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viernes, 25 de octubre de 2013

25 de octubre : San Antonio de Santa Ana Galvão

El primer santo brasileño nació el año 1739 en Guaratinguetá (São Paulo, Brasil). Su padre, Antonio Galvão de França, militar (alcanzará el grado de capitán-mayor), era la persona de mayor autoridad política e influencia en su tierra. Comerciante y hombre de negocios, era conocido por su generosidad, y pertenecía a la Tercera Orden Franciscana y a la del Carmen. Su madre, Isabel Leite de Barros, pertenecía a una de las familias de mayor rango. Era descendiente de los repobladores de estas tierras, profundamente cristiana y muy caritativa, tanto que a su muerte en 1755 no se encontró ningún vestido suyo, pues los había repartido entre los pobres. Esta familia llegó a contar 11 hijos, algunos de los cuales fallecieron de corta edad, gozaba de prestigio social y de señalada influencia política. Deseando que sus hijos varones tuvieran una adecuada formación humana y cultural, el padre envió a sus hijos José y Antonio a estudiar en el internado que los jesuitas tenían en el seminario de Belem en Vila de Choeira (Bahía), donde estarían sujetos a una disciplina simple y austera. El joven Antonio sobresale como buen latinista en los estudios, y en este lugar permanece cuatro años (1752-1756), progresando en la práctica de la vida cristiana.

Pretende quedarse para profesar en la Compañía, pero el clima antijesuitico del gobierno del marqués de Pombal disuade a su padre, quien prefiere que tome el hábito en el convento de frailes franciscanos descalzos de la reforma de San Pedro de Alcántara, que se habían establecido en Taubaté, no lejos de su ciudad natal. A los 21 años, el 15 de abril de 1760, ingresa Antonio en el noviciado del convento de San Buenaventura de Macacu (Río de Janeiro), donde recibe el hábito y elige el nombre de fray Antonio de Santa Ana, por ser ésta la protectora de su familia, a la que profesa una gran devoción. El 16 de abril de 1761 emite la profesión solemne, y con juramento se compromete a defender el título de Inmaculada de la Virgen María, doctrina entonces controvertida, pero defendida de siempre por los franciscanos. El 11 de julio de 1762 recibe la ordenación sacerdotal y los superiores lo destinan al convento que tiene de la Orden en São Paulo, donde perfecciona la filosofía y la teología. Su devoción mariana encuentra la máxima expresión de hijo y esclavo perpetuo en la consagración a María firmada con su propia sangre el 9 de noviembre de 1766, tiempo de profundización y maduración en una espiritualidad que será su distintivo a lo largo de su vida y que él expresa con las palabras: «Filial entrega a María Santísima, mi Señora, digna Madre y Abogada».

En 1768 se le nombra sucesivamente predicador, confesor y guardián del convento, lo que le lleva a relacionarse con los numerosos fieles que acuden a él buscando consejo. Visita muchas localidades, yendo siempre a pie, donde predica con mucho fruto. Al año siguiente es enviado a São Paulo como confesor de «Recolhidas de Santa Teresa», una casa de retiro en la que un grupo de mujeres viven como religiosas, pero sin emitir votos. Allí conoce a sor Elena M.ª del Espíritu Santo, mujer de profunda oración y dura penitencia, observante de la vida común, que afirma tener visiones en las que Jesús le pedía que fundara un nuevo «Recolhimento». El director espiritual atiende y estudia estos mensajes, y tras pedir consejo a teólogos y personas prudentes, para discernir dichas apariciones y mensajes, los juzgan válidos y de índole sobrenatural. El 2 de febrero de 1774 se procede a la fundación de la nueva casa de retiro «Recolhimento da Luz», para la cual redacta un reglamento o estatuto que organiza la vida interior y la disciplina religiosa. El 23 de febrero de 1775 muere sor Elena, y entonces él, que la había asistido en el lecho de muerte, tiene que hacerse cargo de la santa casa del «Recolhimento de Nossa Senhora da Conceiçao da Divina Providencia».

El año 1776 se le nombra comisario de la Tercera Orden Franciscana en São Paulo, cargo que le lleva a asesorar a muchos hermanos, algunos de los cuales marchan al interior del país en busca de oro y piedras preciosas, pero quieren permanecer ligados a esta fraternidad de penitencia. Un trabajo apostólico muy intenso que merece la confianza de sus superiores religiosos y eclesiásticos, y cuenta con el reconocimiento de sus paisanos. Es confirmado en el cargo en 1779, 1792 y 1799.

