(† 1050 ?)
No encontrada en el Martirologio
Un axioma de los primitivos monjes decía con desesperante sencillez: «Sede in cella tua et tace: Siéntate en tu celda y calla.» Y el afán de cumplir a la letra este mandato de reposo y de silencio, creó una de las formas más sublimes de renunciamiento. Para aquellos cristianos de la Edad Media no era bastante renunciar la voluntad en manos de un hombre y encerrarse en un monasterio; hicieron más todavía: levantaron una celda diminuta, se metieron en ella, y en ella permanecieron presos, ignorados, aguardando la única visita que apetecían: la de la muerte. La celda era de unas dimensiones increíblemente pequeñas; la mayor parte de las veces, el recluso no podía estar en pie ni extender a lo largo de ella sus miembros con holgura. A uno de los lados se abría un estrecho ventanillo, por donde el habitante de aquel sepulcro recibía los auxilios espirituales. No había más puertas ni ventanas. ¿Para qué? El ventanillo estaba, de ordinario, frente a un altar, donde colgaba la paloma eucarística o se guardaba el cuerpo de algún mártir glorioso.
La historia de esos héroes del olvido es muy corta. A veces el mundo iba a ellos, y el ventanillo se hacía un arcaduz de maravillas. Pero no era lo más común. Aislados de los hombres, aquellos penitentes sólo tenían luchas con los demonios, y su trato era con los habitantes de la corte celestial, que muchas veces se daban cita en su estrecha cárcel, llenándola de luces y misterios. Las mujeres fueron las más generosas para esta prisión voluntaria. En Castilla se las llamaba emparedadas, y el recuerdo de su heroísmo permanece todavía en el nombre de muchos pueblos.
Una de estas mujeres heroicas fue Oria, de quien se acuerdan todavía los buenos serranos de tierra de Burgos, sobre todo los de Villavelayos, su patria. Escribió su vida don Munio, «omme bien letrado, que por un rico condado non quería mentir». Munio fue algún tiempo su maestro y padre espiritual; varón bueno, que juntaba la virtud a las letras:
Bien conosció a Oria, sopo su puridad;
en todo cuanto dijo, dijo toda verdad.
Gonzalo de Berceo se encontró con el latín del original, y lo trasladó al castellano en su delicioso alejandrino.
El padre de la santa se llamaba García, y ella, «como era preciosa, más que oro preciada, nombre avia de oro: Oria era llamada».
Era esta manceba de Dios enamorada,
más quería ser ciega que verse casada;
quería oír las Horas más que otros cantares,
lo que dicien los clérigos, más que otros yoglares.
Desque mudó los dientes, luego a los pocos annos
pagábase muy poco de los seglares pannos.
De la soror de Lázaro era muy embidiosa,
que sedie a los pies de Cristo especiosa;
yazríe, si la dexassen, cerca de los altares
o andarie descalza por los santos logares.
Un día, Oria, «romeruela lazrada», sin temor a los cantos que herían sus pies, ni a los soles que la quemaban el rostro, atravesó el San Lorenzo y fue a dar en el monasterio de San Millán de la Cogolla. Preguntó por el prior, que se llamaba Domingo y era un santo. Era un hombre de carácter bondadoso y de mediana estatura, con una mirada enérgica, que al mismo tiempo inspiraba confianza. Oria cayó a sus pies, y con voz resuelta:
Sennor, dixo, e padre, yo a tí so venida,
quiero con tu conseio prender forma de vida,
de la vida del sieglo vengo bien espedida,
si más a ella torno, téngome por perdida.
Sennor, Dios lo quiere, tal es mi voluntat,
prender orden e velo, vevir en castidat,
en rencón encerrada yacer en pobredat,
vevir de lo que diere por mí la christiandat.
Dixo el padre santo: amiga, Dios lo quiera
que puedas mantenerla esa vida tan fiera;
si bien no la complieres, mucho más te valiera
vevir en atal ley commo tu madre toviera.
Padre, dixo la ninna, en merced te lo pido,
esto que te demando luego sea complido,
por Dios que non lo tardes, padre de buen sentido;
no quieras este pleito que caya en olvido.
El prior accedió a los ruegos de la doncella y puso sobre su cabeza las blancas tocas de la esposa de Cristo. Pasaron unos días de probación. Entre tanto, los albañiles de la abadía abrieron un hueco en un muro de la iglesia de San Millán de Suso, frente al altar mayor y al coro donde cantaban los monjes, y allí fue encerrada la valiente doncella de Villavelayos.
