Buscar este blog

lunes, 9 de marzo de 2015

09 de marzo: San Paciano de Barcelona

Los datos que poseemos sobre San Paciano, Obispo de Barcelona en la segunda mitad del siglo IV, se deben exclusivamente al testimonio de San Jerónimo, que alaba su integridad de vida y su elocuente enseñanza. Aparte de algunos títulos de obras hoy perdidas, no conocemos en la actualidad más que unas pocas páginas de este Padre de la Iglesia; suficientes, sin embargo, para poner de relieve su calidad teológica y su maestría como predicador. A él se debe la célebre frase, llena de santo orgullo por la verdadera fe recibida en la Iglesia: «cristiano es mi nombre, católico mi apellido».

En sus cartas y homilías reafirma, frente a los errores de los novacianos (que limitaban el poder de la Iglesia para perdonar los pecados), la verdadera doctrina católica. Conservamos tres cartas a un tal Simproniano, y un tratado—importante para la historia del sacramento de la Penitencia—que se ocupa de los diversos tipos de pecados, de la disciplina penitencial. Desarrolla conceptos propuestos por Tertuliano y San Cipriano, mas ningún otro tratado anterior arroja una luz tan viva y concreta sobre los diversos elementos del Sacramento de la Penitencia, tal como se practicaba en la antigüedad cristiana.

También es suyo un Sermón sobre el Bautismo, del que a continuación se recogen unos párrafos. Destaca la clara exposición del pecado original y su transmisión al género humano, la necesidad de la Redención, y la importancia del Bautismo, sacramento que hace renacer en Cristo, perdonando el pecado e infundiendo la vida nueva de la gracia.

LOARTE

SAN PACIANO DE BARCELONA, de donde fue obispo, murió poco antes del 392. Escribió sobre el bautismo, sobre la penitencia y contra los novacianos, así como una obra, perdida, el Cervus, contra los desórdenes con que se celebraba el año nuevo en su ciudad. Buen teólogo, escribió con elegancia y en un tono amable.


La justificación en Jesucristo
(Sermón sobre el Bautismo, 1-5)

Comprended, queridísimos hijos, en qué muerte se halla el hombre antes de recibir el Bautismo. Ciertamente no ignoráis la antigua historia del retorno de Adán a su origen terreno, ni la condenación que lo sujetó a la ley de una muerte eterna. Desde entonces, todos sus descendientes, sometidos a la misma ley, han estado sujetos a esta muerte que ha reinado sobre todo el género humano desde Adán hasta Moisés. Mas bajo Moisés, fue elegido un solo pueblo, descendiente de Abraham. Se le pidió que fuera capaz de observar la ley de justicia. Entretanto, nosotros [los gentiles] estábamos retenidos en la cárcel del pecado para ser presa de aquella muerte. Estábamos destinados a alimentarnos de bellotas y a guardar piaras, es decir, a cumplir actos inmundos bajo el influjo de los ángeles malos. Bajo su imperio no nos era permitido practicar la justicia, y ni siquiera conocerla. La naturaleza misma de las cosas imponía la sumisión a tales señores. ¿Cómo hemos sido liberados de este poder tiránico y de esta muerte? ¡Escuchadlo!

Como ya os he contado, Adán, después de pecar, fue entregado a la muerte por el Señor, que le dijo: eres polvo y al polvo has de volver (Gn 2, 19). Esta condena se transmitía a todo el género humano. Todos, en efecto, han pecado en razón de las exigencias de la naturaleza misma, según la palabra del Apóstol: así como por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte. asé también la muerte se propagó en todos los hombres porque todos han pecado (Rm 5, 12). Era el reino del pecado lo que nos arrastraba hacia la muerte, como a cautivos cargados de cadenas hacia una muerte sin fin. Mas antes del tiempo de la Ley nadie tenia conciencia de este pecado, como lo dice el Apóstol. Antes de la promulgación de la Ley, el mundo ignoraba el pecado, en el sentido de que el pecado no aparecía a sus ojos. Pero el pecado revivió con la llegada de la Ley (cfr. Rm 5, 13; 7, 9). Fue desvelada su existencia y por consiguiente se hizo visible: pero esta intervención de la Ley fue vana, pues casi nadie la observaba. La Ley decía: no cometerás adulterio, no matarás, no codiciarás; sin embargo, la concupiscencia permanecía, con todos sus vicios. Antes de la Ley, el pecado mataba con una espada escondida; desde la Ley, el pecado fue sacado a plena luz. ¿Qué esperanza, pues, restaba al hombre? Sin la Ley, el hombre perecía porque ignoraba su pecado. Bajo el régimen de la Ley, perecía por caer conscientemente en el pecado. ¿Quién ha podido liberarlo entonces de la muerte? Escuchad al Apóstol: ¡desdichado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Y añade: la gracia, por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 7, 24-25).