La llegada de Martín Lopes de Saldanha, nuevo capitán general de São Paulo, hombre inflexible y arbitrario, va a suponer un momento de incertidumbres y conflictos. En un acto injusto ordena que la casa de retiro sea clausurada, y que la abandonen en 24 horas las religiosas que allí habitan, las cuales disuelven la vida común, pero no se marchan. Resisten hasta el límite. Mientras, con la presión popular y la intervención favorable del obispo, consiguen que al mes siguiente se pueda abrir de nuevo aquella casa. Esta dolorosa prueba fomenta el aumento de vocaciones, y hubo que agrandar el edificio. El «Recolhimento» abre de nuevo sus puertas y la vida vuelve con numerosas jóvenes que quieren consagrarse a Dios, a pesar de la oposición de sus familias y de la extremada pobreza que encuentran entre sus muros. Con verdadero interés de padre debe velar para que esta suspensión temporal no vuelva a inquietar a las religiosas, y si es posible evitar estas desagradables sorpresas. Por esa razón no las desamparará jamás. Dócil a todo lo que se le asigna, demuestra con palabras y obras que es un hombre de vida transparente, que no puede convivir con la mentira y el fraude. El aumento constante de vocaciones exige un nuevo edificio, que supone grandes trabajos y penosos viajes en demanda de donativos. Él será también el principal constructor del nuevo convento, animando a los albañiles y colaboradores a concluir esta noble empresa; era muy difícil, pero la ilimitada confianza en Dios le hizo capaz de emprenderla y concluirla. Se construye un esbelto edificio de estilo colonial, sin lujo alguno, de fachada austera, a fuerza de brazos, durante catorce años de intenso trabajo.

El día 15 de agosto de 1802 concluyen las obras de la iglesia del «Recolhimento da Luz», delineada por él y construida bajo su dirección, que bendice con permiso del prelado. Este singular edificio mereció en 1988 ser declarado por la Unesco «patrimonio cultural de la humanidad».

En 1780 el capitán general de São Paulo condena a muerte a un soldado inocente; él sale en su defensa, actitud que provoca en el arbitrario militar una reacción también equivocada. Manda al destierro al valiente franciscano, a quien ordena que se dirija a Río de Janeiro; pero la reacción del pueblo en su defensa le obliga a revocar dicha orden, siendo más estimado aún el religioso. Al año siguiente sus superiores le encargan el noviciado del convento de Macacu (Río de Janeiro), pero a ello se opone el también franciscano obispo de la diócesis, quien guardándose la obediencia del superior no permite que este encargo llegue a conocimiento del ejemplar fraile. No quiere privarse de su presencia «pues desde que entró en religión hasta hoy vive ejemplarmente». Se va a quedar en São Paulo para siempre. Guardián del convento de San Francisco en 1798 y en 1801. El prelado de la diócesis lo considera hombre religiosísimo y prudente consejero que ayuda a todos, y cuantos acuden a él obtienen luz y consuelo: «Es la columna que sostiene São Paulo y su obispado». «Es el hombre de la paz y de la caridad», dice de él el Senado al ministro provincial, oponiéndose a que resida en otra población, «pues no desean que este religioso se ausente de la ciudad de São Paulo que le considera como su protector».

En 1802 sus superiores le nombran «definidor» de la provincia brasileña de la Inmaculada Concepción por sus aptitudes y vida ejemplar, y lo respetan todos como un hombre santo. Su actividad no disminuye. En 1804, es visitador del convento de San Luis de Itu. En 1808, visitador general y presidente del Capítulo. En 1811 funda el «Recolhimento de Sta. Clara» en Soracaba, donde permanece cerca de un año para organizar la comunidad y dirigir las obras de la nueva casa de retiro. Regresa a São Paulo y los últimos diez años de su vida se reparten entre el convento de San Francisco y el «Recolhimento».

El 23 de diciembre de 1822, hacia las diez de la mañana, entrega su alma a Dios en São Paulo. Todas las clases sociales de la ciudad asisten a sus honras fúnebres, venerándolo como un santo. Sus restos reciben sepultura en el presbiterio de la iglesia del «Recolhimento da Luz», a donde acuden constantemente los fieles a rezar al apóstol de São Paulo, a quien invocan en sus necesidades. Termina su carrera después de años y años de trabajos, sufrimientos morales y físicos, vividos con alegría por amor a Dios y a los hermanos.

