Infancia y formación sacerdotal
San
Juan de Ávila nació el 6 de enero de 1499 (o 1500) en Almodóvar del
Campo (Ciudad Real), de una familia profundamente cristiana. Sus padres,
Alfonso de Ávila (de ascendencia israelita) y Catalina Jijón, poseían
unas minas de plata en Sierra Morena, y supieron dar al niño una
formación cristiana de sacrificio y amor al prójimo. Son conocidas las
escenas de entregar su sayo nuevo a un niño pobre, sus prolongados ratos
de oración, sus sacrificios, su devoción eucarística y mariana.
Probablemente
en 1513 comenzó a estudiar leyes en Salamanca, de donde volvería
después de cuatro años para llevar una vida retirada en Almodóvar. A
pesar de llamarlas ‘leyes negras’ los estudios de Salamanca dejaron
huella en su formación eclesiástica, como puede constatarse en sus
escritos de reforma. Esta nueva etapa en Almodóvar, en casa de sus
padres, viviendo una vida de oración y penitencia, durará hasta 1520.
Pues aconsejado por un religioso franciscano, marchará a estudiar artes y
teología a Alcalá de Henares (1520-1526). De esta etapa en Alcalá
existen testimonios de su gran valía intelectual, como así lo atestigua
el Mtro. Domingo de Soto. Allí estuvo en contacto con las grandes
corrientes de reforma del momento. Conoció el erasmismo, las diversas
escuelas teológicas y filosóficas y la preocupación por el conocimiento
de las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia. También trabó
amistad con quienes habían de ser grandes reformadores de la vida
cristiana, como don Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada, y
posiblemente también con el venerable Fernando de Contreras. Incluso
pudo haber conocido allí al P. Francisco de Osuna y a San Ignacio de
Loyola.
Primeros años de sacerdocio
Durante
sus estudios en Alcalá, murieron sus padres. Juan fue ordenado
sacerdote en 1526, y quiso venerar la memoria de sus padres celebrando
su Primera Misa en Almodóvar del Campo. La ceremonia estuvo adornada por
la presencia de doce pobres que comieron luego a su mesa. Después
vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a
los pobres, y se dedicó enteramente a la evangelización, empezando por
su mismo pueblo.
Un
año después, se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlascala
(Nueva España), Fr. Julián Garcés, que habría de marchar para América en
1527 desde el puerto de Sevilla. Con este firme propósito de ser
evangelizador del Nuevo Mundo, se trasladó san Juan de Ávila a Sevilla,
donde mientras tanto se entregó de lleno al ministerio, en compañía de
su compañero de estudios en Alcalá el venerable Fernando de Contreras.
Ambos vivían pobremente, entregados a una vida de oración y sacrificio, de asistencia a los pobres, de enseñanza del catecismo.
Esta
amistad y convivencia con Fernando de Contreras, fueron posiblemente
las que motivaron el cambio de las ansias misioneras de Juan de Ávila.
El P. Contreras habló con el arzobispo de Sevilla, D. Alonso Manrique, y
éste le ordenó a Juan que se quedara en las ‘Indias’ del mediodía
español. El mismo arzobispo quiso conocer personalmente la valía del
nuevo sacerdote y le mandó predicar en su presencia. Juan de Ávila
contaría después la vergüenza que tuvo que pasar; orando la noche
anterior ante el crucifijo, pidió al Señor que, por la vergüenza que él
pasó desnudo en la cruz, le ayudara a pasar aquel rato amargo. Y cuando,
al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondió: <<Eso
mismo me decía el demonio al subir al púlpito.
