(1888-1922)
El 8 de junio de 1952, con ocasión de la beatificación de María Bertila, dijo de ella Pío XII: « Es una humilde campesina de nuestra bendita tierra de Italia. Figura purísima de perfección cristiana, modelo de recogimiento y de oración. Su camino, `el camino de los Coches', el más común. Nada de éxtasis, nada de milagros en vida, sino una unión con Dios cada vez más profunda en el silencio, en el trabajo, en la oración, en la obediencia. De esa unión venía la exquisita caridad que ella demostraba a los pobres, a los enfermos, a los médicos, a los superiores, a todos ».
Nació el 6 de octubre de 1888 en la parroquia de Gola de Brendola (Vicenza), y fue bautizada con el nombre de Ana Francisca; desde muy niña conoció la dureza de la vida ayudando a sus padres en los trabajos del campo. Este era el « camino más común » para las muchachas vénetas antes que llegara la industrialización a esa región. A los 17 años de edad obtuvo el permiso de ingresar entre las Maestras de Santa Dorotea en Vicenza, en donde hizo el noviciado y sus primeros votos temporáneos. Después pasó a Treviso, en donde prestó sus humildes y eficaces servicios en el hospital hasta su muerte, el 20 de octubre de 1922.
Se graduó de enfermera para poder ser más útil a los enfermos, a quienes asistía hasta de noche en remplazo de sus cohermanas. En su diario escribió: « Quiero ser la servidora de todos, porque estoy convencida que así debe ser; quiero trabajar, sufrir, y dejar toda la satisfacción a los demás ». Y añadía: « tengo que considerarme la última de todas, por tanto contenta de ocupar el último lugar, indiferente a todo, tanto a los reproches como a las alabanzas, y hasta preferir lo primero; siempre condescendiente con las opiniones ajenas; no excusarme nunca, aunque me parezca tener razón; nunca hablar de mí misma; los oficios más humildes sean siempre los míos, porque así obtengo méritos ». No le faltaron las ocasiones de sufrimiento.
A los 22 años fue operada de un tumor, pero siguió desempeñando sus habituales ocupaciones soportando el gravamen de trabajo durante la primera guerra mundial. Por los continuos bombardeos los enfermos fueron trasladados a Brianza, y sor Bertila los siguió. Pero en Viggiú la encargaron de la lavandería, y entonces sufrió y lloró a escondidas: « Estoy contenta - escribió -, porque hago la voluntad de Dios ». Al año siguiente regresó a Treviso donde sus enfermos, pero se agravó su mal y durante la segunda operación murió a los 34 años de edad. Fue beatificada en 1952, y canonizada por Juan XXIII el 11 de mayo de 1961.
CANONIZACIÓN DE LA BEATA MARÍA BERTILA BOSCARDIN
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN XXIII*
Solemnidad de la Ascensión del Señor
Jueves 11 de mayo de 1961
Hoy después de los cuarenta días de las fiestas de Pascua, celebramos la triunfante Ascensión de Jesucristo al cielo. Por ello es justo que todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo celebren con piadosa alegría esta bendita festividad exclamando unánimemente con el Salmista: "¡Alzate, oh Dios, allá en lo alto de los cielos!" (Ps. 56,12).
En efecto, el Divino Salvador del género humano que, revistiéndose de la naturaleza humana, "se anonadó tomando forma de siervo" (Phil. 2,7) y que, para redimir a los que habían perecido, "se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Ibíd. 8), resucitando victorioso del sepulcro a una vida inmortal, logró un inmenso triunfo; y al subir a aquel bienaventurado trono, con asombro de los ángeles, alcanzó la cúspide de la gloria. Por tanto, esta gozosísima Ascensión, así como fue el coronamiento de su vida terrena, así también es su culminación.
La lección de este día, queridísimos hijos, es que, despreciando las vanidades del mundo y las seducciones del mal, subamos con Cristo al cielo, no sólo con el corazón, sino también con una vida virtuosa.
El año pasado celebramos esta solemnidad en la Basílica Lateranense para honrar con la aureola de los Santos a Gregorio Barbarico, primero Obispo de Bérgamo y luego de Padua y Cardenal de la Santa Iglesia Romana; hoy, en cambio, hemos inscrito en el catálogo de las Santas a una humilde campesina, María Bertila Boscardin, virgen consagrada a Dios, a quien hemos propuesto a la imitación de toda la familia católica. Ambos, aunque por diferentes motivos, son causa de nuestra admiración; al insigne Obispo y a la humilde doncella los une un misterioso vínculo. Pues la santidad, que resplandece en los fieles, se debe atribuir ¡unánime y parcialmente al celo de los sacerdotes y Obispos, que estimula, fomenta y acrecienta la virtud individual.
