Por el ejemplo y la palabra, por la caridad y la esperanza, por la oración y la fe de los cristianos, en la negrura de la cárcel Mamertina, a quienes vivían en las tinieblas y en sombras de muerte, una Luz les brilló.
LA SOCIEDAD ROMANA DE ESE MOMENTO
La sociedad de la Roma del año 64 d.C. ya estaba tocada de muerte por el mismo mal que la llevaría a la tumba: el vacío moral. Sus calles eran fastuosos museos de una riqueza y un poderío que brillaban, pero como el sol del ocaso.
El aborto, el infanticidio, la renuncia a tener hijos y el abandono hasta la muerte de enfermos y ancianos eran un uso común; la ruptura del vínculo familiar, la infidelidad, la promiscuidad, los lupanares, los banquetes orgiásticos y las relaciones homosexuales eran tan jaleados y practicados como la violencia en los circos, donde la vida era un espectáculo sin valor, y la muerte, frivolizada para no ser temida.
La religión pagana era un mero rito sin corazón, ni devoción, ni aplicación para la vida -todos los dioses falsos acaban siendo sólo el humo de sus incensarios-; y los poderosos eran adulados, imitados, envidiados o eliminados según conviniese a la clase económica, que era la que de veras gobernaba la Caput Mundi.
En el año 64 después de Cristo, Roma era una algarabía desenfrenada. Nerón, cabeza del mayor imperio que han visto los siglos, compaginaba el incesto con el teatro, la guerra con la gula y el circo con la adulación. Cuando prendió fuego a la Urbe y acusó de ello a los cristianos, los mártires empezaron a contarse por millares.
A dos de sus líderes, Pedro y Pablo, los encarcelaron antes de ejecutarlos, pero a sus carceleros, Proceso y Martiniano, aquellos reos les iban a cambiar la vida. Tanto como para que, dos mil años después, los sucesores de esos protomártires sigamos recordando su memoria hasta el día de hoy.
LA CONVERSIÓN Y MARTIROLOGIO DE PROCESO Y MARTINIANO
De su custodia en la cárcel Mamertina se ocupaban Martiniano y Proceso, dos soldados violentos e inmisericordes, curtidos en el trato con la peor escoria de Roma, y que ahora contemplaban cómo aquellos dos hebreos cuidaban del resto de presos, compartían con ellos su comida, secaban sus frentes febriles, escuchaban sus delitos, decían perdonar sus pecados y les hablaban del amor incondicional que les tenía un tal Cristo, que habiendo sido muerto en cruz, estaba resucitado y vivía para siempre. No contaban una fábula de oídas, sino una historia de la que habían sido testigos y por la cual estaban dispuestos a abrazar la muerte para ganar la Vida, la felicidad eterna, incapaces de negar la Verdad que habían conocido.
Debió ser muy ejemplar la presencia de los Apóstoles Pedro y Pablo en la prisión romana cuando se aproximaba su martirio. Habían empleado bien el tiempo para la extensión del Evangelio. Tanto el mundo judío como los gentiles habían tenido ya noticia de la Buena Nueva de la Salvación, quedaba organizada la Iglesia en sus elementos más firmes y estaban presentes ya en el mundo los que continuarían hasta que el Señor de la Historia decida el fin de la presencia del hombre sobre la faz de la tierra. Ellos intuyen que está próximo el fin de su carrera; el propio Pablo lo deja por escrito en sus cartas. Sólo queda recorrer la recta final.
El Martirologio Romano, así como el de Beda, Usuardo y Adón consignan en sus listados de mártires a Proceso y Martiniano. Resumen la entrega de su vida por Cristo presentándolos como dos de los principales carceleros que tenían la misión de custodiar la cárcel Mamertina de Roma en tiempos de Nerón y del encarcelamiento de los Apóstoles previo a su martirio.
Sin ser muy explícitos sobre su existencia, la áurea de los siglos adornó con posibilidades lo desconocido de su vida, constituyéndolas en catequesis devota. Se les presenta como soldados probablemente zafios, algo brutos y más que ensombrecidos por la escoria de la sociedad que tienen que soportar cada día en aquella cárcel pestilente.
Debió resultarles extraña la presencia de aquellos dos presos que no aúllan ni vociferan como los demás; no insultan ni blasfeman, no maldicen ni amenazan. Más bien les pudieron parecer faltos de razón o trastornados por la sencillez y ensimismamiento que por tanto rato mantenían; y a lo que no encontraban ninguna explicación era a la atención que prestaban a sus compañeros de prisión a los que intentan consolar, atendiéndoles como pueden; hasta han visto que les daban de su comida y que han ayudado a moverse a los que ya ni eso pueden.
Su prédica y su ejemplo eran la antítesis de Roma: caridad frente a egolatría; amor a Dios frente a hedonismo; amor al hombre contra relativismo moral.
Y les hablan de bondad, de vivir siempre, de resurrección. Un judío, Cristo, les dará la libertad y la salud. Alguno parece que les escucha con especial atención y lo incomprensible es que con la última remesa de presos que ha llegado por haber incendiado nada menos que la ciudad de Roma, ha cambiado el tono de la cárcel donde empiezan a oírse cantos y hasta sonrisas en los labios resecos por la fiebre, el contagio y el temor.
Proceso y Martiniano confrontaron su vida y la de su sociedad con aquel ejemplo, se atrevieron a buscar la verdad y a cambiar el corazón, descendieron por el agujero del Tullianum y pidieron ser como esos hombres, tener su mismo Espíritu, aunque sabían que eso les iba a valer la muerte poco después.
Los dos carceleros comienzan prestando atención a lo que dicen y terminan acercándose a recibir, en susurros y casi a escondidas, instrucción. Una luz del cielo se les ha encendido dentro; piden ser discípulos, quieren recibir el bautismo y se ofrecen como sustitutos de sus puestos dejándoles abierta la prisión.
Pedro, encadenado a una columna, tocó el suelo y, de un manantial que había a varios pies bajo el suelo y estaba suturado desde hacía siglos, brotó el agua y bautizó a sus carceleros, junto a 47 presos más. Esa es la fuente que desde entonces da agua milagrosa a quien quiere beberla para remedio de algún mal.
Sabedor el juez Paulino de lo sucedido les llama al orden, animándoles a dejar lo que incautamente han abrazado e instándoles a ofrecer culto y reconocimiento a los dioses de siempre. Pero nada puede remover su decisión y, después de escupir la estatua de Júpiter, son azotados y atormentados con la pena del fuego en la que no se sabe cómo el juez se queda ciego, es poseído del demonio y muere en tres días. A los dos que fueron carceleros les cortaron la cabeza en la Via Aurelia, fuera de los muros de la ciudad, el día 2 de Julio, dejando sus cuerpos a los perros.
Dicen que la piadosa Lucina -matrona que nunca falta en la recogida de cuerpos de mártires- los mandó levantar y dar sepultura en su propiedad hasta que pudieron trasladarse a la iglesia que construyó en su honor.
(fuentes: Catholic Net, Alfa y Omega, Signos de estos Tiempos, Foros de la Virgen)
otros santos 02 de julio:
- San Jerónimo de Werten
- San Bernardino Realino
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