Durante
algún tiempo continuó el ministerio juntamente con Fernando de
Contreras. Pronto se dirigió a predicar y ejercer el ministerio en Écija
(Sevilla). Uno de sus primeros discípulos y compañero fue Pedro
Fernández de Córdoba, cuya hermana de catorce años, D.ª Sancha Carrillo
(ambos hijos de los señores de Guadalcázar, Córdoba), comenzó una vida
de perfección bajo la guía del Maestro Ávila. La que habría sido dama de
la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con san Juan de
Ávila) una de las almas más delicadas de la época y destinataria de las
enseñanzas del Maestro en el Audi, Filia,
preciosa pieza espiritual del siglo XVI y único libro escrito por Juan
de Ávila. Su predicación se extendía también a Jerez de la Frontera,
Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera..., juntamente con la labor de
confesionario, dirección de almas, arreglo de enemistades.
Pero
su presencia en Écija pronto le va a acarrear las enemistades y la
persecución. El primer incidente ocurrió cuando un comisario de bulas
impidió la predicación de Juan para poder predicar él la bula de que era
comisario. El auditorio, sin embargo, dejó al bulero solo en la iglesia
principal y fue a escuchar a Juan de Ávila en otra iglesia. Después del
suceso, el comisario de bulas, en plena calle, propinó una bofetada a
Juan. Éste se arrodilló y dijo humildemente: <<emparéjeme esta
otra mejilla, que más merezco por mis pecados>>. Este hecho y las
envidias de algunos eclesiásticos, llevaron precisamente a los clérigos a
denunciar a San Juan de Ávila ante la Inquisición sevillana en 1531.
Procesado por la Inquisición
Desde
1531 hasta 1533 Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Las
acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos: llamaba mártires a los
quemados por herejes, cerraba el cielo a los ricos, no explicaba
correctamente el misterio de la Eucaristía, la Virgen había tenido
pecado venial, tergiversaba en sentido de la Escritura, era mejor dar
limosna que fundar capellanías, la oración mental era mejor que la
oración vocal... Todo menos la verdadera acusación: aquel clérigo no les
dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida ‘clerical’. Y
Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero.
Juan
de Ávila no quiso defenderse y la situación era tan grave que le
advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la
imposibilidad de salvación; a lo que respondió: <<No puede estar
en mejores manos>>. San Juan fue respondiendo uno a uno todos los
cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor
a la Iglesia y a su verdad. Y aquél que no quiso tachar a los cinco
testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporción 55
que declararon a su favor.
Este
tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, al igual que lo
hiciera con san Juan de la Cruz. En ella escribió un proyecto del Audi, Filia,
pero sobre todo, como él nos cuenta, allí aprendió, más que en sus
estudios teológicos y vida anterior, el misterio de Cristo. Juan fue
absuelto. Pero lo que más humillante fue la sentencia de absolución:
“Haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones
que no parecieron bien sonantes”, y le mandan, bajo excomunión, que las
declare convenientemente, donde las haya predicado.
Viajes y ministerio desde 1535 a 1554
En
1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez
de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla
relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los
pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes
conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el
nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.
La
labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al
clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en
la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde
no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la
predicación y el catecismo por los pueblos). Explica las cartas de san
Pablo a clero y fieles. Un padre dominico, que primero se había opuesto a
la predicación de san Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo:
<<vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo.
Córdoba
es la diócesis de san Juan de Ávila, tal vez ya desde 1535, pero con
toda seguridad desde 1550. Allí le vemos cuando murió D.ª Sancha
Carrillo, en 1537, de quien escribió una biografía que se ha perdido.
Predica frecuentemente en Montilla, por ejemplo la cuaresma de 1541. Y
las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la
Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). Juan recibiría en
Córdoba el modesto beneficio de Santaella, que le vinculó a la diócesis
cordobesa para lo restante de su vida. En el Alcázar Viejo de Córdoba
reuniría a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabajaba en
la evangelización de las comarcas vecinas.
