulce, tan embriagador, que apenas podía tenerme en pie.» «No encuentro—añadía—expresiones para describirle. Solamente puedo decir que si cayese en el infierno una chispa del fuego que me consume, vendría a ser para sus desgraciados habitantes la vida eterna, transformando la noche en día, las penas en consuelos, los demonios en ángeles.» No exageraba. Agitado por aquella pasión divina, su corazón palpitaba tan furiosamente, que acabó por romper el pecho; y aspirando el aire a través de la abertura, amortiguaba el fuego que le consumía. El cuerpo de Catalina se tornaba incandescente, saltaban chispas de su boca y de sus ojos, y el contacto de sus manos calentaba el agua. «¡Oh amor!, no puedo más», decía ella a veces, postrada en tierra y desfallecida. Y añadía: «Me costaría menos poner la mano en un brasero que tener el corazón en esta hoguera celestial.» Pero si el cuerpo desmayaba, el alma decía siempre: más, más. A un fraile, que veía en el estado del matrimonio un obstáculo para amar a Dios, le decía con furia de celos divinos: «Si yo estuviese persuadida que ese hábito que lleváis pudiese añadir la menor chispa a mi amor, lo arrancaría de vuestras espaldas y lo haría pedazos.» Y dirigiéndose hacia Dios, clamaba enajenada: «¡Oh amor! ¿Quién será capaz de impedirme amaros cuanto quiera?»
Todos cuantos la rodeaban estaban maravillados de aquel sagrado torbellino; pero todos habían quedado más o menos envueltos en él. Su mismo marido ya no era el antiguo jugador, el hombre de la espada al cinto y el juramento en la boca, sino el ciudadano honrado, el esposo amante, el cristiano fervoroso. La vida de Catalina es ahora una vida de seguridad, de confianza ciega, de alegría frenética. No concibe que el dolor pueda convivir con el amor. «El alma que ama—dice ella misma—no puede decir que las penas que padece sean penas. Las persecuciones, el infierno, el martirio, todo es tolerable para ella.» De aquí una doctrina consoladora acerca del eslado de las almas benditas en el purgatorio. Catalina bajó al purgatorio, vio que el purgatorio era una mezcla inefable de tormento y de amor, como su propia vida, el exceso del dolor y el amor sin medida, y con el amor el júbilo íntimo, el contentamiento supremo, que sólo con el del paraíso se puede comparar, la inmensa alegría de cumplir la voluntad del Dios amado y adorado sin desmayo, sin vacilación.
«Al salir las almas de esta vida—dice la santa—ven de una vez para siempre las causas del purgatorio, que ellas llevan consigo, para no volver a recordarlas jamás. Y no descubriendo en sí mismas toda la pureza necesaria para ver a Dios, y viéndose con un impedimento que sólo el purgatorio puede hacer desaparecer, arrójanse al punto en sus llamas, y si no encontrasen este lugar del purgatorio, sufrirían allí instantáneamente un infierno mucho más cruel, al ver que se les quitaba toda esperanza de vivir en compañía de Dios, su último fin. Y si pudiesen dar con otro purgatorio más terrible y que obrase con más rapidez, se lanzarían a él con todo el ímpetu del amor.»
(fuente: www.divvol.org)
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