«Fue un varón apostólico adornado con todas las virtudes; un hijo pobre de S. Francisco de Asís, franciscano alcantarino, siempre humilde y atento a las necesidades de todos, desapegado de las cosas terrenas, que se consagra totalmente a Dios y a María. Responde a su consagración religiosa dedicándose con amor y devoción a los afligidos, enfermos y esclavos de su época en Brasil. Su fe, genuinamente franciscana, vivida evangélicamente y gastada apostólicamente al servicio del prójimo, servirá de estímulo para imitarlo como "el hombre de paz y de caridad". Maestro y defensor de la caridad evangélica, se convierte para muchos en consejero prudente de la vida espiritual y defensor de los pobres».

Una solicitud que creció durante su infancia en el hogar familiar, en el que se reunían a diario todas las noches ante la imagen de Santa Ana para orar.

Visita a los pobres y, en el silencio de las noches, recorre largas distancias para asistirles y resolver los problemas más diversos. Es un peregrino de la paz y de la caridad, y para él caridad es vivir para y por los hermanos, y por eso cuantos acuden a él lo consideran pastor de todos los necesitados. Su formación profunda y su buen sentido son terreno adecuado para que Dios se haga presente. Fue el instrumento del cual Dios se sirvió para discernir los espíritus, desplegando una extraordinaria actividad con gran coraje. «Así da a la Iglesia una nueva familia religiosa, que vive en gran pobreza, continua penitencia y gozosa simplicidad».

El año 1922 la Tercera Orden Franciscana organiza unos solemnes actos con motivo del centenario de su muerte, y coloca una lápida conmemorativa en la iglesia del Monasterio de la Luz. El proceso ordinario de beatificación se inicia en 1938, aunque queda interrumpido. En 1981, durante la visita del papa Juan Pablo II a Brasil, el arzobispo de la diócesis de Aparecida del Norte (São Paulo), le presenta una súplica, avalada por diez mil devotos, que desean la beatificación del padre Galvão. La causa se reabre en 1986, y queda concluida en 1991. En 1997 se promulga el decreto de la heroicidad de sus virtudes, y Su Santidad Juan Pablo II lo beatifica el 25 de octubre de 1998.

Milagro de la beatificación.- Daniela Cristina da Silva, hija de Valdecir y Jacira, desde su nacimiento es una niña grácil y débil de salud. En mayo de 1990, a causa de una complicación broncopulmonar, necesita ser tratada con antibióticos. De nuevo en casa, pronto presenta síntomas de somnolencia y crisis convulsivas; el pediatra, sospechando una meningitis o hepatitis, aconseja a sus padres que la lleven al hospital, donde queda ingresada. El diagnóstico inicial indica un coma por encefalopatía hepática, como consecuencia de la hepatitis del virus A, insuficiencia renal aguda e insuficiencia hepática grave. Con este diagnóstico la niña sufre un ataque cardiorespiratorio. Tras 13 días en la UCI, pasa ocho días en la sala de pediatría y, el 21 de junio de 1990, es dada de alta, en perfectas condiciones de salud física y mental. La curación y recuperación se ha obtenido por la intercesión del Siervo de Dios, a quien recurrieron sus padres, familiares, amigos y religiosas del Monasterio de la Luz.

[Andrés de Sales Ferri, en Año cristiano. Diciembre. Madrid, BAC, 2006, pp. 588-593]


HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI 
EN LA MISA DE CANONIZACIÓN (11-V-07)

«Bendigo al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca» (Sal 33,2).

1. Alegrémonos en el Señor, en este día en el que contemplamos otra de las maravillas de Dios que, por su admirable providencia, nos permite gustar un vestigio de su presencia en este acto de entrega de Amor representado en el santo sacrificio del altar.

Sí, no podemos menos de alabar a nuestro Dios. Alabémoslo todos, pueblos de Brasil y de América; cantemos al Señor sus maravillas, porque ha hecho grandes cosas en favor nuestro. Hoy, la divina Sabiduría permite que nos encontremos alrededor de su altar en actitud de alabanza y de acción de gracias por habernos concedido la gracia de la canonización de fray Antonio de Santa Ana Galvão.

Quiero agradecer las afectuosas palabras del arzobispo de São Paulo, Mons. Odilo Scherer, que se ha hecho portavoz de todos vosotros, y la solicitud de su predecesor, el cardenal Claudio Hummes, que promovió con tanto empeño la causa del padre Galvão. Agradezco la presencia de cada uno de vosotros, tanto la de los habitantes de esta gran ciudad como la de los que han venido de otras ciudades y naciones. Me alegra que, a través de los medios de comunicación, mis palabras y las expresiones de mi afecto puedan entrar en cada casa y en cada corazón. Tened la certeza de que el Papa os ama, y os ama porque Jesucristo os ama.