«Ovo grant alegría», dice la copla. No se asustó de la emparedación angosta, del aire enrarecido, de la soledad y el silencio, de los miedos de las noches, de los horrores de la penitencia, de la monotonía de su encierro; ni de la inmovilidad continua. Los días y las noches se le pasaban rezando, meditando, trabajando, leyendo las Sagradas Escrituras y las pasiones de los santos, y recibiendo con misericordia a todos los que, atraídos por la fama de su santidad, venían a pedirle un buen consejo para bien vivir. «Luz era el confuerto de la su vecindat.» Hilaba, tejía, hacía las hostias que habían de servir para el Sacrificio y cosía las casullas y cogullas de los monjes. El salterio era su devocionario preferido. Rezaba las Horas cuando los monjes, «et la su oración foradaba los cielos».
Aquel encierro era para ella un verdadero paraíso; pero, como en el de nuestros primeros padres, tampoco faltaba la tentación. Lo mismo que antaño, el enemigo tomó la figura de una serpiente espantosa, y deseando asustar a la tierna virgen, se introdujo en su agujero.
Poníesele delante, el escuezo alzado.
oras se facie chico, oras grant desguisado,
a las veces bien gruesso, a las veces delgado.
«La beneita ninna, del Criador amiga, vivía en gran lacerio.» Pensó entonces en Domingo, «su sennor e padre», que, desterrado por el rey de Navarra, había huido al reino de Castilla. Domingo era ya entonces abad de Silos. Por toda España corría su fama de taumaturgo. Formaba monjes, fundaba escuelas, reunía artistas, rescataba cautivos, curaba enfermos, adivinaba el porvenir y penetraba los corazones. Supo lo que le pasaba a la bendita niña que él había recluído en San Millán, y una tarde llamó al ventanillo de la casiella, rocióla de agua bendita, dijo misa en el altar frontero, confesó a la emparedada, le dio la comunión, y después de bendecirla, se volvió a su nueva patria. Desde entonces ya no recibió Oria visitas de serpientes, sino de luces y palomas.
«Luengos tiempos» habían pasado de austerísima reclusión, cuando una noche, después de rezar los Maitines, en el momento de echarse a dormir, oyó ruido a su ventana. Abrió, y sus ojos quedaron deslumbrados por un resplandor divino. En medio de aquella nube luminosa vio tres vírgenes que le sonreían, mostrándole en las manos sendas palomas blancas. «No te asustes—le dijeron—; somos Águeda, Eulalia y Cecilia, que venimos a invitarte a dar un paseo por el Cielo en nuestra compañía.» Naturalmente, Oria se fue con ellas. Allá arriba vio muchos grupos de bienaventurados, y en uno de ellos reconoció a su maestra Urraca, a una condiscípula suya y a otros muchos cuyos rasgos le eran bien conocidos.
Allí también falló muy rica siella de oro bien labrada,
de piedras muy preciosas toda engastonada.
Sobre la silla, una acitara o dosel riquísimo, por el cual el rey de Castilla diera todo su reino. Relampagueaba igual que los rayos del sol. Iba Oria pensando cuan feliz seria el hombre que la habría de ocupar, cuando una virgen de soberana hermosura le dijo estas palabras: «Todo este adobo, el solar y la silla, es para ti; mas cuida no le pierdas por algún mal consejo.»
Un año después vino el llamamiento definitivo, traído por la misma Señora de los Cielos. Oria cayó enferma. Tan débil se hallaba, que no podía levantar la mano para golpearse el pecho. La oración salía con esfuerzo de su boca. Su madre la asistía. La víspera de su muerte vino a verla don Munio, su confesor y su biógrafo. La enferma estaba enajenada. Munio mismo nos cuenta la conmovedora escena:
«Cuando yo entré, le dijeron: —Oria, abre los ojos, despiértate para recibir a tu honrado señor don Munio, que viene a despedirse de ti. Entonces Oria miró dolorida en torno suyo, y dijo: —¡Ay, pobre de mí! ¡En qué gloria estaba! ¿Por qué me despertaron? Grande amor me hicieran si me dejaran un poquillo más. Hubiera muerto de placer, porque las dichas aquellas que gozaba eran tan grandes, que todo en el mundo es nada comparado con ellas.» La voz de Oria se iba adelgazando poco a poco, hasta hacerse casi ininteligible. «¡Ah—exclamaba—, cuántas cosas podría deciros, si Dios me diese aún un hálito de vida! Mas lo que a Él ploguiere es todo de sufrir.» Llegó la noche, Oria levantó la diestra «de fermosa manera», e hizo la señal de la cruz en la frente.
Luego alzó ambas las manos, juntólas en igual
como quiriendo gracias al buen rey celestial,
cerró oios e boca la reclusa leal,
rindió a Dios la alma: nunca más sintió mal.
(fuente: divvol.org)
otros santos 11 de marzo:
- San Eulogio de Córdoba
- San Sofronio de Jerusalén
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