El primer rey se llamó Saúl, pero su comportamiento no agradó por completo a Dios y fue sustituido por David, el más importante de todos; un rey muy valiente, que tenía además un notable talento artístico, pues le gustaba la música, la danza y la poesía; capaz de realizar las hazañas más heroicas y también de ofender gravemente a Dios. Pero el rey David supo reconocer sus errores y arrepentirse sinceramente de sus pecados confiando en la misericordia infinita de Yahvé. De su descendencia nacería Jesucristo, el Mesías prometido y el salvador del mundo.
Estamos en el año 1000 antes de Jesucristo al final de la época de los jueces de Israel. El santuario de Yahvé estaba instalado en una ciudad llamada Silo, en el centro de la tierra de Canaán. Allí, junto al Arca de La Alianza, vivía y dormía un muchacho a quien su madre, agradecida, había consagrado a Yahvé. El chico se llamaba Samuel y estaba bajo la tutela del sacerdote Helí, que era juez de Israel.
Samuel servía a Dios con alegría y sencillez de corazón.
Una noche, Samuel oyó la voz de Dios que le llamaba: “¡Samuel!” Él contestó: “Heme aquí” que significa “aquí estoy” y corrió a Helí para decirle: “Me has llamado y aquí estoy” Helí le dijo: “Yo no te he llamado, vuelve a acostarte” Pero, al momento, de nuevo le llamó Yahvé: “¡Samuel!” Y otra vez corrió hasta Helí para decirle: “Aquí estoy porque me has llamado” Y Helí le volvió a decir que se acostara, que no había sido él. Lo mismo ocurrió una tercera vez y Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven así que le dijo: “Anda, acuéstate y si vuelves a oír esa voz, contéstale: Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Samuel se fue y se acostó. Vino Yahvé y nuevamente le llamó: “¡Samuel, Samuel!” Él contestó: “Habla Yahvé, que tu siervo escucha” Entonces Dios le habló por primera vez.
Este breve episodio nos sirve para conocer a Samuel, un chico sencillo, piadoso y estudioso que, cuando fue mayor, Llegó a ser muy afamado en Israel. Todos le tuvieron por un verdadero profeta y por un santo, y Dios le continuó hablando a lo largo de su vida.
Fue Samuel profeta y Juez de Israel durante muchos años y gozaba de gran autoridad, pero sus hijos se mostraron indignos de seguir el importante oficio de su padre. Un día, vinieron a él los ancianos y le propusieron: “Como tú eres ya viejo, queremos tener un rey como tienen otros pueblos; danos un rey que nos juzgue y que pueda salir al frente de nuestro ejército en los combates” Samuel rezó a Dios y Éste le comunicó que estaba conforme, que buscaría un rey para Israel.
Por aquel tiempo, un muchacho llamado Saúl había salido con un mozo de la casa de su padre a buscar unas asnas que se habían extraviado. Como se alejaron bastante de su casa y no las encontraban, el mozo le dijo: “Sé que hay un hombre que tiene fama de vidente y que mora en la ciudad próxima hacia donde nos dirigimos”. Este hombre no era otro que Samuel. No es que fuera vidente, en el sentido de “adivino”, es que sabía las cosas porque Dios le hablaba. Ya Dios había advertido a Samuel, el día anterior, que le visitaría un muchacho y que habría de ungirle como el primer rey de Israel. Samuel vio venir hacia él a Saúl que era muy alto y fuerte, y convocando un banquete con unos treinta hombres ungió la cabeza de Saúl con óleo delante de todos y le nombró rey de Israel de parte de Yahvé. Le dijo además donde podía encontrar las asnas que había perdido como prueba de que lo hecho era voluntad de Dios.