A
Granada acudió san Juan de Ávila, llamado por el arzobispo D. Gaspar de
Avalos, el año 1536. Es en Granada donde tiene lugar el cambio de vida
de san Juan de Dios; en la ermita de san Sebastián, oyendo a san Juan de
Ávila, Juan Cidad, antiguo soldado y ahora librero ambulante, se
convirtió en san Juan de Dios. En numerosas ocasiones san Juan de Dios a
Montilla para dirigirse espiritualmente con el Maestro Ávila,
convirtiéndose en su más fiel discípulo.
El
duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida
por la predicación de san Juan de Ávila; las honras fúnebres predicadas
por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (1539) fueron la
ocasión providencial que hicieron cambiar de rumbo la vida del futuro
general de la Compañía.
En
Granada lo vemos formando el primer grupo de sus discípulos más
distinguidos. En Granada también, en 1538 están fechadas las primeras
cartas de san Juan de Ávila que conocemos. En los años sucesivos vemos a
san Juan de Ávila en Córdoba, Baeza, Sevilla, Montilla, Zafra, Fregenal
de la Sierra, Priego de Córdoba. La predicación, el consejo, la
fundación de colegios, le llevan a todas partes.
La
cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre
seguida de largas horas de confesionario y de largas explicaciones del
catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de
predicación.
Los colegios de san Juan de Ávila.
En
todas las ciudades por donde pasaba, Juan de Ávila procuraba dejar la
fundación de algún colegio o centro de formación y estudio. Sin duda, la
fundación más celebre fue la Universidad de Baeza (Jaén). La línea de
actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede
verse plasmada en los Memoriales al Concilio de Trento, donde pide la
creación de seminarios, para una verdadera reforma de la Iglesia y del
clero.
Predicando el Evangelio.
Es
la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila: predicador. Éste es
precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “mesor eram”. El
centro de su mensaje era Cristo crucificado, siendo fiel discípulo de
san Pablo. Predicaba tanto en las iglesias como incluso en las calles.
Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de
corazón. El contenido de su predicación era siempre profundo, con una
teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de
una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para
predicar bien, respondía: ‘amar mucho a Dios’.
Los
textos de los sermones de san Juan de Ávila están acomodados al tiempo
litúrgico. Los temas principales son la Eucaristía, el Espíritu Santo,
la pasión, el tiempo litúrgico; siendo el tema predilecto para los
clérigos el del sacerdocio. La fuerza de su predicación se basaba en la
oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Podía hablar claro quien había
renunciado a varios obispados y al cardenalato, y quien no aceptaba
limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los
ricos o en los palacios episcopales. El desprecio y conocimiento de sí
mismo era el secreto para guardar el equilibrio al reprender a los
demás, considerándose siempre inferior a los demás.
Su
modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo
en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Lic.
Muñoz que “no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le
precediese”, ya que “su principal librería” era el crucifijo y el
Santísimo Sacramento.
La
misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los
objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Ésta era también
una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de
Trento.
Retiro en Montilla
Desde
1511 Juan de Ávila se sintió enfermo. Gastado en un ministerio duro,
sintió fuertes molestias que le obligaron a residir definitivamente en
Montilla desde 1554 hasta su muerte. Rehusó la habitación ofrecida en el
palacio de la marquesa de Priego, y se retiró en una modesta casa
propiedad de la marquesa. Su vida iba transcurriendo en la oración, la
penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los
sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el
apostolado de la pluma.
Su
enfermedad la ofreció para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre
había servido con desinterés. Cuando arreciaba más la enfermedad, oraba
así: “Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y
con otra dadme con el martillo”.
Pero
a Juan todavía le quedaban quince años de vida fructífera, que empleó
avaramente en la extensión del Reino de Dios. El retiro de Montilla le
dio la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición
definitiva del Audi, Filia, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo
y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con
sus escritos la mística española del Siglo de oro. Si en otros períodos
de su vida se podía calificar de predicador, misionero, fundador de
colegios, ahora, en Montilla, se puede resumir su vida diciendo que era
escritor.