¿Y qué es la gracia? Es la remisión del pecado. Es, por lo tanto, un don. Cristo vino a rescatar al hombre y lo ha devuelto a Dios, purificado, inocente, libre de la prisión del pecado. He aquí, dice Isaías, que la virgen concebirá y dará a luz un hijo que llamará Emmanuel. Se alimentará de leche y miel hasta que sepa desechar el mal y elegir el bien (ls 7, 14-1S). A propósito de este hijo, el mismo Isaías añade más adelante: jamás cometió pecado ni profirió mentira su boca (Is 53, 9). Poderoso por esta inocencia, Cristo emprendió la restauración de nuestra dignidad, precisamente en una carne de pecado.

Pronto el demonio, padre del pecado de desobediencia, que antes habla engañado al primer hombre, se impacientó, se agitó y tembló. Era menester vencerlo abrogando la ley del pecado, la única que había permitido al demonio someter al hombre. El diablo se arma para combatir al Inocente. Ante todo, recurre a la misma argucia con la que derribó a Adán en el Paraíso: insinúa a Cristo una cuestión de prestigio, como solícito de su autoridad celestial: si eres el Hijo de Dios, le dice, di que estas piedras se conviertan en panes (Mt 4, 3). El tentador esperaba que Jesús se plegaria a esta invitación, para desvelar su naturaleza divina. El demonio no se detuvo allí. Le sugiere precipitarse desde lo alto, asegurándole que los ángeles, encargados por el Padre de llevarle sobre sus alas, lo recogerán con sus manos, para que su pie no choque con ninguna piedra. Así el Señor podría comprobar si en verdad se referían a Él tales providencias dispuestas por el Padre, a las que el tentador le insta a acogerse. La Serpiente, rechazada de nuevo, hace ya ademán de ceder y le promete los mismos reinos de la tierra que en otro tiempo había arrebatado al primer hombre... Pero en todos estos combates, el enemigo es derribado, subyugado por la fuerza de lo alto, como dice el Profeta dirigiéndose al Señor: Tú acallarás a enemigos y rebeldes y contemplaré tu cielo, la obra de tus manos (Sal 8, 3-4).

El demonio se había visto obligado a ceder, pero no se consideró derrotado. Recurriendo a sus habituales artimañas, sobornó a escribas, fariseos y a toda la ralea de sus cómplices impíos, excitándolos a la cólera. Después de haber empleado diversos métodos y actitudes hipócritas, con el fin de engañar, al modo de la serpiente, a cuantos seguían al Señor, se confirmó el fracaso de sus tentativas. Al final, atacaron de frente, como salteadores, infligiendo a Cristo los crueles tormentos de la Pasión. Esperaban así que, vencido por la humillación o el dolor, se permitiera alguna actitud o palabra injusta; así el Mesías habría perdido al hombre [la naturaleza humana] que llevaba en sí, y habría abandonado su alma a los infiernos. Sus enemigos no tenían más que un deseo: poderlo contar como pecador: el aguijón de la muerte—dice el Apóstol—es el pecado (I Cor 15, 56). Cristo resistió, como Aquél que jamás cometió pecado alguno y en cuya boca no se encontró engaño (1 Pe 2, 22), según hemos dicho, lo cual se verificó incluso cuando le conducían al suplicio. Allí estuvo su victoria: en ser condenado a pesar de su inocencia. En efecto, el demonio había recibido plenos poderes sobre los pecadores, y reivindicaba el mismo poder sobre el Justo. Ésa fue su derrota: arrogarse en relación al Justo unos derechos que la Ley divina no le reconocía. De ahí la palabra del profeta al Señor: Tú eres justo cuando das sentencia. Y sin reproche cuando castigas (Sal 50, 6).

Según las palabras del Apóstol, Él ha despojado a los principados y potestades, y los ha dado en espectáculo ante la faz del mundo. arrastrándolos en su cortejo triunfal (Col 2, 15). He aquí por qué Dios no ha abandonado su alma en el sepulcro, ni ha dejado que su Santo conozca la corrupción (Sal 15, 10). Así es como, pisoteando el aguijón de la muerte, resucitó al tercer día en su carne, para reconciliarla con Dios y devolverla a la eternidad, después de la derrota y destrucción del pecado.