Saúl fue aceptado como rey por los israelitas y logró algunas hazañas combatiendo a los filisteos que era el principal pueblo enemigo; pero su comportamiento, a lo largo de su reinado, no agradaba a Yahvé, y dijo Yahvé a Samuel: “He rechazado a Saúl para que no reine más sobre Israel, llena tu cuerno de óleo y dirígete a Belén, a casa de un hombre llamado Jesé, pues he visto un rey para mí entre sus hijos”
Llegó Samuel a casa de Jesé y le invitó a celebrar un sacrificio a Yahvé con todos sus hijos. Le fueron presentando uno a uno, y cuando hubieron pasado los siete hijos varones dijo Samuel: “A ninguno de estos ha elegido el Señor ¿son todos tus hijos, no hay ningún otro?” Y él le respondió: “Queda el más pequeño, que está apacentando las ovejas” Samuel le dijo: “Manda a buscarle pues no nos sentaremos a comer hasta que no haya venido él” Jesé envió a buscarle. Era rubio, de hermosos ojos y bella presencia. Yahvé dijo a Samuel: “Levántate y úngele porque éste es” Samuel, tomando el cuerno del óleo lo derramó sobre su cabeza, ungiéndole a la vista de sus hermanos. Y desde aquel momento, y en lo sucesivo, el Espíritu de Dios vino sobre David, pues así se llamaba el chico, y se retiró de Saúl.
El Señor fue disponiendo las cosas para que David reinase en Israel y, como hace tantas veces, se va sirviendo de circunstancias ordinarias: así, Saúl se encontraba enfermo, triste y sin consuelo. Uno de sus sirvientes había oído hablar del hijo menor de Jesé, de Belén de Judá, -ya sabemos de quién se trata-, un chico valiente y que, además, tocaba muy bien el arpa. Propuso que se trajera al muchacho para que, en los ratos de tristeza del rey, le alegrase con canciones. De esta manera Saúl conoció al joven David quien, con frecuencia, tocaba el arpa ante el rey para alegrarle el corazón.
Mientras tanto, los filisteos habían formado un gran ejército que amenazaba a Israel, y Saúl tuvo que organizar sus tropas para defenderse de ellos. Ambos ejércitos se situaron en sendas colinas, una enfrente de la otra, entre las cuales mediaba un valle.
De las filas del ejército filisteo se destacó un hombre llamado Goliat, tan grande y poderoso que parecía un gigante comparado con el resto de los soldados. Llevaba un casco de bronce, una coraza con escamas de bronce y unas botas de bronce; a su espalda llevaba un escudo también de bronce y en la mano una lanza enorme con una gran punta de hierro; una imponente espada colgaba de su cinturón dentro de su vaina. Delante de él iba su escudero.
Goliat se paró y, dirigiéndose a las tropas de Israel puestas en orden de batalla, les gritó desafiante: “¡Yo reto al ejército de Israel! Elegid de entre vosotros un hombre que baje y se atreva a pelear conmigo; si en la lucha me vence, quedaremos sujetos a vosotros y os serviremos; pero si le venzo yo y le mato, entonces vosotros seréis nuestros servidores”
Los israelitas se amedrentaron y nadie se atrevía a luchar contra Goliat, el cual se envalentonaba más y más, saliendo cada mañana y cada tarde a repetir su desafío.
Jesé, que tenía a sus tres hijos mayores en el ejército de Israel, encargó a David que llevara alimentos a sus hermanos y se enterase de si se encontraban bien. David llegó al campamento y se acercó a la fila de soldados donde estaban sus hermanos. En aquel momento salió de nuevo Goliat, el gigante filisteo, y gritó lo de todos los días: “¿Quién se atreve a luchar conmigo?” Pero David, que lo oyó, preguntó a los que tenía cerca: “¿Quién es ese filisteo para insultar así al ejército del Dios vivo?” El rey Saúl vio a David y, extrañado, le mandó venir. Cuando David llegó a la presencia del rey dijo: “¡Que no desfallezca el corazón de mi señor por culpa de ese filisteo! Yo iré a luchar contra él” Pero Saúl le dijo: “Tú eres todavía un niño y él es un hombre de guerra desde su juventud” David replicó: “Cuando yo cuidaba los rebaños de mi padre y venía un león o un oso y se llevaba una oveja, yo le perseguía y le golpeaba hasta quitársela de la boca; he matado leones y osos, y ese filisteo será como uno de ellos. Yahvé, que me protegió antes, me protegerá también ahora” Hoy día ya no se ven leones ni osos por aquellas tierras, pero en tiempos de David no eran raros. Saúl le dijo: “vete y que Yahvé te acompañe”.