En esta solemne celebración eucarística se ha proclamado el pasaje del Evangelio en el que Jesús, en actitud de arrobamiento interior, proclama: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a los sabios y entendidos y las revelaste a los pequeños» (Mt 11,25). Por eso, me siento feliz porque la elevación de fray Galvão a los altares quedará para siempre enmarcada en la liturgia que hoy la Iglesia nos ofrece.

Saludo con afecto a toda la comunidad franciscana y, de modo especial, a las monjas concepcionistas que, desde el Monasterio de la Luz, de la capital del Estado de São Paulo, irradian la espiritualidad y el carisma del primer brasileño elevado a la gloria de los altares.

2. Damos gracias a Dios por los continuos beneficios alcanzados por el poderoso influjo evangelizador que el Espíritu Santo imprimió en tantas almas a través de fray Galvão. El carisma franciscano, evangélicamente vivido, ha producido frutos significativos a través de su testimonio de ferviente adorador de la Eucaristía, de prudente y sabio guía de las almas que lo buscaban y de gran devoto de la Inmaculada Concepción de María, de la que se consideraba «hijo y esclavo perpetuo».

Dios sale a nuestro encuentro, «trata de atraernos, llegando hasta la última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las cuales él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente» (Deus caritas est, 17). Se revela a través de su Palabra, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Por eso, la vida de la Iglesia es esencialmente eucarística. El Señor, en su amorosa providencia, nos dejó una señal visible de su presencia.

Cuando contemplamos en la santa misa al Señor, elevado por el sacerdote, después de la consagración del pan y del vino, o cuando lo adoramos con devoción expuesto en la Custodia, renovamos nuestra fe con profunda humildad, como hacía fray Galvão en «laus perennis», en actitud constante de adoración. En la sagrada Eucaristía está contenido todo el bien espiritual de la Iglesia, o sea, Cristo mismo, nuestra Pascua, el Pan vivo que bajó del cielo vivificado por el Espíritu Santo y vivificante porque da la vida a los hombres.

Esta misteriosa e inefable manifestación del amor de Dios a la humanidad ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cristianos. Deben poder conocer la fe de la Iglesia, a través de sus ministros ordenados, por la ejemplaridad con que estos cumplen los ritos prescritos, que en la liturgia eucarística indican siempre el centro de toda la obra de evangelización. Por su parte, los fieles deben tratar de recibir y venerar el santísimo Sacramento con piedad y devoción, deseando acoger al Señor Jesús con fe y recurriendo, cada vez que sea necesario, al sacramento de la Reconciliación para purificar el alma de todo pecado grave.

3. Es significativo el ejemplo de fray Galvão por su disponibilidad para servir al pueblo siempre que se le pedía. Tenía fama de consejero, pacificador de las almas y de las familias, dispensador de caridad especialmente en favor de los pobres y de los enfermos. Era muy buscado para las confesiones, pues era celoso, sabio y prudente. Una característica de quien ama de verdad es no querer que el Amado sea agraviado; por eso, la conversión de los pecadores era la gran pasión de nuestro santo. La hermana Helena María, que fue la primera «religiosa» destinada a iniciar el «Recolhimento de Nossa Senhora da Conceição», testimonió lo que dijo fray Galvão: «Rezad para que Dios nuestro Señor, con su poderoso brazo, saque a los pecadores del abismo miserable de las culpas en que se encuentran». Que esa delicada recomendación nos sirva de estímulo para reconocer en la Misericordia divina el camino que lleva a la reconciliación con Dios y con el prójimo y a la paz de nuestra conciencia.

4. Unidos al Señor en la comunión suprema de la Eucaristía y reconciliados con él y con nuestro prójimo, seremos portadores de la paz que el mundo no puede dar. ¿Podrán los hombres y mujeres de este mundo encontrar la paz si no toman conciencia de la necesidad de reconciliarse con Dios, con el prójimo y consigo mismos? En este sentido, fue muy significativo lo que la cámara del Senado de São Paulo escribió al ministro provincial de los franciscanos al final del siglo XVIII, definiendo a fray Galvão un «hombre de paz y de caridad». ¿Qué nos pide el Señor?: «Amaos unos a otros como yo os he amado». Pero inmediatamente añade: «Dad fruto y que vuestro fruto permanezca» (cf. Jn 15,12.16). ¿Y qué fruto nos pide, sino el de saber amar, inspirándonos en el ejemplo del santo de Guaratinguetá?