Porque ¿quién ignora la misión principal de los sacerdotes y Obispos en la formación del pueblo cristiano, en la recepción frecuente de los santos Sacramentos y en conformar la vida de todos y cada uno con los preceptos de Cristo? Por consiguiente, con razón podemos afirmar que la lozanía de las flores se debe a la habilidad del jardinero.
De todos es conocido el celo de los sacerdotes y Obispos, después del Concilio Tridentino, que inspiró y animó su acción, una vez restablecida la disciplina eclesiástica, y difícilmente se podría decir cuánto contribuyó, además, a renovar los deseos de santidad.
La Virgen, que hoy hemos ceñido con la aureola de las Santas, por su piedad, modestia, paciencia en los sufrimientos, su celosa caridad con los enfermos, hemos de considerarla como flor del campo, que, rica en gracia, esparce suavísimo aroma. Pues con el ejemplo de su vida invita a todos a meditar y observar los divinos mandamientos y enardece a todos en seguir y amar a Cristo, Autor de nuestra salvación.
¡Venerables hermanos y queridos hijos! Queremos hablaros ahora en tono familiar para que nuestro pensamiento tenga un eco inmediato en vuestros corazones.
En efecto, no sabemos contener el desahogo del afecto paternal ante los paisanos de la humilde hija del Véneto y los peregrinos de toda procedencia, todos exultantes por la glorificación de Bertila Boscardin. Una vez más se repite el espectáculo incomparable, estremecimiento de almas en esta Basílica Vaticana, reunidas aquí para ofrecer a la nueva Santa las primicias de su veneración. El Papa, rodeado de la corona de Cardenales, de Obispos y Prelados romanos, ha hecho resonar su voz en el ejercicio de la plenitud del magisterio, que Cristo Señor bendito le confió. En el centro de la común admiración vibrante y devota está la figura de una humilde religiosa que alcanzó la más sublime gloria que hace palidecer cualquier otro esplendor.
A los poderosos y sabios del mundo, que quieren conocer los orígenes y empresas de nuestra Santa y las razones de proponerla ahora a la imitación del mundo católico, responde el Evangelio con sus eternas lecciones. Estas son que la grandeza proviene de la humildad; el sacrificio llevado hasta el heroísmo por que una delicada reserva le ocultaba a la necia curiosidad; la sencillez que brota del abandono confiado en Dios. Las enseñanzas de Sor Bertila, vividas a la luz de una perfección heroica en el breve espacio de su vida, son las enseñanzas de la doctrina celestial, que una vez más proclaman a la faz del mundo los vivos ejemplos de los humildes y sencillos: ex ore infantium (Ps. 8,3).
¡Oh, qué verdaderas y consoladoras aparecen siempre las palabras del Divino Salvador y cómo resuenan hoy con toda su fuerza: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios de la tierra y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque tal fue tu beneplácito» (Luc. 10, 21).
¡Venerables hermanos y queridos hijos! A vosotros, representantes de Vicenza, que disteis a la Santa el origen y la primera educación; a vosotros de Treviso, que recibisteis su último suspiro, y a todos vosotros, aquí reunidos, queremos recordar esta sublime lección, que se repite para toda la Iglesia: la glorificación de hoy presupone la familia cristiana, el estudio del catecismo, la pronta correspondencia a la divina voluntad que llama. Estos fundamentos explican la fecunda riqueza de la sociedad cristiana y el constante florecimiento de la santidad.
I. La familia cristiana ante todo. Este es el ambiente fundamental donde las criaturas regeneradas a la vida divina en las aguas del santo bautismo respiran en la misma atmósfera doméstica los principios saludables del temor de Dios y de su santo amor. Sin duda, no faltan en este núcleo providencial las nubes, que a veces se obscurecen hasta poner en peligro su tranquilidad. Tampoco en la familia de Bertila fue todo de color de rosa o tranquilo. Con frecuencia el llanto y desconsuelo apenaron el corazón de la futura Santa en los años de la inocencia y de la adolescencia. Pero todo lo superó con la ayuda de Dios.
Donde hay una madre que tiene fe, que reza y educa cristianamente a sus hijos no puede faltar la gracia divina, que madura los frutos a través de las dificultades de la prueba. Incluso hoy la sociedad tendrá mayor estabilidad y una inconmovible defensa si las familias, aun con las dificultades de toda índole que implica la vida, saben guardar celosamente el precioso patrimonio de una fe consciente y convencida, luminosa y ardiente, y alcanzar el secreto de la serenidad, que no ;tiene ocaso.