Vistieron a David con una coraza de bronce, casco y espada, pero cuando probó a moverse dijo: “No puedo ni andar con estas armas, no estoy acostumbrado” Y deshaciéndose de ellas tomó su cayado, eligió cinco chinarros del torrente que discurría cerca de allí, los metió en su zurrón de pastor y, con la honda en la mano, avanzó hacia el filisteo. La honda es un arma muy sencilla que frecuentemente llevan los pastores para ahuyentar a las alimañas o para obligar a las ovejas o al ganado a no abandonar el rebaño. Con la honda se lanzan las piedras mucho más lejos que con la mano. David confiaba más en su destreza con la honda que en las armas que le ofrecían para luchar.
Goliat se acercó poco a poco, y habló a David con desprecio: “¡Ven a mí, que voy a dar tu carne a los buitres y a las bestias del campo!” Dijo. Pero David le respondió: “Tú vienes a mí con lanza y espada, pero yo vengo contra ti en el nombre de Yahvé, Dios de los ejércitos, a quien has insultado. Te heriré y te cortaré la cabeza, y sabrá toda la tierra que Israel tiene un Dios”
El filisteo avanzó enfurecido hacia David, este se movió con rapidez, metió la mano en su zurrón, sacó un chinarro y lo lanzó con la honda. La piedra voló, y clavándose en la frente del filisteo lo derribó de bruces en tierra. Corrió David, se paró ante Goliat y, no teniendo espada a la mano, tomó la de él, sacándola de su vaina; lo mató y le cortó la cabeza.
Al ver los filisteos a su campeón muerto, se llenaron de pánico y desorganizados huyeron; pero el ejército de Israel salió tras ellos y los derrotaron fácilmente.
A partir de aquel día David entró plenamente al servicio del rey Saúl. Su fama de valiente se acrecentó durante las numerosas campañas de guerra que el rey le encomendaba. Siempre procedía con acierto y se le puso al mando de hombres de guerra mayores y con más experiencia que le respetaban y se sentían contentos de tenerlo por jefe.
Como salía siempre triunfante en las batallas contra los filisteos porque Yahvé estaba con él, las mujeres cantaban a coro en los pueblos: “Saúl mató a mil, pero David mató a diez mil” El rey Saúl, al ver la fama que iba alcanzando, le tomó envidia y un día en que estaba David tocando el arpa, le arrojó su lanza, pero David la esquivó y se clavó en la pared.
David comprendió que tenía que alejarse y se marchó a casa de Samuel, que ya era anciano, con quien estuvo un tiempo. Pero Saúl se había empeñado en atraparlo y matarlo, y enviaba hombres en su busca.
Un día se encontraba David escondido dentro de una cueva con algunos de sus partidarios, pues tenía muchos porque su reputación de hombre valiente y favorecido de Yahvé seguía acompañándole, y, casualmente, entró Saúl sin saberlo a hacer una necesidad. Los que estaban con David le decían: “¡Aprovecha ahora y mata al rey!” pero David respondió: “Líbreme Dios de hacer tal cosa; no pondré mi mano sobre el ungido de Yahvé” Y no se sirvió de su ventaja; pero, en un descuido, cortó a Saúl un trozo de su manto y se escondió para que no le viera.
Cuando el rey abandonó la cueva sin haberse percatado de nada, salió también David y se postró en tierra gritándole: “¡Oh rey, mi señor! Yo no pretendo hacerte daño ¡Mira, padre mío, mira! —Le decía padre mío porque, como ya sabes, lo conocía desde muy joven— En mi mano tengo la orla de tu manto; yo la he cortado, y si no te he querido hacer daño debes comprender que no hay en mí maldad ni rebeldía contra ti. Tú, por el contrario, quieres quitarme la vida. Deja que sea Yahvé quien nos elija a ti o a mí porque, por mi parte, no pondré mi mano sobre ti”
Saúl se conmovió al oír las palabras de David y se echó a llorar diciendo: “¿Eres tú, hijo mío, David?, veo que tú eres mejor que yo porque me has hecho el bien y yo te pago con el mal. Hoy has probado que eres bueno conmigo porque, habiéndome puesto Yahvé en tus manos, no me has matado. Que Yahvé te pague lo que has hecho hoy conmigo. Bien sé que tú serás quien reine sobre Israel, pero júrame que cuando llegue ese momento no te vengarás de mí ni de los míos”
Y David se lo juró para que se quedara tranquilo.
(fuente: www.catequesisenfamilia.org)
otros santos 29 de diciembre:
- Santo Tomás Becket
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