El Audi, Filia,
a pesar de todas las vicisitudes por las que pasó, y tras retocarlo de
nuevo en Montilla, queriéndolo confrontar con las enseñanzas de Trento,
fue publicado después de su muerte. El rey Felipe II lo apreció tanto
que pidió no faltara nunca en El Escorial. El Card. Astorga, arzobispo
de Toledo, diría que, con él, “había convertido más almas que letras
tiene”. Prácticamente es el primer libro en lengua vulgar que expone el
camino de perfección para todo fiel, aun el más humilde. El sentido de
perfección cristiana es el sentido eclesial de desposorio de la Iglesia
con Cristo. Éste y otros libros de Juan influyeron posteriormente en
autores de espiritualidad.
Las
cartas de Juan de Ávila llegaban a todos los rincones de España e
incluso a Roma. De todas partes se le pedía consejo. Obispos, santos,
personas de gobierno, sacerdotes, personas humildes, enfermos,
religiosos y religiosas, eran los destinatarios más frecuentes. Las
escribía de un tirón, sin tener tiempo para corregirlas. Llenas de
doctrina sólida, pensadas intensamente, con un estilo vibrante.
No
hay en todo el siglo XVI ningún autor de vida espiritual tan consultado
como Juan de Ávila. Examinó la Vida de santa Teresa, se relacionó
frecuentemente con san Ignacio de Loyola o con sus representantes, con
san Francisco de Borja, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, San
Juan de Ribera, fray Luis de Granada.
A Juan de Ávila se le llama <<reformador>>, si bien sus escritos de reforma se ciñen a los Memoriales para el Concilio de Trento,
escritos para el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, ya que Juan
de Ávila no pudo acompañarle a Trento debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo,
escritas para el obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, que habrían
de presidir el Concilio de Toledo (1565), para aplicar los decretos
tridentinos.
La
doctrina de san Juan de Ávila sobre le sacerdocio quedó esquematizada
en un Tratado sobre el sacerdocio, del que conocemos sólo una parte,
pero una belleza y contenido extraordinarios, y que sirvió de pauta para
sus pláticas y retiros a clérigos, y para que sus discípulos hicieran
otro tanto donde no podía llegar ya el Maestro.
Escuela Sacerdotal
Este
término aparece con frecuencia en las primeras biografías de nuestro
santo, para referirse a sus discípulos. Todos ellos tienen un
denominador común, a pesar de ministerios muy diversos y de encontrarse
en lugares muy distantes: predicar el misterio de Cristo, enderezar las
costumbres, renovación de la vida sacerdotal según los decretos
conciliares, no buscar dignidades ni puestos elevados, vida intensa de
oración y penitencia, paciencia en las contradicciones y persecuciones,
sentido de Iglesia, enseñar la doctrina cristiana, dirección espiritual,
etc. Los encontramos en los pueblecitos más alejados de pastores y
agricultores como en las aldeas de Fuenteovejuna, como entre los
consejeros de los grandes; en los colegios y universidades o en las
costas de Andalucía; en las prelaturas o en las minas de Almadén.
El
grupo sacerdotal de Juan de Ávila parece que se estructura en Granada
hacia el año 1537, aunque ya antes se habían hecho discípulos suyos
algunos sacerdotes de Sevilla, Écija y Córdoba. En Córdoba reunió a más
de veinte en el Alcázar Viejo. Y fue allí donde dirigió un centro
misional durante ocho o nueve años. La gran misión del mediodía español
es una de las manifestaciones típicas de la escuela sacerdotal de Juan
de Ávila.
La
escuela sacerdotal de Juan de Ávila no se puede estudiar sino teniendo a
la vista la relación con la Compañía de Jesús. Juan encaminó a muchos
de sus discípulos a la Compañía, y hubo intentos de fusión, cesión de
colegios, estudio conjunto, ayuda a los jesuitas, que en Salamanca
encontraron muchas dificultades. Pero Juan de Ávila no entró en la
Compañía. Éste era el gran deseo de san Ignacio, hasta el punto de
afirmar que “o nosotros nos unamos a él o él a nosotros”. Pero la
voluntad del Señor no era ésta, la enfermedad de Juan y los caminos del
Señor lo impidieron. A pesar de ello, él fue enviando a sus mejores
discípulos a la Compañía.