La fama de su inmensa caridad no tenía límites. Personas de toda la nación iban a ver a fray Galvão, que a todos acogía paternalmente. Se trataba de pobres, enfermos del cuerpo y del espíritu, que le imploraban ayuda.

Jesús abre su corazón y nos revela el centro de todo su mensaje redentor: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Él mismo amó hasta dar su vida por nosotros en la cruz. También la acción de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad debe poseer esta misma inspiración. Las iniciativas de pastoral social, si se orientan al bien de los pobres y de los enfermos, llevan en sí mismas este sello divino. El Señor cuenta con nosotros y nos llama amigos, pues sólo a los que amamos de esta manera somos capaces de darles la vida proporcionada por Jesús con su gracia.

Como sabemos, la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano tendrá como tema fundamental: «Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en él tengan vida». ¿Cómo no ver, entonces, la necesidad de escuchar con renovado fervor la llamada, para responder generosamente a los desafíos que debe afrontar la Iglesia en Brasil y en América Latina?

5. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso», dice el Señor en el Evangelio (Mt 11,28). Esta es la recomendación final que el Señor nos dirige. ¿Cómo no ver aquí el sentimiento paterno y a la vez materno de Dios hacia todos sus hijos? María, la Madre de Dios y Madre nuestra, se encuentra particularmente unida a nosotros en este momento. Fray Galvão afirmó con voz profética la verdad de la Inmaculada Concepción. Ella, la Tota Pulchra, la Virgen purísima, que concibió en su seno al Redentor de los hombres y fue preservada de toda mancha original, quiere ser el sello definitivo de nuestro encuentro con Dios, nuestro Salvador. No hay fruto de la gracia en la historia de la salvación que no tenga como instrumento necesario la mediación de Nuestra Señora.

De hecho, este santo se entregó de modo irrevocable a la Madre de Jesús desde su juventud, deseando pertenecerle para siempre y escogiendo a la Virgen María como Madre y Protectora de sus hijas espirituales.

Queridos amigos y amigas, ¡qué bello ejemplo nos dejó fray Galvão! ¡Cuán actuales son para nosotros, que vivimos en una época tan llena de hedonismo, las palabras escritas en la fórmula de su consagración: «Quítame la vida antes de que ofenda a tu bendito Hijo, mi Señor»! Son palabras fuertes, de un alma apasionada, que deberían formar parte de la vida normal de todos los cristianos, tanto los consagrados como los no consagrados, y que despiertan deseos de fidelidad a Dios tanto dentro como fuera del matrimonio. El mundo necesita vidas límpidas, almas claras, inteligencias sencillas, que rechacen ser consideradas criaturas objeto de placer. Es necesario decir «no» a aquellos medios de comunicación social que ridiculizan la santidad del matrimonio y la virginidad antes del casamiento.

Precisamente ahora Nuestra Señora es la mejor defensa contra los males que afligen la vida moderna; la devoción mariana es garantía segura de protección maternal y de amparo en la hora de la tentación. Esta misteriosa presencia de la Virgen purísima se hará realidad cuando invoquemos la protección y el auxilio de la Virgen Aparecida. Pongamos en sus manos santísimas la vida de los sacerdotes y de los laicos consagrados, de los seminaristas y de todos los que han sido llamados a la vida religiosa.

6. Queridos amigos, permitidme concluir evocando la Vigilia de oración de Marienfeld en Alemania: ante una multitud de jóvenes, presenté a los santos de nuestra época como verdaderos reformadores. Y añadí: «Sólo de los santos, solo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo» (Homilía, 20 de agosto de 2005). Esta es la invitación que os hago hoy a todos vosotros, desde el primero hasta el último, en esta inmensa Eucaristía. Dios dijo: «Sed santos, como yo soy santo» (Lv 11,44).

Demos gracias a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, de los cuales nos vienen, por intercesión de la Virgen María, todas las bendiciones del cielo; de los cuales nos viene este don que, juntamente con la fe, es la mayor gracia que el Señor puede conceder a una criatura: el firme deseo de alcanzar la plenitud de la caridad, con la convicción de que la santidad no sólo es posible, sino también necesaria a cada uno en su estado de vida, para revelar al mundo el verdadero rostro de Cristo, nuestro amigo. Amén.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 18-V-07]

(fuente: www.franciscanos.org) .

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