Pero si sólo Él ha vencido, ¿cuál fue el provecho para los demás? Escuchad brevemente. El pecado de Adán se había transmitido a toda la raza humana: por un solo hombre entró el pecado en el mundo, dice el Apóstol, y por el pecado la muerte; así la muerte se propagó a todos los hombres (Rm 5, 12). La justicia de Cristo se extiende así también necesariamente a toda la raza humana. Si Adán, por su pecado, ha causado la perdición de toda su descendencia, Cristo, por su justicia, ha dado vida a toda su raza. El Apóstol insiste en esto: como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos. Del mismo modo que el pecado reinó para dar la muerte, así también la gracia reinará en virtud de la justicia para dar la vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 5, 19-21).

Obras publicadas en versión bilingüe por L. RUBIO FERNÁNDEZ, Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona 1958.

Exhortación a la penitencia

Sus diocesanos no han hecho caso a su reprensión:

Aunque en algunas ocasiones, si bien desordenadamente, hablé de la reconciliación de los penitentes, recordando ahora la solicitud del Señor, que, ante la pérdida de una sola oveja, no titubeó en cargarla sobre su cuello y espaldas, devolviendo su querida (oveja) pecadora para completar su rebaño; trataré, en la medida de mis posibilidades, de describir con mi pluma tan gran dechado de virtud y, aunque siervo con mi escaso talento de siervo, imitaré la industriosa laboriosidad del Señor.

Mi único temor, amadísimos míos, es que, vituperando las costumbres de quienes se resisten a mis habituales amonestaciones, les enseñe a pecar más bien que a reprimir el pecado: que tal vez fuera mejor, a ejemplo de Solón, el ateniense, silenciar los delitos graves que precaverse de ellos; y que hasta tal punto hayan degenerado las costumbres de nuestras gentes que se consideren incitadas a una cosa cuando se les prohibe. Efectivamente, creo que el tratado del Ciervo logró últimamente este resultado: que se pusiera tanto mayor afán en celebrarlo cuanto era mayor el empeño en censurarlo. Y toda aquella crítica de un vicio frecuentemente señalado y condenado, no parece haber frenado sino enseñado el libertinaje. ¡Pobre de mí! ¿Qué crimen es el mío? Me parece que no sabrían hacer el ciervo si yo, con mi censura, no se lo hubiera enseñado.

Sea ello cierto. Los apóstatas o los excluidos de la Iglesia suelen ofenderse por la censura, indignados desde luego al ver que alguien se atreve a vituperar sus costumbres. Y así como el cieno suele oler mal principalmente cuando se mueve, y una hoguera arde más cuando se agita, y la rabia se irrita con mayor vehemencia si se la provoca, así también ellos suelen romper a patadas el aguijón de una censura necesaria, no por cierto sin lastimarse y herirse en la lucha.

Vosotros en cambio, amadísimos míos, recordad que ha dicho el Señor: Reprende al prudente, y te amará; reprende al necio, y te aborrecerá. Y también: Yo reprendo y castigo a los que amo. Y en consecuencia, creedme: el celo suave y atento puesto en este trabajo que he emprendido como vuestro hermano y vuestro obispo atendiendo a la voluntad del Señor, es fruto no del rigor sino de la caridad, que pretende ganaros con cariño, no venceros a fuerza de resistencia.

Además nadie se figure que este sermón sobre la penitencia vaya dirigido tan sólo a los penitentes y, así, todo aquel que no lo es en ninguno de sus grados, desprecie cuanto aquí se diga como destinado a los demás; pues con esta especie de broche se enlaza toda la doctrina de la Iglesia; ya que los catecúmenos han de velar por no caer, los fieles por no reincidir; y los mismos penitentes han de trabajar para conseguir rápidamente el fruto del arrepentimiento.

El orden de mis explicaciones será el siguiente: en primer lugar trataré de la clasificación de los pecados, para que nadie crea que se ha impuesto el sumo castigo a todos los pecados sin distinción. Luego hablaré de aquellos fieles que, ruborizándose de su remedio, en mala hora se avergüenzan y comulgan con el cuerpo y el alma igualmente manchados. Muy tímidos en presencia de los hombres, ante Dios en cambio sumamente atrevidos, contaminan con sus manos profanas y su boca sucia el altar que inspira respeto a los santos e incluso a los ángeles. En tercer lugar tratará mi sermón de aquellos que habiendo confesado y declarado debidamente sus pecados, ignoran o rechazan los remedios de la penitencia y los ejercicios propios con que esta penitencia se satisface.

Finalmente nos esforzaremos por manifestar con la máxima claridad qué castigo espera a quienes no hacen penitencia o incluso la desprecian, muriendo así con su llaga y su dolencia; y, por otra parte, qué corona, qué premio espera a quienes limpian las manchas de su conciencia con una confesión correcta y canónica.

(1-2; o.c. 137-139) 
(fuente: mercaba.org)

otros santos 09 de marzo:

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...