La
escuela sacerdotal avilista ser refleja principalmente en su Maestro.
El testimonio y la doctrina de Juan dejaron huella imborrable, como le
iba dejando su sello personal que tenía dibujado el Santísimo
Sacramento. En sus discípulos dejó impresa la ilusión por la vocación
sacerdotal, el amor al sacerdocio, con los matices de la vida
eucarística, vida litúrgica y de oración personal profunda, devoción al
Espíritu Santo, a la Pasión del Señor, a la Virgen María, entrega total
al servicio desinteresado de la Iglesia en la expansión del Reino y la
predicación de la Palabra de Dios. Pero lo que consideraba esencial en
todo aquel que quería ser buen sacerdote era la vida de oración, ya que
en la caridad y en la oración era en los que según él habrían de
consistir los exámenes de Órdenes.
En
la Santa Misa centraba toda la evangelización y vida sacerdotal. La
celebraba empleando largo tiempo, con lágrimas por sus pecados. Sobre la
Eucaristía jamás le faltó materia para predicar, especialmente en la
fiesta y octava del Corpus. “Trátalo bien, que es hijo de buen Padre”,
dijo a un sacerdote de Montilla que celebraba con poca reverencia; la
corrección tuvo como efecto conquistar un nuevo discípulo. Ya enfermo en
Montilla, quiso ir a celebrar misa a una ermita; por el camino se
sintió imposibilitado; el Señor, en figura de peregrino, se le apareció y
le animó a llegar hasta la meta. Fue el gran apóstol de la comunión
frecuente, a pesar de las contradicciones que se le siguieron. Prefería
la presencia eucarística a la visita de los Santos Lugares.
Su
virtud principal fue la caridad. Tenía un amor entrañable a la
humanidad de Cristo: “el Verbo encarnado fue el libro y juntamente
maestro”. Su Tratado del amor de Dios
es una joya de la literatura teológica en lengua castellana. Su amor al
prójimo fue la expresión del ministerio sacerdotal. Toda la obra de
Juan de Ávila mira hacia la caridad cristiana. De ahí la preocupación
por la educación cristiana y humana integral, la preocupación por los
problemas sociales, por la reforma del estado seglar (como él decía),
por la reforma del clero.
Una
cruz grande de palo en su habitación de Montilla, la renuncia a las
prebendas y obispados (el de Segovia y Granada), así como el capelo
cardenalicio (ofrecido por Paulo III), son índice de la pobreza y
humildad de quien “fue obrero sin estipendio..., y habiendo servido
tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real” (Lic. Muñoz). No
renunció al episcopado por desprecio, sino por imitar al Señor y por
sentirse indigno. Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un
amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y
pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con
engaño.
Su
humildad le llevó a ser un verdadero reformador. No pudieron sacarle
ningún retrato. Su predicación iba siempre acompañada del catecismo a
los niños; su método catequético tiene sumo valor en la historia de la
pedagogía.
El
celo por la extensión del Reino aparece en sus obras y palabras. Las
cartas a los predicadores son pura llama de apóstol. No admitía que
murmurasen de nadie. La castidad la veía en relación al sacerdocio,
principalmente como ministro de la Eucaristía. La devoción a María la
expresa continuamente y la aconseja a todo el mundo.
De
todas sus virtudes, de su prudencia, consejo, discreción, etc., hablan
sus biógrafos. Pero él conocía bien sus propios defectos y, por eso,
pidió en las últimas horas de su vida que no le hablaran de cosas
elevadas, sino que le dijeran lo que se dice a los que van a morir por
sus delitos. A Juan de Ávila no le atraían propiamente las virtudes en
sí mismas, sino el misterio de Cristo vivido y predicado.