II. La glorificación de hoy presupone asimismo el estudio del catecismo, que infunde en el alma inocente el amor a la verdadera sabiduría, y lo guarda para las conquistas de la madurez.
Como recordamos a una peregrinación reciente de Bérgamo, "la enseñanza del catecismo es semilla cotidiana en cada parroquia, familia y escuela, que permite a los inocentes afianzarse en el espíritu y la gracia de Cristo, y tiene en honor el patrimonio, que es verdadera y pura esencia del cristianismo perfecto".
La humilde religiosa de Brendola es la confirmación de una tradición que hace de las parroquias fervorosas la primera escuela de una vida buena y santa. Santa Bertila está ahora en los altares, sobre los sabios y prudentes del siglo. No se sujetó a un largo aprendizaje, sino que cumplió de buen grado toda misión que se le confió. Su libro, conservado celosamente entre los recuerdos más queridos, fue el catecismo, que su párroco le regaló. En él se inspiraba y consolaba desde pequeña, retirándose con alegría a la soledad, después de haber concluido las labores domésticas, para leerle y releerle constantemente y para enseñarle con entusiasmo a sus coetáneas.
La gran figura del doctísimo Cardenal Barbarico y la sencillez de esta hija de la tierra veneciana que, a un año de distancia uno de otra, hemos tenido la inefable alegría de ceñir con la gloria de los Santos se encuentran y, repetimos, se completan en el amor al catecismo: uno, infatigable Pastor en enseñarle y hacer que lo enseñasen; otra, ingenua hija del campo, en conocerle cada vez más; ambos para vivir a la letra las lecciones de doctrina celestial. Los dos Santos nos recuerdan uno de los deberes apremiantes de la vida pastoral. El cumplimiento de este grave mandato asegura un saludable ahondamiento de la Revelación y un incremento de las buenas costumbres civiles y cristianas. San Gregorio Barbarico y Santa Bertila inculcan a todos los fieles, especialmente a los adolescentes y jóvenes, el deber de preocuparse, con la ayuda de Dios, de la formación cristiana de la mente, del corazón y de la conciencia.
III. La última enseñanza de esta glorificación está en la correspondencia pronta a un atractivo natural al servicio de Dios, en la unión íntima con Él y en el amor a los hermanos. La vocación religiosa es la respuesta alegre del alma a la elección divina. El deseo de pertenecer a Él solo y servirle en el ocultamiento redunda luego en incalculable beneficio de las almas.
He aquí a un alma sencilla que, al primer brote de la vocación, se alegra de entregarse a ella, ayudada por el respeto y consentimiento de sus padres; se siente dichosa también en realizar los más humildes servicios, porque nada pide para sí, no persigue curiosas distracciones o preferencias personales. Y, sin embargo, la irradiación de Sor Bertila se extiende por los pasillos del hospital de Treviso, en contacto con los apestados, consolando, tranquilizando, pronta y dispuesta; experta y silenciosa, hasta obligar a decir incluso a los distraídos que Alguien —es decir, el Señor— estaba siempre con ella dirigiéndola e iluminándola; irradiación que no se extingue con la muerte sino que continúa derramando los beneficios de santidad en un ámbito cada vez mayor de almas hasta el triunfo de hoy.
Dios y las almas; vida interior y apostolado; amor a Dios y al prójimo son los fundamentos inconmovibles en los que se funda la historia de todos los Santos y que proclaman a la faz del mundo el encanto irresistible de su ejemplo.
¡Oh Jesús, que subes al cielo; oh Señor, Rey bendito e inmortal de los siglos, te damos gracias por haber asociado hoy a Santa Bertila a tu triunfo y haber encendido con ella una nueva estrella en el firmamento de tu Iglesia! Al volver al Padre prometiste no dejarnos nunca, y benignamente sigues estando con nosotros, también en el testimonio y amor de tus Santos, que son tu más bello cortejo en el cielo y tu buen olor aquí en la tierra. Por intercesión de Santa Bertila y de todos los Santos, suscita en las almas, en las familias, en las diócesis semillas fecundas y siempre nuevas de santidad; numerosas y ardientes vocaciones; almas bellas y puras; familias sanas y generosas que vivan en tu santo amor. Y concédenos que, sostenidos por tu gracia y fortalecidos por los ejemplos de tus Santos, podamos honrarte todos los días con serenidad y alegría, ánimo y perseverancia para poder vivir una vida divina: ipsi quoque mente in caelestibus habitemus. Fiat, fiat,
* AAS 53 (1961) 291-295; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 270-275.
(fuentes: www.magnificat.ca; vatican.va)
otros santos 20 de octubre:
- San Artemio de Antioquía
- Santa Irene de Tancor
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