Entregado
al estudio continuo de las Escrituras y de otras materias
eclesiásticas, gastando su vida en la oración, predicación y fundación
de obras apostólicas y sociales, en la dirección de las almas y en la
enseñanza del catecismo, en la formación de sacerdotes y futuros
sacerdotes, Juan de Ávila es un maestro de apóstoles.
La
figura personal y pastoral de Juan de Ávila encontró pronto eco en
Italia con san Carlos Borromeo, y en Francia en la escuela sacerdotal
francesa del siglo XVII. Pero su obra quedó, en parte, en la tiniebla en
su aportación más profunda a la vida evangélica precisamente para el
clero diocesano y la vida de perfección cristiana en las estructuras de
todo el pueblo de Dios.
Muerte de Juan de Ávila.
La
estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una
huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. En una de sus últimas
celebraciones de la misa le hablo un hermoso crucifijo que él veneraba:
“perdonados te son tus pecados”.
Pero
la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de
1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar:
“Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el
padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah,
Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al
Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana,
confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor
esta noche!”.
Juan
de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar.
Pidió que celebraran por él muchas misas; rogó encarecidamente que le
dijeran lo que se dice a quienes van a morir por sus delitos. Quiso que
se celebrara la misa de resurrección en aquellos momentos en que se
encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado
en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en
vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con
plena conciencia. Invocó a la Virgen con el Recordare, Virgo Mater... Y
una de sus últimas palabras mirando el crucifijo, fue “ya no tengo pena
de este negocio”. Era el 10 de mayo de 1569. Santa Teresa, al enterarse
de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la
causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.
La
persona, los escritos, la obra y los discípulos de Juan de Ávila
influirán en los siglos posteriores. Hemos visto los santos y autores
que estuvieron relacionados más o menos con san Juan de Ávila; casi
todos ellos influenciados por sus escritos, por su persona o por su
obra. Se suelen encontrar, además, vestigios de influencia
místico-poética en san Juan de la Cruz y en Lope de Vega. San Francisco
de Sales y san Alfonso Mª de Ligorio citan frecuentemente a san Juan de
Ávila. Y san Antonio Mª Claret reconocía el bien que le hicieron los
escritos de san Juan de Ávila como predicador. Su influencia es notoria
en la escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en cuyos escritos y
doctrina se inspiraron.
En
1588, Fr. Luis de Granada, recogiendo algunos escritos enviados por los
discípulos y recordando su propia convivencia con san Juan de Ávila,
escribió la primera biografía. En 1623, la Congregación de san Pedro
Apóstol, de sacerdotes naturales de Madrid, inicia la causa de
beatificación. En 1635, el Licdo. Luis Muñoz escribe la segunda
biografía de Juan de Ávila, basándose en la de Fr. Luis, en los
documentos del proceso de beatificación y en algunos documentos que se
han perdido. El día 4 de abril de 1894, León XIII beatifica al Maestro Ávila. Pío XII, el 2 de julio de 1946 lo declara Patrono del clero secular español. Pero el maestro de santos tendrá que esperar hasta el año 1970 para ser canonizado por el Papa Pablo VI.
La
iglesia de la Compañía de Montilla, donde descansan sus restos, y la
pequeña casa donde vivió sus últimos años san Juan de Ávila, son centros
de continuo peregrinar de obispos, sacerdotes y fieles de toda España.
La
Conferencia Episcopal Española ha pedido a la Santa Sede, con motivo
del centenario del nacimiento de san Juan de Ávila, que sea declarado
Doctor de la Iglesia Universal. Esperamos que aquél que ha sido conocido
a lo largo de los últimos cinco siglos como el Maestro, pronto le sea
reconocido por la Iglesia oficial el título de Doctor y Maestro del
pueblo cristiano.
(fuente: www.corazones.org)
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